La despedida
Caía una lluvia fría cuando enterraron al decano. El cementerio de la Comunidad había desaparecido con el resto del Nom, de modo que el cuerpo del anciano fue enterrado en el cementerio de los pescadores, junto a la colina, entre los bosques y el mar. Lo bajaron a la tumba sin ataúd ni mortaja, ya que los nomanos lo habían perdido todo. Pero entonaron una canción por él, al igual que habían hecho por todos los hermanos y hermanas fallecidos.
Luz de nuestros días y paz de nuestras noches,
nuestra Razón y nuestra Meta.
Nos despertamos bajo tu sombra,
seguimos tus pasos,
dormimos en tus brazos…
Buscador permaneció bajo la lluvia con los demás, pero no cantó. Tenía el corazón colmado de amargura. Vio que Miriander lo observaba seria con sus hermosos ojos. Sabía lo que estaba pensando, por eso desvió la mirada. Ya no quería cargar con sus expectativas. Odiaba su fuerza. ¿De qué servía dominar a todos los demás si el Todo y Único había dejado de existir? La Luz Clara se había extinguido. Ya no había ni razón ni meta.
Las dulces voces siguieron cantando mientras llovía.
Condúcenos al Jardín
para descansar,
para vivir en él
contigo…
Lo invadía la ira. Sabían tan bien como él que el Jardín ya no estaba. ¿Por qué tenían que cantar refiriéndose a él como si nada hubiera cambiado?
Los hermanos y hermanas cubrieron el cuerpo del anciano con tierra, lanzando cada uno un puñado y diciéndole unas últimas palabras privadas de despedida. Algunos lloraban. Buscador seguía con los ojos secos, atormentado por sus amargos pensamientos.
«Este hombre os traicionó a todos —exclamó para sus adentros—. Nuestro dios ha muerto por su culpa».
Sabía que había sido así. Estrella Matutina había visto el color de la traición. El mismo decano le había dicho: «Perdóname». También había dicho: «Lo entenderás algún día».
Buscador no lo entendía y presentía que nunca lo haría. ¿Con qué propósito habría conducido a los nomanos a una batalla inútil contra un ejército tan poderoso? Los Guerreros Místicos no hacían la guerra. Hasta el novicio más joven lo sabía. El propósito no podía ser bueno, tenía que ser un propósito envenenado. El decano se había convertido en su enemigo.
Quizás algún día lo entendiera, pero estaba seguro de que nunca se lo perdonaría.
Después del entierro, los hermanos y hermanas y los habitantes de Anacrea, y los vagabundos que se habían quedado para ayudar, se pusieron a construir refugios para pasar la noche. Cortaron los árboles derribados por los orlanos y construyeron pequeñas chozas de madera como se hacía antes. Estaban contentos de mantenerse ocupados, no tenían ganas de mirar hacia atrás ni tampoco hacia delante.
Los hombres cortaban las vigas y los postes. Las mujeres entretejían ramas flexibles entre los postes, y ancianos y niños amasaban barro para extenderlo sobre las ramas. La persistente lluvia resbalaba por el barro dejándolo brillante.
Buscador se unió a los niños para recoger puñados de barro. Era la tarea más humilde. Quería que todos supieran que a pesar de sus poderes no era mejor que ninguno de ellos. Al cabo de un rato Eco se unió a él y se puso a trabajar a su lado sin decir una palabra. Su hermoso cabello rubio se había oscurecido con la lluvia y se le pegaba a la cabeza, haciéndola parecer todavía más esbelta y adorable. De vez en cuando miraba a Buscador, y él sabía que esperaba que le dijera algo, pero permanecía en silencio.
Salvaje se había hecho con un hacha y estaba cortando leña para la gran fogata con Snakey. Estrella Matutina formaba parte del grupo que preparaba el fuego. Iba de un lado a otro, desde donde estaba Salvaje hasta la fogata, llevando la leña bajo la lluvia. Buscador lo observó todo.
Cuando la pira estuvo lista, abrieron un hueco en un lado y lo llenaron de astillas. A resguardo de la lluvia prendió una chispa. Ardió sin llama sobre la madera húmeda y comenzó a salir humo blanco.
