4


La muerte a caballo

Caressa observó desde la entrada de su granja el avance de los jinetes por el camino. En aquella ocasión contó doce; esa vez, lo sabía, no se marcharían hasta que consiguieran lo que querían.

Tomó una espada corta y se la amarró al lado izquierdo del cinturón. En el derecho sujetó un carcaj de finos dardos. No tenía ningún plan ni certeza alguna de que fuera a utilizar las armas. Sólo sabía que no se iba a quedar de brazos cruzados sin hacer nada mientras ellos humillaban a un hombre indefenso.

Los jinetes ya estaban más cerca. A la cabeza iba Sasha Chajan, el mayor de los tres hijos de Amroth Chajan. Lanzaba miradas feroces a un lado y a otro mientras cabalgaba, como si la visión de la granja abandonada fuera una afrenta personal: las cancelas de los rediles se batían con los goznes rotos, las puertas de los edificios colindantes habían sido derribadas a patadas por los saqueadores y hierbajos gigantescos se erguían como centinelas por la tierra agrietada.

Caressa había llevado allí al Gran Chajan cuando la breve e intensa primavera había acabado con los restos del invierno, y allí lo había cuidado mientras él envejecía y enfermaba ante sus ojos. Amroth se reía con la misma fuerza de siempre, y gritaba con la misma energía, pero su cuerpo se consumía día a día. Nunca hablaban de ello. No hacían planes para el futuro. Los hijos de Amroth habían ido a verlo antes para pedirle que nombrara sucesor a uno de ellos, pero él había tenido un violento arrebato de cólera y los había azotado con su látigo; el mismo látigo con empuñadura de plata que debía ser entregado al siguiente Gran Chajan de la nación orlana.

Amroth seguía débil todavía, y ellos habían vuelto.

Los jinetes se detuvieron junto a la cancela vencida y desmontaron. Hablaron entre sí brevemente en voz baja. Luego, los tres hijos se acercaron a Caressa, que estaba en la puerta de la granja.

—Hemos venido a hablar con mi padre —dijo Sasha Chajan. Lo dijo con brusquedad, sin mirar a Caressa a los ojos.

—Él no quiere veros —contestó Caressa.

—Lo veremos —dijo Sasha en tono grave—. Lo quiera o no.

Los ojos negros de Caressa brillaron de furia.

—¿Quién eres tú para dar órdenes al Chajan de Chajanes?

—¿Y quién eres tú para interponerte en mi camino? ¿Qué tienes que ver tú con todo esto? No eres de Orlan. ¿Para qué quieres a un hombre anciano y débil?

Caressa lo miró de hito en hito con desprecio.

—Vi a tu padre cuando era el jefe de diez mil hombres. Lo vi enfrentarse a cada uno de vosotros y arrastraros por el suelo. ¡Y le llamas anciano y débil! ¿Tan pronto lo has olvidado?

—No —dijo Sasha Chajan con amargura—. No lo he olvidado. No he olvidado cómo se rio de mí y me llamó idiota patoso ni cómo puso los ojos en blanco cuando le hablé. No he olvidado los golpes que me propinó cuando lo ofendí, ni el miedo que me infundió, ni el odio que engendró en mí. No, no lo he olvidado.

El silencio siguió a aquel arrebato. Entonces habló Alva Chajan.

—Lo que mi hermano dice es cierto.

Caressa los miró a ambos.

—Así que, ahora que ya no puede defenderse, venís a vengaros de él.

—No —dijo Sabin, el hermano pequeño—. Venimos a pedirle que nombre a su sucesor. La nación de Orlan tiene que volver a tener un jefe.

—¿Y si se niega?

—¿Y a ti que té importa? —exclamó Sasha—. Te dobla la edad, está siempre borracho, no es ninguna beldad y está enfermo. ¿Qué le queda para darte?

—Él no me da nada —dijo Caressa con orgullo—. Pero me ha honrado con su amor. Lo conocí cuando era grande. Preferiría no tener nada y el amor de un gran hombre antes que el mundo entero y la compañía de unos mequetrefes como vosotros.

