22


Perdido en la blancura

La densa neblina que respiraba Buscador no olía a nada ni le producía sensación alguna de incomodidad. Lo único que notaba era un leve sabor refrescante. El terreno descendía en pendiente. Lo sabía porque notaba cómo lo arrastraba suavemente la fuerza de la gravedad. No veía nada. Todo a su alrededor era blancura. Podía verse la mano si se la ponía delante de la cara, pero era una mano fantasmal, velada y sin sustancia. Oía sus pisadas, pero incluso ese sonido estaba amortiguado y parecía distante. Intentó distinguir otros sonidos, como el de la erudita huyendo, pero no consiguió oír nada.

No había características distintivas en aquel lago de nubes, ni edificios, ni árboles, ni muros. No tenía medios para orientarse, ni razón para caminar en una dirección u otra; de hecho prácticamente era incapaz de distinguir hacia dónde iba en cada momento, ya que se volviera hacia donde se volviera veía el mismo panorama de blancura lechosa.

Entonces le llamó poderosamente la atención el hecho de que podía ver. ¿Cuál era la fuente de luz? Por lo que sabía estaba todavía en la inmensa cueva llena de nubes donde se había encontrado con los eruditos. Pero la suave y fría luz que se filtraba de manera uniforme a través de la niebla tenía aspecto de ser diurna. Se había sumergido en el estanque de nubes; pero al hacerlo, sin saber cómo, había encontrado el camino hacia el exterior.

Semejante enigma no lo preocupaba demasiado. Ya no le importaba encontrar el camino correcto. Matar a los eruditos lo había cambiado. Tenía una nueva convicción más poderosa que la sensación de fuerza. Sentía que todo lo que hacía estaba bien.

«Tanto da el camino que siga —se dijo—. Mi camino está donde yo esté. Ya no soy el buscador. Soy aquel a quien todos buscan».

Eso le facilitó la tarea. Todo lo que tenía que hacer era seguir adelante y estar preparado para repeler cualquier ataque. Ya no tenía ninguna duda acerca de la naturaleza de los eruditos. Eran una fuente de peligro y maldad para el Nom y el resto del mundo. Y él era el instrumento para su destrucción.

Más adelante, en medio de la blancura, consiguió vislumbrar varias formas amenazadoras. Aminoró el paso, escudriñando la nube. Veía los perfiles con mayor claridad si en lugar de mirarlos directamente lo hacía de reojo. Eran muchos. Parecían estructuras muy altas, como andamios u horcas. De cada estructura colgaba una masa oscura de forma humana.

El corazón se le aceleró de miedo. ¿Era aquello algún tipo de ejecución en masa?

Se acercó más. Ya distinguía la oscura silueta de las estructuras y la manera en que formaban una curva que se alejaba de él. No eran verticales, como los andamios, sino inclinadas. Las masas oscuras que colgaban de ellas eran de hecho cuerpos… los miembros extendidos eran inconfundibles. Pero ¿dónde estaban las cabezas?

Buscador se obligó a seguir avanzando, a acercarse más a las estructuras inclinadas rodeadas de niebla. Cada vez veía más cuerpos colgados con los brazos en cruz y sin cabeza.

No les faltaba la cabeza, estaban cabeza abajo.

Uno de ellos, un hombre con una túnica blanca, estaba atado con correas a la altura del pecho a un armazón muy inclinado, con las piernas abiertas hacia arriba y cabeza abajo. Una banda de tela le cubría los ojos y de su boca abierta rezumaba una especie de jarabe blanco y pastoso.

Buscador se detuvo para observarlo. El hombre no parecía sufrir. Pero la visión de aquel líquido blanco que goteaba de sus labios y le caía por las mejillas hasta el suelo era extrañamente aterradora. El jugo que caía al suelo iba formando un charco humeante. El vapor blanco se arremolinaba y luego se desvanecía. Era evidente que, en contacto con el aire, el denso líquido se convertía en un gas pesado.

Buscador miró más allá de su víctima más cercana y vio a través de la niebla todos los andamios que formaban un amplio círculo. De cada uno colgaba una víctima que rezumaba el mismo líquido. Sin duda encontraría círculos similares si se adentraba más en la niebla. Aquel líquido que iba formando charcos en el suelo que se evaporaban debía ser la fuente de la nube.