Buscador se dijo: «Si el fuego prende, sobreviviremos. Si no, moriremos». No era más que una estúpida superstición, pero no fue el único que se aferró a las pequeñas señales aquel día terrible. Al igual que él, todos se mantenían ocupados para no tener que pronunciar las palabras que flotaban por encima de ellos como el humo, como una sentencia de muerte: se acabó.
Fue hacia el arroyo, que venía caudaloso desde el corazón del bosque, y metió las manos manchadas de barro en el agua. Cuando volvió había una pequeña llama sobre el montón de troncos y ramas humeantes.
A continuación se produjo un chisporroteo, y de repente el fuego cobró vida. Ahora sería más fuerte que la lluvia y aguantaría durante la noche. Como si aceptara su derrota, la lluvia empezó a amainar mientras anochecía.
La gente se acurrucó alrededor de la gran fogata para secarse la ropa empapada. A medida que el calor aumentaba se fueron alejando, formando un corro que se agrandaba constantemente. Se encendieron otras fogatas a partir de la principal, y los habitantes de Anacrea y la Comunidad del Nom, sin apenas darse cuenta, se organizaron en grupos vecinales que recordaban los patios y las calles de la isla desaparecida. Los vagabundos se reunieron en torno a sus propias hogueras, tal como habían vivido siempre, apartados de la gente de los pueblos y ciudades.
Buscador se sentó solo, cerca de la fogata pero fuera del círculo. En un momento como aquel lo habitual hubiera sido poner una olla de sopa al fuego y pasar de mano en mano cestas de pastelitos de avena y quizás una jarra de brandy para mojarse los labios; pero no había ni sopa ni pastelitos de avena ni brandy. Todos se irían a dormir hambrientos aquel día.
Eco observó a Buscador y le extrañó ver lo desgraciado que era. Había visto sus extraordinarios poderes en acción. Todavía podía sentir el temblor de la tierra bajo sus pies y oír el relincho aterrorizado de Kell mientras caía. Seguía viendo lo que había visto momentos después: un campo de batalla silenciado por el único golpe de un solo hombre. Y aquel hombre era poco más que un niño. Alguien así podía gobernar el mundo. ¿Por qué entonces estaba solo y triste? La isla que había sido su hogar había desaparecido, pero toda su gente estaba a salvo. Y con respecto a su dios… Eco nunca había tenido un dios propio y le resultaba difícil imaginar lo que era aquello. Quizás el dios de Buscador estuviera muerto, pero su poder persistía y sin duda eso era lo más importante.
Se le ocurrió una idea.
—¿Te importa que me siente contigo?
—No soy una buena compañía —contestó Buscador.
—No me importa. —Eco se sentó con las piernas cruzadas junto a él, frente a la hoguera—. Debo darte las gracias. Cuando has obligado al Chajan a besar mi mano ha sido el mejor momento de mi vida.
Buscador miró más allá del fuego, hacia lo lejos y permaneció en silencio.
—Si lo hubieras matado —continuó Eco—, habría sido incluso mejor. No sé por qué no lo hiciste. Perdió y debía morir.
Buscador negó con la cabeza.
—No es mi verdadero enemigo. Mi verdadero enemigo no ha perdido.
—¿Qué verdadero enemigo?
—Hay alguien…
No quería explicárselo y volvió a sumirse en el silencio.
—Entonces mátalo, quienquiera que sea. Nadie tiene tanto poder como tú. Puedes hacer lo que quieras.
—Ya no quiero nada —dijo Buscador.
—¿¡Qué!? ¡Eso es imposible!
Eco quería tantas cosas y con tanta intensidad que daba por descontado que Buscador hablaba de aquel modo porque estaba cansado.
—Tú piensas que siempre hay algo más que desear, ¿no? —le preguntó Buscador.
—Sí, por supuesto.
—¿Qué es lo que quieres?
Estaba a punto de decir que quería volver a casa cuando se dio cuenta de que había algo que deseaba mucho más.
—Quiero hacer algo —dijo—. No sé qué. Algo bueno y que valga la pena. Así yo también seré buena y valdré la pena.
—¿Acaso no eres buena ni vales la pena?
—No. Sólo pienso en mí misma.
Buscador la miró de un modo extraño, casi prestándole atención, pero no dijo nada.
