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La batalla por el Nom

El decano dejó escapar un suspiro. Lentamente levantó una mano por encima de su cabeza encapuchada. Los Guerreros Místicos, distribuidos en cuatro filas a cada lado, fijaron la mirada en el ejército de los orlanos, que se encontraba frente a ellos, y su poder se concentró en el aire como una nube de tormenta. El decano dejó caer la mano. La fila de los Guerreros Místicos se estremeció de un extremo al otro y se desató la tormenta.

El impacto de la explosión de energía golpeó a los jinetes orlanos con una fuerza devastadora, arrojando hacia atrás fila tras fila hasta la orilla, donde estaba formado el ejército del Chajan. Hombres y caballos gritaban al chocar entre sí y eran arrastrados, dando vueltas, rodando, por la colina hasta quedar aplastados. La explosión levantó tierra, piedras y árboles en un tornado de destrucción. Durante unos instantes los escombros que volaban por doquier ocultaron la verdadera fuerza del impacto. Sólo cuando el aire se despejó quienes estaban fuera del área de destrucción apreciaron la magnitud de los daños.

Un ejército entero había sido destruido. Entre el río y los árboles, donde habían estado las compañías de guerreros orlanos en filas apretadas, quedaba un espacio vacío y desnudo. Desde las laderas de Anacrea, donde los habitantes de la isla habían acudido a observar, llegaron gritos y vítores.

En el extremo del río más alejado, Soren Similin sintió la onda expansiva de la tremenda explosión y oyó los vítores provenientes de la isla. Sentía un hormigueo por toda la piel mientras su nuevo poder crecía en su interior. Se había atrevido a correr un gran riesgo. Pronto tendría su recompensa.

El ejército orlano, incluso el Gran Chajan tal vez, había sido destruido. Los Guerreros Místicos habían hecho su trabajo. Les tocaba el turno de morir.

Miró hacia arriba para seguir el avance de la bomba, que en ese instante estaba siendo izada con ayuda de un cabestrante hasta la cima de la torre y, por lo tanto, hasta lo más alto de la rampa. Para su sorpresa vio al profesor Ortus en el vagón, sentado sobre la bomba, a mitad de trayecto hacia la torre.

—¡Profesor! —gritó—. ¿Qué estás haciendo?

Ortus se inclinó sobre la plataforma chirriante y le dijo:

—Voy con ella.

Por lo que Similin pudo ver, sonreía.

—¿Por qué? —chilló.

El profesor lo saludó con la mano, como si estuviera en una atracción de feria.

—¡Voy a morir!

* * *

Sacha Chajan y sus cien orlanos volvían cabalgando del Glimmen de muy buen humor. Ninguno había sido herido y además Sacha llevaba el premio que ni siquiera su padre había sido capaz de ganar, la hermosa Eco. Era cierto que cabalgaba en silencio y ni siquiera se dignaba mirarlo, pero a Sacha Chajan eso lo traía sin cuidado. No cabía duda de que la muchacha lo odiaba. Para ser sinceros, a él tampoco ella le gustaba demasiado. Daba igual. Lo importante era que traía de vuelta a la fugitiva que había desafiado a su padre. Él, Sacha, la había obligado a obedecerlo, lo que le valdría el respeto de su progenitor.

Los orlanos cabalgaban a un ritmo constante y los cascos de sus caballos resonaban en el empedrado, de modo que no oyeron al corredor hasta que pasó por su lado.

Era un hombre joven, que corría a grandes saltos aparentemente sin esfuerzo alguno, a gran velocidad. Adelantó a un jinete tras otro y luego pasó al lado de Sacha Chajan y de Eco.

Tan pronto como Eco lo vio, se paró en seco.

—¡Kell! ¡Adelante!

Espoleó a Kell y se puso a galopar tras el corredor.

—¡Detenedla! —exclamó Sacha Chajan—. ¡Detenedla!

Los jinetes que encabezaban la marcha la siguieron, haciendo restallar los látigos en el aire. Eco puso a Kell a todo galope y consiguió situarse a la altura del corredor.

