Comparte la alegría
El día tocaba a su fin cuando Estrella Matutina y su pandilla de niños vagabundos tomaron la carretera de la colina que salía del pueblo.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Tostao.
—A encontrar a la gente feliz.
—Nunca he visto a nadie feliz —dijo Libbet.
Estrella Matutina estaba desconcertada y preocupada por sus padres. Su padre jamás se alejaba de su rebaño, pero ella había encontrado las ovejas, en la ladera de la colina, sin pastor.
No tenía forma de saber adónde habían ido, así que seguía el camino que conducía hasta las tierras bajas por las colinas. Ascendía por el sendero empinado de la ladera de la última resollando ya. Andrajos caminaba a su lado a grandes zancadas, imperturbable, justo medio paso por delante para demostrar que él era el jefe, aunque echando un vistazo hacia atrás de vez en cuando para asegurarse de que estaba guiando al grupo en la dirección correcta. Tostao agarraba con fuerza de una mano a Estrella Matutina, y Abejita, la pequeña de ojos negros, no le soltaba la otra.
Andrajos fue el primero en coronar la cima, y allí se detuvo mirando fijamente hacia la planicie. Estrella Matutina se unió a él con el resto de los niños. Sorprendidos, todos miraron en silencio el panorama que en ese momento se abría ante ellos a la luz del sol poniente.
Una enorme muchedumbre se estaba congregando en el valle del río. Grupos de gente procedentes de todas partes iban sumándose a ella, de manera que no paraba de aumentar. No eran soldados ni bandidos. Incluso desde aquella distancia resultaba evidente que la multitud estaba integrada por tantas mujeres y niños como hombres. Hasta ellos llegaba el sonido de cánticos y risas.
—¿Qué hace toda esa gente? —preguntó Tostao, tirando de la mano a Estrella Matutina.
—No lo sé —respondió la interpelada. Intentaba leer el aura de aquella gran multitud. Era difícil, porque a medida que el sol se iba poniendo teñía de luz roja la llanura. Por lo que era capaz de distinguir, sin embargo, la muchedumbre era rosa claro, el color de la felicidad.
—Sólo hay una manera de averiguarlo —dijo—. ¿Quién viene conmigo?
—Yo —contestó Tostao.
—Yo —dijo Abejita.
Andrajos, el líder, ya estaba bajando el sendero. Así que descendieron juntos por la escarpada ladera.
El sol se había ocultado cuando alcanzaron a la muchedumbre. Ardían las hogueras. Su llegada fue advertida por una corpulenta mujer de mediana edad que se había soltado la larga melena. Corrió a recibirlos con los brazos abiertos y una gran sonrisa de bienvenida.
—¡Alegría! —gritó—. ¡Alegría para el joven y el viejo! ¡Compartid nuestra alegría!
Se abrazó a Estrella Matutina como si fueran viejas amigas.
—Gracias —dijo Estrella Matutina, apartándose del abrazo de la mujer. Hizo un gesto hacia el gentío arremolinado—. ¿Qué es todo esto?
—¡Esto! ¿Es que no lo sabes? —La risueña señora soltó una alegre risotada y se puso a dar vueltas agitando los brazos con la melena al viento—. ¡Esto es el Gozo!
—¿El Gozo?
—¡El don que el Amado concede a toda la gente! ¡A ti, a ti y a ti!
Les dio una palmadita a Libbet, a Tostao y a Andrajos. Este último se apartó bruscamente para evitar que lo tocara.
—¡Oh, eres un joven separador! —gritó la alegre mujer, haciéndole un gesto admonitorio con el dedo—. Yo era exactamente igual que tú en otros tiempos. Pero el Amado me mostró que la separación es dolor. ¡Deshazte de tu dolor! ¡Ven al Gozo!
—¿Quién es el Amado? —preguntó Estrella Matutina.
