Bienvenidos al refugio
Dadivoso y su familia cruzaron el segundo par de cancelas de seguridad y fueron recibidos por un hombre de complexión robusta, cabeza chata y ojos diminutos aunque penetrantes.
—Soy el gerente de la empresa —dijo—. Me llamo Pelícano. Bienvenidos al Refugio.
Ante ellos se extendía un espacio abierto en el que varias cuadrillas de peones se afanaban en su trabajo bajo el sol del mediodía. Por todos lados había casas en diferentes fases de construcción, y entre los solares de los edificios avanzaban despacio largas filas de hombres y mujeres que realizaban sus respectivas tareas en silencio. Algunos arrastraban piedras, otros transportaban tablones. La mayoría se pasaban de mano en mano espuertas de tierra en una dirección y cubos de mortero en la contraria.
—Lo que ven ante ustedes —dijo Pelícano— es la Fase Dos del Refugio. El trabajo estará concluido la próxima primavera. Se sembrará césped. Será un barrio encantador. Los niños jugarán en grandes extensiones de césped y sus padres se sentarán a la sombra de una fresca terraza, donde criados bien adiestrados les servirán bebidas mientras pasan el rato para dar cuenta de una excelente comida preparada por los mejores jefes de cocina. Y todo amurallado, vallado y vigilado. La seguridad está garantizada.
—Polvoriento —se quejó el hijo pequeño de Dadivoso.
—Horrible —dijo su hermano.
—No se me ocurre de dónde van a sacar criados —dijo Bendición.
—No se preocupe por eso —dijo Pelícano—. Todo el personal de la empresa es educado, obediente y limpio. Quizás hayan advertido ya que incluso nuestros albañiles van limpios.
—Sí, van limpios —admitió Bendición.
—Cuando acuden a nosotros apenas son algo mejores que los animales: mugrientos, famélicos, harapientos. La empresa les da ropa nueva, un nuevo objetivo y un nuevo orgullo.
Mientras observaban, un trabajador tropezó bajo el peso de su carga de tierra y la derramó. Un capataz lo ayudó a levantarse.
—¡Recógelo! ¡Que no se pare la fila!
—¿Cuánto les pagan? —preguntó Dadivoso.
—La empresa les da la vida —respondió Pelícano—. ¿Quién le puede poner precio a la vida?
—¿Así que no se les da nada de dinero en metálico?
—¿De qué les sirve el dinero? Los precios suben. Las tiendas son quemadas. Los bandidos roban. No, señor, la empresa corresponde a sus trabajadores dándoles algo que es bastante más precioso: el respeto por sí mismos.
—Por favor, no crea que lo estoy criticando —dijo Dadivoso—. Yo mismo he sido patrón, y también a gran escala. Y siempre he pensado que la respuesta está en los trabajos forzados.
—Trabajos forzados no, señor. —Pelicano pareció apenado—. Trabajo estructurado.
A continuación, los condujo por el solar de los edificios hacia el interior de la isla. Allí el trabajo estaba terminado y una serie de grandes y preciosas casas se levantaban en una cuadrícula de senderos de grava cuidadosamente rastrillados. Más allá de las casas, en la orilla opuesta de la isla, se alzaba una achaparrada torre sin ventanas construida con sillares de piedra negra.
—Y aquí tenemos la Fase Uno —dijo Pelícano.
La región interior fue un panorama encantador para los cansados visitantes. Todo estaba en calma y tranquilo, a excepción de las idas y venidas de varios niños pequeños con regaderas y rastrillos.
—¿Ves, querida? —dijo Dadivoso con aprobación—. He aquí a los felices niños jugando.
Pelícano carraspeó, y se dirigió a Bendición.
—Usted ha preguntado lo de los criados, señora. La empresa ha encontrado su propia y original solución al problema. Reclutamos y empleamos a niños de entre seis y doce años. La empresa se ha dado cuenta de que los niños se adaptan mejor a las tareas domésticas que sus padres. Y, por supuesto, estos están naturalmente más hechos para el trabajo pesado de la construcción.
