Los niños perdidos
Estrella Matutina abandonó el campamento de los vagabundos antes de la salida del sol, mientras el nuevo día seguía todavía fresco tras la noche. Sin rumbo fijo, avanzaba deprisa porque quería simplemente desaparecer.
Mientras caminaba, su mente se fue llenando de lo que estaba abandonando y del hecho momentáneo de que se estaba yendo. Durante muchos meses había consentido que la pasión por Salvaje la llenara, y entonces, con la misma rapidez con que había llegado, se había ido. Tenía la sensación de haberse despertado de un sueño. Ya podía reconocer que durante todo ese tiempo había sido desgraciada. No había tenido un lugar en el ejército de vagabundos. Ella no era su madrecita. Si había permanecido en el campamento había sido sólo por estar cerca de Salvaje. Había necesitado aquella proximidad aunque no la hiciera feliz. La mayoría de los días él ni siquiera reparaba en la existencia de Estrella. Con el transcurso de los meses había encogido de tamaño, esa sensación tenía, hasta alcanzar el punto de invisibilidad o de absoluta inexistencia. Por esa razón había tenido que irse. Para existir de nuevo.
Por eso y por el asesinato. El hecho la había conmovido profundamente. En aquellos últimos y terribles instantes había mirado a Salvaje y visto en su cara y en sus colores, en los rojos palpitantes transformados en naranjas con un estremecimiento, un terrible éxtasis de regocijo asesino.
No lo culpaba. De culpar a alguien, se culpaba a sí misma: por no haber hablado antes, por no conocer mejor a Salvaje, por provocar la pelea… En suma, por ver demasiado y hacer demasiado poco.
Su don no había reportado ningún bien a nadie. Era mejor que se fuera.
Cuando el sol ascendió, alargando y estilizando su sombra por delante de ella, a Estrella se le ocurrió que así debía de haberse sentido su madre hacía tantos años, cuando había huido de su marido y su hija para escapar de la oscuridad.
«¿Estoy huyendo de la oscuridad?».
Siguió el camino hasta llegar a una hondonada en el fondo de la cual corría un arroyo flanqueado de sauces. El arroyo se había secado y su lecho pedregoso estaba expuesto a la luz del nuevo día. En el punto en el que el camino cruzaba el arroyo había tres grandes rocas lisas en hilera: tres puntos de apoyo para que los viajeros vadearan el cauce, en ese momento al descubierto por la sequía. En el centro de una de las tres rocas estaba sentado un niño pequeño con la cabeza entre las manos, llorando.
Cuando el niño se percató de la proximidad de Estrella, dejó de gimotear. La miró a hurtadillas entre los dedos. Estrella avanzó despacio para no asustarlo.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó.
—Me he perdido —respondió el niño.
Iba increíblemente sucio. Ella supuso que tendría unos seis años, aunque iba vestido con la ropa de un adulto. Llevaba las mangas y las perneras arremangadas y una cuerda en la cintura.
—¿Quién es tu gente?
—No lo sé.
—¿Cómo te perdiste?
—No lo sé.
Había dejado de llorar. La mugre se le había repartido por las mejillas de tanto frotarse, aunque no había en ellas rastro de lágrimas. Su aura era de un color naranja pálido, sucio.
El niño saltó de la roca y tendió una mano pequeña y sucia para que Estrella la cogiera.
—Cuida de mí —dijo.
Fue más una exigencia que una pregunta. Tenía la cara pequeña y huesuda, y una larga y apelmazada mata de pelo castaño le caía permanentemente sobre los ojos. Estrella Matutina lo tomó de la mano y sintió de inmediato la tenaza de su presión.
—Ven conmigo —dijo el niño.
Tiró de ella, así que Estrella lo acompañó. Cruzaron hasta la otra orilla del arroyo y dejaron el camino para seguir por un desdibujado sendero. Para ser un niño perdido tenía una prisa considerable.
—¿Adónde vamos?
—Ven —dijo el niño.
