21


La única

Senda Estrecha se arrodilló frente al decano y el resto de la Comunidad, con la cabeza inclinada. El prior, de pie junto a él, le quitó lentamente la estola de los hombros.

—Con tus propios actos te has expulsado a ti mismo de nuestra Comunidad. Esta no es nuestra voluntad, es la tuya —dijo, y arrojó la estola al suelo.

El decano hizo un gesto.

—Hacedlo.

Dos hermanos se colocaron uno a cada lado de Senda Estrecha cuando se puso de pie. No hizo falta sujetarlo, aunque estaban allí para detenerlo en caso necesario. Avanzó sin decir ni una palabra.

En el exterior de la Sala Capitular, de camino a los baños, Miriander se enfrentó a él, incapaz de contener su ira.

—¿Por qué? —le preguntó—. El muchacho nos fue enviado en un momento de peligro, para salvarnos. ¿No quieres que el Nom se salve?

Senda Estrecha siguió caminando sin responderle.

En silencio lo condujeron a los baños y lo desnudaron de cintura para arriba. Le levantaron los delgados brazos por encima de la cabeza y se los ataron a las cañerías del techo. Los hermanos y hermanas se reunieron en silencio en torno a él y abrieron los grifos, con lo que el agua le cayó sobre la cabeza inclinada y el torso desnudo. Estaba tan delgado que el agua ondeaba entre costilla y costilla.

Entonces se rompió el silencio. Los hermanos y hermanas se pusieron a emitir un zumbido. Comenzó suavemente, con notas graves, pero poco a poco fue subiendo de tono e intensidad hasta que reverberó en la habitación.

El rostro del hombre suspendido en el aire delataba el sufrimiento que le producía el lavado, a pesar de que no dejó escapar ni un solo grito. Volvía la cabeza de un lado a otro, como si tratara de escapar del sonido que le perforaba el cerebro. Tenía la boca y las mejillas contraídas y los ojos en blanco. Pataleaba con los pies descalzos como si lo estuvieran ahorcando.

El zumbido implacable continuó de forma monótona, arañando y rastreando los lugares más recónditos de su cerebro, vaciándolo de todo lo que se le había dado cuando lo habían hecho Guerrero Místico, lavándolo con el incesante chorro de agua; hasta que al final no pudieron arrebatarle nada más y las arrugas de dolor de su rostro desaparecieron y las convulsiones cesaron.

Lo desataron y lo recostaron para que descansara. Cuando hubo descansado lo vistieron y lo acompañaron a la puerta exterior del Nom.

El prior pronunció las palabras de expulsión.

—Todo lo que te hemos dado vuelve a nosotros. No te llevas nada cuando te marchas.

Senda Estrecha le miró, sin esperanza ni miedo.

—Eres como un niño que ha vuelto a nacer. Vuelves a ser inocente y, por lo tanto, estás perdonado. Ahora vete, y ojalá que el Todo y Único que comprende todas las cosas tenga piedad de ti.

Senda Estrecha cruzó despacio la plaza del Nom. Cuando llegó a las escaleras que conducían desde la falda de la colina hasta el puerto se volvió para mirar a los que habían sido sus hermanos y hermanas, y estos le dijeron adiós con la mano. A continuación bajó los escalones y se perdió de vista.

En ese momento la brisa marina trajo un sonido nuevo, el sonido lejano de un cuerno. Y a continuación otro, seguido por el redoble de los tambores. Los nomanos miraron hacia el norte, hacia la costa. Allí vieron una fila de guerreros a caballo en la última colina antes de la costa. Al principio no eran más de treinta o cuarenta, pero, a medida que avanzaba, la fila se desplegó y apareció otra detrás, y una tercera, hasta que los jinetes llenaron el espacio que se extendía entre la orilla del río y los árboles lejanos. Siguieron llegando más guerreros, multitud de ellos. La multitud se convirtió en una masa tras la cual, empujada río abajo por la fuerte corriente, navegaba una larga sucesión de barcazas muy cargadas.

—De modo que ya empieza —dijo el decano.

Mientras los nomanos observaban, la costa se iba oscureciendo con el apiñamiento de jinetes. El redoble de los tambores y el sonido de los cuernos llenaban el aire.

