17


A la cama

Buscador andaba deprisa. Estando como estaba en campo abierto, a la clara luz del helado día de invierno, no tenía miedo. La tierra nubosa estaba enfrente, ondeando lentamente con el viento. Formaba una masa definida, tan ancha como un valle pero no más alta que los árboles más grandes del Glimmen. Era de color grisáceo y parecía hecha de sucesivas bocanadas de vapor. No se parecía a la niebla brumosa que tapiza las húmedas praderas en una mañana de otoño. La nube era pesada y siniestra y silenciosa.

Mientras iba andando pensaba en el peligro que lo aguardaba en la tierra nubosa y en cómo le haría frente. Confiaba en sus propias fuerzas, pero no tanto en su resolución. Su misión era matar. Nunca había matado y no estaba seguro de poder hacerlo. Esos enemigos, esos eruditos, aquellos señores de la sabiduría eran viejos y débiles y, sin embargo, más poderosos que los propios nomanos. Amenazaban la supervivencia del Nom, por tanto no debía tener piedad.

«Deja a uno solo con vida y todo volverá a empezar».

Cuando se acercó a la nube esta desapareció. La palpitante masa blancuzca ya no estaba. Detrás sólo se veía el espacio abierto que conducía de vuelta hacia el Glimmen. En el cielo moteado, el blanco sol invernal. Delante… nada.

«Debo de estar dentro», pensó Buscador.

Se sintió casi decepcionado. La temida sombra no había caído sobre él. No había monstruos esperándolo, sino más terreno plagado de malas hierbas y una neblina ligera.

Siguió caminando. Al cabo de un rato se detuvo y miró hacia atrás y, a sus espaldas, vio la misma niebla que había delante y a ambos lados. Por encima distinguía todavía el disco blanco del sol y la luz diurna iluminaba la tierra que lo rodeaba. Pero a lo lejos, en la distancia, la niebla le cerraba el paso. Mientras andaba llevaba consigo una región de visión nítida. Cuando se detenía, la nube volvía a cerrarse.

Todo aquel tiempo había estado siguiendo un camino, el mismo que atravesaba el bosque. No había roderas en la senda, pero era evidente que muchas botas lo habían pisado y el terreno hollado era fácil de seguir.

Pero ¿dónde estaba el peligro? ¿Dónde estaban los enemigos?

Buscador caminó internándose en la nada y, cuanto más se internaba, menos seguro se sentía. ¿Y si nada era tal como se lo habían contado? Senda Estrecha podía haberle mentido por alguna razón desconocida. Y el viejo Jango evidentemente estaba medio loco. Sin embargo, ahí estaba, obedeciendo las instrucciones de un mentiroso y de un loco, a punto de perder todo contacto con la normalidad.

Un movimiento. Un borrón de sombra. Una figura en la niebla.

Era una persona que, de pie junto al camino, le hacía señas. Desdibujada como un fantasma, emitía un débil grito.

—¡Yuju! ¡Yuju!

Buscador se aproximó con cautela. No tardó en distinguir la silueta de una mujer corpulenta, de cabeza deforme, que le hacía señas con el brazo.

—¡Por aquí! ¡Yuju!

No, no era una cabeza deforme, era un turbante. Ya estaba más cerca y distinguía los detalles. Llevaba un delantal encima de un vestido negro de faena que le llegaba a los tobillos. Iba calzada con botas de piel de oveja. Era rechoncha. Tenía las mejillas sonrosadas y sonreía.

No tenía ojos.

—¡Yuju! —repitió mientras seguía haciéndole señas, aunque él ya estaba bastante cerca—. ¡Por aquí!

—Ya te veo —dijo Buscador.

—¡Ah, estás aquí! —exclamó la mujer, evidentemente complacida—. Nunca se sabe, con esta espantosa niebla. La gente se pierde, pero seguramente tú no te has salido del camino.

—¿Quién eres?

—Oh, yo sólo estoy aquí para mostrarte el camino. ¿Cuántos sois en vuestro grupo? Me parece que es muy pequeño.

—Sólo yo.

—¿Sólo uno? No es lo habitual, pero no importa. No debo hacerte esperar, vas a pillar frío. Las camas están hechas. Sígueme, por favor.

Se puso en marcha internándose en la niebla.