—Si yo tuviera tu poder —se entusiasmó Eco—, ¡haría un montón de cosas!
—¿Y luego qué?
—¿Y luego qué? Luego nada. Sólo vivir.
Buscador negó con la cabeza.
—Esa es la razón por la que tiene que haber un dios —dijo—. Sólo vivir no es suficiente.
—Sí que hay un dios —dijo Eco—, sólo que no lo estás buscando en el lugar adecuado.
—¿Dónde debo buscarlo?
Lo señaló directamente con un fino dedo.
—En ti.
Esta era su idea. Buscador tenía el poder de mover el mundo. ¿Por qué no podía ser un dios?
—¿En mí?
—Sólo un dios podría hacer lo que tú has hecho.
Rio quedamente, con un ligero tinte de amargura.
—¿Yo? ¡Yo no soy un dios!
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he visto al auténtico dios. He visto al Todo y Único.
—Aun así podrías ser un dios.
—No, créeme, no soy un dios, sólo soy… —Dudó, sin saber muy bien cómo describir lo que en ese momento sentía que era—. Sólo soy alguien a quien se le ha encomendado una tarea.
Eco le tocó el brazo para atraer su atención.
—Déjame ir contigo —suplicó—, adondequiera que vayas.
—No —respondió resuelto Buscador—. Debo ir solo.
—¿Por qué?
—Porque no voy a volver.
Eco lo miró a los ojos largamente y supo que no había nada más que pudiera decirle. Se puso en pie.
—Si alguna vez pasas por el Glimmen —dijo—, mira hacia las copas de los árboles y grita mi nombre.
* * *
Todo el tiempo que duró esa conversación, Estrella Matutina había estado sentada con el grupo principal de vagabundos, al lado de Salvaje y de Snakey. Los vagabundos estaban muy animados a pesar de la falta de comida y de bebida. Nunca antes se habían reunido tantos vagabundos para formar una fuerza unificada, ni habían luchado como un ejército ni salido victoriosos.
—Ahora somos los mandamases —decía Snakey tendiendo las manos hacia el reflejo rojizo del fuego—. Esos cuyos hogares quemaron, que vagan por el camino mendigando comida, los ladrones, los bandidos, los asesinos. Te has buscado una manada de lobos como ejército, Pollito.
Pero Salvaje era el único de ellos que no se regocijaba. En el fragor de la batalla había ardido con la brillante luz del éxtasis. ¿Acaso no era un señor de la guerra al mando de su propio y poderoso ejército? Luego el mundo había temblado. Había cambiado. Anacrea ya no estaba, ni el Nom, ni el Jardín. ¿Cómo iba a encontrar ahora la paz?
Noman, el gran señor de la guerra, había conquistado todo el mundo conocido, pero no se había detenido ahí. Sin importarle poner su vida en peligro, haciendo caso omiso de las normas y las prohibiciones e imponiendo su voluntad se había lanzado a lo desconocido. Allí deseaba seguirlo Salvaje.
Aquel sueño había terminado.
Levantó la vista y vio a Estrella Matutina observándolo.
—Eh, Estrella.
—Estás muy callado, Salvaje.
—Tú también.
—Yo también.
—Una mala jugada la de hoy.
Hizo un gesto hacia el mar sumido en la oscuridad de la noche, hacia el lugar donde había estado la isla de Anacrea.
—Todavía no puedo creerlo —dijo Estrella Matutina.
Miró el vacío de la noche y también se sintió desgraciada. Sus sueños de juventud habían estado mucho tiempo dirigidos hacia la luz verde secreta del Jardín. También ella debía buscar nuevos sueños.
—¿Qué harás ahora? —le preguntó a Salvaje.
—Quién sabe.
—Has conseguido un ejército.
—Gracias a ti.
—¿Puedo acompañarte adondequiera que vayas?
—Por supuesto —dijo—. Somos amigos.
«Amigos».
—De momento seguramente iré a la Ciudad de los Vagabundos.
—Es un lugar tan bueno como cualquier otro.
Con eso quería decir que cualquier lugar era bueno para ella si él estaba allí.
Salvaje se puso de pie.
—Duerme un poco —aconsejó a Estrella—. Ha sido un día muy largo.
Y desapareció entre los árboles.