Sasha enrojeció de ira y se apartó.

—Busquémosle —dijo—. Está aquí, en alguna parte.

Nada más decirlo se oyeron unas estruendosas carcajadas procedentes de uno de los graneros.

—Ese es él. ¡Borracho entre la paja!

Los tres hijos cruzaron el patio a grandes zancadas hasta el pajar. Allí, en un agujero despejado en el almiar, encontraron a su padre, Amroth Chajan. A su alrededor y por encima de él se escabullían y chillaban los lechones de una carnada de seis semanas.

—¡Cerdito, cerdito, cerdito! —gritaba Amroth escarbando con sus manazas, intentando atrapar uno de los lechones.

Sus hijos se quedaron mirándolo estupefactos. Su padre, otrora un hombre tan explosivamente poderoso, se había convertido en un anciano. Tenía las mejillas hundidas y el pelo gris. Su risa era la misma de siempre, pero sus ojos, cuando levantó la vista y los vio, estaban empañados y blancos.

—¡Largaos! —les gritó—. ¡Ya no os necesito a ninguno! Tengo nuevos hijos… más rosados… ¡y mucho más inquietos!

Por fin consiguió atrapar un lechón. Lo tomó en brazos y le besó el hocico.

—Tú gobernarás después de mí —canturreó—. ¡Cerdito Chajan!

El cerdito se retorció hasta liberarse de sus manos y se escondió entre la paja. De algún lugar llegaron los graves gruñidos de mamá cerda.

—Padre —dijo Sasha—, sabes por qué estamos aquí.

—Cerdito, cerdito, cerdito —dijo Amroth Chajan—. ¿Dónde te has metido?

—¡Padre, escúchame!

—¿Que te escuche? —El Chajan miró a Sasha con los ojos como platos, como si aquella fuera una petición incomprensible—. ¿Y por qué habría de escucharte? Eres mi hijo Sasha, el cabeza de chorlito. Nunca has dicho nada que merezca la pena ser oído en toda tu existencia de cabeza de chorlito. —Su cara marchita se quebró en una ancha y burlona sonrisa—. Preferiría escuchar los gruñidos de mis cerditos. ¡Cerdito, cerdito, cerdito! —Soltó una sonora carcajada.

Aquella carcajada acabó con la paciencia de Sasha. Desenvainó su espada y la blandió, prorrumpiendo en una sarta de violentos insultos.

—¡Estás borracho! —gritó—. ¡Eres un pelele! ¡Todos se ríen de ti! ¡Yo me río de ti! ¡Ja, ja! ¡El Gran Chajan! Sólo que ya no eres tan grande, ¡y estás enfermo, viejo patético! ¡Eres la vergüenza de toda la nación de Orlan! No has hecho otra cosa que intimidarme toda tu vida. ¡Se acabó, se acabó y se acabó! Y me río y soy feliz, porque siempre te he odiado, siempre deseé verte muerto, ¡así que muérete de una vez, viejo! ¡Todos quieren verte muerto!

Amroth Chajan dejó de reírse.

—¿Quieres que me muera?

Sasha se esforzó en recobrar la compostura.

—Quiero que me nombres Chajan de Chajanes.

—¿Cuando todavía estoy vivo?

—Se acabó, padre. Todos lo sabemos. La nación de Orlan debe tener un nuevo jefe.

Amroth Chajan se levantó lentamente con un tremendo esfuerzo y buscó a tientas en su cinturón el látigo de mango plateado. Sus hijos lo observaron sin saber a ciencia cierta cuáles eran sus intenciones. Si le entregaba el látigo a Sasha, estaría entregando su título y su poder. Pero en vez de hacer eso lo levantó delante de ellos.

—Si quieres esto —amenazó—, tendrás que matarme para conseguirlo.

—Si tengo que hacerlo, lo haré —dijo Sasha, levantando la espada una vez más.