Los hijos de Dadivoso estaban intrigados.
—¡Mirad! —gritaron—. ¡Si llevan collar de perro!
—Eso tiene una finalidad formativa —dijo Pelícano.
Hizo señas a un muchacho que estaba rastrillando un sendero de grava. El niño dejó el rastrillo y se acercó de inmediato. Pelícano señaló el collar de piel abrochado alrededor del cuello del niño.
—Miren esta anilla metálica de la parte posterior. Durante el adiestramiento, al personal más joven se le mantiene atado con una correa. A menudo oirán decir a la gente que a los niños vagabundos no se les puede enseñar nada. No es así. Manténganlos atados con una correa; denles instrucciones sencillas; azótenles si desobedecen. En realidad es tan sencillo como esto. Al cabo de unas cuantas semanas, ya se les puede quitar la correa. ¿No es así, jovencito?
Pelícano le dio unas palmaditas en la cabeza al niño.
—Sí, señor —dijo el niño.
—Ahora vuelve al trabajo.
El niño volvió corriendo a su rastrillo.
—¡Papá! —gritó el hijo mayor de Dadivoso—. ¿Puedo tener un niño vagabundo atado con una correa?
Dadivoso se sintió complacido; era la primera señal de entusiasmo que había mostrado su hijo desde que abandonaran Radiancia.
—No veo por qué no.
—¿Y puedo golpearlo?
—Si es malo.
—¡Yo también quiero uno! —gritó su hermano.
Los dos hermanos echaron a correr para examinar al niño del rastrillo.
Dadivoso se volvió con suficiencia hacia su esposa.
—Bueno, querida. Creo que reconocerás que la vida aquí puede ser llevadera.
—La vida debe de ser soportable, supongo —dijo Bendición.
—Esa torre de ahí —preguntó Dadivoso a Pelícano—, ¿qué fin tiene?
—Es la seguridad dentro de la seguridad —dijo Pelícano—. El último reducto. En caso de emergencia.
—¡Ay! —gritó uno de los niños—. ¡Me ha pegado! ¡Atízale! ¡Ponle la correa! ¡Me ha golpeado con el rastrillo!
—Tú le has provocado —dijo su hermano.
—¡Me ha golpeado con el rastrillo!
El niño vagabundo se postró de rodillas, sollozando y temblando. Pelicano se acercó a él a grandes zancadas y lo agarró por el hombro.
—Por favor, señor, me metió el dedo en el ojo. Tuve que hacerlo, señor, me estaba sacando un ojo.
Bendición estrechó a su hijo entre sus brazos.
—¿Te ha hecho daño, querido? Enséñame dónde te duele.
—¡Quiero golpearlo! ¡Quiero verlo llorar!
—Ya está llorando —dijo su hermano.
—Sólo está gimoteando. Quiero que llore de verdad.
Dadivoso no quería que el recién adquirido entusiasmo de su hijo se enfriara.
—Sé que todavía no he realizado nuestro pago —le dijo a Pelícano, hablando en voz baja—, pero estoy en posición de hacerlo. ¿Se le podría permitir a mi chico que golpeara al niño vagabundo a cuenta, como si dijéramos?
Pelícano ladeó la cabeza, considerando la propuesta.
—Cuando hagan el depósito —dijo—. No es mi intención poner dificultades, pero hay gente que viene a echar un vistazo al Refugio, y cuando se trata este extremo… —Sonrió y abrió la palma vacía de una mano para indicar la ausencia de dinero.
—Entiendo.
Dadivoso se sacó unos chelines de oro de su pesado abrigo y los depositó con fuerza en la mano de Pelícano.
—Lo único que quiero es que mi hijo sea feliz.
Pelícano ató una correa al collar del niño vagabundo y le entregó la traílla a Dadivoso.
—¡Dámelo a mí! —gritó el hijo de Dadivoso—. Es a mí a quien ha pegado, no a ti.
—Aquí lo tienes, hijo —dijo apresuradamente Dadivoso—. Ya te lo iba a dar.