—¿Cuántos más? —preguntó Suerte.

Todos estaban pensando lo mismo. La fuerza de los nomanos era grande, pero se agotaba rápidamente. ¿Qué pasaría si aquel ejército invasor era lo suficientemente grande como para absorber toda la fuerza que le enviaran y no sucumbir?

—He ahí la razón por la que nos enviaron al muchacho —murmuró Miriander—. Pero ahora se ha marchado.

El peligro les parecía de repente demasiado inminente.

Quedamente, el decano dio una orden.

—Abramos nuestras mentes y nuestros corazones a la única Luz Clara.

Los miembros de la Comunidad permanecieron entre las resplandecientes columnas blancas del Patio del Claustro mirando fijamente hacia el Jardín, y cada uno sometió su voluntad a la del Todo y Único. El decano, demasiado débil para permanecer en pie, estaba sentado en su silla de ruedas con los ojos fijos en las profundidades verdes que se vislumbraban a través de la celosía de plata. Los que estaban más cerca de él vieron cómo los ojos se le llenaban de lágrimas. Lo oyeron murmurar una y otra vez:

—No es mi voluntad sino la tuya… no es mi voluntad sino la tuya…

* * *

El Consejo se reunió en el espacio lleno de ecos de la Sala Capitular. Llegó la noticia de que las barcazas estaban atracando en la orilla opuesta del río, y que unos ingenieros habían comenzado a construir puentes sobre el canal. Tales noticias alteraron a los miembros del Consejo y un murmullo de voces impacientes llenó el salón octogonal.

—¡Pretenden entrar en el mismísimo Nom!

—Las murallas son gruesas. Dejemos que lo intenten.

—Un nomano puede sostener un puente.

—Pero ¿cuánto tiempo?

El decano pidió silencio con un gesto de la mano. No había incertidumbre en su voz, frágil pero firme.

—Tenemos una sola oportunidad. Presentaremos batalla al enemigo. Golpearemos sólo una vez. Con la Única.

¡La Única! Aquel poderoso golpe, que requería la fuerza de toda la Comunidad unida en una tremenda explosión, era la máxima fuerza que poseían los nomanos. Apenas se usaba y su impacto siempre era devastador. Pero la Única sólo podía usarse una vez.

* * *

A Senda Estrecha lo llevaron en bote de remos a tierra firme y lo hicieron desembarcar con cierta premura. El remero veía la multitud de guerreros a caballo y no tenía ninguna intención de entretenerse. Senda Estrecha vio también a los invasores, pero no estaba asustado. Echó a andar por la playa con paso firme, mirando a su alrededor con expresión confusa, deseando que alguien le dijera lo que tenía que hacer.

Llegó junto a los jinetes y atravesó sus filas como si no fueran más peligrosos que un rebaño de ovejas.

—¡Eh, tú! ¿Adónde crees que vas?

—¡Es uno de los encapuchados!

—¡Imposible! ¿Dónde está su capucha?

Un orlano que pasaba por allí decidió ocuparse del vagabundo. Senda Estrecha no puso objeción alguna.

—Ven conmigo.

—Gracias —dijo Senda Estrecha.

El orlano lo condujo hacia los árboles y lo ató a uno como si fuera un ternero. Senda Estrecha se sentó en el suelo y se quedó mirando los caballos, masajeándose las sienes con los nudillos.

Detrás de él había unos hombres con hachas, talando árboles. A los golpes rítmicos del acero sobre la madera se sumaron una fanfarria de trompetas y el sonido producido al chocar metal contra metal. Senda Estrecha observó cómo se aproximaba un carro de batalla que transportaba a un hombre iluminado por reflejos saltarines. Por primera vez desde que lo habían limpiado en su cara se dibujó una sonrisa. Supuso que sería un dios que venía a decirle adónde ir y qué hacer. Se hincó de rodillas para mostrar respeto.

Los hombres que había a su alrededor se golpeaban el peto con la espada y lo vitoreaban, así que Senda Estrecha se golpeó el pecho con la mano.

El carro se detuvo a poca distancia y el dios señaló con el látigo hacia la isla.

—¡Soy el Gran Chajan! —exclamó—. ¡Que los Guerreros Místicos se arrodillen sometiéndose a mí o los cazaré a todos y los mataré como si fueran ratas!