Estrella consiguió que le dijera su nombre, que por lo que pudo entender era Tostao, pero él no le preguntó el suyo. Le parecía que el niño estaba muy nervioso. No era nada raro dado que se había perdido, pero se le antojaba un poco fuera de lugar o le resultaba inexplicable.
El niño debió de percibir sus dudas, porque de repente se puso a hablar.
—Bueno, me he perdido y tú me has encontrado —le explicó—. Soy un niño perdido que está llorando y todo eso, y aquí estamos, los dos juntos.
—Sí —dijo Estrella Matutina, bastante desconcertada—. Aquí estamos.
—Y tú me coges de la mano y eso, y yo soy el pobre niñito que encontraste perdido y lloroso…
Entonces pareció caer en la cuenta de que no estaba llorando, así que la obsequió con unos cuantos gemidos de muestra, como para completar el cuadro. Ya habían dejado atrás el camino, y el arroyo, y los sauces, y se acercaban a una sección del viejo muro en ruinas que una vez había formado parte de la frontera de un antiguo reino ya olvidado. Donde el sendero se encontraba con los montones de piedras caídas, estas habían sido apartadas para que los viajeros pudieran pasar sin dificultad. Al otro lado del muro, los restos formaban montículos que se desmoronaban.
Estrella Matutina se detuvo. El niño le tironeó del brazo, pero ella no se movió.
—Será mejor que me lo cuentes, Tostao.
El niño rompió a llorar. En esta ocasión sus lágrimas eran de verdad.
—Sólo soy un pobre niñito —lloriqueó—. Tú me has encontrado perdido y llorando. Tienes que cuidar de mí. —Le dio un violento tirón—. Tienes que acompañarme. Justo ahí.
—¿Qué es lo que hay justo ahí, Tostao?
—No es justo —gimió el niño—. He dicho lo que tenía que decir. He llorado. No es justo.
—Y lo has hecho todo muy bien —aseguró Estrella Matutina para tranquilizarlo—. Nadie podría haberlo hecho mejor.
—Vamos —dijo el niño mirando en derredor y levantando la voz—. La señora dice que lo he hecho bien, así que no es culpa mía.
Estrella Matutina miró hacia los montones de piedras.
—Creo que vale la pena que salgáis —dijo Estrella.
Así que salieron. Eran tres, un niño de unos trece años y dos niñas, una mayor y otra pequeña. Todos iban tan mal vestidos y sucios como Tostao y tenían la misma expresión dura en sus desnutridas caras. Empuñaban cuchillos.
—¡Eres un mocoso! —dijo el chico—. Confío en ti y metes la pata.
—¡No es verdad! —gritó Tostao—. La señora dice que lo he hecho bien.
—No necesito mocosos en la banda.
—¡He dicho lo que debía! ¡Y he llorado!
—Déjalo en paz —exclamó la niña mayor, un arrapiezo de diez años y expresión huraña—. Tenemos cosas que hacer.
Los niños se fueron acercando a Estrella Matutina, formando un círculo a su alrededor. Con el cuchillo en la mano, no apartaban los ojos de sus piernas y brazos.
—Si tenéis intención de robarme —dijo ella—, no tengo nada.
—Todo el mundo tiene algo.
—La ropa que llevo. Eso es todo.
—Servirá.
En ese momento estaban muy cerca. Estrella Matutina paseó la mirada por aquellas caras, viendo en ellas la tensión concentrada sólo en la acción, no en ella. Eran más unos lobeznos que unos niños.
Pero eran niños.
—De acuerdo —accedió Estrella—. Podéis quedaros con mi ropa.
Soltó la mano de Tostao y, con movimientos muy lentos, se desató el cinturón. Luego se sacó la túnica por la cabeza y la dejó en el suelo. Las dos niñas empezaron a reír entre dientes. Estrella se quitó por los hombros la camiseta que llevaba debajo, y también la dejó en el suelo. Las risitas cesaron.
En ese momento Estrella estaba desnuda de cintura para arriba, los niños bandoleros la miraban de hito en hito en absoluto silencio. En particular el que ella asumió que era el jefe, el niño mayor, que la miraba fijamente, boquiabierto.
