12


¡Derríbame!

Buscador y Estrella Matutina siguieron el curso del gran río hasta el primer cruce, donde se unieron a un grupo de viajeros que esperaban el transbordador que los llevaría a la orilla oeste. Todos se quedaron mirando fijamente sus ropajes grises y cuchicheaban, hasta que al final una mujer reunió el valor suficiente para hablar con ellos.

—Por favor —dijo—, ¿sois Guerreros Místicos?

Buscador asintió. Era demasiado complicado explicarles que no habían completado su adiestramiento. La mujer cayó de rodillas y echó mano del dobladillo de la túnica de uno de ellos.

—¡Ayudadme! —suplicó—. Los invasores me han quemado la casa. Se han llevado el ganado y el grano. ¿De qué vamos a vivir?

—Sé paciente —dijo Buscador—. Todo pasará.

—Tengo cinco niños pequeños, señor. ¿Cómo voy a alimentarlos? Los invasores se lo han llevado todo. Lo único que puedo hacer es oír cómo lloran mis hijos por las noches.

El transbordador atracó en el muelle y los viajeros subieron a bordo. Durante el corto trayecto de una orilla a la otra la pobre mujer siguió rogando, unas veces a Buscador, otras a Estrella Matutina. Finalmente, para calmarla, Estrella Matutina respondió:

—Confía en el Todo y Único. Dentro de poco los invasores serán expulsados.

Una vez retomaron su camino los dos solos, Estrella Matutina habló:

—¿Crees que he hecho mal?

—Hacemos lo que podemos —dijo Buscador—. No podemos ocuparnos de todo.

—Esa misión tuya… ¿tiene que ver con los invasores?

—No.

—Entonces ojalá que la Madre Amantísima consuele a esa pobre gente abandonada.

Buscador no dijo nada. Recorrieron el camino en silencio. A ambos lados se extendían campos invernales teñidos de gris por los rastrojos de maíz, y por encima de ellos se veían las nubes invernales. Seguirían juntos hacia el oeste un poco más, hasta la bifurcación. Entonces Buscador tomaría el camino del gran bosque y Estrella Matutina seguiría en dirección norte, hacia la Ciudad de los Vagabundos. Si Salvaje había sobrevivido, seguramente habría ido allí.

Una bandada de gansos pasó graznando por encima de sus cabezas, surcando el aire en líneas ordenadas camino de la costa, que aún no estaba a la vista. Una ráfaga de viento trajo consigo una ligera lluvia, y se fue tal como vino.

Se estaban acercando a la bifurcación cuando Estrella Matutina rompió el silencio.

—Creo que te avergüenzas de mí —dijo.

—¿Que me avergüenzo de ti? —Buscador estaba sorprendido—. ¿Por qué?

—Te marchas a una gran misión, pero yo no tengo ninguna misión que cumplir. He dejado el Nom en tiempos de peligro porque… porque soy débil.

Buscador la comprendía.

—Acudir en ayuda de un amigo no es ser débil.

—Lo es —dijo Estrella Matutina—. No voy para ayudarlo, sino para ayudarme a mí misma.

Buscador no dijo nada. Si hubiera podido elegir, habría preferido no seguir escuchando. Pero no podía elegir.

—Buscador, soy muy desgraciada. Sólo te lo puedo contar a ti.

—Entonces cuéntamelo —dijo en voz baja, sin levantar la vista del camino.

—Me siento estúpida. Nunca pensé mucho en él, ya lo sabes. Con su jactancia y su vanidad y… uf, su egoísmo. Y todo ese estúpido pelo. Pero de algún modo, cuando empezamos a pasar tanto tiempo juntos en los entrenamientos, comencé a fijarme en él. ¿Alguna vez te ha pasado? Comienzas a fijarte en alguien a quien conoces bien y te das cuenta de que hasta ese momento no lo habías visto realmente.

—Sí, me ha pasado —respondió Buscador, mirando los charcos que había en el camino lleno de surcos, y contándolos.