—¡Parad esto! —gritó una voz autoritaria a sus espaldas.

Amroth Chajan sonrió.

—Os presento a Caressa, chicos.

Caressa sostenía un dardo en una mano y una espada en la otra, y algo en su actitud indicaba que estaba dispuesta a utilizar ambas cosas.

—¡Atrás!

—Hazlo entrar en razón —dijo Sasha—. Se acabó. Es un pelele.

—¿Quién es un pelele? —dijo Caressa, sin bajar la guardia en ningún momento—. Dímelo, para que yo también me pueda reír.

Los tres hijos de Chajan se quedaron estupefactos por el tono fiero y cortante de su voz, pero todavía no se les había ocurrido tenerle miedo.

—Está enfermo y viejo, y duerme con los cerdos —dijo Sasha—. Míralo.

Caressa lo miró.

—Veo a un hombre que conquistó el mundo —dijo.

—¡Oh, preciosa! —gritó Amroth Chajan—. ¡Menuda mujer!

—¡Para ti! —dijo Sasha—. ¡Quédatelo! ¡Pero he de tener el látigo!

Sasha se abalanzó hacia el látigo, agarró el extremo y se enrolló el cuero con fuerza alrededor del brazo derecho. Amroth Chajan tenía agarrado el mango con firmeza, pero estaba bastante más débil de lo que nunca había estado, y Sasha lo sabía. Tiró del látigo y atrajo a su padre hacia sí.

La voz clara y gélida de Caressa cortó el aire.

—¡Suéltalo o muere!

La amenaza detuvo a Sasha sólo un instante.

—No le tengo miedo a una mujer —dijo.

—Cometes un error, hijo —dijo Amroth Chajan—. Tú no eres ni la mitad de hombre que ella. —Y soltó una sonora carcajada.

—¡No te rías de mí! —gritó Sasha.

Tiró del látigo, acercando más a su padre, y con el mismo movimiento le clavó la espada. Caressa lo vio y atacó.

El dardo hendió el aire con un silbido y se hundió profundamente entre los omóplatos de Sasha. Este soltó un único gemido y cayó de rodillas. Amroth Chajan permaneció inmóvil, con la mirada fija en Caressa.

—¡Oh, preciosa! —dijo.

La espada de Sasha le sobresalía del vientre, donde se le había hundido la hoja hasta la mitad. El Chajan agarró entonces la espada con ambas manos y tiró de ella hacia fuera. La sangre salió a borbotones de la herida. Caressa corrió hacia él y lo sostuvo cuando se caía.

—¡Ayudadme! —gritó Caressa.

Alva y Sabin, demasiado horrorizados para saber qué otra cosa hacer, acudieron en su ayuda.

Entre todos tumbaron al Chajan sobre la paja y le taponaron la herida con todas sus fuerzas para detener la hemorragia. También miraron a Sasha, aunque este ya no necesitaba ninguna ayuda. Aquel golpe imponente lo había matado instantáneamente.

Los demás oficiales orlanos del grupo, que habían oído el altercado, llegaron corriendo al granero y se quedaron petrificados ante la escena que vieron. Sasha Chajan muerto. El Gran Chajan agonizando ante sus ojos. Alva y Sabin, con el rostro demudado, a su lado. Y la hermosa mujer de pelo negro dándoles órdenes a todos.

Los orlanos cayeron de rodillas, transidos de dolor y reverentes. Amroth Chajan los miró y les hizo un gesto con la cabeza.

—Casi es el fin —dijo—. Tráeme a Malook. Tráeme a mi caballo.

—No puedes montar —dijo Caressa.

—¡Haz lo que te digo, mujer!

El exabrupto le exigió más fuerza de la que tenía. Cerró los ojos y bajó la cabeza.

—Esa es la costumbre orlana —dijo Alva—. Los orlanos mueren a caballo.

Así que buscaron a Malook y lo llevaron al pajar. El caballo caspiano inclinó la cabeza y resopló en la cabeza de su amo, y aquel roce proporcionó nueva energía al Chajan.