Estrella empezó a desabrocharse los bombachos.
—¡Alto! —gritó la niña de expresión huraña—. Esto es estúpido.
Se volvió hacia el niño con una furia repentina.
—¿Qué estás mirando como un zopenco, Andrajos?
El niño dio un respingo, como si lo hubiera abofeteado.
—Nada.
Los dos pequeños miraban a sus jefes.
—¿La herimos? ¿Lo hacemos?
—No —dijo la chica—. No queremos su ropa pringosa.
Tostao echó a correr hacia la chica huraña y tiró de su brazo.
—¡Libbet! —gritó—. ¡Libbet! Lo he hecho bien, ¿verdad? No es culpa mía. No he metido la pata.
—Eso no importa ahora —dijo Libbet.
Estrella Matutina volvió a ponerse la ropa. Andrajos, el chico mayor, intentaba no mirarla fijamente, y no lo conseguía. Sus colores eran bastante diferentes a los de los demás. Rodeándolo completamente, flotaba el azul grisáceo del anhelo impotente.
Estrella Matutina no había tenido miedo en ningún momento. No había tenido que utilizar la fuerza para defenderse. Pero ya había acabado todo y se dio cuenta de que deseaba ayudar a aquellos niños salvajes. Y para eso, necesitaba contar con su respeto.
—Miradme, todos —dijo.
Todos la miraron, excepto la llamada Libbet.
—Tú también, Libbet.
Libbet miró hacia otra parte, desdeñosa.
—Si crees…
Sólo era necesario un breve contacto visual. Las palabras airadas murieron en los labios de la niña. Estrella Matutina los controló a todos, tocándolos con el temblor más insignificante de la fuerza que anidaba en ella, sin querer aplastarlos ni intimidarlos, sólo para que comprendieran que podía protegerlos.
Después se sentó en uno de los montones de escombros y abrió los brazos cuanto pudo.
—Venid a mí —dijo.
Los niños se acercaron con los cuchillos todavía en las manos, y se amontonaron dentro del abrazo de Estrella. No se empujaron ni se pelearon, pero todos se estiraban para estar lo más cerca posible de ella; Libbet también, y Andrajos. Todos se acurrucaron a su alrededor al sol de la mañana, y sintieron su calidez y su fuerza, y le acariciaron el cuerpo con sus caras sucias como si fuera su madre.
—Podemos ayudarnos mutuamente —les dijo, acariciándoles las espaldas huesudas y las greñas llenas de enredos—. Seamos buenos unos con otros.
Después de esto, la llevaron a su guarida, que no era más que una madriguera en un arbusto. Allí habían almacenado el fruto de sus robos: unos cuantos chelines de oro del viejo imperio, prendas de ropa y unos cuantos fardos. Robaban para obtener comida, que consumían en cualquier parte. El resto les era de poca utilidad.
—¿Cuándo comisteis por última vez?
—Ayer —contestó Libbet.
—¿A qué hora de ayer?
—A esta, más o menos.
—Así que vuelves a tener hambre.
—Siempre tengo hambre —dijo Libbet.
—Y yo también.
—Puedes comer de lo que consigamos —dijo Andrajos.
—Gracias —ofreció Estrella Matutina—, pero este no parece el mejor sitio para conseguir comida. Voy de camino a mi pueblo natal. ¿Por qué no venís conmigo?
—Nos mantenemos alejados de los pueblos —dijo Andrajos.
—¡Nos persiguen! —terció la más pequeña, que se llamaba Abejita—. ¡Nos sueltan los perros!
—Les diré que no lo hagan —dijo Estrella Matutina—. Pero tendréis que dejar de atacar a la gente.
—Entonces, ¿de qué viviremos?
—Encontraremos la manera.
—¿Qué es lo que te hace tan inteligente? —preguntó Libbet en tono agrio.
—Soy una Guerrera —dijo Estrella Matutina, pasándose la sobretúnica por la cabeza.