—Al principio pensé que lo miraba como si nada. Pero cuando observas a alguien reiteradamente comienzas a fijarte en pequeños detalles. Y después todo cambia. Empezó a parecerme hermoso.

—Siempre lo fue —dijo Buscador.

—Sí, lo sé. Pero empezó a serlo para mí. Es distinto mirar a alguien y pensar: «He ahí una persona hermosa». Cuando te fijas en los pequeños detalles en los que nadie más se fija, entonces resulta secretamente hermoso. No lo puedo explicar, pero nunca pretendí que ocurriera.

—Eso es lo que la gente suele llamar «estar enamorado» —comentó Buscador.

—¿Cómo voy a estar enamorada de él? —se asombró Estrella Matutina—. Ni siquiera me gusta.

—Pero quieres ir hacia él. Quieres encontrarlo de nuevo.

—Es lo único que quiero.

Buscador percibió el temblor de su voz. Sabía que estaba deseando que la consolara.

—Espero que os volváis a encontrar.

—¿De verdad, Buscador? Eres muy amable.

Se agarró de su brazo como si fueran camaradas.

—Tú eres el único al que se lo puedo contar. Ni siquiera se lo puedo contar a él.

—¿Ni siquiera a él?

—No me querrá. No querrá a una chica de lengua afilada y con cara de pan. La gente hermosa busca a gente hermosa.

—No puedes saberlo si no preguntas.

—Eso si aún sigue vivo.

—Pero tú crees que lo está, ¿no?

—Sí —dijo—. Estoy segura. No sé por qué.

Continuaron avanzando del brazo, a paso más lento, hasta que al final llegaron al punto donde se bifurcaba el camino. Allí debían separarse.

—Ten cuidado —dijo Buscador—. Corren tiempos peligrosos.

—Oh, no me pasará nada. No soy lo suficientemente importante. Eres tú el que debe tener cuidado.

Buscador sonrió y asintió, sin decir una palabra. Estrella Matutina observó sus colores.

—Estás sufriendo. ¿Qué te ocurre?

Buscador se encogió de hombros.

—Supongo que sencillamente estoy asustado —respondió.

—¡Oh, Buscador, qué mala me he vuelto!

—¿Por qué?

—Sólo he pensado en mí. No sé qué vas a hacer, pero estoy segura de que es peligroso.

—Hay peligro, pero he recibido poderes, Estrella.

—Tú y todos nosotros.

—Más que tú. Más que todos los demás. Más de lo que te puedas imaginar.

Se lo quedó mirando.

—¿Qué poder? —preguntó.

Fue esa mirada la que lo aguijoneó: no era exactamente una mirada incrédula, pero tampoco expresaba credulidad.

—Mira hacia abajo —le dijo.

Apuntó con los dos índices a un charco que había en el suelo delante de él y se concentró. El agua fangosa del charco comenzó a hervir. Luego la tierra estalló en una lluvia de barro y piedras.

Estrella Matutina se quedó asombrada.

—¿Tú has hecho eso? ¿Con la mente?

—Con mi lir.

—¿Y no te ha debilitado?

—No. Nunca se agota.

—¿Cómo es posible?

—Extraigo la fuerza de la tierra misma. Puedo extraer fuerza de todas las cosas vivas. Mi fuerza… —Se encogió de hombros, avergonzándose de repente de oírse a sí mismo—. Realmente no lo entiendo. Me ha sido dada con un propósito. Es lo que voy a hacer ahora.

—¿Vas a usar tu fuerza… para matar?

Desvió la mirada.

—Sí.

—¿A quién tienes que matar?

—Se hacen llamar eruditos. Pretenden destruir el Nom.

—¿Cómo lo sabes?

—Alguien me lo ha dicho.

Observó sus colores y percibió el débil fulgor dorado que flotaba a su alrededor, ribeteado sin embargo de una franja amarillo pálido que no había visto antes.

