El látigo y la pluma
Se había preparado un gran festín a continuación del jagga, y como había profusión de viandas, el Gran Chajan, sus hijos y todo su séquito se dedicaron a comer. Nadie comentó que la boda de uno de los hijos del Chajan con Eco Kittle, que era el verdadero motivo del festejo, no iba a celebrarse. El Gran Chajan ocupaba el puesto de honor, a la cabecera de la mesa. Bebía y comía con la misma avidez sin dejar de dar las gracias a su anfitrión, el Líder Radiante, por su generosa bienvenida.
—¡Así es como vivimos! —gritó—. ¿Por qué hacemos la guerra si la amistad sabe tan bien?
—Es cierto. ¿Por qué? —repuso el Líder Radiante alzando su copa sin beber.
—Sólo tenemos una vida —continuó el Chajan—. Podríamos dedicarnos a disfrutar de ella. ¿Disfrutáis vos de ella? —Se acercó al Líder Radiante, con la boca crispada en una amarga sonrisa.
—Por supuesto —respondió el Líder Radiante.
—¿Y cuánto tiempo esperáis seguir disfrutando de esta gozosa vida vuestra?
—Espero disfrutarla por muchos años —dijo el Líder Radiante. Al observar que muchos de los suyos escuchaban con interés, el sacerdote-rey añadió—: Y espero disfrutar de la otra vida por toda la eternidad.
—Ah, la vida eterna… —El Gran Chajan se le acercó más aún—. ¿Y qué me decís de la eterna juventud?
—Ah, eso es algo muy diferente.
—Sí, muy diferente, pero muy deseable.
El Líder Radiante sabía perfectamente que su huésped estaba ebrio, y que, a pesar de su expresión sonriente, sin escarbar mucho, podía aflorar una furia arrolladora. Notó que los hijos del Chajan observaban a su padre con disimulada agitación.
—Estoy seguro de que tenemos muchos años por delante —dijo.
—¿Sí? ¿Estáis seguro? —El Chajan se resistía a abandonar el tema—. ¿Qué es lo que os hace estar tan seguro? ¿Cuántos años? ¿Qué edad tenéis? No sois bien parecido, pero tampoco sois viejo. ¿Tenéis treinta años?
El Líder Radiante cerró los ojos. Aquello no le gustaba nada. El Chajan lo estaba tratando con una familiaridad rayana en la falta de respeto. El prestigio del sacerdote-rey dependía fundamentalmente de cómo se comportaban los demás en su presencia. Como Soren Similin podía aparentar humildad, pero como Líder Radiante debía inspirar respeto y admiración.
Se levantó de la mesa y lo mismo hicieron presurosos sus sacerdotes.
—Somos los hijos del Gran Poder de lo Alto —dijo—. Todos somos jóvenes a la luz de la eternidad.
—¡Sentaos! —bramó el Chajan—. ¿Sabéis cuántos años tengo yo? ¡Vamos! ¡Adivinadlo!
Apuntó con un dedo endurecido a uno de los sacerdotes.
—¡Tú! ¡El de rojo! ¡Di una cifra!
El sacerdote miró al Líder Radiante, que cabeceó levemente.
—¡Tengo cuarenta años! —bramó el Chajan—. ¡Cuarenta años! ¿Es eso ser viejo? ¿Se ha acabado mi vida? ¡Miradlos! —Señaló a sus hijos—. Soy mejor que todos ellos. ¿Quién dice que soy viejo?
Todos permanecieron mudos. La cara del Chajan se había inflamado y le caía saliva por las comisuras de los labios. La rabia que se había acumulado en su interior como una tormenta salió al exterior.
—¡Consigo lo que quiero! —gritó—. ¡Cumplo lo que prometo! ¡Dije que gobernaría el mundo, y lo haré! ¿Quién va a impedírmelo? ¿Tú? ¿Tú?
Los miró a todos con furia. Nadie se movió.
—¡Insectos! —gritó—. ¡Gusanos! Voy a aplastaros a todos.