Buscador no tenía la menor idea de a qué se refería, pero la siguió. Fuera lo que fuese, esa dama de mejillas rosadas y sin ojos no le parecía uno de los eruditos. Así pues, la siguió presuroso, suponiendo que en algún momento surgiría una casa en medio de la blancura.

En lugar de eso vio algunas figuras borrosas. Su guía lo anunció.

—¡Grupo de uno!

—¿Uno? —fue la respuesta—. ¿Sólo uno?

Eran mujeres que también llevaban delantal y turbante. Tampoco tenían ojos.

Viendo a varias juntas, Buscador sintió un escalofrío de miedo. ¿Quiénes eran? No se trataba de personas normales que hubieran nacido con ojos y después los hubieran perdido. Aquellas mujeres no tenían cuencas ni cejas. De las mejillas a la frente no había más que piel lisa.

—Ven, pues —le dijeron—. Estarás cansado y tendrás sueño.

—¿Quiénes sois? —preguntó Buscador.

—Somos las niñeras —dijo la más robusta—. No tienes más que llamar a la niñera y enseguida vendrá una de nosotras. Ahora, date prisa.

—¿Qué queréis que haga?

—Pues qué va a ser, irte a la cama. Es hora de ir a la cama.

Y allí, apenas visibles en la niebla, había dos hileras de camas que se perdían en la bruma, de modo que no había manera de saber cuántas eran. Cada cama contaba con un pesado cabecero de hierro y una almohada blanca, y estaba hecha con sábanas blancas limpias y mantas de color crema. Las niñeras iban delante de él, siguiendo con sus tareas. Una abrió la cama más próxima. Las otras esperaban en grupo a que Buscador se uniera a ellas.

—Lo siento —dijo Buscador—, no quiero irme a la cama.

Se agruparon en torno a él y le dieron palmaditas y empujoncitos con sus manos suaves.

—Es lo que dicen todos —dijo la niñera que llevaba la voz cantante—. «No estamos cansados», dicen. «Queremos quedarnos levantados un rato más». Pero la niñera sabe lo que es mejor para ellos.

Mientras, empujaba a Buscador hacia la cama.

—He venido a ver a los eruditos —dijo él.

—Mamá vendrá pronto —dijo la niñera, como si no lo hubiera oído—. Quiere encontrarte arropado en la cama.

—¿Quién es mamá?

—¿Que quién es mamá? Pues mamá es quien te quiere. Vamos, ven.

Había más niñeras de las que había pensado al principio. Todas eran blandas y robustas y al parecer no hacían uso de la fuerza, pero resultaba difícil resistirse a sus empujones. Buscador se encontró junto a la cama que lo esperaba.

Había llegado el momento de resistirse.

Entonces descubrió por primera vez que la habilidad secreta no servía de nada contra ellas. Las niñeras no tenían ojos, de modo que iba a tener que recurrir a la fuerza bruta.

—¡Atrás! —gritó lanzando un golpe.

—¡Oh, qué niño tan malo! —dijeron las niñeras cercándolo cada vez más. Su golpe había dado en el blanco, pero sin surtir el menor efecto. Las niñeras eran mimosas pero firmes.

Sintió que lo levantaban del suelo y, aunque se resistió, se encontró en la cama, bien tapado y debidamente arropado.

—Eso es, niño bueno —dijo la jefa—. Es hora de irse a la cama. Estate quieto.

No tenía más remedio. La ropa de cama lo sujetaba como bandas de acero. Trató de liberarse, pero fue inútil.

—Pronto vendrá mamá a darte las buenas noches.

Dicho esto, las niñeras se marcharon de puntillas.

Buscador permaneció quieto, pensando qué debía hacer. Estaba seguro de que, si se atenía a su entrenamiento y concentraba el lir en su interior, conseguiría librarse de las ataduras. Pero en el preciso momento en que empezaba a aquietar su mente oyó que se aproximaba alguien con suaves pisadas. Sujeto como estaba, su campo de visión era limitado. Distinguió una figura encorvada vestida de negro y oyó una voz dulce y queda.

—Así, así. ¿Tiene sueño mi niño? Ahora está a salvo. Mamá ha venido a darte el beso de buenas noches.

