8


Una flor azul

Las puertas del granero tenían los goznes por dentro; las bisagras se hicieron añicos con el primer golpe de Buscador. Mientras Eco miraba, abrió las altas puertas de una patada y la brillante luz inundó el interior. Allí, parpadeando deslumbrados, con los ojos abiertos como platos de miedo, estaban tendidos cientos de niños pequeños, amarrados en compartimientos como perros.

Buscador contempló la escena en silencio, y su cólera se intensificó. Se acercó a grandes zancadas a los compartimientos. Los niños retrocedieron aterrados, cubriéndose la cabeza con los brazos.

—¡No me pegues! —gritaban—. ¡Seré bueno!

—No habrá más palizas —dijo Buscador.

Los niños llevaban collar. Una corta cadena unía cada collar a una argolla de hierro clavada en la pared. Buscador palpó cuidadosamente con los dedos el collar de un niño, pero lo tenía demasiado ceñido al cuello para quitárselo sin hacerle daño. Entonces agarró la cadena y la partió con las manos desnudas. Este sencillo acto de violencia le proporcionó cierto alivio. Pasó sucesivamente de niño en niño, rompiendo cadena tras cadena.

Eco entró detrás de Buscador en el granero. Cuando los niños descubrieron que podían salir de sus compartimientos, se le acercaron y se apiñaron a su alrededor, viéndola como la última de los muchos adultos que habían ido a darles órdenes. En ningún momento se les ocurrió escapar.

—A tus órdenes, señora —dijeron todos a coro, inclinando la cabeza y haciendo tintinear los extremos colgantes de sus cadenas—. ¿Qué mandas, señora?

—Sois libres —dijo Eco—. Podéis iros.

Los niños, algunos de tan sólo cuatro años, la miraron de hito en hito sin comprender, esperando que les dieran las órdenes que les habían enseñando a obedecer.

—Pero debemos servirte, señora.

—No, no. Ya no. La mala gente que os tenía atados ya no puede haceros daño. No tenéis que servir a nadie. Sólo sois niños.

—Niños que hacen lo que se les dice, señora. O que son golpeados en caso contrario.

Todas las pequeñas cabezas asintieron al oír aquello, y sus cadenas tintinearon.

—Eso se ha acabado —dijo Eco, señalando detrás de ella hacia las puertas abiertas y el camino que conducía al Refugio—. Mirad.

Un gran éxodo había comenzado. Los trabajadores iban en tropel por el paso elevado de madera hacia tierra firme.

—Los hombres que os golpeaban han huido. Ya no tenéis amos.

—¡No tenemos amos! —Los niños miraron al suelo—. ¿Y quién nos va a alimentar?

Algunos empezaron a gimotear y, acto seguido, prorrumpieron en alaridos.

Buscador, que acababa de romper la última cadena, se reunió con Eco. El granero se llenó con el sonido de los lamentos.

—No podemos dejarlos aquí sin más —dijo Eco—. ¿Quién va a cuidar de ellos?

Buscador vio las caras miserables de los llorosos niños y su ira se trocó en amargura. Por más que utilizaba su poder, ningún bien se derivaba de ello. Todo lo que deseaba en ese momento era estar lejos y solo.

Los trabajadores del Refugio llegaron al granero. De inmediato quedó claro que eran los padres de los niños encadenados. Los gritos surgieron por todas partes cuando los padres y las madres encontraron a sus hijos y los estrecharon entre sus brazos, sollozando y llorando de alegría. Incluso entonces los niños siguieron fieles a sus enseñanzas.

—A tus órdenes, señora. ¿Qué puedo hacer por ti?

—No, no, no tienes que servirme. Soy tu madre.

—Por favor, no me pegues.

Eco observó los lastimosos reencuentros con lágrimas en los ojos. Cuando se volvió hacia Buscador, este había desaparecido.

Estaba fuera, al sol, rodeado de una pequeña muchedumbre. Al frente del gentío, un hombre de cara colorada que llevaba un pesado abrigo estaba gritando y agitando el puño hacia Buscador.

—¡Vamos! —gritaba el hombre—. ¡Hazme pedazos! ¡Haz pedazos a mi esposa! ¡Haz pedazos a mis hijos! Ya has destruido todo lo que tenía. ¿Por qué detenerte ahí? ¿Por qué no matarnos y librarnos de nuestro sufrimiento?

Otros también le estaban gritando a Buscador, pero sus gritos eran de admiración y reverencia.

—¡Dinos qué debemos hacer! ¡Guíanos, y te seguiremos!

Buscador se cubrió las orejas con las manos, meneó la cabeza e intentó alejarse del gentío.