—¿El Amado? —La alegre mujer puso los ojos en blanco y se aferró el pecho con las manos, incapaz momentáneamente de expresar con palabras la fuerza de sus sentimientos—. El Amado es nuestro maestro y nuestro guía. Debes acudir a él… Sí, ¡y tú, y todos vosotros! Mirad su querida y hermosa cara sólo una vez y lo seguiréis el resto de vuestra vida.
—¿Y tiene nombre?
—¿Un nombre? Él es el Amado. Él es el Niño Feliz.
Y diciendo eso, echó a correr, bailando y saltando, para volver a su grupo, que la recibió con abrazos y risas.
—Está como una cabra —dijo Libbet.
—Quizá —dijo Estrella Matutina—. Pero no es la única.
Se adentraron en la muchedumbre, y por todas partes había grupos de personas que alzaban los brazos y reían. Muchos bailaban, unidos en pequeños círculos de cinco o seis, girando y girando, echando atrás la cabeza y evitando caerse al suelo sólo gracias a que iban cogidos de las manos.
—Borrachos —dijo Andrajos.
Un agudo ladrido atrajo la atención de Estrella Matutina, y alcanzó a ver un destello blanco entre las piernas de la multitud.
—¡Lamb!
El perro se dirigió hacia ella pegando brincos y meneando la mitad posterior del cuerpo por la excitación de encontrarla. El perro se levantó como disparado por un resorte, le puso las patas delanteras en los muslos y emitió unos leves gañidos de placer.
—¡Oh, Lamb! ¿Tú también estás borracho? —Le restregó la cabeza y la cara con las manos y apretó la mejilla contra el hocico húmedo del animal—. ¿Dónde están? ¿Dónde están papá y mamá?
Lamb la entendió a la perfección. Volvió a meterse correteando entre la multitud y Estrella Matutina lo siguió, arrastrando detrás a su séquito de pequeños. El perro la condujo hasta un círculo y se detuvo. Estrella Matutina miró a los bailarines que daban vueltas y más vueltas.
Uno de ellos tenía cierto parecido con su padre, Arkaty. Sabía que no podía ser él, porque el sujeto sonreía como un lunático y balanceaba la cabeza de un lado a otro bailando de una manera que la timidez y la seriedad de su padre jamás le hubiesen permitido.
Pero allí, en el centro del círculo, estaba Amik, la perra de su padre, con la cabeza apoyada en el suelo y mirando con desaprobación. Y la mujer que acababa de pasar a su lado bailando y riendo alegremente se parecía mucho a su madre, Misericordia. ¿Cómo era posible? ¿Qué había sido de su dulce tristeza?
Estrella Matutina sintió que se ruborizaba de la vergüenza. El espectáculo era indigno. Quiso gritarles que se detuvieran; le entraron ganas de cerrar los ojos y fingir que no los había visto.
Tostao y Abejita, todavía de su mano, estaban entusiasmados con el baile, y empezaron a intentar imitarlo. Estrella Matutina se negó a dejarse arrastrar a dar vueltas.
—Pero ellos lo hacen —dijo Tostao.
—No sé lo que están haciendo —dijo Estrella Matutina.
—Es la danza de la alegría —dijo un hombre que se paró cerca de ellos—. Todos la bailamos. Deberíais probarlo.
—No, gracias —dijo Estrella Matutina—. Somos nuevos aquí.
—Conoceréis pronto al Niño Feliz, entonces. Y cuando lo conozcáis ya no dudaréis.
El baile cesó con una alegre caída, con todos los participantes abrazándose en el suelo y Amik y Lamb dando vueltas a su alrededor, ladrando. Estrella Matutina esperó a que sus padres se apartaran del montón.
—Papá —dijo en tono de reprobación—. Mamá.
Los padres se quedaron estupefactos al verla y, naturalmente, encantados. Se levantaron de un salto y la abrazaron.
—¡Estrella! —gritaron—. ¡Comparte la alegría!
Parecían no avergonzarse de que ella los hubiera visto bailar de aquel modo.
—¿Qué te ha ocurrido, mamá?
—¡Hemos encontrado el Gozo! Oh, querida, ¡soy tan feliz! ¡Y ahora tú también has encontrado el Gozo!