—¡Consígueme un palo!
Pelícano le entregó voluntariamente su propio bastón.
—Primero te voy a arrastrar un poco por ahí. Luego, te golpearé.
El niño vagabundo lloriqueó estremecido.
—Por favor, señor. No lo volveré a hacer.
—¡Eres muy malo! Me has golpeado. Y ahora recibirás una paliza.
El hijo de Dadivoso dio un tirón seco a la traílla y el niño vagabundo salió trotando entre sollozos detrás de él.
Se oyó un penetrante grito procedente de los terraplenes. Una campana empezó a sonar. Pelícano miró hacia todas partes, repentinamente en guardia.
—La alarma de intrusos —dijo.
—¡Intrusos! —gritó Bendición.
—No hay nada que temer. Amurallada, vallada y vigilada. La seguridad está garantizada.
—¿Puedo seguir con la paliza?
Un crujido llenó el aire.
—¡Los goznes! ¡Mirad los goznes!
Los goznes de las cancelas se estaban doblando. Una fuerza imponente las empujaba desde el otro lado.
—¡Qué…!
Los goznes se partieron; las puertas reventaron en mil pedazos, se estrellaron contra los muros y levantaron una nube de polvo. Del polvo salió un solitario hombre desarmado de mirada decidida.
—¡Atrapadlo! —gritó Pelícano.
Los guardias echaron a correr todos al mismo tiempo, convergiendo en la solitaria figura.
El hombre miró entre los guardias que se le acercaban, escudriñando la zona situada más allá de ellos. Los centinelas se abalanzaron contra él cuando avanzó a grandes zancadas pero, por algún motivo, no atinaron y se encontraron golpeando el aire. Intocable, imparable, la figura siguió adelante.
Pelícano se quedó boquiabierto de asombro. Los trabajadores de los edificios dejaron sus cargas. El hijo de Dadivoso soltó al niño vagabundo y empezó a berrear.
—¡Detenedlo! ¡No me gusta!
Tras mirar a todos lados, Buscador identificó a Pelícano. Se paró delante de él y lo inmovilizó con su mirada penetrante.
—¿Dónde están?
Pelícano quiso resistirse, pero se vio incapaz de hacerlo.
—En la torre —respondió.
Buscador sabía ya que su larga persecución había terminado. Los dos últimos eruditos no tenían ningún sitio al que huir. Unos simples muros de piedra no podían interponerse en el camino Buscador.
Respiró tan profundamente que su cuerpo vibró. Luego, levantó ambas manos y apuntó sus dedos hacia la torre. El aire que tenía delante se oscureció, y una corriente de pura fuerza fluyó de sus yemas. El muro de piedra de la torre se estremeció y, acto seguido se resquebrajó. El enorme agujero que se abrió en él escupió una nube de polvo; el crujido y el estruendo de los materiales al derrumbarse inundó el aire. Entonces, entre el polvo, apareció la figura de una mujer vestida de negro.
Empezó a acercarse lentamente, caminando con gran dificultad y un bastón en cada mano: una frágil anciana encorvada.
Buscador empezó a moverse de nuevo, ya despacio, con los ojos clavados en los ancianos ojos de la mujer. Esta se detuvo y lo esperó.
Dadivoso y su familia lo observaron todo con las mandíbulas desencajadas, al igual que Pelícano y todos los del Refugio. Aquella no era su guerra. Allí andaban sueltos poderes que estaban más allá de su comprensión.
Cuando Buscador estuvo cerca, la anciana le habló con una voz tan fina y frágil como su cuerpo.
—No sabes lo que haces —dijo.
—Hago lo que debo hacer —respondió Buscador. La lucha de voluntades ya había empezado. Se sostenían mutuamente la mirada y se esforzaban para dominar la mente del otro.
—Tienes fuerza, muchacho —dijo la anciana—, pero no amor.
Buscador no dijo nada. Poco a poco estaba aplastando a la erudita. El espíritu orgulloso metido en aquel cuerpo avejentado se estaba doblegando ante él. Él era el cazador. Y con cada día transcurrido desde que comenzara su persecución se había ido haciendo más fuerte. En ese momento, nada ni nadie podía resistirse a su poder.