—Aquí, preciosa —le dio a Caressa.

Ella se arrodilló a su lado. El Chajan apretó la mano de ella contra la frente de Malook.

—Te lo doy. Aunque Malook debe transportarme una última vez.

Entre todos montaron como pudieron al Chajan a lomos de Malook. La sangre salía a borbotones de su herida y le resbalaba por el muslo. Una vez montado, se irguió y bajó la mirada hacia las caras que lo circundaban. Levantó su látigo de mango plateado, que no había soltado ni un instante.

—Voy a nombrar a mi sucesor —dijo. Tendió el látigo hacia abajo. Alva se adelantó—. A ti no, babuino —dijo su padre—. Aquí está tu jefe. —Y entregó el látigo a Caressa—. Aquí tenéis a vuestro nuevo Chajan de Chajanes. Obedecedla como me habéis obedecido a mí.

Caressa tomó el látigo y escuchó perpleja las palabras del Chajan. No había buscado aquel honor ni lo había esperado. Vio el resentimiento y la ira en la cara de Alva, y el más absoluto desconcierto en la de Sabin, pero ninguno de los dos dijo una palabra. Su padre todavía no había muerto.

El Chajan perdía las fuerzas deprisa. Bajó el cuerpo, de manera que quedó tumbado sobre el lomo de Malook. Caressa lo besó por última vez. En la fea cara del Chajan, pálida por la pérdida de sangre, se dibujó una última sonrisa.

—Siempre quise morir joven —dijo.

Le murmuró algo en voz baja a Malook, y el caballo caspiano empezó a alejarse, atravesando cuidadosamente la granja hasta la cancela abierta. Desde allí, fue ganando velocidad hasta que anduvo a un medio galope constante en dirección al oeste, por la tierra reseca. Caressa y los orlanos observaron en silencio, sabiendo que aquella era su última cabalgada. Vieron al Gran Chajan levantarse de su posición yacente y sentarse, erguido, a lomos de Malook. Lo vieron extender los brazos a ambos lados en la carga victoriosa de los orlanos. Lo vieron adoptar brevemente su orgullosa postura al sol y, finalmente, lo vieron desplomarse.

Cavaron una tumba en el lugar donde había caído, de acuerdo con la tradición orlana. Cavaron una segunda tumba a su lado para su hijo mayor. Mientras los hombres se dedicaban a la lenta labor de cavar en la tierra reseca, Caressa se sentó junto al difunto y le acarició el pelo, y meditó larga y dolorosamente sobre el último y excéntrico regalo del Chajan.

Bajaron al Chajan de Chajanes a la tumba, y también a Sasha Chajan, y los cubrieron de tierra, y no dejaron ninguna señal de dónde reposaban. También era una tradición orlana.

—Un orlano sigue viviendo en sus hijos —decían—. No necesita lápida.

Alva Chajan no habló en ningún momento. No podía apartar los ojos del látigo con mango de plata que Caressa llevaba al cinto.

Volvieron juntos a la granja abandonada, donde había licor para beber en honor de los muertos. Luego, una vez hechos los debidos honores, Alva habló por fin en voz baja y amarga.

—Mi padre no estaba en sus cabales antes de morir —dijo—. Lo que dijo eran locuras.

—¿Eso crees? —preguntó Caressa.

—Lo que digo… es que es imposible. Eres una mujer. No eres orlana. Jamás podrías ser el Chajan.

—Entonces, ¿quién va a ocupar el lugar de tu padre?

—Yo —dijo Alva—. Soy su hijo.

—Y yo también —dijo Sabin.

—Yo soy el mayor —retrucó Alva.

—¿Por qué te da eso primacía? —dijo Sabin—. Los hijos menores ya han sido escogidos otras veces.

—Nuestro padre ya no está aquí para escoger. —Alva intentaba no perder los estribos—. Debo ser yo.

