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De pie y de rodillas

Los hacheros imperiales salieron de Radiancia con armadura en columna de a ocho. Las cadenas chocaban con un ruido metálico contra los ganchos de sus cinturones mientras avanzaban a grandes zancadas, moviendo enérgicamente las robustas piernas protegidas por grebas. Cada tres pasos hacían una pausa en el lento desfile ceremonial.

Cada uno llevaba un hacha brillante en una funda atada al muslo derecho, peto de gala muy repujado y casco, también de gala, coronado por una pluma escarlata. Fila tras fila salieron solemnemente por las puertas de la ciudad, mientras la gente de Radiancia los observaba y aclamaba. No era un ejército a punto de entrar en combate; era una guardia de honor. Los aclamaban desde las murallas de la ciudad porque se habían salvado de la destrucción. De alguna manera, nadie sabía cómo, habían encontrado una solución. Su rey, el Líder Radiante, recibiría al nuevo señor de la guerra como a un amigo. No habría guerra.

—Se ha rendido —decían unos—. Se arrodillará ante el señor de la guerra.

—Jamás —decían otros—. El Líder Radiante es el hijo predilecto del Gran Poder de lo Alto. No se somete a ningún hombre.

La larga columna de hacheros se detuvo en el camino real del oeste. Se dio la orden de que las filas se separaran tres pasos para formar un pasillo humano desde las puertas de la ciudad y a lo largo del camino.

Salió entonces por el arco un palanquín dorado transportado por dieciséis sacerdotes vestidos con túnicas escarlatas. Sobre el palanquín, parcialmente oculto por las cortinas doradas que ondeaban con la brisa, iba el Líder Radiante. Llevaba una gran corona de oro con girasoles cincelados.

* * *

Amroth Chajan había sabido aquella mañana que el sacerdote-rey de la ciudad de Radiancia pretendía presentarse en todo su esplendor.

—Por lo que a mí respecta puede venir con el sol en un cubo —dijo—, con tal de que se arrodille.

Eco Kittle, que cabalgaba con el séquito del Chajan, vio el desfile de los hacheros imperiales y se maravilló de que el rey de un ejército tan magnífico se aviniera a someterse públicamente. Ella misma, que no tenía ningún súbdito, todavía se moría de vergüenza cada vez que recordaba cómo se había arrodillado y sometido. Pero luego recordó cómo el Chajan había tenido que arrodillarse también cuando se había enfrentado a los nomanos en el puente, y cómo había llorado delante de ella.

—Si este sacerdote-rey se niega a arrodillarse ante ti —le dijo al Chajan—, ¿de verdad destruirás su ciudad y a toda la gente que hay en ella?

—Lo haré.

—¿Por orgullo?

—Si digo que voy a hacer algo, lo hago.

—Excepto con los nomanos.

Su feo rostro quedó petrificado.

—Los nomanos también pagarán el precio por desafiarme.

Tras decir esto el Gran Chajan desmontó y se subió al carro que lo esperaba. Los músicos y los portadores de espejos formaron a ambos lados. Sus tres hijos ocuparon su lugar tras él. Las compañías de orlanos montados formaron filas ordenadas, tan largas que se perdían en la distancia. Amroth Chajan pretendía igualar gloria con gloria.

El palanquín dorado avanzó por entre las líneas de hacheros. Fila tras fila, aquellos hombretones se echaron al suelo, postrándose al paso de su Líder Radiante. El sacerdote que iba delante de los portadores del palanquín dijo en voz alta:

—¡Poneos en pie ante nuestro Líder Radiante!

Los hacheros que permanecían postrados se levantaron, para mantenerse erguidos e inmóviles mientras su sacerdote-rey pasaba. El movimiento de los magníficos soldados que se postraban y volvían a levantarse creó un efecto similar al de las ondas en el agua. Amroth Chajan, que avanzaba para encontrarse con el gobernante de la ciudad, se percató de la perfecta formación de los hacheros y de la creciente intensidad de las oleadas a medida que se aproximaba el sacerdote-rey, y asintió con reconocimiento profesional.