Estrella Matutina se volvió y escrutó la oscuridad que se abría a sus espaldas. Comprobó que Eco Kittle ya no estaba hablando con Buscador, que sentado solo, abrazándose las rodillas, contemplaba el cielo nocturno. Vio el débil brillo de sus colores y supo que estaba triste.
Fue hacia él y se sentó a su lado. Tomó una mano del muchacho entre las suyas, para que supiera que compartía su pena y el dolor por todo lo que habían perdido. No había necesidad de hablar.
Las hogueras siguieron brillando toda la noche y, uno tras otro, los padres se fueron llevando a los niños adormilados a las cabañas; y uno tras otro fueron desapareciendo los demás. Cuando las estrellas comenzaron a ser visibles entre las nubes, Estrella Matutina se quedó dormida, con la cabeza apoyada en el regazo de Buscador, al raso. Él la observó mientras dormía y vio cómo el fuego moribundo brillaba en sus mejillas, y se permitió acariciarle el cabello una sola vez.
Poco después del alba un grupo de gente se acercó a Buscador y se sentó frente a él: Suerte, Miriander, su hermano Resplandor y otros miembros del Consejo de los nomanos.
—Ya sabes lo que venimos a pedirte —dijo Suerte.
Buscador lo sabía.
—Nadie ha tenido jamás tanta fuerza. Debes convertirte en nuestro líder.
—No quiero la fuerza —respondió Buscador—. Si pudiera deshacerme de ella, lo haría.
—Te ha sido dada por una razón —insistió Miriander.
—Me fue dada para salvar al Niño Perdido —dijo Buscador—. ¿De qué me sirve ahora?
Otros se les unieron. Siluetas oscuras fueron congregándose a su alrededor, recortadas por el débil resplandor que iba surgiendo tras el horizonte. Sus padres se arrodillaron ante él. Lo miraron asustados.
—Mi dulce niño —dijo su madre con voz temblorosa—, tenemos todos mucho miedo. Sólo tú puedes ayudarnos.
—No lo sabíamos —dijo su padre—. Pero ahora sí.
Buscador tendió los brazos hacia su madre, la besó y la abrazó. También besó a su padre y vio en sus ojos una expresión de incertidumbre que nunca había visto. ¿Cómo podía ser de otro modo? Había perdido todo su mundo: su posición social, su rutina diaria, su proyecto vital, todo se había convertido en polvo junto con la placa de homenaje en la cual habían escrito su nombre con letras doradas.
—Te lo dije, hijo mío —le recordó su padre con una ligera tos—. ¿Lo recuerdas? Te dije que no eras como los demás, que eras superior a ellos. Como puedes ver, tenía razón.
—Sí, padre, tenías razón.
La multitud que lo rodeaba iba en aumento.
—Hermanito —intervino Resplandor—, todos están esperando a que hables.
—¿Y qué debo decir?
—Diles que los protegerás del peligro. Están asustados. Diles que podemos reconstruir lo que hemos perdido y que hay un futuro.
—Yo no veo ningún futuro.
—Entonces finge.
Buscador miró todos los rostros vueltos hacia él y vio en ellos el miedo y la ansiedad. No podía decirles lo que Resplandor le pedía.
Miriander lo observó y comprendió.
—Te han dado una fuerza ilimitada —dijo—. Tiene que haber una razón.
—Me dieron esa fuerza para matar a los eruditos.
—¿Y lo hiciste?
—Quedan dos. Pero ¿qué importa eso ahora? El Todo y Único ha desaparecido.
—Sí que tienes un futuro, Buscador, pero todavía lo desconoces.
—¿Cuándo lo conoceré?
—Debes esperar. No estás perdido, simplemente eres joven.
—¿Joven?
Aquella simple palabra caló en él muy hondo. Expresaba exactamente lo que Buscador sentía: que todavía era un novicio, un discípulo. Necesitaba un maestro. Necesitaba un padre para seguir siendo niño un poco más.
—Pero crecerás —dijo Miriander—, y día tras día, año tras año, sabrás cada vez más cosas. Y un día mirarás hacia el pasado y descubrirás que tuviste un futuro desde el principio, ya que se habrá convertido en tu pasado.
Sus palabras reconfortaron un poco a Buscador.