—¿Dónde está escrito que el mayor es siempre el mejor? No conozco semejante ley.

—Entonces —dijo Alva echando chispas—, quizá deberíamos dilucidar esto a la manera orlana.

—Estoy preparado —dijo Sabin.

—¿Os referís a luchar entre vosotros? —preguntó Caressa.

Alva miró con ira en derredor, hacia los orlanos que observaban la escena.

—¡Pelearé con cualquier hombre que se interponga en mi camino! —dijo.

—Si lo que quieres es el mejor luchador —dijo Caressa—, ¿por qué no abrir la contienda a todos los que quieran participar? —También se volvió hacia los capitanes orlanos—. Cualquiera de estos puede ganar.

—Deja que lo intenten —convino Alva.

—No podemos luchar todos contra todos —exclamó Sabin.

—¿Cómo se ha tomado esta decisión anteriormente? —dijo Caressa—. ¿Cuál es la tradición orlana?

—El Gran Chajan nombra siempre a su sucesor antes de morir. De esa manera la nación de Orlan permanece unida.

Caressa sacó el látigo de empuñadora de plata y lo sostuvo en el aire ante ellos.

—Entonces, oídme ahora —dijo—. Amroth Chajan nombró a su sucesor. Nombró a una mujer y a una extranjera. Podéis luchar unos contra otros y seguir luchando hasta que el más animal de todos vosotros quede de pie sobre los cadáveres de su propia gente. O podéis deciros que mejor que sea una mujer, si tiene verdadera legitimidad. Mejor una extranjera, si mantiene unida a la nación orlana.

El silencio siguió a este discurso. Alva miró a su alrededor y vio que su hermano y sus amigos orlanos se miraban entre sí, todos esperando al primero que diera ejemplo.

—¡Venga! —gritó, y su voz rebosaba desprecio—. ¿Os humillaríais ante una chica? —Desenvainó su espada—. ¡Yo no!

Caressa levantó el látigo de empuñadura de plata. Avanzó dos pasos y se plantó delante de Alva con el látigo desplegado. Alva la miró de hito en hito y sonrió, creyendo que ella le ofrecía su legítima herencia movida por temor a su ira. Enfundó la espada y levantó la mano derecha para aceptar el látigo. Cuando lo hubo hecho, la mano izquierda de Caressa apareció como una centella, y su espada, en un movimiento descendente y transversal, abrió un corte largo y poco profundo, dejando una línea de sangre que atravesaba el pecho de Alva.

Este gritó de dolor, se dobló en dos y se agarró la herida.

—¡Yo soy la Chajan de Chajanes! —gritó Caressa—. ¡Y seré obedecida!

Sabin fue el primero en arrodillarse. Luego, uno a uno, los demás lo siguieron. Alva, más herido en el orgullo que en el cuerpo, vio a los hombres rendirle pleitesía, y escupió a Sabin.

—¡Eres la vergüenza de nuestro padre!

—Honro su última voluntad —dijo Sabin.

—¡Siempre fuiste un debilucho!

Diciendo aquellas palabras, Alva se dio la vuelta y se alejó muy ofendido y orgulloso.

—Levantaos, amigos —dijo Caressa—. La nación orlana vuelve a estar en marcha.

Sabin se levantó.

—Ya no tenemos ejército —dijo—. ¿Qué vamos a ser ahora sino una banda de ladrones a caballo?

—Ladrones a caballo que una vez fueron guerreros —dijo Caressa—. Deja que la Chajan de Chajanes cabalgue al son de las trompetas y los tambores, ¡y ellos sabrán que vuelven a ser orlanos!

Entonces, cuando oyeron sus retadoras y apasionadas palabras, lo percibieron: por inexplicable que pudiera parecer, aquella extranjera, aquella mujer era una auténtica líder. Y lo que era aún más extraordinario: era su líder.

—No pedí ser la Chajan —dijo—. ¡Pero dadme unos corazones valientes y unos caballos veloces, y os entregaré el mundo!