Al oír eso, todos soltaron un grito ahogado.
—¿Una encapuchada de verdad?
—Sí.
—Oí que habían desaparecido —dijo Andrajos—. Oí que su castillo fue reducido a escombros.
—Se fueron de un lugar. Ahora los hay por todas partes.
—Así que eres una encapuchada. —Libbet estaba asimilando esta información, y le complacía. Hacía comprensible el hecho de que hubiera cedido ante ella—. Te acompañaré, si quieres.
No hizo falta más. Tostao y Abejita proclamaron alborozados que también irían con ella, y Andrajos se encogió de hombros, como si diera a entender que, de todas maneras, le traía un poco sin cuidado.
Tostao decidió tomar aquel resultado como un triunfo personal.
—¡Yo la he encontrado! —decía a cualquiera que le prestara oídos—. He dicho lo que debía. Y he llorado. Y he conducido hasta nosotros a la señora encapuchada.
* * *
Estrella Matutina agradeció la compañía de los niños en el camino. Estos no paraban de pelearse entre sí y de reclamar su atención sin parar, y eso le impedía pensar en sí misma. Libbet los reprendía y les metía prisa, tosca aunque afectuosa a su manera, y Andrajos hacía de hombrecito, pavoneándose a la cabeza de la pequeña procesión y mirando ceñudo a cualquiera que se cruzara en su camino.
Cuando llegaron a uno de los muchos ríos que regaban la fértil llanura, Estrella Matutina propuso que todos se dieran un baño. El caudal era escaso, pero las aguas del centro de la corriente bajaban limpias y eran lo bastante poco profundas para que incluso los más bajitos hicieran pie. Los pequeños se tomaron lo del baño como un juego acuático de lo más gratificante, después de una larga mañana de patear el camino calcinado por el sol. Se desnudaron completamente, se arrojaron al río y emprendieron una actividad que denominaron baño, aunque andaba más cerca de la pelea.
—¡Lavemos a Tostao! ¡Agarradlo! ¡Démosle un baño!
—¡Ay! ¡Ah! ¡Soltadme!
Libbet se bañó con más calma, sentándose en el lecho del río y quitándose la ropa prenda a prenda. Andrajos no se bañó en absoluto.
Estrella Matutina se dio cuenta de que el chico la observaba, aunque hiciera todo lo posible por disimularlo. No había olvidado la expresión de su cara y el color de su aura cuando la había visto desnudarse. Había reflexionado al respecto y llegado a la conclusión de que Andrajos se había quedado maravillado. Estrella Matutina estaba muy lejos de envanecerse de su aspecto físico, pero los colores no mentían nunca. Eso la llevó a sacar otra conclusión, novedosa para ella. No era hermosa, de eso estaba segura; aunque quizá, sólo quizá, tuviera un cuerpo bonito.
Andrajos no era más que un niño, pero un niño a quien las privaciones habían obligado a madurar. Era un niño que se estaba haciendo hombre. Era torpe, y tímido, y agresivo, y suspicaz con todo el mundo, pero en sus ojos desprevenidos Estrella había atisbado el primer reflejo de ella como mujer que podía resultar deseable para un hombre. Para Andrajos no era una madrecita.
—¿No te vas a bañar, Andrajos?
—¿Para qué? —masculló el niño—. La porquería siempre vuelve.
* * *
No comieron nada en todo el día. Cuando llegaron al pueblo tenían los sentidos embotados por el hambre. Estrella Matutina condujo a su pequeña tropa de harapientos pasando por delante de los familiares puntos de referencia de su infancia, hacia la casa familiar. Allí estaba el puente de madera del arroyo, y ahí la piedra ancha sobre la que las mujeres del pueblo golpeaban la ropa mojada de la colada diaria. Allá, la casa del hornero, con su gran horno, donde en una ocasión ella había visto asar un cerdo entero. Acullá, la encrucijada del camino, con su banco hecho a partir de un árbol caído, donde siempre estaba sentado alguno de los ancianos viendo pasar el mundo. Pero no había nadie en el banco esa tarde. No se veía a nadie en ningún sitio. Algunas gallinas escarbaban en la tierra delante de las casas y un gato dormitaba al calor de una pequeña franja de sol vespertino; pero ni rastro de sus propietarios.