—Debería ir contigo —dijo—. Necesitarás ayuda.

—No. No pueden hacerme daño.

—Pero tú… tú les harás daño. ¿Y qué sentirás entonces?

Levantó los ojos al oír esto y sus labios esbozaron una leve sonrisa. Era típico de Estrella percibir el verdadero peligro.

—Tendré que vivir con ello —dijo.

Ella también sonrió, pero esta vez su mirada era triste.

—Querido Buscador —dijo—, te has adelantado a todos nosotros.

—No era mi intención.

—No vayas demasiado lejos. No cambies demasiado, porque me gustas tal como eres.

Buscador comenzó a dar puntapiés al montón de piedras, como si quisiera devolver a su sitio lo que había hecho explotar.

—Deberíamos ponernos en marcha.

—¿Te acuerdas de esto?

Levantó la mano, con la palma hacia delante. Buscador recordó. Hizo lo mismo y juntaron palma con palma. Luego se volvió bruscamente y se alejó a grandes zancadas por el camino que llevaba al oeste, sin mirar atrás. Estrella Matutina se encaminó hacia el norte, a la Ciudad de los Vagabundos.

* * *

Buscador caminaba muy deprisa, sin pensar en nada, hasta que se dio cuenta de que le dolía el estómago. Al principio pensó que era de hambre. Pero después se dio cuenta de que era otro tipo de vacío.

«Así que ya la echo de menos —se dijo—. Es normal. Es mi amiga».

Sin pretenderlo, la imagen de Estrella Matutina acudió a su mente. Lo estaba mirando con intensidad, con el rostro inexpresivo, aunque en realidad se estaba riendo. Tenía ese tipo de cara. La gente pensaba que era normalita porque no se daba cuenta de cómo disfrazaba sus verdaderos pensamientos. Pero él sí. Se daba cuenta por las arrugas que bordeaban sus ojos y por la tirantez de su boca. Y era entonces cuando dejaba escapar algún comentario agudo que demostraba hasta qué punto era capaz de entender lo que estaba pasando (en realidad lo entendía casi todo).

«Es mi amiga. No hay razón para estar triste. Seguirá siendo mi amiga pase lo que pase. —El dolor se intensificó—. No hay nada eterno —se dijo—. Nada es perdurable».

Y pasado un rato pudo seguir su camino con la mente más tranquila.

La hilera de piedras antiguas que flanqueaba el camino fue haciéndose más alta a medida que avanzaba, y acabó siendo un muro. Saltaba a la vista que en otro tiempo había sido sólido, ya que, aquí y allá, la parte superior, que se estaba desmoronando, se elevaba muy por encima de su cabeza. Trepaban las zarzas por los bloques de granito, crecían hierbajos en la argamasa y, al pie del muro, había piedras esparcidas que seguramente habían formado parte de una muralla aún más alta.

Buscador apenas prestó atención al muro antiguo ni a la puerta que apareció ante sus ojos más adelante, porque en la puerta, sostenido por medios invisibles, estaba sentado un anciano de cabellos grises y revueltos que lo miraba fijamente mientras se acercaba. Tenía un puñado de piedras en el regazo. Eligió una y se la lanzó a Buscador. A continuación lanzó otra, y otra. Su puntería mejoraba con cada piedra que lanzaba. Buscador seguía acercándose y las piedras lo golpeaban en las piernas.

—¡Para! ¡Deja de hacer eso!

El anciano no le hizo ni el menor caso y siguió lanzándole piedras, con poca fuerza, pero con puntería.

—¿Por qué lo haces? ¡Para!

—Tendrás que obligarme —dijo el anciano.

—¿Obligarte? ¿Cómo?

Otra piedra surcó el aire.

—Derríbame —dijo el anciano.

—¿Derribarte? Eres un anciano.

—Entonces no te será muy difícil, ¿verdad?

Le lanzó otra piedra.