Los guerreros orlanos entonaron un cántico. Senda Estrecha se unió a ellos, golpeándose el escuálido pecho con el puño y gritando con voz aguda:

—¡Chajan! ¡Chajan! ¡Chajan!

* * *

Mientras el ejército orlano se congregaba en la costa, un segundo convoy de barcazas atracó en la orilla este, kilómetro y medio río arriba. Su cargamento fue trasladado a varias carretas tiradas por bueyes bajo la estricta supervisión de Evor Ortus. Tan pronto como una carreta estaba cargada, los boyeros la conducían por el camino a la costa. La descarga de piezas desde las barcazas hasta las carretas llevó muchas horas. Al atardecer, una fila de carretas tiradas por bueyes serpenteaba por el camino real en dirección al sur.

Lo único que quedaba en las barcazas era una caja de madera del tamaño de un baúl grande. El profesor Ortus supervisó personalmente el transporte de la caja, gritando a los hombres que la llevaban que la apoyaran con todo cuidado sobre el lecho de paja de una carreta que aguardaba. A continuación se sentó en la carreta y sujetó con un brazo la caja para asegurarse de que no se desplazara durante el accidentado viaje que los esperaba por el camino lleno de baches.

—¡Con cuidado! ¡Con cuidado! —le gritaba al conductor. Y mientras avanzaban sonreía sin motivo aparente y canturreaba—: ¡Mira cómo sube, cada vez más alto, como una cebolla por el cielo volando!

Soren Similin esperaba impaciente a Ortus en el emplazamiento que habían elegido para la rampa.

—¡Deben trabajar más deprisa! —dijo tan pronto como lo vio—. Tenemos muy poco tiempo. ¿Por qué no trabajan más deprisa?

—Supongo que no querréis que se caiga —respondió Ortus.

Similin vestía un grueso manto marrón y se cubría la cabeza con un gorro de piel con orejeras, en parte para disfrazarse y en parte porque el frío le helaba las enormes orejas. Estaba en un estado de gran agitación. Caminaba de un lado para otro arrebujado en la gruesa capa, mirando trabajar a los obreros con el ceño fruncido. Tramo a tramo, escondida tras unos árboles altos, se iba elevando la rampa. Al este de los árboles se veía la isla de Anacrea entera. También, aunque parcialmente oculta por la isla, la otra orilla del río, donde los guerreros orlanos se agolpaban a miles.

Cuando la parte superior de la torre más alta alcanzó las copas de los árboles, Similin estalló.

—¡La verán! —exclamó—. ¿Cómo es posible que no la vean?

—Si la ven, pues que la vean —dijo Ortus.

—¡Vendrán y la derribarán! Pueden hacerlo, ¿sabes? La derribarán.

—No nos han molestado aún —dijo el científico—, y dentro de poco será demasiado tarde.

—¿Estás seguro de tus cálculos? ¿No fallará la bomba?

—Oh, no, la bomba no fallará.

—Y entonces ¿qué, profesor? ¿Qué hará él entonces? —Similin miró el ejército orlano, que estaba al otro lado del río—. Una vez Anacrea haya sido destruida, ya no nos necesitará.

—¿Y qué teméis que haga?

—¿Quién sabe? —dijo Similin—, pero si hubiera una guerra entre el imperio y los orlanos, me temo lo peor.

—Vos nos protegeréis, Radiancia. Sois el hijo amado del Gran Poder de lo Alto.

—Sí, bueno, haré lo que pueda, por supuesto.

No parecía demasiado convencido.

El pequeño científico apoyó la mano sobre el brazo de Similin.

—¿Quién sabe? Quizá sea mi poder el que os proteja.

—¿Te refieres al agua cargada?

—No. A mí.

Similin estuvo a punto de reírse. ¿Cómo iba aquel enano barbudo y calvo a protegerlo?

—No como soy ahora —añadió Ortus—, sino como seré.

—¿De qué estás hablando?

El científico bajó la voz, mirando a su alrededor para asegurarse de que ninguno de los carpinteros que estaban trabajando en la rampa lo oyera.

—El agua cargada —dijo— puede ser absorbida por el cuerpo humano. Creo que puede hacerlo invulnerable.