—Entonces, ¿no importa si me siento así?
—Vive tu vida con sencillez y sinceridad.
Allí estaban todos aquellos rostros que lo rodeaban, esperando a que él les dijera lo que debían hacer. Buscador respiró hondo y les dijo:
—Dejadme solo un rato. Esperad a que amanezca y entonces hablaré.
Se marchó solo al arroyo para lavarse el polvo y beber. Estaba hambriento.
Cruzó el campamento hacia la orilla de guijarros. Allí se encontró con un pescador que había empezado temprano su jornada y aparejaba su bote para ponerse a faenar. Buscador se detuvo en la playa y miró hacia el negro horizonte.
—Amanece un día claro —dijo el pescador.
—Sí —respondió Buscador.
—Quizás el mundo esté a punto de acabarse, pero aún no se ha acabado y todavía hay peces en el mar.
Asió con las dos manos la proa del bote y empezó a empujarlo hacia el agua.
—¿Quieres que te eche una mano? —dijo Buscador.
—Eres muy amable.
Buscador lo ayudó y juntos empujaron el bote de pesca hacia las aguas poco profundas. Luego el pescador sacó de una caja de lata su desayuno, consistente en pan de nueces y pescado ahumado, que compartió con Buscador.
—No hay suficiente para todos —dijo—, pero sí para dos.
Buscador disfrutó de cada bocado.
La luz empezó a adueñarse del cielo.
—Es el momento de dejar que el viento hinche mi vela —dijo el pescador.
Saludó a Buscador amistosamente con la mano, dio un empujón a la barca para alejarse de la playa y se deslizó mar adentro con la brisa fresca.
Buscador permaneció en la playa, observando cómo amanecía y sin pensar en nada. Las nubes de la noche anterior se habían dispersado. Quedaba un banco a baja altura, hacia el sur, que iba adquiriendo un tono rosado con la luz del sol que todavía no había salido. Aquello le hizo recordar el día en que había estado con el decano mirando el panorama de Anacrea y este le había preguntado si alguna vez había pensado qué había más allá del horizonte.
«Otras tierras».
¿Y la Luz Clara brillaba más allá del horizonte?
Mientras aquel recuerdo cruzaba por su mente, salió el sol, y su luz iluminó las aguas como si estuviera respondiendo a su pregunta. ¿Cómo podía no brillar la Luz Clara?
No era una respuesta. Era la esperanza que volvía. El alba hace que el futuro incierto sea soportable.
Se dio la vuelta y subió la cuesta hacia el campamento, viendo claramente su larga sombra delante de él. La primera persona con la que se encontró fue el bedel de la escuela, Regalo. El anciano lo miraba con ansiedad.
—Hablarás con ellos, ¿verdad? —preguntó atropelladamente—. No saben adónde ir.
—Sí —dijo Buscador—. Lo haré.
—Las palabras saldrán solas —lo tranquilizó Regalo.
Aquella era la misma conclusión a la que había llegado Buscador. No tenía dios ni guía, sólo la sensación de que aquello no era un final sino un principio. Por ello, decidió enfrentarse a cada nuevo momento sin saber lo que iba a pasar y descubrir lo que hubiera que descubrir.
Habían reavivado las hogueras y la mayor parte de la gente estaba ya levantada. Cuando lo vieron acercarse, empezaron a reunirse con la esperanza de que tuviera un mensaje para ellos. Los nomanos también se reunieron, y los habitantes de Anacrea y los vagabundos. Lo miraban como si fuera la prueba viviente de que su dios no estaba muerto.
—Amigos, maestros, ancianos —dijo paseando la mirada por los rostros serios de los nomanos—, hermanos y hermanas. Todos hemos hecho el mismo voto de no poseer nada y de no construir un hogar duradero. Si antes creíamos que era verdad, sigue siéndolo ahora. Nuestra misión no ha cambiado. Utilizamos nuestra fuerza para llevar la justicia a los oprimidos y liberar a los esclavos. Seguimos siendo Guerreros Místicos. Y lo poco que podamos hacer debemos hacerlo, para que los demás sepan que las buenas personas también pueden ser fuertes.
Esto lo había dicho Noman hacía mucho tiempo, como todos sabían. Así que después de todo no le resultó tan difícil encontrar las palabras.