—No sé qué deciros —dijo.

Pero lo siguieron tirándole de la ropa y suplicándole. Madres y padres con sus hijos recién recuperados salieron del granero y se unieron a la procesión.

—Él es el que tiene el poder —comentaban entre sí—. Él hará que nuestras vidas vuelvan a ser buenas.

Buscador apretó el paso.

—No me sigáis —dijo—. No tengo nada para vosotros.

Pero, pese a todo, se empujaban para acercársele; así que Buscador echó a correr. Sus largas zancadas le hicieron alcanzar una velocidad que ninguno de ellos podía igualar. Los gritos de la multitud ya se habían convertido en muestras de descontento.

—¿Qué espera que hagamos ahora?

—Le parecerá bonito, ¿no? Largarse sin decir ni mu.

—Con todo ese poder, y se lo guarda para sí.

Eco observó cómo Buscador desaparecía de la vista. Luego llamó a Kell, y el caspiano trotó hasta su lado.

—Iremos tras él, ¿te parece, Kell? —dijo, frotándole el cuello al animal—. Tiene que parar a descansar en algún momento.

Kell le empujó suavemente el hombro con el blando hocico. Ella le susurró:

—Él es nuestro futuro, Kell. Ya no podemos echarnos atrás.

Dicho lo cual se subió de un salto a lomos del caballo y partió por el camino rumbo al sur, tras Buscador.

* * *

El cangilón resonaba mientras lo hacía descender por el pozo, rebotando contra las paredes. Lo dejó caer hasta el final de la cuerda, pero el recipiente no alcanzó el agua.

Lenta y cansinamente, Buscador volvió a izar la cuerda y subió el cangilón haciéndolo serpentear por el costado del pozo. El sol era abrasador, el aire seco y la sed lo torturaba. Tenía tan resecos los labios que se le estaban agrietando.

«¿Por qué no?». No ganaba nada muriéndose de sed.

Hizo acopio de lir y lo envió a chorro pozo abajo. Se produjeron una serie de pequeñas explosiones en lo más profundo, a las que siguió un silbido ascendente y, más tarde, un profundo gorgoteo. Al poco tiempo, el agua rebasó el borde del pozo.

Buscador se agachó y bebió en el hueco de las manos, tragando y tragando hasta que ya no pudo más. Se mojó la cara y el cuello con el agua fría. Luego sacudió todo el cuerpo y respiró profundamente.

«Con todo este poder, y lo único que puedo hacer es conseguir un trago de agua».

Echaba de menos ser un novicio de nuevo, de pie en la fila con todos los demás, aprendiendo las habilidades de los nomanos; o incluso un colegial, sentado solo en clase, oyendo los gritos de sus compañeros que jugaban en el patio. Luego deseó que Estrella Matutina estuviera con él para hablarle de su infelicidad y saber que ella lo comprendía, y deseó la compañía de Salvaje, con su grito audaz y su belleza. Los tres habían sido felices juntos, según le parecía, no hacía tanto.

«Y ahora, ¿qué?

»Sigue el camino. Encuentra el muro en ruinas. Traspón la puerta. Túmbate en la tierra delante del Jardín y confiesa tu fracaso al Todo y Único. Suplica consejo».

Sintió un repentino vahído y oyó un ruido, un débil y agudo alarido a su espalda. Giró en redondo, pero allí no había nadie.

«Es el hambre —pensó—. He de encontrar comida».

Miró hacia el vacío camino hacia el sur. A ambos lados se extendían campos de labranza abandonados, una monótona extensión de hierbajos agrisados por el sol. El resplandor de aire caliente flotaba sobre la tierra, fundiéndose con el horizonte.

El agua seguía saliendo a borbotones del pozo y se abría camino por la cuneta hacia los cauces secos de pequeñas corrientes, alejándose hacia algún remoto y oculto río, y luego, hasta el mar. Pensó entonces en el océano, y en los barcos de pesca que había observado desde Anacrea. Pensó en las tardes tranquilas que había pasado con su hermano Resplandor, haciendo rebotar piedras sobre las olas.

La vieja vida se había ido, y jamás volvería.

En la calima vio entonces, a bastante distancia carretera abajo, una figura que caminaba. Se frotó los ojos y los achicó. La figura estaba distorsionada por la reverberación del horizonte, donde la misma tierra parecía rizarse, pero pudo distinguir que se trataba de un hombre y que se alejaba caminando. Algo en su perfil, una cabeza cubierta, el destello de un bastón, le hizo pensar que era el extraño anciano llamado Jango.