—¡Invulnerable!

—Pretendo probarlo sobre mí mismo. Hasta ahora sólo lo he probado con un animal pequeño, pero los efectos superaron con creces mis expectativas.

—¿Qué animal? ¿Qué efectos?

—Un ratón. Estaba en una jaula sólida de madera y malla metálica. Le inyecté el agua cargada. Me di la vuelta para sellar el recipiente. Hubo un gran estrépito. Me giré. El ratón se había escapado. La caja estaba destrozada.

—¡Destrozada!

—El poder radiante almacenado en el agua cargada le da una fuerza increíble al cuerpo.

—¡Una fuerza increíble! Pero no recuerdo que el año pasado obtuviéramos semejantes resultados, cuando lo probamos en el hachero.

—Aquella vez lo cargamos en la sangre. Esta vez será en la carne.

—¿Estás seguro?

—Nada en esta vida es seguro, Radiancia. Pero lo veréis. Pretendo probarlo conmigo mismo.

Similin guardó silencio. Comenzó de nuevo a caminar de un lado para otro, juntando y separando las manos detrás de la espalda. Miró hacia arriba y vio que la rampa subía todavía más. Miró al otro lado del río y vio a los miles de orlanos que se amontonaban allí. Sabía que tenía muy poco tiempo. Tomó una valiente decisión.

—Profesor —exclamó—, te ordeno que esa prueba la hagas conmigo.

—¡Con vos! —El científico lo miró con los ojos como platos, incrédulo.

—Conmigo.

—Pero, Radiancia, nunca se ha probado en un ser humano.

—Correré el riesgo.

—Debo probarlo yo primero. Me he reservado ese honor.

—No tenemos tiempo.

—Pero… pero… pero… ¡quiero hacerlo!

Similin avanzó a grandes zancadas hacia el hombrecillo y lo sacudió agarrándolo por los hombros.

—¡Soy el Líder Radiante! ¡Soy el hijo predilecto del Gran Poder de lo Alto! ¡Tu deber es obedecerme!

Ortus se puso a temblar.

—Sí, Radiancia. Por supuesto.

Similin lo soltó.

—Pues pongámonos a ello. ¿Qué tengo que hacer?

—¡Qué valentía! —murmuró el hombrecito mirando fijamente a Similin y sin moverse—. ¡Qué capacidad de liderazgo!

Similin dio una palmada en el aire frente al rostro de Ortus.

—¡Rápido! ¿Qué hago?

—¿Hacer? Oh, es muy sencillo. Beber.

—¿Beber? ¿De un vaso?

—No, no. El agua cargada no debe entrar en contacto con el aire. Hay que bebería por un tubo estrecho. Lo tengo aquí.

Ortus sacó de la bolsa un cilindro de metal del que salía un tubo de goma con un cierre metálico.

—Una vez esté en vuestro cuerpo —dijo—, la energía acumulada es absorbida por los tejidos.

—Y eso me proporcionará… ¿Cómo lo has llamado? Una fuerza increíble.

—¡Invulnerable!

—¿Cuánto tardará?

—Con el ratón la transformación tardó apenas unos segundos. En este caso la masa es mayor, evidentemente. Calculo que tardará bastantes minutos. A lo sumo una hora. No más.

—Entonces, ¡adelante! ¡No hay tiempo que perder!

El pequeño científico desenrolló el tubo de goma y sujetó la boquilla con los dedos.

—Cuando el tubo esté en la boca —dijo—, abriré el cierre. Hay que sorber el agua por el tubo y tragarla. Seguir sorbiendo y tragando hasta que se acabe, sin abrir la boca. Es de vital importancia no abrir la boca.

—Comprendo.

Similin se sentó y se preparó. Temblaba, pero estaba decidido.

—Dentro de nada —dijo—, seré… ¡invulnerable!

Se llevó el tubo a la boca y comenzó a sorber. Evor Ortus lo miraba con los ojos brillantes.

* * *

Amroth Chajan, montando a Malook, avanzó despacio por la orilla hasta el punto donde estaban tendiendo los puentes. Eran cinco, cada uno de ellos se componía de ocho barcazas sobre las cuales una multitud de carpinteros fijaba vigas y puntales cruzados, además de la tablazón exterior. Las vigas estaban todas en su sitio. La colocación de las tablas iba a buen ritmo, desde la cabeza de puente del continente hacia la isla.