Siempre había sido un pueblo tranquilo. La gente de las colinas era autosuficiente. Tal vez fuera día de mercado en la ciudad del río.
Estrella Matutina llegó a la última casa, la suya, diferente a las demás porque su parte trasera daba al arroyo. Apenas un hilillo de agua corría entre los pastos marrones y amarillos. El cuidado arcén de delante de la casa estaba pelado. Allí tampoco llovía.
La puerta estaba abierta.
Estrella Matutina esperaba que Amik saliera brincando a recibirla, o la pequeña Lamb. Que ya no sería tan pequeña; Lamb debía de haber alcanzado su pleno desarrollo.
—¿Es esta? —preguntó Libbet.
—Esta es mi casa.
—Mientras haya algo de comer.
Estrella Matutina se anunció antes de entrar, para no aparecer de manera totalmente imprevista.
—¡Papá! ¡Mamá!
Del interior no salió ningún ruido.
Estrella entró. La habitación principal estaba vacía. Los papeles, la pluma y la tinta de su padre descansaban ordenadamente delante de un libro abierto. Todo estaba como había estado siempre, pero los ocupantes se habían ido.
Los niños entraron en tropel detrás de ella. Ladrones consumados como eran, no tardaron en encontrar la despensa y se hicieron rápidamente con las vituallas.
—¡No! ¡Dejadlas! —les ordenó Estrella—. No podéis tomar lo que os apetezca sin más.
—¿Por qué no?
—Porque debemos compartirlo. Eso es lo justo.
Bajo la mirada suspicaz de los arrapiezos, dividió el queso de cabra, el pan y la miel.
—¡A Libbet le ha tocado más que a mí!
—¡No es cierto!
Pero estaban hambrientos, y prefirieron comer antes que discutir. La comida desapareció pronto. Antes de que Estrella Matutina pudiera detenerlos, los niños habían salido corriendo de la casa y se habían colado en otra vecina, revolviendo en busca de más comida. Fue tras ellos.
—Vaya sitio repulsivo —dijo Andrajos—. Es un pueblo fantasma.
—No es un pueblo fantasma —replicó Estrella Matutina.
—Entonces, ¿dónde están todos?
—Fuera. Trabajando.
—¿Los niños también?
Tenía razón. El pueblo nunca había estado de aquella manera. Todas las casas que los niños asaltaron estaban desiertas; pero en todas había señales de vida reciente. La gente parecía haberse marchado, pero no había pruebas de que hubiera habido pelea alguna. En una casa había incluso una comida preparada para dos, incluso una botella entera de licor de manzana, descorchada aunque sin servir. En algún momento entre el descorchado y el escanciado del contenido había sucedido algo, y la comida había sido abandonada.
En la más pequeña y pobre de las casitas, empotrada detrás de la casa del panadero, vivía una tullida llamada Nanna. En todos los años desde que Estrella Matutina la conocía nunca había abandonado la única habitación de su casa, donde recibía la caridad y la compañía de aquellos vecinos que optaban por pasar a visitarla. A buen seguro que Nanna no podría haberse marchado.
Estrella Matutina buscó la casa de la mujer y allí también encontró la puerta abierta. Pero en cuanto puso un pie dentro, supo que la casa no estaba vacía.
—¿Nanna?
Estrella Matutina escudriñó el interior en penumbra. De una cama le llegó el frufrú de unas sábanas. Una cara pálida se alzó sobre las almohadas para mirar con ojos escrutadores a Estrella.
—Soy yo. Estrella Matutina.
—Se han ido —dijo Nanna con voz temblorosa—. Me dijeron que fuera con ellos. Pero tengo este problema, ya sabes.
—¿Adónde se han ido, Nanna?
—Oh, no sé adónde, querida. Se han ido con la gente feliz.