Se dio cuenta de que el Líder Radiante estaba de pie y evidentemente se disponía a marcharse.
—¡Vos! —vociferó—. ¡De rodillas! ¡Quiero que me rindáis pleitesía! ¡Ahora!
El Líder Radiante se vio obligado a jugar su triunfo antes de lo que tenía pensado. Cualquier cosa para apartar de sí la atención del Chajan.
—Sabéis muy bien quién se interpone en vuestro camino —dijo en voz alta y clara—. Los Guerreros Místicos.
—¡Guerreros Místicos! ¡Voy a partirles el cráneo como si fueran cáscaras de huevo! —Dio un puñetazo en la mesa—. ¡Guerreros Místicos! ¡Se arrodillarán ante mí antes de morir!
Se abalanzó como si fuera a apresar allí mismo a sus enemigos y topó con la mesa repleta de fuentes de comida. Dando manotazos en busca de algo a lo que agarrarse, encontró una de las patas y, cuando tiró de ella, derribó la mesa con todo lo que tenía encima. Enfurecido por esto, convencido al parecer de que era obra de algún otro que intentaba impedirle el paso, el Chajan se volvió y se lanzó en otra dirección, chocó con otra mesa y también la volcó.
—¡No podéis cerrarme el paso! —gritó—. ¡No quiero vuestros festines! ¿Acaso pensáis que podéis cebarme como a un pato? ¡Os mostraré cómo grazno!
Fue dando tumbos por el gran pabellón, volcando mesas y gritando. El Líder Radiante, tras comprobar satisfecho que se había olvidado de él, abandonó el lugar con paso digno y seguido por sus sacerdotes. El Chajan ni siquiera los vio marcharse.
—¡De rodillas! ¡Todos de rodillas! ¿Quién se atreve a decir que soy viejo? ¡Os voy a pisotear a todos! ¡De rodillas he dicho!
Los orlanos y los ciudadanos de Radiancia se pusieron de rodillas entre los restos del festín. Los hijos del Chajan observaban con desesperación, pero no hicieron nada por impedir los desmanes de su padre. Lo habían visto así otras veces y sabían cómo acabaría aquello.
Los gritos cesaron de repente, sin motivo aparente. El Chajan miró a su alrededor y sólo vio ojos aterrorizados. Gruñó y se pasó una mano por la cara. Frunció el ceño, como si tratara de recordar algo que se le hubiera pasado por alto. Levantó una silla y se dejó caer en ella. A continuación, se quedó dormido y empezó a roncar.
Sacha Chajan hizo señas a un grupo de sirvientes, que cargaron con el señor de la guerra sin que dejara de roncar y lo llevaron a su lecho.
* * *
El Líder Radiante atravesó rápidamente sus aposentos privados del templo y salió por una puerta secreta que daba al arsenal imperial. Tres altos edificios rodeaban un patio en el cual trabajaban afanosos carpinteros y cerrajeros. Una gigantesca estructura de madera iba tomando forma poco a poco, rodeada de andamios e iluminada por antorchas. En cuanto entró, el jefe de carpinteros se acercó a él rápidamente con los planos de la estructura y evitando respetuosamente mirarlo a los ojos.
—No acabo de entenderlo, Radiancia —dijo—. ¿Qué va aquí, donde los raíles llegan a la segunda torre? —Señaló un punto en el plano—. Es como si faltara un trozo.
—No falta nada. Construid lo que aparece en los planos.
—Pero, Radiancia, no entiendo del todo…
—No es necesario que lo entiendas. Constrúyelo. Debe estar acabado en dos días.
—¡Dos días!
—Pon a trabajar a todos los hombres que necesites. Serás recompensado.
Un segundo capataz esperaba, también evitando mirarlo de frente. Era el intendente imperial.
—Radiancia, he cumplido vuestras órdenes. Las barcazas estarán listas, y también las carretas.
—Bien, bien.
—Pero, permitidme una pregunta, Radiancia… Esta enorme estructura… ¿pensáis transportarla y volverla a montar en la costa, frente a la isla de Anacrea?