Buscador reemprendió la marcha de inmediato, avanzando por el camino a grandes zancadas. Se movía mucho más deprisa que la borrosa figura que tenía delante, y estaba seguro de que no tardaría en alcanzarla; pero al cabo de un rato descubrió que no se había acercado. Y echó a correr.

La figura, le pareció, no caminaba deprisa, no obstante lo cual era incapaz de alcanzarla; antes bien, la distancia entre ellos estaba aumentando. Volvió a oír el grito a lo lejos, y notó otra vez el mareo. La ondulación de la tierra semejaba las olas del mar. Cerró los ojos, pensando que la luz deslumbradora podía estar afectándolo, y de inmediato se sintió sacudido por un vértigo que lo obligó a aminorar el paso hasta detenerse. Volvió a abrir los ojos.

La figura lejana había desaparecido.

Permaneció inmóvil con una mano en la boca, y las náuseas pasaron lentamente. Ante sí vio una bifurcación del camino en la que no había reparado hasta entonces. Había mantenido los ojos clavados en el lejano caminante, pero no tenía ni idea de qué camino había tomado este. El horizonte era el mismo a la derecha que a la izquierda; peor aún, no tenía ni idea de qué desvío conducía al muro en ruinas.

Las náuseas se apoderaron de su cuerpo por segunda vez. Temeroso de caer, se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en las rodillas.

«Debo de estar enfermo», pensó.

Pero aquello no parecía una enfermedad; más bien era un profundo asco interior. Tuvo ganas de vomitar, pero no desde el estómago. Quería vomitar desde su mente.

Entonces lo recordó. No estaba enfermo: estaba poseído.

—No luches conmigo —dijo, hablándole a la vida extraña que albergaba en su interior—. Soy más fuerte que lo que jamás puedas llegar a ser.

Oyó el débil grito una vez más. En esta ocasión, le pareció que procedía de las profundidades de su mente.

—Vivirás conmigo —dijo Buscador—, y morirás conmigo.

La náusea desapareció lentamente.

El sol lanzaba sus rayos abrasadores desde un cielo sin nubes. No podía permanecer allí, junto a la encrucijada, donde no había comida ni refugio. Así que se puso en pie y reemprendió la marcha, tomando el ramal de la izquierda sin ninguna buena razón, y siguió avanzando por el camino. A medida que recorría aquella tierra reparó en que las extensiones de maleza y matorrales de ambos lados del camino daban paso a una hierba quemada por el sol que resistía, enhiesta, en pequeños macizos. Un poco más adelante, las hierbas se hacían más altas, hasta que se encontró en un camino entre muros altos y trémulos. La hierba seca del verano chasqueaba y susurraba movida por la brisa. Esa debía de haber sido la causa de la ondulación de la tierra que había visto al principio. Había entrado en un mar de tierra, y navegaba entre olas de hierba ámbar que le llegaba hasta los hombros.

El camino se fue estrechando hasta ser poco más que un sendero que discurría en línea recta, su única guía en aquel mundo estremecido. Lo único que se le ocurrió fue seguir caminando, convencido de que, a su debido tiempo, llegaría a un río o a la costa. Entonces, sobre las hebras de hierba, a un lado, no lejos de donde se encontraba, vio el tejado de tejas planas y finas de una casa. Apartó los tallos que tenía delante y la observó. Las paredes eran blancas, de madera, y la puerta azul. El hambre lo asaltó con toda su fuerza. Donde había una casa, habría gente; donde había gente, habría comida.

Abandonó el sendero y avanzó entre la hierba alta en línea recta hacia la casa. No estaba lejos, y confiaba en no tardar en salir de aquel mar dorado a un claro. Pero no había ningún claro. A manotazos se abrió camino con paso firme hasta el mismo umbral de la casa, hasta su puerta azul lavanda claro. La edificación sólo tenía una planta y era pequeña. Las paredes de tablones estaban pintadas de blanco tiza y el techo se había agrisado por la acción del sol. La hierba se apretaba contra la ventana, y donde la espesura era mayor llegaba a tocar los aleros. Ningún sendero conducía a la puerta, y no había rastro de ruedas de carro. Nadie había llegado hasta allí en muchos años. Y sin embargo, la puerta parecía haber sido pintada no hacía mucho. Su color le encantó a Buscador, que tocó la pintura, encontrando en ese acto la promesa de una bienvenida amistosa.

El picaporte de la puerta giró. La puerta se abrió. Buscador entró directamente en la habitación principal de la casa, que recibía la luz de dos ventanas, una a cada lado. Las hierbas altas que se apretaban contra las ventanas servían de persiana natural que tamizaba el resplandor del sol. Por dentro, las paredes de madera estaban encaladas con el mismo blanco tiza del exterior. Cubría el suelo, de sencillos y desgastados tablones, una alfombra a rayas de desvaídos colores. Completaban la decoración una mesa, dos sillas, una estufa de hierro y unas estanterías con platos y utensilios de cocina. Y sobre una mesa, en un vaso de agua, había una única flor azul aciano de tallo largo.