—¡Buscador! —gritó—. ¡Ayúdame!

El corredor se giró y la vio. Miró hacia atrás y vio a los orlanos que la perseguían. Hizo un rápido movimiento con la mano, sin aminorar el paso, y los caspianos que se acercaban viraron bruscamente y derribaron a sus jinetes. Los que iban detrás chocaron contra los animales sin montura y cayeron a su vez en medio de una gran confusión.

—¡Estúpidos! —chilló Sacha Chajan—. ¡Haré que os azoten a todos!

Pero era demasiado tarde. Eco ya estaba lejos, galopando a toda velocidad, con el corredor que seguía avanzando paralelamente a ella. En pocos segundos desaparecieron de su vista.

* * *

Los Guerreros Místicos permanecieron inmóviles en formación, con la vista clavada en la colina de enfrente. Oyeron un ruido que los aterrorizó: el golpeteo uniforme de cascos de caballos.

Una nueva formación de jinetes cabalgaba por la colina. Igual que antes, la fila creció y creció, y la siguió una segunda, y una tercera, hasta que hubo tantos orlanos reunidos frente a ellos como la vez anterior.

Los nomanos habían asestado su golpe más potente. Habían exterminado a todo un ejército con un solo golpe devastador. Y ahora frente a ellos había un segundo ejército.

¿Cuántos ejércitos tenía el Gran Chajan? ¿Durante cuánto tiempo, debilitados como estaban, podrían aguantar el asalto los Guerreros Místicos?

Los jinetes orlanos desenvainaron sus espadas cortas y se inclinaron hacia delante, listos para atacar. Los capitanes dejaron escapar un grito agudo, un grito que los impacientes caspianos conocían tan bien como sus jinetes. La formación se puso en movimiento, avanzando al trote. El trote se convirtió en un medio galope y, a continuación, en el galope del ataque.

El decano permaneció sentado en su silla y los observó avanzar hacia ellos. Cuando levantó la mano temblorosa estaban más cerca que la otra vez. Los nomanos buscaron en su interior, reuniendo toda la fuerza que les quedaba.

Los jinetes que iban en cabeza estaban apenas a cincuenta pasos cuando el decano dejó caer la mano. Los Guerreros Místicos lanzaron un único impulso de energía y los orlanos que cargaban contra ellos cayeron como bolos. Esta vez no hubo vítores desde las laderas de la isla. Los habitantes de Anacrea veían lo que los nomanos todavía no podían ver. Una tercera oleada de orlanos que cabalgaba hacia la cima.

El decano vio que a sus hermanos y hermanas no les quedaban fuerzas. Dio la orden con voz débil y cansada.

—Evacuad la isla.

A los nomanos que lo rodeaban les causó una gran sorpresa oírlo.

—¿Abandonar el Nom, decano?

—Evacuad la isla. Sacad a todo el mundo de aquí inmediatamente.

* * *

La carretilla que llevaba a Evor Ortus y su bomba casi había llegado a lo más alto de la torre.

—¡Estás loco! —le gritó Similin—. ¿Por qué quieres morir?

—Todos hemos de morir —le respondió Ortus—. Incluso tú.

—Pero tus conocimientos… ¡pertenecen al mundo!

—El mundo está lleno de necios, de modo que me llevo mis conocimientos conmigo. —Estaba muy arriba y su voz llegaba muy débil—. El mundo está lleno de necios y villanos. Y algunos, como tú, son ambas cosas.

—Entonces que tengas buena suerte —exclamó Similin—. Ya no te necesito.

—¡Todavía no te has librado de mí, amigo mío! —El científico estaba inclinado sobre el borde de la plataforma, a noventa metros de altura, y su voz apenas era audible—. Te he dejado algo para que me recuerdes.

—¿Qué? —gritó Similin.

—Hagas lo que hagas —respondió—, no…

Similin apenas podía oírlo, porque las palabras se difuminaban debido a la distancia. Entendió algo como «vaciles tuve gira».