Buscador lo miró fijamente. Todo en el anciano era extraño, desde la manera en la que estaba sentado sobre la nada hasta el largo abrigo azul marino que llevaba. Y sin embargo había algo en él que le resultaba familiar.

—¿Me conoces? —dijo Buscador.

—Eso creo. Te conozco de toda la vida. Eres Buscador de la Verdad.

—¿Cómo es que me conoces? Yo a ti no.

—Entonces no tienes nada de lo que preocuparte. Venga, derríbame.

—Por favor, para ya. No puedo derribarte.

—Quizá puedas o quizá no. Esa es la cuestión.

—Yo no me meto con los ancianos.

El anciano le lanzó otra piedra.

—¿Y si los ancianos se meten contigo? —dijo.

—¿Qué pretendes decir cuando afirmas que me conoces? No te has encontrado conmigo en tu vida. No sabes nada acerca de mí.

—¿Ah, no? —dijo el anciano con una sonrisa desdentada—. No sé que solías orinarte en la cama por las noches cuando tenías siete años. Y no sé cómo lloraste el día que tu hermano se fue de casa. Y no sé lo solo que te sentías en la escuela. Y tampoco sé que amas a Estrella Matutina.

Buscador lo miró atónito, incapaz de hablar.

—Yo diría que no hay muchas cosas que no sepa de ti.

—¿Quién te ha contado eso? ¿Con quién has estado hablando? ¿Quién eres?

—Sólo un viejo cotilla.

—¿Me has estado espiando?

—Podría decirse que sí.

—¿Por qué?

El anciano volvió a tirarle otra piedra.

—Quizá deberías darme una lección —dijo—. Deberías derribarme.

—¡No voy a derribarte!

El anciano se puso en pie, descubriendo que había estado sentado sobre un bastón con un asiento por mango. Dejó caer el resto de las piedras, se frotó las manos para quitarse la gravilla y miró a Buscador a los ojos. A continuación hizo un gesto con la cabeza.

Buscador cayó al suelo.

—¡Abajo va! —El anciano rio alegremente.

Buscador se incorporó pensativo. Sólo había una clase de persona que pudiera derribarlo de aquella manera.

—Tienes que ser un nomano.

—Algo así —dijo el anciano—. ¿Me complacerás ahora derribándome?

Buscador se situó frente a él, más atento que antes. Dejó que su cuerpo se distendiera por completo, como le habían enseñado, y que el lir fluyera libremente a través de él. Entonces miró al anciano a los ojos, liberó el poder concentrado de su voluntad, y…

Cayó de nuevo.

Había chocado contra un muro de fuerza inamovible. Aquel extraño anciano tenía más poder que cualquiera de sus profesores del Nom.

—¿Quién eres?

—Querrás decir cuándo soy.

—No entiendo.

—El tiempo lo cambia todo, ¿verdad? ¿Quién soy? Puede parecerte una pregunta sencilla, pero yo soy una persona cuando me levanto por las mañanas, malhumorado, desagradable, siento decirlo. Y soy una persona distinta después del desayuno; algo parco en palabras, pero bastante amistoso. Y si te encontraras conmigo después de una buena cena, y un brandy o dos, harías un amigo para siempre. Y todo eso en un solo día. Ahora piensa en mí de joven, cuando era de mediana edad o…

—¡Por favor! —exclamó Buscador, agitando una mano delante de su rostro.

—Sólo pretendo ilustrar el hecho de que soy cosas distintas en momentos distintos —dijo quedamente el anciano.

—Lo que quería decir es que cómo te llamas.

—¿Cómo me llamo ahora, quieres decir?

—Sí.

—Creo que ahora me llaman Jango.

—¡Jango!

Buscador estaba a punto de exclamar que esa era una palabra que se había inventado él. Pero al parecer no era así. La debía de haber oído en algún otro lugar anteriormente, y había permanecido en su memoria.