Buscador se quedó mirando fijamente la flor. La había visto con anterioridad. Jango había estado de pie en una puerta, con su esposa al lado, y detrás de ellos estaban esa habitación encalada, esa mesa, ese vaso, esa flor azul. ¿Era esa, por tanto, la casa de Jango? Pero a aquella casa se accedía por una puerta abierta en un muro en ruinas. Y se encontraba situada en un mar de hierba.

Recorrió la habitación mirando y tocando, y al hacerlo descubrió que un estado de ánimo nuevo estaba tomando posesión de su atribulado espíritu. La casa era apacible; en su sencillez, era hermosa. Buscador no comprendía muchas cosas: el hecho de que la casa llevara deshabitada tanto tiempo que las hierbas llegaran hasta la puerta, y sin embargo hubiera en la mesa una flor fresca; que no hubiera polvo acumulado sobre los platos blancos apilados en los estantes. Pero la tranquilidad del lugar dejaba fuera las preguntas.

«¿Por qué he de entenderlo todo?».

Dos puertas se abrían en la habitación principal. Una conducía a un pequeño baño, donde unas prendas colgaban de un perchero, de manera que gotearan en el cubo colocado debajo. Eran dos camisetas blancas, las dos secas y rígidas. La otra puerta se abría a un dormitorio apenas lo bastante grande para albergar una cama alta. La cama estaba hecha, lista para usar, con un mullido edredón blanco extendido que formaba montículos sobre un colchón de lana y dos sólidas almohadas blancas.

Volvió a la habitación principal y examinó el aparador situado junto a la cocina. Allí encontró un bote de huevos en vinagre y un tarro de miel. Se comió tres huevos y luego metió en la miel un dedo, que se chupó varias veces. Saciada el hambre, permaneció sentado en la silla de madera que había junto a la cocina, mirando fijamente el aciano azul, las sencillas paredes blancas, el parpadeo de la luz del sol que se colaba por las ventanas.

«Quienquiera que viva aquí —pensó— lleva una buena vida».

La luz del sol incidía sobre los pétalos azules del aciano, sobre el estallido de color puro que brotaba del rígido tallo verde como un nuevo día. Miró la flor con más atención, y mientras la miraba vio que el azul de los pétalos arracimados no era en absoluto uniforme, sino que tenía notas de un púrpura más oscuro en las zonas de sombra y del más claro de los azules, casi de blanco, donde incidía directamente la luz del sol. ¿Cómo había surgido semejante alegre despilfarro de cielo estival de un tallo verde? Se acercó al vaso y, con la cara a la altura de la flor, buscó el punto en el que el verde se convertía en azul, como si en algún lugar dentro del tallo pudiera encontrar venas azules que discurrieran por la flor cada vez más madura hasta la fuente del azul, algún oculto eje de zafiro enterrado en lo más profundo. Pero no había ninguna unión. Los pétalos brotaban del tallo como lo hacían las hojas verdes, compartiendo la misma sustancia y, sin embargo, transformados. Tuvo la sensación de que nunca había mirado una flor de manera adecuada, de que nunca antes había apreciado el milagro del mundo de los colores. Aquella sencilla habitación blanca veteada por el sol le concedía aquel don. En medio de la sencillez, algo maravilloso.

«¿Por qué este lugar me hace tan feliz?».

Oyó el eco de una risa. La erudita que llevaba dentro se burlaba de su placer. La risa arrastró tras de sí un regusto amargo; y tras la amargura, la ira.

«¿Estoy envenenado? ¿Ya no volveré a ser feliz nunca más?».

Ya no quería quedarse. Se levantó, volvió a colocar los dos tarros en el aparador y dejó la silla tal y como la había encontrado. Luego, salió de la casita y cerró la puerta azul tras él.

De nuevo entre la hierba alta avanzó hacia el camino, sabiendo que no lo separaba de él una gran distancia; pero el camino no apareció. Se dio cuenta de que debía de haber errado la dirección. Lo intentó de nuevo, y caminó pesadamente entre la hierba mucho tiempo, pero su suerte no mejoró.

Decidió que debía volver a la casa de la puerta azul, pero pese a mirar en todas direcciones no encontró ni rastro de ella. La casita había desaparecido. Y, según parecía, también el camino.

Estaba perdido en medio del mar de hierba.