—Muy bien hecho —murmuró para sí. Sería muy satisfactorio que un rey como ese se arrodillase ante él.

—¡En pie ante nuestro Líder Radiante!

El Chajan ya oía los gritos de los sacerdotes con claridad. No le extrañó que se pidiera a las filas de soldados que se pusieran en pie en señal de respeto. Él avanzaba erguido en su carro al son de timbales y trompetas, iluminado por los destellos de luz reflejada en los espejos. La primera fila de su inmenso ejército montado se movía con él, extendiéndose a ambos lados del camino real como una ola gigantesca que lo arrasaba todo a su paso.

El palanquín ya había alcanzado la cabeza de la columna de hacheros y la avanzadilla ya se había postrado y levantado de nuevo. Los sacerdotes vestidos de escarlata se detuvieron y permanecieron inmóviles como estatuas, soportando el peso del palanquín. Tras las cortinas del mismo se veía claramente al Líder Radiante con magníficos ropajes bordados de oro.

Amroth Chajan condujo la fila de orlanos que avanzaban con él hasta unos diez pasos de los hacheros inmóviles y levantó la mano. Inmediatamente, con una disciplina perfecta, el ejército montado se detuvo. El Chajan habló entonces con sus hijos, sin apartar la mirada de las cortinas doradas agitadas por el viento.

—Cabalgad hasta este rey. Decidle que espero que se arrodille ante mí en señal de respeto.

Sus tres hijos espolearon los caspianos y salvaron la distancia que separaba ambos ejércitos al trote. Eco, montada sobre Kell junto al carro del Gran Chajan, vio a Sacha Chajan ladearse sobre su montura, hablar con el rey semioculto tras las cortinas doradas y escuchar una respuesta. A continuación los tres hijos volvieron al lado de su padre.

—El rey te pide que te pongas de pie ante él —dijo Sacha Chajan algo confuso—, como muestra de respeto.

—Pero si ya estoy de pie —dijo el Chajan.

—Sí, padre. Eso es lo que le he dicho.

—¿No se va a arrodillar ante mí?

—El rey ya está arrodillado, padre.

—¿Ya está arrodillado?

El Chajan estaba desconcertado. ¿Quién estaba mostrándole respeto a quién?

Chasqueó las riendas del tronco de caspianos del carro y los condujo hasta el palanquín dorado salvando la distancia entre los dos ejércitos. Vio entonces que realmente el rey estaba arrodillado, en realidad confortablemente sentado sobre sus talones.

El Líder Radiante hizo una inclinación de cabeza hacia el Chajan.

—Somos iguales —dijo—. El Gran Chajan no tiene que estar de pie ante mí.

—Pero yo no… quiero decir, no estoy…

El Chajan estaba perplejo. Deseaba dejar claro que no pretendía que el hecho de permanecer de pie fuese una muestra de respeto, pero no se le ocurría qué otra cosa podía hacer.

—El imperio y el pueblo de Radiancia os dan la bienvenida —dijo el Líder Radiante—. En vuestro honor he ordenado tres días de fiesta.

—Pero, antes —dijo el Chajan—, debéis arrodillaros, es decir, someteros a mí, para que todos lo vean.

—Tres días de banquetes y juegos —dijo el Líder Radiante, como si no lo hubiera oído—. Dejad que vuestros mejores guerreros se midan con los nuestros. Dejad que nuestras jóvenes más bellas os alegren la vista.

—¿Os sometéis a mí o no? —insistió el Chajan con obstinación.

—Ah, sí. El juramento de lealtad. Os referís al juramento solemne de lealtad.

—Sí —respondió el Chajan, complacido por lo bien que sonaba aquello—, vuestro juramento solemne de lealtad hacia mí.

—El juramento solemne de lealtad —repitió el Líder Radiante—. Eso será el final de fiesta. Será el colofón, la guinda de las celebraciones.

—¿El colofón? ¿Queréis decir que vendrá al final?

—Por supuesto. El colofón nunca va al principio.