—¡Nombres, nombres! —dijo el anciano con un suspiro—. ¡Menudos policías son! ¡Jueces y carceleros! Hay gente que se ve obligada a llevar el mismo nombre durante toda su vida como unos grilletes. ¡Imagínate! Como si tuvieras que llevar la misma ropa desde que naces. Qué indigno. Conocí a un hombre que se llamaba Poopy. Naturalmente no llegó a nada. Así que, ¿te gusta llamarte Buscador de la Verdad?

—No —dijo Buscador.

—Entonces búscate otro nombre.

—Sencillamente, no puedo cambiar de nombre. Nadie sabría quién era antes.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Quiero que la gente sepa quién soy.

—Pero no lo saben, ¿a que no? Conocen a alguien a quien llaman Buscador, pero no te conocen. Tienen un montón de ideas equivocadas acerca de ti, ¿a que sí? Entonces, ¿por qué no deshacerse de todas esas ideas equivocadas junto con tu viejo nombre y comenzar de nuevo? Podrías llamarte, por ejemplo, Héroe.

—¿Héroe? Yo no soy ningún héroe.

—Pero, si te llamaras Héroe, lo serías.

Buscador agitó la cabeza y no dijo nada más. Por mucho que intentara hablar de cosas con sentido con el extraño anciano, este siempre se iba por las ramas.

—Ahora —dijo Jango—, ¿por qué no intentas derribarme? Sólo una vez más. Inténtalo con más fuerza.

—No creo que pueda.

—No eres lo bastante fuerte, ¿eh?

—Puede que no.

—Es curioso, lo de la fuerza —dijo Jango—. No es en absoluto como las rocas. Más bien es como el agua. Puede estar aquí y de repente… se escurre y está en otra parte. La puedes beber y puede filtrarse hacia fuera.

Buscador observaba los ojos castaños y brillantes del anciano mientras este hablaba, y de repente lo comprendió.

—De acuerdo —dijo—, una vez más.

Se pusieron frente a frente en posición de lucha. Esta vez Buscador no intentó dominar a su adversario: lo atrapó con la mirada y se lo bebió.

«¡Vaya, Jango!».

Sintió cómo luchaba el anciano, pero no lo soltó. Su adversario no tenía nada que hacer. Si usaba su poder para atacar a Buscador, eso simplemente le daría más control sobre él. Lo estaba devorando. A cada momento que pasaba, se debilitaba de manera patente mientras Buscador se fortalecía.

—¡Basta! —jadeó al fin, tambaleándose.

Buscador lo soltó.

«Cada golpe que doy me hace más fuerte».

El anciano clavó su bastón asiento y se sentó en él, respirando agitadamente.

—¡Oh, dios mío! —dijo—. Ha sido de lo más desagradable.

—Lo siento.

—No tienes que sentir nada. Tenía que asegurarme. Y ahora estoy seguro.

—¿Seguro de qué?

—De que estás preparado. De que estás capacitado para hacer el trabajo. Al fin y al cabo, ellos son siete, y tú sólo uno.

—¿Siete qué?

—Eruditos. —Jango pareció sorprendido de que Buscador necesitara hacer esa pregunta.

—¿Así que tú también conoces a los eruditos?

—Por supuesto. Cuanto más viejo, más sabes. Pero al mismo tiempo, como puedes ver, más te debilitas. Está todo muy mal manejado, en realidad. Me refiero a la vida. Fíjate en los eruditos. Son aún más viejos que yo. Ya deberían estar muertos. Pero no los subestimes, jovencito. Tienen poca fuerza propia, pero han aprendido a usar la fuerza de los otros. Intentarán usar la tuya.

Se llevó la manga de su abrigo azul a la frente llena de arrugas y, volviéndose hacia la puerta que había en el muro, exclamó:

—¡Esposa!

Una vez más pilló a Buscador por sorpresa. Pero no hubo respuesta al otro lado de la puerta. Llegados a este punto, Buscador ya había observado que no era probable que fuera a obtener de Jango una respuesta directa acerca de quién era o de cómo podía saber tantas cosas; pero, aun así, estaba decidido a averiguar todo lo que pudiera antes de despedirse de él.