—Así es. ¿Qué problema hay?
—Que se verá, Radiancia.
—¿Y?
—¡Radiancia! —El intendente abrió los brazos—. Los Guerreros Místicos tienen grandes poderes.
—Los Guerreros Místicos tendrán otras cosas de que ocuparse. Estarán luchando por su supervivencia.
—¿Luchando con quién, Radiancia?
—Eso no es de tu incumbencia. Ocúpate de tus barcazas y tus carretas. Mentes más preclaras que la tuya han concebido este plan.
Recorrió con la vista el arsenal una vez más, para tranquilizarse viendo que el trabajo progresaba tanto como era humanamente posible, y volvió sobre sus pasos.
De regreso en sus habitaciones privadas se puso a repasar el plan una vez más, tal como hacía varias veces al día. Había varios puntos en los que podía fallar. Era posible que la rampa no estuviera lista a tiempo. La cantidad necesaria de agua cargada tal vez no estuviera fabricada a tiempo. Podía resultar que el Chajan fuera más difícil de manipular de lo que él había pensado… pero en conjunto Soren Similin confiaba en el éxito, salvo por un elemento sobre el cual no tenía control. Se trataba precisamente de lo que había señalado el intendente. ¿Cómo podía estar seguro de que los nomanos, incluso sometidos a un violento ataque por el oeste, no mantendrían la vigilancia hacia el este?
Confía en nosotros.
Al oír la voz de su señora, sonando en su cabeza, cayó de rodillas.
Cuando des el golpe la isla estará desierta. O su dios los habrá abandonado.
—Sí, señora. Pero ¿por qué van a abandonar su isla los nomanos?
¿Dudas de nuestro poder?
—No, señora, pero…
Eso es una duda. Debes descartarla.
—Sí, señora.
El dios de los nomanos morirá.
—Sí, señora.
Y tú serás recompensado.
Similin bajó la cabeza en aparente sometimiento, pero en lo más recóndito de su corazón se rebelaba. Todos los que se creían superiores al pequeño y feo hijo del tejedor estaban a punto de llevarse una sorpresa.
Se puso de pie y, una vez más, salió presuroso, hacia su laboratorio secreto. Allí vio con satisfacción que todos los tubos estaban en su sitio y que el aparato zumbaba. Era evidente que por fin estaba en funcionamiento.
Buscó con la mirada a Evor Ortus. El profesor dormía en un catre.
—Puro agotamiento —dijo uno de los ayudantes—. Cayó exhausto hace un par de horas.
Similin se preguntó si despertarlo. Observó el aparato y luego se volvió hacia el ayudante y, al reparar en la actitud anhelante de su cuerpo, se dio cuenta de que el joven estaba emocionado de que su rey le prestara atención.
Eso podía resultarle útil.
—¿Cuándo vais a iniciar la producción?
—Ya hemos empezado, Radiancia. Cuando el sol salga mañana veremos algún resultado.
—¿Nada hasta ahora?
—Apenas una gota.
Similin siguió la red de tubos de cristal con gran atención, recorriéndola hasta la aguja del extremo, suspendida de cuya punta había una gota de agua cargada. La punta de la aguja estaba rodeada por una delgada membrana de goma para evitar que el agua cargada entrara en contacto con el aire. La membrana estaba hinchada formando una pequeña burbuja del tamaño de una espiga de maíz.
—¿Sólo una gota? Pero si incluso una cantidad tan pequeña podría provocar una gran explosión.
—Oh, sí, Radiancia. Lo que ahí veis podría volar una casa.
—¿Una casa, dices? Supongo que sólo el profesor Ortus está capacitado para manipular un material tan volátil.
—Oh, no, Radiancia. Yo mismo he manipulado muchas veces el agua cargada.
—Eres muy joven para que se te confíe una responsabilidad tan grande.
—El profesor Ortus tiene plena confianza en mí, Radiancia.
—¿Ah, sí? Entonces, por ejemplo, ¿podrías prepararme una pequeña muestra del agua cargada? La suficiente para demostrar el poder que tenemos sin causar demasiado daño.