Buscador no tenía manera de saber qué era la sustancia blanca. Resultaba evidente que no tenía ningún valor para los eruditos, ya que dejaban que se derramara y se perdiera. Seguramente era subproducto de algo que sí que les interesaba.

Pasado el sobresalto inicial, se acercó más y vio que del cuerpo suspendido salía un tubo que corría por el suelo y se introducía en la nube. Siguió el tubo para dar con el punto donde se unía al cuerpo. Terminaba en una aguja larga y fina insertada en la base del cuello del hombre.

Buscador estaba ya tan cerca que apreciaba cómo se hinchaba y deshinchaba lentamente el pecho de la víctima al respirar. Así que no estaba muerto. Siguió adelante, pasando por delante de más personas atadas del mismo modo a estructuras inclinadas, esta vez observando atentamente los finos tubos. De cada estructura salía uno y todos convergían en un punto. La disposición estaba cada vez más clara. Un amplio círculo de víctimas, más de las que había creído al principio, conectadas a tubos que serpenteaban por el suelo hasta el centro del corro, invisible entre la niebla. Allí, supuso, encontraría a los cuatro eruditos que faltaban.

Buscador caminó en silencio y con cautela siguiendo los tubos, que lo condujeron a un cilindro alargado de poca altura. Al lado del cilindro había una silla de mimbre, como una tumbona de jardín, en la que un anciano en albornoz dormía profundamente. El cilindro al que iban a parar los tubos de las víctimas estaba conectado al durmiente mediante un único tubo bastante más grueso insertado en su nuca. El tubo se movía como si estuviera vivo. Los labios del anciano temblaban mientras dormía. El cilindro emitía un zumbido de baja intensidad. En un extremo tenía una rueda dentada que parecía servir para abrir o cerrar una válvula.

Buscador observó durante un momento al hombre dormido y su ira fue en aumento. ¿Qué derecho tenía a alimentarse de la fuerza vital de tantas víctimas? Buscador sabía que no había sido enviado allí para salvar a las víctimas de su propia estupidez, pero ¿cómo podía dejarlas morir de aquel modo?

Se agachó y giró la rueda del cilindro hasta el tope. El zumbido se detuvo.

Entonces, moviéndose con rapidez, volvió al círculo, al primer andamio, y le sacó la aguja del cuello a la víctima. La desató, sujetándola por las piernas, y la ayudó a caer de pie. Le limpió el líquido de la cara y le bajó la túnica hasta los tobillos.

—Ya está —dijo—. Eres libre. Márchate de aquí.

La víctima rescatada se tambaleó y gimió débilmente. Buscador se acercó a la siguiente, y luego a la siguiente…

El hombre al que había liberado en primer lugar lo llamó a través de la niebla.

—Por favor, señor, ¿es esto la vida eterna?

—No —dijo Buscador—. Debes irte a casa ahora mismo.

—Pero nos prometieron la vida eterna.

—Os engañaron. Habéis estado a punto de morir.

Se le acercaron cojeando, con los brazos extendidos para aferrarlo.

—Nos has bajado demasiado pronto. Estábamos en camino. ¿Por qué nos has traído de vuelta?

Las voces roncas y lastimeras resonaban a su alrededor, tirando de él, mientras corría de un armazón a otro para liberar a las víctimas.

—No te hemos pedido que hagas esto. Deberías habernos dejado en paz. ¿Dónde está mamá? Quiero irme a la cama. Quiero mi beso de buenas noches.

Intentaron apresarlo, pero estaban tan débiles que un gesto de impaciencia de Buscador fue suficiente para arrojarlos al suelo dando tumbos.

—Os he salvado de morir.

—No, no. Éramos los elegidos. Nos habían dado el beso de buenas noches. Íbamos camino de la vida eterna. Nos has despertado. Nos has robado la vida eterna. Nos has condenado a muerte.

Mientras todo se desmoronaba en su confundido cerebro comenzaron a entonar un lamento melancólico.

—¡Vamos a morir! ¡Tú nos has matado! ¡Asesino!

Buscador trató de controlar su ira.

—Volved a casa —dijo—. Simplemente, volved a casa.

—¡Asesino! ¿Quién eres? ¿Por qué nos odias? ¿Qué te hemos hecho?