Ya estaba junto a su cama y lo miraba. Buscador se encontró con un bello rostro sonriente, no el de su verdadera madre, sino el de una madre perfecta, la madre que no habría de envejecer ni morir nunca, la madre en cuyos brazos siempre encontraría comodidad y descanso. Sintió que una cálida suavidad lo embargaba, relajando toda la tensión de sus músculos y prometiendo un sueño dulce y profundo. La madre se inclinó sobre él y le acarició las mejillas con una mano tan cariñosa y suave que Buscador cerró los ojos y sonrió.

—Eso es, mi niño —susurró la madre—. Ya no hay miedo. Mamá está aquí.

Buscador oyó su propia voz en un murmullo somnoliento.

—Dame el beso de buenas noches, madre.

—Mamá siempre da a sus niños un beso de buenas noches.

Sintió el contacto de sus dulces labios en la frente y el amor embargó su mente y su corazón, y supo que estaba a salvo para siempre, que podía dejarse arrastrar hacia el olvido.

Pero desde lo más hondo de su ser le llegó el eco de una voz lejana.

«Niégate a seguirles el juego».

Se resistió a la dulzura. Se removió bajo la tirante ropa de cama y se obligó a abrir los ojos.

—No, no, mi niño —murmuró la voz acariciante—. Mi niño es un buen niño y quiere dormir.

Buscador emitió un sonido ininteligible. Tenía la boca seca.

—¡Qué niño tan insaciable! Quieres otro beso, ¿verdad?

El rostro cariñoso se le acercó otra vez. Buscador juntó saliva en la boca y, cuando ella se disponía a darle otro beso en la frente, le escupió.

Por una fracción de segundo la expresión de la madre cambió. En lugar de la cariñosa sonrisa Buscador vio un rostro desfigurado por el odio. A continuación volvió la cara de madre.

—¡Ay, qué niño malo!

Lo acarició. Era insoportablemente dulce, pero él ya había visto lo que era en realidad.

—¡Erudito! —dijo.

Esta vez, la máscara cayó y se encontró ante una mujer extremadamente vieja, de piel arrugada y grisácea. No tenía dientes y sus ojos eran opacos. Buscador instiló su poder en ella, esperando superar sus defensas. La vieja se tambaleó y retrocedió con un grito de terror, pero él no iba a dejar que se fuera. Sabía que era su única oportunidad de controlarla y no ahorró ningún medio. Lanzó su lir contra ella y sintió que la mujer se ahogaba y boqueaba.

Pero ella era fuerte, más de lo que había sospechado. Una vez superado el primer embate, Buscador percibió el poder elástico con el que se retraía ante él, y supo que en cualquier momento llegaría el contraataque.

«Deja que venga. No como una roca. Absórbelo».

Las palabras recordadas a medias resonaron en su mente.

La erudita volvía, sonriendo con sus labios delgados y secos.

—Conque soy una erudita —dijo con voz quebradiza—. Entonces no hay beso de buenas noches.

Atacó con un golpe rápido y mortal, clavándole profundamente en la mente la hoja de su voluntad. Ya antes de recibir el embate, Buscador sabía que el inminente golpe era más poderoso que cualquiera con que él pudiera contraatacar, pero no tenía necesidad de hacerlo.

La absorbió.

Oyó su ahogo, percibió su lucha, pero ya la tenía apresada en su propio ser. Y mientras la apresaba absorbió su fuerza y sintió que se henchía, que sus fuerzas se redoblaban.

—¿Cómo? —balbucía la madre—. ¿Cómo?

Buscador inspiró profundamente, dirigió su nuevo lir hacia los brazos y, con un solo movimiento, rompió la ropa de cama y se liberó. En ese mismo momento, la erudita se apartó de él y se tapó la cara con sus manos sarmentosas.

Sacudió la cabeza, sacudió todo su cuerpo como para protegerse del horror.

—No puede ser —dijo—. Después de todo este tiempo…

A continuación, retrocedió y se hundió en la niebla. Se movía a una velocidad extraordinaria y, antes de que Buscador pudiera pensar siquiera en seguirla, había desaparecido. El chico se levantó de la cama de un salto y corrió tras ella siguiendo las largas hileras de camas vacías. Delante oía el golpeteo de su carrera. La siguió internándose en la niebla cada vez más densa.