—Estáis borrachos —dijo Andrajos.
—Sí, hijo mío —dijo Misericordia con una sonora carcajada—. ¡Borrachos de alegría!
Arkaty tomó la mano de su hija y le habló con la mirada reluciente.
—La tristeza de tu madre ha desaparecido por completo.
—¡Ay, mi tristeza! —Misericordia volvió a reírse—. El Niño Feliz halló su causa en cuanto posó sus ojos en mí. La separación, por supuesto. Ya ha desaparecido por completo.
Estrella Matutina deseaba poder alegrarse de aquella transformación, pero lo cierto era que la asustaba. Tuvo la sensación de que su padre y su madre verdaderos hubieran sido secuestrados y sustituidos por aquellos dos risueños impostores.
—Papá —dijo—, has abandonado tu rebaño. ¿Qué estás haciendo aquí?
—La vieja vida se acabó —dijo—. Todo ha desaparecido ya.
—Pero ¿qué vas a hacer?
—Lo mismo que los demás. —Abrió sus brazos hacia la multitud—. Todos nos estamos preparando para el Gran Abrazo.
—¿Qué Gran Abrazo?
—Ese es el motivo de la llegada del Niño Feliz. Pídeselo, y él te hará comprender.
—Quiero que seas tú quien me haga comprenderlo, papá.
—Es el fin de la separación para siempre —dijo Misericordia.
Arkaty tomó las manos de Estrella Matutina entre las suyas.
—¿Recuerdas las noches que tú y yo pasábamos en la ladera?
—Por supuesto que lo recuerdo, papá.
—¿Recuerdas cómo nos sentábamos allí, con las manos bajo la manta, sin hablar, contemplando el amanecer?
—Sí, papá.
Estrella no pudo evitarlo; las lágrimas acudieron a sus ojos al recordar. Aquellos habían sido algunos de los momentos más felices de su vida.
—Cuando llegue el Gran Abrazo, será igual que aquello para todos eternamente.
Estrella meneó la cabeza. Esos habían sido unos momentos especiales, sólo para ellos dos.
—No quiero eso —dijo ella.
—Es que todavía no lo sientes. —Su padre la abrazó con fuerza—. Yo tampoco lo sentía al principio. El Niño Feliz te lo hará sentir.
Estrella Matutina estaba bastante segura de que aquel tal Niño Feliz era un embaucador y un fraude, y cuanto más le decían lo mucho que ella lo amaría, más lo odiaba. Pero Tostao le tiraba de la rúnica quejándose de que tenía hambre, y Abejita se había puesto a florar.
—Pobrecitos —dijo Misericordia—. Llévalos a las mesas largas Deja que coman algo.
—No tengo dinero —dijo Estrella Matutina.
—¡Dinero! —Misericordia se rio alegremente—. No hay dinero en el Gozo. Todo se da gratuitamente, por amor.
—Cojamos la comida deprisa, pues —dijo Libbet—, antes de que la cojan los demás.
Misericordia sonrió al oír esto y meneó la cabeza.
—No es necesario que la cojáis —dijo—. Compartid la alegría.
Libbet ya había echado a correr hacia las mesas dispuestas en el centro del gentío. Los demás niños salieron tras ella, así que Estrella Matutina los siguió.
—Volveré enseguida, mamá.
—Encuentra primero al Niño Feliz, querida.
Las mesas largas formaban un rectángulo de cuatro mesas frente a otras cuatro con un carro de suministros en cada extremo. Los cocineros se afanaban cociendo arroz y judías y verduras condimentadas en grandes ollas. La gente se agolpaba alrededor tendiéndoles tazas y cuencos, y los cocineros vertían la comida en ellos a cucharones hasta que rebosaban. No había ni empujones ni apretones, porque las ollas parecían contener una cantidad ilimitada de comida.