—¿En qué recipiente, Radiancia? Tiene que ir sellado.
—Tengo uno pensado. —Echó un vistazo al laboratorio—. Ahí —dijo señalando—. ¿Puedes poner una gota diminuta en uno de esos y sellarlo?
El ayudante parecía muy sorprendido.
—Podría hacerse, Radiancia.
—Entonces hazlo, por favor. Enseguida.
* * *
Amroth Chajan no durmió mucho tiempo. Cuando se despertó le dolía la cabeza y tenía la garganta seca. Su furia incontrolable había desaparecido y había sido reemplazada por una determinación implacable de vengarse de quienes lo habían humillado y de reafirmar su poder.
—¡Sacha! —gritó—. ¡Sacha! ¿Dónde está ese bobo de mi hijo?
Salió de sus aposentos a grandes zancadas hacia la gran tienda donde se había celebrado el festín. Ya habían recogido todo el desastre y el gran espacio estaba vacío.
—¿Dónde están todos?
Sacha Chajan llegó corriendo.
—¡Sacha! ¡Llévate diez compañías y cabalgad a toda velocidad hasta el bosque que llaman Glimmen y prendedle fuego! Quemad todo el bosque, ¿me oyes? ¡Y cuando la gente salga corriendo, matadla! Quemad los árboles. Matad a la gente. ¿Lo has entendido?
—Sí, padre.
—Repítemelo.
—Quemar los árboles, matar a la gente.
—Ve y hazlo.
—¿Ahora, padre?
—¡Ahora! ¡Ahora mismo! ¡Alva!
El segundo hijo del Chajan llegó corriendo.
—¡Alva! Encuentra a ese hombrecito de traje dorado y dile que quiero verlo. Ha llegado la hora de que me rinda pleitesía. ¿Dónde está todo el mundo?
—Durmiendo, padre. Es noche cerrada.
—¡Despiértalos a todos! Quiero que vean esto.
Cumpliendo los deseos del Gran Chajan, se despertó a todo el campamento orlano y también a muchos habitantes de Radiancia. Diez compañías de jinetes se dispusieron a partir hacia el oeste capitaneadas por Sacha Chajan y se instaló un improvisado trono en la gran tienda para que el Gran Chajan recibiera el homenaje del Líder Radiante.
—¿Dónde está? —preguntó el Chajan a voz en cuello.
—Ya viene —respondió Alva.
La gente medio dormida fue llenando la tienda y empezó a circular el rumor de que por fin el Líder Radiante se vería obligado a arrodillarse ante el señor de la guerra. Sin embargo, el Líder Radiante seguía sin aparecer.
—¡Quemaré la ciudad! ¡Los mataré a todos!
El Gran Chajan se paseaba de un lado a otro furioso. A punto estaba de cumplir su amenaza cuando por fin el séquito de sacerdotes entró en la tienda. Llevaban un atril, un rollo de pergamino, una pluma y un tintero. El Chajan ocupó su trono y a continuación observó sorprendido mientras colocaban el atril delante de él, donde se suponía que debía arrodillarse el Líder Radiante. Encima pusieron el pergamino, la pluma y el tintero. En la tensa atmósfera de la noche nadie, tampoco el Chajan, reparó en que no había tinta en el tintero.
—¿Qué es esta comedia?
Entonces entró el Líder Radiante. Llevaba su traje más lujoso y su corona de girasoles. Seis sacerdotes, todos ellos elegidos por su baja estatura, le sostenían la capa dorada.
Se detuvo frente al Chajan, al otro lado del atril, e hizo una seña. Uno de sus sacerdotes avanzó presuroso, tomó el rollo de pergamino y se lo llevó al Chajan. Con una profunda reverencia de respeto, desenrolló el pergamino y lo sostuvo para que el Chajan pudiera leerlo.
Tanto los hijos del Chajan como los capitanes orlanos de su séquito contuvieron la respiración. El Chajan no sabía leer.