—Seguiré mi camino en solitario, sin líder, sin ninguna certeza. Lo mismo debéis hacer vosotros. Algún día volveremos a oír la llamada de los nomanos. Entonces nos reuniremos de nuevo, más fuertes que antes.
«¿Cómo puedo saber eso? —pensó mientras hablaba—. Nuestro hogar ha sido destruido y nuestro dios ha muerto».
—De momento tendremos esperanza aunque no la haya y conservaremos la fe aunque no la tengamos. Viajaremos ligeros de equipaje, ¿no os parece? Iremos a lugares lejanos. Flotaremos sobre el viento. Y cuando volvamos flotando a la tierra, ¿qué habrá quedado de nuestra Comunidad? Recuerdos y amor.
Cuando terminó se dio cuenta de que estaba sonriendo, pese a la gravedad de sus palabras. Su hermano, Resplandor, se le acercó y lo abrazó.
—Estaré esperando, hermanito. Llámame y acudiré.
Juntos buscaron a sus padres, para despedirse.
—¿También nosotros debemos recorrer los caminos? —preguntó su madre.
—No —dijo Buscador—. Os necesitan aquí. Mirad. —Señaló los improvisados refugios—. Está naciendo una nueva ciudad, pensad en lo mucho que queda por hacer.
—Pero el Nom ha desaparecido. ¿Qué vamos a hacer aquí sin el Nom?
—La gente necesita comer, madre, y vestirse. Hay que armar tejados, pavimentar las calles, reunir el ganado y construir vallas. Tendrá que haber una sala de asambleas y un consejo de gobierno, y tú podrías ser consejera. Y necesitaréis una escuela, padre. Los niños deben tener una escuela. Nuevas paredes, nuevas placas de homenaje.
—Ah, en cuanto a las placas de homenaje —dijo su padre—, he estado pensando en darle a eso un nuevo enfoque. Me parece que las que teníamos eran muy pequeñas. Lo que necesitamos es escribir los nombres en las paredes, los de todos los niños que pasen por la escuela.
—¿En letras doradas?
—Ah, pues creo que sí. Uno nunca sabe en qué se van a convertir esos niños, así que creo que lo más sabio es honrarlos a todos.
Buscador abrazó a su padre y besó a su madre y los dejó en compañía de su hermano Resplandor. Fue de un amigo a otro despidiéndose de todos. Se inclinó ante sus maestros Miriander y Suerte. Y, por último, llegó al grupo de jefes vagabundos, donde Salvaje lo estaba esperando.
—¿Eres un bandido otra vez, Salvaje?
—Bandido, vagabundo y nomano a la vez —contestó, mostrándole su estola. Se la había atado a la cintura como un fajín—. No sé lo que soy ni sé tampoco lo que eres tú.
—Soy tu amigo.
—¡Sí, Buscador! ¡Hasta el fin del mundo!
Buscador miró a Estrella Matutina.
—¿Ella va contigo?
—Eso parece.
—Cuídala.
—Más bien cuidará ella de mí.
Y por último Buscador se despidió de Estrella Matutina.
—No te olvidaré, Estrella.
—Más te vale.
—Espero que encuentres lo que buscas.
—No creo que encuentre nada de lo que busco allí adónde voy. Pero iré de todos modos.
—Ninguno de nosotros elige su camino.
—¿Y quién lo elige? —dijo ella.
—No lo sé.
—Si alguna vez lo descubres, vienes y me lo cuentas. Tengo un montón de quejas acerca del rumbo que ha seguido mi vida hasta el momento.
—No te querría de ningún otro modo. Bueno, me bastaría con un par de cambios insignificantes.
Él sabía que podía leer sus colores, de modo que ella no fingió no haberlo entendido.
—Eres el mejor amigo que tengo en el mundo, Buscador —dijo—. Y siempre lo serás.
Levantó la mano con la palma hacia fuera y la juntó con la de él, entrelazando los dedos.
—No me digas adiós —le pidió Buscador.
Y así la dejó. Se alejó rápidamente a grandes zancadas colina arriba. Cuando estuvo en la cima se volvió. Sabía que todos lo observaban y levantó las manos saludando a la manera nomana. Luego se marchó.