Los niños hambrientos de Estrella Matutina culebrearon entre la gente hasta el lateral de la mesa y, como no tenían cuencos, les sirvieron la comida en las manos. Estrella Matutina observó los cargados carromatos de suministros y las ollas hirvientes con perplejidad y cierta suspicacia.
—¿Qué hay dentro? —le preguntó a uno de los cocineros.
—Arroz, judías, cebollas, tomates —dijo el cocinero.
—¿Nada más?
El cocinero se rio.
—Y alegría —dijo.
Estrella Matutina no pudo impedir a los hambrientos niños que comieran, pero ella no tomó nada para sí.
—¿Cómo paga el Gozo tanta comida? —preguntó Estrella.
—Oh, siempre hay dinero de sobra —dijo el cocinero—. Aquí no utilizamos dinero, así que todo lo que tenemos cuando nos unimos va para el Gozo. Y cada día se nos une más y más gente.
—¡Mira, señora! —gritó Tostao.
El niño tenía ambas manos repletas de arroz y judías, y las levantó delante de Estrella Matutina, mirándola fijamente con ojos resplandecientes de alegría. Luego, hundió la cara en el pegajoso montón, manchándose de arroz y judías mejillas, barbilla y frente, engullendo todo lo que estuviera al alcance de su boca. Los otros niños imitaron a Tostao, soltando gritos de placer. Parte de la comida se les quedaba pegada a la cara y parte caía al suelo.
—No hagáis eso —dijo Estrella Matutina—. La estáis desperdiciando.
—Déjalos —dijo el cocinero—. Al principio todos nos comportamos igual. El hambre hace que la gente coma con avidez, de la misma forma que la pobreza incita al robo.
Andrajos hizo un enérgico gesto con la cabeza al oír eso. No podía hablar porque estaba engullendo lo más deprisa que podía, temeroso de que en cualquier momento le quitaran la comida.
Los más pequeños, con la barriga llena, anunciaron que tenían sueño. Estrella Matutina los acompañó hasta la hoguera más cercana. La gente que la rodeaba les hizo sitio, como si fueran sus propios hijos.
—Venid, pequeños. Acurrucaos aquí. ¡Caramba, eso sí que ha sido un bostezo!
—Son huérfanos —dijo Estrella Matutina, pensando que debía aclarar que ella no era su madre.
—Ya no, ya no lo son —fue la amistosa respuesta que recibió—. Ahora son hijos del Gozo.
Estrella Matutina no tenía manera de saber si los niños que se le habían pegado estarían a salvo al cuidado de aquellos extraños; pero ya se habían dormido, agotados por la larga caminata del día. ¿Y no era ella otra extraña? Así que los dejó junto a la hoguera y se metió sola entre la multitud. Era hora de conocer el origen de aquel fenómeno: al Niño Feliz.
Por dondequiera que sus ojos se posaran no veía más que a gente feliz. Si aquello se debía a alguna droga, era muy efectiva. Estudió los colores de la gente con la que se cruzaba y comprobó que la alegría era auténtica. Era imposible falsificar los colores. Sin embargo, no podía librarse del convencimiento de que allí pasaba algo terriblemente malo. Era todo demasiado fácil; la alegría no es algo que se tenga con sólo pedirlo.
Sus ojos se posaron en un desconocido al azar, y el hombre le dedicó una sonrisa tan afable a la luz de la hoguera que se sintió avergonzada de sus sospechas. Quizá la vida fuera fácil y era ella quien la hacía difícil. Tal vez…
Interrumpió sus cavilaciones una escena cómica que se desarrollaba un poco más adelante. Unos jóvenes estaban alrededor de un cajón de tomates pasados. Los escogían y los lanzaban bien alto al aire nocturno. Se empujaban y apretujaban entre sí al hacerlo, a fin de colocarse debajo del tomate que caía, con la cara levantada y los ojos apretados, compitiendo por ser quien recibiera el impacto del tomate. La visión de un tomate explotando sobre una cara resultaba irresistiblemente divertida. Era increíble la cantidad de suciedad que un simple tomate podía ocasionar. La pulpa y el zumo salían disparados por doquier, dejando a la empapada víctima ocupada en limpiarse los párpados y sacudirse las pepitas del cuello.