Era inútil. Había hecho por ellos lo que había podido y debía abandonarlos a su suerte. Comenzaron a marcharse despacio, atravesando la nube, refunfuñando y lamentándose. Él volvió al centro del círculo.

Encontró al anciano despierto, sentado en la tumbona en posición erguida y esforzándose por verse en un espejito de mano.

—Creo que hay cierta diferencia —murmuraba para sí—. El pellejo bajo la barbilla se ha reducido un poco. Y la piel alrededor de los ojos… sí, la noto algo más llena.

Se dio cuenta de que Buscador estaba delante de él.

—Algo ha ido mal —dijo con brusquedad—. El proceso se ha interrumpido.

—Sí —dijo Buscador—. He sido yo.

—Es muy lento. Frustrante. Necesitamos más. Sin embargo…

Su mirada volvió al espejo, atraída irresistiblemente por el reflejo de su propio rostro.

—Sí que veo un cambio en la dirección correcta. Y me noto bastante descansado. Pero las arrugas no han desaparecido en absoluto.

Se tocó las comisuras de la boca con un dedo, frunciendo el ceño ante el espejo y desfrunciéndolo.

—Tenía una hermosa boca —dijo—. Todo el mundo lo decía. Una boca expresiva, masculina y, sin embargo, de labios carnosos. En una palabra: llena. —Frunció sus labios marchitos frente al espejo—. Es eso lo que uno echa de menos.

Volvió a prestar atención a Buscador.

—¿Has dicho que has sido tú el que ha cortado el suministro?

—Sí.

—Eso ha estado muy mal. No había terminado. De hecho, acababa de empezar, ahora que lo recuerdo. ¿Por qué no has cortado el suministro de Manny?

—¿Manny?

—Manny. Está allí.

Hizo un gesto vago hacia atrás.

—Él casi había terminado. Estaba listo para irse. ¿Te ha dicho Manny que me cortaras el suministro?

—No.

El hombre frunció el ceño lleno de arrugas y miró a Buscador con cara de pocos amigos. Su ira afloraba lentamente.

—Entonces eres un perverso entrometido. Has hecho algo imperdonable. Voy a tener que castigarte.

Fijó en Buscador sus ancianos ojos, que, de repente, brillaron con suma intensidad. Entonces, como el restallido de un látigo, lanzó la descarga de poder mortífero. Pero Buscador estaba listo. Notó cómo la fuerza del erudito penetraba en él. Le devolvió la mirada sin inmutarse. Los ojos del erudito volvieron a brillar. Buscador inspiró lentamente y vio que el anciano parpadeaba sorprendido.

—¡Tú, perverso muchacho! —dijo el erudito malhumorado.

Al oírlo, Buscador dejó fluir una oleada de su propia fuerza que lanzó con una enorme violencia al erudito contra su tumbona, destrozándola, y los envió a ambos arrastrándose hacia la nube. Enfurecido, fue hacia él, listo para golpear de nuevo, pero no hizo falta. El viejo estaba despatarrado como una estrella de mar, con la cabeza hacia atrás, muerto.

Una vez más una oleada de calor invadió el cuerpo de Buscador y le produjo un hormigueo en la piel. Quería gritar, dejar escapar un aullido de victoria, un grito asesino. Agitado y excitado, comenzó a bailar de un lado a otro. Se sentía ligero como la niebla que se arremolinaba por doquier, y también sólido, inconmensurablemente fuerte.

«Dime a quiénes debo matar. Los aplastaré. Haré explotar sus corazones con un solo dedo».

Cuatro eruditos muertos. Quedaban tres.

Se metió en la densa niebla a grandes zancadas, adentrándose aún más en la cueva. Un poco más adelante creyó vislumbrar una silueta y se puso a correr. Corría con facilidad, muy rápido, empujado por su nueva fuerza. Vio la silueta una vez más. Parecía haberse detenido. A medida que se acercaba se dio cuenta de que era otro andamio inclinado con otra víctima atada. A derecha e izquierda adivinaba más que veía el anillo de estructuras que se perdía en la niebla. No había tiempo para liberar a las víctimas. Siguió corriendo hacia el centro del círculo.

Ahí estaba la silla. El erudito dormía, como el anterior. Nada de palabrería estúpida esta vez. Matar y seguir adelante. Matar y hacerse más fuerte. Matar y disfrutar.