Buscador no sentía alegría ni orgullo; para aquello se le había dado su fuerza. Era un aniquilador, y en aquel momento debía aniquilar.
La anciana soltó un gritito y se tambaleó sobre los bastones. Una expresión de terror le distorsionó la cara surcada de profundas arrugas. Buscador no se ablandó. Con lentitud, impotente, la mujer se deslizó hacia el suelo y allí quedó tendida de costado, encogida sobre sí misma. Durante un breve instante se la oyó gimotear en voz baja. Luego se sumió en el silencio.
Buscador se arrodilló a su lado para convencerse de que todo hubiese terminado realmente. Puso a la anciana de espaldas. Tenía los ojos abiertos.
—No amor —dijo en un siseo.
Y diciendo aquello levantó sus brazos marchitos y le agarró la cabeza. Le apretó la cara contra sus labios y le besó en la boca. Sujetó a Buscador con una fuerza despiadada, y su beso le fue absorbiendo la cara sin que él pudiera zafarse. Forcejeó para librarse, pero incluso cuando lo consiguió sintió la cara de la mujer contra la suya desdibujándose, confundiéndose con su propio perfil. Creyó que la intención de la vieja era asfixiarle, llenarle la boca y las fosas nasales con su carne putrefacta, de manera que él también muriera. Pero sintió la respiración de la mujer en la boca, y supo que aquello era muchísimo más peligroso: pretendía vivir dentro de él.
Buscador se ahogaba mientras luchaba moviendo la cabeza de un lado a otro, pero la vieja lo sujetaba con fuerza. En ese momento, su cara y la de Buscador se estaban fundiendo. Si se la arrancaba, se arrancaría la carne de su propio cráneo. La vieja agonizaba, Buscador percibía el poder que emanaba de ella, pero en los últimos instantes de su agonía se estaba atando a él para siempre.
Oyó unos ruidos ante sí. Alguien más se movía dentro de la torre destrozada. El último erudito. La muerte definitiva. Buscador sabía que le quedaba muy poco tiempo, y sólo tenía una manera de liberarse.
«Déjala entrar. Deja que su muerte alimente mi vida».
Soltó a la vieja; permitió que su mente dejara de resistirse; dejó que la mujer cayera a su interior a través del beso, como quien pierde su último punto de apoyo. La mujer no se lo esperaba y cayó deprisa, y en su caída soltó a Buscador. De esta manera, la anciana se precipitó a lo más profundo del interior de Buscador, aunque su debilitado cuerpo cayó lejos de él; y Buscador fue libre de nuevo mientras contemplaba un cadáver sin rostro.
De repente, se oyó el estruendoso chirrido de la madera arrastrándose sobre la piedra y el restallido de la vela de un barco sacudida por el viento. Buscador se levantó de un brinco y corrió hacia la torre. Saltó por encima de los escombros de la brecha que él mismo había abierto y avanzó brincando entre las ruinas de un pasillo hasta la puerta del extremo opuesto, que, abierta de par en par, daba a una rampa de piedra que descendía en pronunciada cuesta hacia el mar. Un pequeño velero se deslizaba por el agua y el viento lo alejaba rápidamente de la orilla. Buscador vio bajo su vela una única camilla con dosel blanco.
El último erudito.
En un arrebato de desesperación vertió su poder en el agua haciendo que el mar se encrespara e hirviera. Pero toda su cólera sólo sirvió para que el barco se adentrara todavía más en el mar. Y por grande que fuera su poder, el océano era aún más grande: su pequeña tormenta no tardó en diluirse en aquella inmensidad sin límites.
Se quedó mirando el velero, que ya estaba fuera de su alcance, navegando hacia el lejano horizonte, hacia otras tierras, y fue presa de una terrible desesperación. Se le había otorgado su poder con un único fin, y había fracasado.
«Deja vivo a uno, y todo comenzará de nuevo».