—¿Qué has dicho? —gritó lo más alto que pudo Similin.

Pero para entonces el vagón había llegado a la parte superior de la torre y el científico había desaparecido de su vista. Desde ahí el descenso sería algo más rápido. Cuando finalizara ya no habría profesor al que preguntarle qué había querido decir.

A Soren Similin le daba igual. La sensación de hormigueo era cada vez más fuerte. En breve sería… ¿Cómo había dicho Ortus? Invulnerable.

* * *

Los habitantes de Anacrea bajaron por las escaleras en zigzag adosadas a la ladera de la montaña y atravesaron los puentes siguiendo la orden del decano. Ancianos, mujeres y niños, tenderos y comerciantes, domésticos del Nom, todos acudieron. Habían estado observando la batalla desde el lado oeste de la isla, por lo que no tardaron mucho en evacuarla.

La fila de Guerreros Místicos que defendía los puentes no había flaqueado, pero mientras se preparaban para enfrentarse al tercer ataque les resultaba imposible ocultar su debilidad. Aquel tercer ataque los vencería. El aparentemente inacabable número de atacantes había agotado sus fuerzas.

El decano llamó a sus hermanos para que se reunieran en torno a él levantando los brazos.

—Ayudadme a levantarme —dijo—. Esta vez lucharé.

—No, decano —lo instaron todos—. No eres lo bastante fuerte.

—Ayudadme, o lo haré solo.

Así que levantaron al decano de su silla y lo sostuvieron de pie frente al creciente número de enemigos.

* * *

Amroth Chajan, montado sobre Malook en la cima, miró hacia la orilla y vio al decano levantarse con dificultad de la silla. Sonrió con expresión lúgubre. Aquella sería la última batalla de los nomanos. Al otro lado del río vio que la bomba había alcanzado el punto más alto de la rampa. Sus jinetes se abrirían paso, la bomba destruiría al dios de los nomanos, y el poder de los Guerreros Místicos desaparecería para siempre.

Levantó la mano que sostenía el látigo para dar la orden de atacar… y se sobresaltó al oír detrás de él un grito salvaje de alegría.

—¡Holaaa, valientes!

Una oleada de colores vivos, una multitud de voces aullando y el ejército de los vagabundos apareció sobre la cima de la colina. Atacaron a los orlanos desde atrás, empuñando sus mortíferas lanzas, rodeándolos con brillantes hojas y entonando un grito de guerra salvaje mientras avanzaban. Los orlanos, pillados totalmente por sorpresa, rompieron filas y se dispersaron, sólo para encontrarse con más vagabundos que les daban tajos en los brazos que sostenían el látigo y los derribaban del caballo.

Liderándolos iba un joven de cabello dorado y rostro risueño que gritaba mientras se abría paso a mandobles entre las filas orlanas.

* * *

—¡Ga-ga-gallinas! ¡Vengo a mataros!

Los habitantes de Anacrea vieron cómo la formación de los orlanos se desbarataba y lanzaron vítores. Pero el Gran Chajan ya estaba vociferando nuevas órdenes, y más compañías de su inmenso ejército ocupaban posiciones con gran estruendo. Ahora eran los vagabundos los que estaban rodeados y luchando por todos los flancos.

Luchando, se fijó el Chajan sorprendido, como un ejército. Trabajaban en grupo, cubriéndose las espaldas unos a otros, retrasando sus golpes hasta el momento más propicio, apartándose antes de un ataque sólo para volverse contra los jinetes que pasaban. Y por encima de todo ello sonaba el grito de su líder, que parecía no conocer el miedo.

—¡Eeeh, valientes! ¿Me a-a-amáis?

—¡A ese! —ordenó el Chajan—. ¡Matad al rubio!

Ni siquiera se fijó en Estrella Matutina, que estaba de pie en la cima de la colina, con la vista fija en la batalla que se libraba más abajo y una extraña expresión distante en el rostro.

El Chajan no había olvidado a los nomanos. En medio de la batalla cinco compañías más se separaron para enfrentarse a los insolentes isleños a los que había jurado destruir.