En dos zancadas se situó al lado de la silla. La ocupaba una mujer con el rostro ladeado. Pero cuando se acercó ella volvió la cara y lo miró angustiada y con lágrimas en los ojos.

Era su madre.

—¡Hijo mío! —exclamó—. ¡Ayúdame!

No era el falso rostro maternal que se había inclinado sobre él para darle un beso de buenas noches. Era su querida y verdadera madre.

—¡Mamá! ¿Qué haces aquí?

—¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí!

Le tendió los brazos, llorando. Buscador se inclinó sobre ella y dejó que le abrazara el cuello. La levantó de la silla. Era ligera como una pluma y se aferraba a él muy fuerte.

—Ya te tengo, mamá. Ya estás a salvo.

Ella se aferró aún más y apretó el rostro contra su hombro.

—Ya puedes soltarte, mamá.

Pero en vez de eso le apretó el cuello con más fuerza aún. Empezaba a hacerle daño. Intentó apartarla de sí, pero estaba tan aterrada que se había quedado rígida. Buscador se ahogaba.

—¡Mamá, me estás estrangulando! —jadeó.

Tiró de ella e intentó zafarse de todas las maneras posibles, pero lo agarró aún más fuerte. Era más que aterrador. Su propia madre lo estaba estrangulando. Su propia madre deseaba que muriera. Si quería salvar la vida, debía luchar. Debía golpear la cabeza que se apretaba contra él, la que lo había mirado con el rostro de su madre.

Se estaba ahogando. No podía respirar.

Buscó con la mano el cuello de la mujer, la agarró de la nuca. Tenía fuerza suficiente para romperle el cuello si lo deseaba. Para romperle la nuca a su madre.

Cerró los ojos.

«Esta no es mi madre. No estoy matando a mi madre. Estoy matando a un erudito».

Tiró brutalmente hacia atrás de la cabeza de la mujer. Sintió cómo el hueso se rompía. La presión que lo ahogaba cedió. La mujer se desplomó entre sus brazos. La sujetó un instante mientras intentaba recobrar el resuello. Luego la dejó en el suelo.

Frente a él tenía el rostro huesudo y arrugado de una mujer muy anciana. Tenía los ojos cerrados. Ya no parecía su madre y estaba muerta.

El quinto erudito.

En ese momento, por primera vez, se sintió cansado. Su última muerte no le había traído un torrente de alegría. Pero lo había hecho más fuerte.

«Hazlo. Termina con esto. Sólo quedan dos».

Volvió a adentrarse en la nube.

Mientras iba caminando la luz se intensificó y la nube se volvió más blanca. No era una sensación agradable. Tenía los ojos cansados. Parpadeó para descansar del resplandor cada vez más intenso. A continuación optó por tenerlos cerrados del todo unos segundos de vez en cuando, sin aminorar el paso. ¿Qué importaba, después de todo, si avanzaba sin ver el camino? Igualmente lo encontraría, fuera hacia donde fuera.

Entonces creyó oír un ruido a su espalda. Se giró y abrió los ojos. Eran los gritos agudos y lejanos de las gaviotas que iban desapareciendo poco a poco. Pero, incluso cuando el sonido se desvaneció, sus ojos cansados distinguieron una forma entre la niebla. Se detuvo y miró con atención, tratando de distinguir la forma difusa que parecía flotar en la blancura que los rodeaba. Cuando la miraba de frente, desaparecía. Si la miraba de reojo le daba la impresión de verla.

Se movió hacia la forma. Esta se alejó. Por su modo de desplazarse se dio cuenta de que era un hombre.

Dio un paso atrás. La forma se acercó.

—¿Quién eres? —dijo Buscador entre la niebla—. ¿Eres Manny?

No hubo respuesta. Sus palabras cayeron como piedras.

Levantó un brazo para hacerle señas a su seguidor y vio que le contestaba con el mismo movimiento. Era casi indetectable, pero le bastó para adivinar lo que estaba viendo. Levantó los dos brazos. El otro hizo lo mismo.

«Mi sombra».

Rio. La luz que brillaba en la nube era tan difusa que no se le había ocurrido que pudiera proyectar sombras. Pero después de pensarlo un poco se dio cuenta de que la luz tenía que provenir del sol, de allá arriba, con lo cual procedía de una sola dirección, por eso la sombra era inevitable. La niebla era tan densa como para que la sombra se marcara en su superficie. Después de todo, no había ningún misterio.