—¿Cuánto tiempo falta? —dijo el Chajan.

—¡Pronto terminarán, Excelencia! ¡Muy pronto!

El Chajan dirigió la mirada hacia las altas murallas del monasterio fortificado, pero no apreció signos de vida. Uno de sus oficiales llegó con una petición de los capitanes de compañía. Querían saber cuánto faltaba para entrar en acción.

El Chajan miró hacia la rampa que se elevaba al otro lado del río, ya prácticamente terminada. A continuación volvió a mirar los puentes, donde grupos de hombres transportaban las pesadas tablas hacia el otro lado y las clavaban tan rápido que parecía que estuvieran desenrollando una alfombra.

—Di a los capitanes que se preparen para la batalla —ordenó.

La orden fue recibida con alegría. Tras él, el Chajan escuchó el familiar sonido de los guerreros orlanos montando y formando, compañía tras compañía. Pero su mirada seguía fija en Anacrea.

Clavaron las últimas tablas. Los obreros volvieron corriendo por los puentes, haciéndolos saltar sobre el agua. Los capitanes cabalgaron hasta reunirse con el Chajan esperando que les diera la orden de avanzar y tomar la isla.

—Esperad —dijo el Chajan—. Dejad que vean el poder del que dispongo. Quiero que los nomanos se arrodillen y me pidan clemencia.

Mientras hablaba, la gran puerta del Nom se abrió y los nomanos salieron por ella uno tras otro. Avanzaban en silencio, con la cabeza cubierta con la capucha y la mirada baja. Bajaron los empinados escalones de piedra formando una larga columna y recorrieron despacio el camino que llevaba a la orilla de la isla.

El Chajan los miraba también en silencio. Sus hombres observaban el despliegue, esperando órdenes. Lo único que se oía en ese momento era el crujido de los cascos sobre la grava, el movimiento inquieto de los caspianos y el vaivén de las olas en la playa.

Cuando el primer nomano llegó a los puentes, los demás rompieron filas y se dispersaron. En apenas unos instantes formaron cinco columnas que empezaron a cruzar los cinco puentes. Avanzaban sin prisas, aparentemente ignorantes de la presencia del gran ejército que se desplegaba frente a ellos. Cuando estuvieron en el centro de los puentes, que se balanceaban, el Chajan hizo retroceder a su grupo hasta un lugar más elevado, junto al resto del ejército orlano, en la orilla. Desde allí podría supervisar la batalla que estaba a punto de comenzar. Frente a él, entre el río y los árboles, sus hombres se alineaban compañía tras compañía, en diez filas.

Los nomanos bajaron hasta la playa de guijarros y fueron colocándose en abanico formando una larga hilera frente a los orlanos a caballo. El Chajan siguió sin dar la señal de ataque. Los quería a todos delante, todos a su merced.

Miró hacia la rampa. ¿Cuánto podía faltar para que la terminaran? Ya tenía que estar casi lista. Los constructores de la rampa veían que la batalla estaba a punto de comenzar. Sólo tenía que ser paciente.

Todos los nomanos habían descendido de los puentes y estaban ya en la orilla formando una medialuna estrecha. El Chajan calculó que serían unos mil.

Envió a uno de sus capitanes como portavoz.

—¿Os arrodillaréis ante el Gran Chajan o lucharéis? —preguntó.

No obtuvo respuesta.

El Chajan sonrió, a la vez orgulloso y enfadado. Ahora sabía que lucharían.

Se inició un movimiento lento y ondulante en la fila de nomanos. Estaban levantando la cabeza para mirar de frente. Cientos de miradas, inmóviles, enormemente concentradas. En el centro de la larga medialuna de hombres encapuchados, uno iba en silla de ruedas. También él alzó su anciana cabeza y fijó la mirada sobre el ejército orlano.

Los Guerreros Místicos entraron en Alerta Tranquila. Redujeron el ritmo de su respiración y dejaron que su lir interior fluyera hacia un estanque profundo y tranquilo. Se tomaron unos a otros de la mano para reunir una única y potentísima carga de energía: la Única.

Todos esperaron a que el decano diera la orden.