—Yo, yo, yo —coreaban cuando otro globo gordo y rojo dibujaba su arco en el aire.
El último en recibir el impacto estaba doblado por la cintura, riéndose sobre un tanque mientras se enjuagaba la cabeza con el agua de una jarra. Cuando se levantó, captó la mirada de Estrella Matutina y le dedicó una sonrisa amistosa. Se trataba de un joven regordete de unos quince años, pelo negro corto y lacio, pobladas cejas negras y labios sonrosados y regordetes. No había nada en él que lo diferenciara de sus amigos, excepto un detalle que sólo Estrella Matutina podría haber detectado: carecía de aura.
A todas luces algo en Estrella Matutina había llamado la atención del muchacho. Despidiéndose de sus compañeros con un alegre gesto y secándose las manos en las mangas, se le acercó sin dejar de mirarla ni un segundo.
—Eres nueva, ¿verdad? —dijo—. Bienvenida.
—No he venido a unirme a vosotros —dijo Estrella Matutina—. Buscaba a mis padres.
—¿Y los has encontrado?
—Sí, los he encontrado.
Estrella Matutina cayó en la cuenta de que la gente que los rodeaba le estaba prestando más atención que antes; de hecho, ella y el joven regordete parecían ser el centro del interés general.
—Espero que los encontraras bien.
—Oh, sí —respondió Estrella Matutina—. Estaban bailando.
El joven sonrió.
—No lo apruebas.
—No lo desapruebo, pero no es propio de ellos.
—Tú no bailas, ¿me equivoco?
—En realidad no. No se me da muy bien.
—¿Y eso importa?
—¿Perdón?
—Supón que quisieras bailar y no se te diera muy bien, ¿importaría algo?
El joven seguía con la más amistosa de las sonrisas. Y toda la gente congregada en torno a ellos también estaba sonriendo. Estrella Matutina empezó a ruborizarse.
—A nadie le gusta parecer un tonto —dijo.
—Por supuesto que no —admitió el joven—. Pero cuando todo el mundo está bailando, nadie mira.
Una pequeña salva de aplausos celebró tal afirmación. Una mujer joven tenía una libreta en una mano y empezó a escribir en ella rápidamente a lápiz.
«Este debe de ser el que llaman el Niño Feliz», pensó con sorpresa Estrella Matutina.
—¿Tú eres…? —Se encontró con que no era capaz de pronunciar aquellas ridículas palabras—. ¿Eres… el líder?
—¿El líder? —El joven ladeó la cabeza, sopesando la palabra—. No. No soy el líder. ¿Que quién soy? ¿Qué os parece que le diga a nuestra nueva amiga?
Miró a la multitud circundante y se rio suavemente sin hacer ruido.
—Soy la enfermedad.
La gente aplaudió con admiración.
—Una enfermedad inocua, espero. Contagio a todos los que se me acercan. Es absolutamente involuntario por mi parte, te lo aseguro.
—¡Ah!, ya entiendo —dijo Estrella Matutina, sin dejarse sorprender tan fácilmente—. Contagias alegría a la gente, supongo.
El joven asintió con la cabeza, en absoluto ofendido por el sarcasmo de Estrella Matutina.
—Me llaman el Niño Feliz.
—Así que todo esto… —Estrella Matutina lanzó un vistazo en derredor para abarcar a la multitud—. Es por ti.
—No por mí —la corrigió él amablemente—. Por la alegría.
Estrella Matutina se sorprendió buscando una manera de borrar la sonrisa de aquella cara regordeta.
—Tienes tomate en el pelo —dijo.
—¿De verdad? —El joven se sacudió el pelo distraídamente con una mano—. Mañana iré al río a bañarme.
Entonces le tendió la mano. Le pareció innecesariamente grosero ignorar el gesto, así que Estrella Matutina le tendió la suya y el joven se la estrechó. Tenía una mano seca y firme, agradable al tacto. Estrella Matutina comprendió de inmediato que le estaba sujetando la mano para conocerla mejor.