—¡Fuera de mi vista! —Con un rugido de rabia, el Chajan arrancó el pergamino de manos del sacerdote y lo lanzó por los aires—. ¡Llévate esta tontería! ¡Tú! —Señaló al Líder Radiante con el mango de su látigo—. ¡Arrodíllate ante mí!
—Señor —dijo el Líder Radiante con voz clara y firme—, no atraigáis contra vos la ira del Poder Radiante.
—¿Qué?, ¡qué!
—Ese pergamino contiene el juramento que voy a hacer ante vos…
—Hazlo entonces.
—… y que vos haréis ante mí…
—Yo no haré ningún juramento ante ti.
—Un juramento de amistad y alianza. Cuando firméis esa declaración…
—¿Firmar?, ¡firmar! ¡El Chajan no firma!
Desplegó el látigo y lo hizo restallar en el aire ante sí.
—Uniremos nuestras fuerzas…
—¿Qué fuerzas? ¿Dónde están tus fuerzas?
El látigo volvió a restallar.
—Vos traéis un látigo —dijo el Líder Radiante—, yo traigo una pluma. Una simple pluma. Y sin embargo os digo que hay más poder en esa pluma que en diez mil látigos como el vuestro.
—¿Una pluma? —Era absurdo. El Chajan soltó una carcajada—. ¡Una pluma! —Fingió tener miedo de la pluma y alzó los poderosos brazos como para protegerse de un posible ataque—. ¡No me hagáis daño! ¡Protegedme de esa pluma!
Se doblaba de risa. Los orlanos sonreían. El pueblo de Radiancia miraba intrigado. El Chajan se levantó de su trono y preparó el látigo.
—Te voy a demostrar cuánto poder tienes en tu pluma —dijo.
Apuntó e hizo que el látigo describiera una sinuosa trayectoria en el aire hacia el atril con mortífera precisión. El extremo cortó en dos la pluma…
Hubo una reverberación, una sacudida en el aire y una ola de niebla se propagó apagando todas las lámparas y candiles. A continuación llegó la explosión. El Chajan y todo su séquito fueron despedidos hacia atrás. La oscuridad se pobló de gritos. Mesas y sillas cedieron bajo el peso de los cuerpos despedidos.
Sólo apareció una luz. Un sacerdote sostenía una lámpara ante el Líder Radiante, cuya corona de oro resplandecía. Su rostro era el único punto de luz en todo el espacio. Entonces habló en voz alta y clara, y todos lo oyeron.
—¡Cuidado con la ira del Poder Radiante! ¡Aquel que da la vida también trae la muerte!
* * *
—¡Uh! ¡Uh! ¿A quién odiamos?
¡Pom-pom! ¡Po-po-po-pom!
—¡A los nomanos! ¡A los nomanos!
¡Pom-pom! ¡Po-po-po-pom!
El Gran Chajan se dedicaba al entrenamiento para el odio con entusiasmo. Similin permitía que fuera él quien tocara el tambor.
—¡Uh! ¡Uh! ¡Arranquémosles el corazón!
¡Pom-pom! ¡Po-po-po-pom!
—¡Morid, nomanos! ¡Sufrid y morid!
¡Po-po-po-pom! ¡Po-po-po-pom!
Al finalizar la sesión, sudoroso y jadeante, el Chajan estaba de excelente humor y abrazó a Similin como a un hermano.
—¿De modo que realmente creéis que podemos hacerlo?
—Por supuesto. Vos con vuestro magnífico ejército…
—¡Y vos con vuestro gran catapún!
Se le iluminaron los ojos al recordarlo.
—Una gota, señor. No fue más que una gota. Esperad a ver lo que podré hacer cuando me emplee a fondo.
—¡Matar a todos los nomanos!
—¡Borrar Anacrea de la faz de la tierra!
—¡Aplastarlos! ¡Exterminarlos!
—Y lo mejor de todo…
—¿Qué? —preguntó el Chajan a voz en cuello—. ¿Qué es lo mejor de todo?
—¡Exterminar a su indefenso e insignificante dios!