Aquel sol que no era capaz de ver, pensó, podría ayudarlo a orientarse. Mientras su sombra permaneciera tras él estaría avanzando hacia la luz. Al menos de este modo se aseguraría de no estar caminando en círculos.

Siguió andando y la luz fue aumentando poco a poco de intensidad. De vez en cuando echaba la vista atrás para mirar su sombra. A medida que la luz se intensificaba la sombra adquiría más definición. Fue entonces cuando le llamó la atención algo raro en ella, así que volvió a detenerse para estudiarla.

Se quedó quieto, con los brazos pegados al cuerpo. Allí estaba su sombra, apenas visible en la blancura, tan quieta como él. Eso no tenía nada de raro.

Oyó de nuevo los gritos distantes de las gaviotas. Se estremeció. Hacía frío dentro de la nube. Debía seguir adelante.

Pero en el momento en que le daba la espalda a su sombra, la vio hacer un movimiento imposible. Se volvió de nuevo. La figura que tenía frente a sí había levantado la mano derecha, con la que sujetaba una vara fina y larga. El brazo derecho de la sombra se elevó lentamente y la vara giró hasta quedar en posición horizontal sobre su cabeza.

«Esto no es mi sombra».

Por primera vez desde que se había adentrado en la nube se sintió atenazado por el miedo.

—¿Quién eres? —preguntó.

La sombra permanecía frente a Buscador como un guerrero dispuesto a asestar un golpe. Buscador levantó el brazo despacio, para copiar la postura de la sombra, a pesar de que no tenía arma alguna.

«Ya he visto esto antes».

Entonces lo recordó. Estaba sentado en el suelo del patio nocturno del Nom, escuchando a su maestra Miriander hablarles del gran señor de la guerra, Noman. Buscador había visto el recuerdo de Noman arriba, en la oscuridad, con la espada por encima de la cabeza, en la misma posición, avanzando solo por el jardín.

—¿Noman?

La sombra no contestó. Pero lentamente volvió a bajar el brazo. Buscador se dio cuenta de que él también lo estaba bajando, como si fuera la sombra de la sombra. Su miedo no había desaparecido, más bien había aumentado.

Dio un paso atrás y la sombra se movió con él. Avanzó un paso y la sombra retrocedió. Se alejó caminando y la sombra lo siguió.

Invadido por el pánico, se puso a correr. Corrió a través de la nube hasta que no pudo más. Al final se detuvo jadeando, sin aliento, y entonces miró atrás. Allí estaba su sombra, inclinada al igual que él, agarrándose las rodillas.

Se enderezó y su sombra hizo lo mismo. Esperó sin moverse. Su sombra también esperó.

—Por favor —dijo—, ¿qué quieres de mí?

Entonces la sombra levantó una mano y le señaló el camino por el que había venido.

—¿Quieres que vuelva atrás?

Buscador comenzó a sudar copiosamente. Oyó los gritos de las gaviotas, esta vez bastante más cerca. Miró hacia arriba, esperando verlas pasar con las alas extendidas, pero sólo vio la omnipresente blancura. Notó que el corazón le latía desbocado. Estaba exhausto y se sintió perdido.

—Por favor…

De repente le vino una canción a la mente. La sabía entera como si se la hubiera sabido toda la vida, pero era completamente nueva para él. Empezó a cantar:

Jango arriba, Jango abajo,

Jango sonríe, Jango cabizbajo.

Reza, llora,

nadie te escucha y a nadie le importa.

Busca, busca, busca una puerta

de par en par para siempre abierta.

Volvió a cantarla en voz más alta. La cantó por tercera vez, a voz en cuello. Cuando al fin calló no percibió más que silencio a su alrededor. Las gaviotas se habían ido, al igual que su sombra.

Sintió un escalofrío. Soplaba el viento tras él.

Se giró hacia donde soplaba. Venía de muy lejos, pero lo arrastraba, llamándolo para que volviera a casa. Oyó una carcajada entre la niebla, aguda, sonora, burlona y triunfal.

Echó a correr por el camino por el que había venido a una velocidad que nunca hubiese creído posible.

El Nom corría un peligro mortal.