—¡Ah! —El joven levantó las cejas negras—. Eres una persona rara. ¿Puedo preguntarte cómo te llamas?
—Estrella Matutina.
—Estrella Matutina. Eres una Guerrera Mística.
—No, en realidad no —respondió ella—. Fui entrenada por el Nom, pero me marché antes de concluir la formación.
—¿Cómo es eso posible?
—Es una larga historia.
—Pero tu poder mantiene la fuerza. No… —El joven arrugó la frente buscando la palabra adecuada—. No hay otra cosa que poder en ti. Posees un don inmenso. Sientes lo que los otros sienten.
Estrella Matutina se quedó sorprendida.
—¿Cómo puedes saber eso?
—Yo también poseo un don —dijo él—. Mi don es el de no ser nada. Así que te veo como eres.
—¿Tú no eres… nada?
Estrella Matutina lo miró de hito en hito. El joven carecía de aura. ¿Cómo podía una persona no ser nada? Ni siquiera sabía lo que significaba eso. Pero nada era lo que ella había esperado del Niño Feliz. Incluso las gordas mejillas sonrosadas y los rosáceos labios regordetes del joven estaban adquiriendo una apariencia diferente. La misma suavidad de su rostro le hablaba ahora de su inocencia.
—Sé que cuesta entenderlo —le estaba diciendo el joven—. Pero no cuesta sentirlo, ¿verdad?
Estrella Matutina podía sentirlo: un espacio vacío ante sí que la arrastraba a su interior.
—Es decisión tuya, Estrella Matutina. Puedes seguir siendo desgraciada, si lo deseas.
Estrella Matutina bajó la vista y habló en voz baja, repentinamente asustada.
—No me hables así.
Durante todo ese tiempo el joven le había estado sujetando la mano. En ese momento, se la soltó.
—Demasiada oscuridad. Demasiado miedo. Pero ¿qué es lo que hay que temer? La alegría es tan sencilla como la luz del día. Sal de la sombra y ponte al sol.
El joven le hizo una leve inclinación de cabeza y volvió con sus compañeros, que entrelazaron sus brazos con él y juntos se alejaron a grandes zancadas entre la multitud.
Estrella Matutina descubrió que temblaba. Mientras habían estado hablando había tenido en tensión todos los músculos del cuerpo, como para repeler un ataque que no se había producido. Sólo reparó en su extremada rigidez cuando el Niño Feliz la dejó, y empezó a temblar.
«Demasiada oscuridad».
Estrella Matutina se acercó a las mesas de la comida y aceptó un cuenco de arroz. Allí la encontró su madre, y las dos se sentaron juntas cerca de una hoguera.
—Lo has conocido, ¿verdad? —dijo Misericordia, observando atentamente a su hija.
Estrella Matutina asintió con la cabeza.
—Todo cambia después de conocerlo. Tú has cambiado.
—¿Quién es, mamá? ¿Quién?
—No lo sé, cariño. Todo lo que sé es que me ha sacado de la oscuridad.
—Me ha dicho que él no es nada.
—Tal vez sea así. Nada y todo, como un dios.
—¿Crees que es un dios, mamá?
—No, todavía no. Pero no tardará en serlo. Eso es lo que todos estamos esperando. Tu padre te lo dijo.
—Él lo llamó el Gran Abrazo.
—Eso será cuando nos convirtamos en dios.
Estrella Matutina estudió la cara de su madre a la luz del fuego.
—¿De verdad crees eso?
—Ahora que lo has conocido —dijo Misericordia—, ¿no lo crees tú también?
—No. Dudo de todo.
—¿Incluso de tu propia duda?
—¡Sí, sí! Sobre todo de mi propia duda. ¡Ay, mamá! Ya no sé qué pensar.
—Entonces no pienses más —dijo Misericordia, abrazándola como a una niña pequeña—. Estás cansada. Duerme y veamos lo que nos depara el nuevo día.