—¿Cómo debería defenderme de los eruditos?

—No debes defenderte, sino atacar. ¡Esposa!

Esta vez salió de detrás de la puerta un ruido, como si alguien estuviera arrastrando los pies. Alguien corrió el pestillo y la vieja puerta chirrió al abrirse. Sin embargo, nadie salió.

Jango miró enfadado al interior oscuro que había al otro lado de la puerta.

—Sal ya, mujer —dijo—. Al menos échale un vistazo al muchacho. ¿Qué daño puede hacerte?

No hubo respuesta. A Buscador le pareció que no había nadie.

—¿Atacar? —lo incitó a seguir—. ¿Cómo?

—¿Cómo? ¿Cómo? —El anciano frunció el ceño y meditó la respuesta—. Los eruditos son muy inteligentes, ¿sabes? Y la única manera de vencer a la gente inteligente es no seguirle el juego. Tienes que ser estúpido. Tienes que responder de tal forma que no puedan predecir tu respuesta. Sí, eso es. —Asintió, satisfecho de haber completado su argumentación—. Combátelos con la locura.

—Combatirlos con la locura —repitió Buscador.

Lo comprendía en teoría, pero no tenía ni idea de cómo llevar esa teoría a la práctica.

—Deben morir todos —dijo de repente Jango—. ¿Entiendes? Es muy importante. El experimento ha fallado. Tienen que morir los siete. Si dejas vivir tan sólo a uno, todo comenzará de nuevo.

—¿Qué experimento? ¿Qué es lo que comenzará de nuevo?

—¡Ah, ahí estás!

Una figura se asomó por la puerta: una ancianita.

—¡Sal, sal! —dijo Jango, haciéndole gestos—. Échale un buen vistazo. Aquí está.

Pero no quería salir. Tímidamente le echó un vistazo a Buscador desde dentro, pero no dijo una palabra. Era tan vieja como Jango, y algo encorvada, y llevaba un pañuelo negro en la cabeza que enmarcaba un rostro surcado de profundas arrugas. Parecía que sonreía.

Buscador se inclinó cortés.

—Mi esposa —dijo Jango—. Mi mejor amiga, la compañera de mis días, el consuelo de mi vejez y mi único amor.

Buscador se sintió inesperadamente conmovido por la ternura con la que habló el extraño anciano.

—Ahora estréchame la mano, muchacho, y sigue tu camino.

Buscador le tendió la mano. Jango se la estrechó, lo atrajo hacia sí y lo abrazó.

—Espero que sepas que te he lanzado esas piedras porque te aprecio.

—Yo no sé nada —dijo Buscador—. Ojalá supiera algo.

—Las piedras proceden del muro. Hace tiempo, era tan alto como los árboles y se extendía de un mar a otro. Fue construido por el gran rey Noman, para proteger su imperio.

—¿Noman? ¿El primer Guerrero Místico?

—El mismo. Y mira ahora el muro.

Entonces Jango besó a Buscador en la frente con sus labios marchitos y lo dejó ir. Se levantó de su bastón asiento, lo sostuvo en una mano y fue arrastrando los pies hasta la puerta, donde su esposa permanecía observando. La rodeó con el brazo y ella hizo lo mismo, y se quedaron allí uno junto al otro, sonriéndole. Tras ellos Buscador vio una habitación sencilla con las paredes pintadas de blanco y una mesa de madera. Sobre la mesa, en un vaso de agua, había una flor de aciano.

La estampa de la pareja de ancianos en su modesta casa gustó a Buscador. Se despidió y continuó su camino.

Cuando había recorrido un trecho se volvió a mirar. Los dos seguían de pie en la puerta. Lo conmovió ver lo felices que eran juntos después de tantos años de convivencia. Mucho después de que todas las rarezas de Jango se le hubieran olvidado, todavía recordaba que el anciano había mirado a la anciana en el portal y le había dicho: «Mi único amor».