—¡Atacad! —ordenó—. ¡Matadlos a todos!

* * *

Buscador y Eco llegaron a la cima de la colina justo en el momento en que empezaba el ataque. Más abajo la batalla estaba en pleno apogeo. Los orlanos y los vagabundos se agolpaban unos alrededor de los otros. Más cerca de la orilla, los agotados nomanos permanecían con la cabeza gacha, esperando el impacto del último ataque. Buscador calculó el peligro de un vistazo, separó los pies sobre la hierba y convocó todo el inmenso poder que ahora poseía.

* * *

Evor Ortus notó que el vagón rodaba desde la plataforma hasta la rampa. Las vistas eran magníficas. Era más feliz que nunca. Estaba sentado sobre la caja de madera que contenía las botellas de agua cargada, aferrado a las correas que servían de cierre. Abajo, en la lejanía, veía la hierba invernal y los guijarros, la corriente de agua cristalina, la isla con su monasterio fortificado y, más allá, el océano. Era todo tan insignificante, pensó, tan poco importante. No había grandeza en el mundo. Los dioses a los que los hombres rendían culto eran todos fraudes creados para dar poder a truhanes como Similin. Y el único dios que realmente podía existir estaba a punto de desaparecer de la faz de la tierra. ¿Y qué probaba eso? Que él, Evor Ortus, poseía el único poder verdadero que existía. ¿Y cómo utilizaba ese poder? Iba a ponerlo fuera del alcance de todos, para siempre. Aquello sí que era verdadera grandeza.

El vagón aumentaba de velocidad. Frente a él la pendiente cada vez más empinada llegaba hasta el suelo, noventa metros más abajo. La carretilla estaba empezando a rodar a una velocidad vertiginosa y descendía en picado, con las ruedas chirriando. El viento producido por la velocidad le hería los ojos. Cada vez iba más y más rápido. ¡Oh, era emocionante! ¡No había nada que pudiera pararlo!

* * *

Buscador concentró su poder en un solo punto, tan fino como una aguja. Entonces hizo restallar su cuerpo como un látigo y dirigió toda la fuerza acumulada contra el suelo. La tierra tembló bajo sus pies. La ola de fuerza creó ondas cada vez más grandes que se iban alejando del centro. Se produjo un atronador ruido subterráneo y la tierra se sacudió.

* * *

La bomba, que Ortus seguía sujetando, golpeó la parte baja de la rampa curvada a la velocidad del rayo, se deslizó por la corta subida del lado opuesto y salió disparada justo cuando el terremoto comenzaba. La tierra tembló y la rampa se desplomó, pero la bomba ya estaba en el aire. Y mientras volaba trazando el arco perfectamente calculado para salvar el cauce del río, Evor Ortus iba cantando: «¡Mira cómo sube, cada vez más alto, como una cebolla por el cielo volando!».

* * *

El terremoto de Buscador hizo que la batalla se detuviera por completo. Las sacudidas de la tierra arrojaron al suelo a los jinetes orlanos e hicieron caer a los vagabundos y a los nomanos, incluso al decano. Todos se tambalearon como marineros en medio de una tormenta, agarrándose al suelo en el que se abrían grandes grietas. Pero a medida que el terremoto cesaba, llegó una segunda vibración.

Empezó como un estremecimiento del aire. Luego se puso a soplar un viento violento que sonaba como un gran alarido. Y la isla de Anacrea se elevó en el aire y estalló. Una montaña de roca sólida convertida en escombros y polvo. El estruendo profundo y terrible saturó el aire. Cuando el último eco se había desvanecido y los aturdidos espectadores se atrevieron a levantar la cabeza, vieron incrédulos que la isla se había desintegrado en una columna de polvo de más de un kilómetro de altura.

Buscador permaneció inmóvil sobre la cima de la colina sabiendo que había sucedido lo peor y que él no había podido evitarlo. El Nom había sido destruido.

Su dios estaba muerto.