—Pero ¡tres días! —exclamó el Chajan—. ¿Me vais a tener esperando tres días?

—Señor —dijo el Líder Radiante, bajando la voz hasta convertirla en un mero susurro—, vos y yo no somos hombres comunes. Nos elevamos por encima del rebaño. Somos los protagonistas en el escenario del mundo. Dejad que se prepare la escena y que aumente la expectación de nuestra audiencia. Permitid que haya un preludio, un período de expectación creciente. Entonces el gran momento golpeará como un trueno y un rayo. Dejad que vos y yo aparezcamos como dioses ante los espectadores pasmados. Buscáis un triunfo. Dejad que este sea el triunfo de los triunfos.

El Chajan lo tomó en consideración con su habitual suspicacia. Tenía el suficiente sentido del espectáculo como para apreciar el plan y, sus hombres, lo sabía, disfrutarían agradecidos el banquete prometido. Si era posible, prefería entrar en una ciudad conquistada sin oposición. Dejaba vivos más proveedores de servicios: los vendedores de alimentos, los leñadores, los aguadores. Incendiar y asesinar, aunque iba muy bien para imponer la autoridad, creaba un desagradable desorden. Además, reflexionó, siempre podía destruir la ciudad tras el banquete.

—Muy bien —dijo—. El Gran Chajan es benevolente.

—Excelente —dijo el Líder Radiante—. Sólo queda decidir el orden en el que vos y yo entraremos en la ciudad. La elección es vuestra, por supuesto.

—Yo iré delante —afirmó orgulloso el Chajan.

—Pero no querréis que parezca que mis hacheros y yo os llevamos como ovejas delante del perro.

—¡Desde luego que no! Vos iréis delante de mí.

—¿Y que parezca que yo lidero y que vos me seguís?

—¡Cuernos del infierno! ¿Qué debo hacer?

—Sugiero que entremos el uno junto al otro. Pero la elección, noble señor, es vuestra.

Y así se hizo. El palanquín del Líder Radiante dio la vuelta y el carro del Gran Chajan rodó lentamente junto a él, con lo que ambos líderes entraron juntos en la ciudad.

Eco Kittle lo hizo detrás del séquito del Chajan, con la cabeza ocupada por la fiesta que se avecinaba y por su propio dilema. Memorizó el camino mientras avanzaban, por si necesitaba escapar rápidamente. Era evidente que las puertas de la ciudad no se cerraban nunca. Las calles eran anchas y estaban flanqueadas por casas imponentes. Al frente se extendían las aguas tranquilas de un lago, del que sobresalía el oscuro macizo rocoso por el que se encaramaba el templo.

En la gran plaza porticada que los separaba del templo y el lago habían levantado varios pabellones de grandes dimensiones comunicados entre sí. El Líder Radiante bajó del palanquín y Amroth Chajan lo hizo del carro. Entraron juntos en la gran tienda. Los hijos del Chajan y Eco desmontaron y los siguieron.

El Chajan estaba impresionado. Había largas mesas repletas de comida mezclada con cascadas de flores de colores vivos, y eso que estaban en pleno invierno. Había lámparas encendidas en cada fuste del bosque de columnas. El oro brillaba por todas partes. El dorado era el color representativo de Radiancia, y allí, en aquel palacio del placer, las sillas, los manteles y los drapeados del techo eran dorados.

El Chajan comenzó a tranquilizarse. Comprobó con satisfacción que el Líder Radiante era aún más bajo que él. Pero era listo. En general, el Chajan se estaba formando una buena opinión de aquel tipo. Lo divertía la manera en que todos los que se le acercaban evitaban su mirada y murmuraban una especie de oración. Era absurdo, por supuesto, pero tenía el efecto de rodear al sacerdote-rey de un cierto misterio. Se preguntó cómo el Líder Radiante mantenía el dominio sobre su gente. Se tomó la molestia de escuchar las palabras de la oración, el suave murmullo que escapaba de los labios de todos los que se acercaban: «Elegidme. Elegidme».

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó lleno de curiosidad—. Os piden que los elijáis. ¿Para qué?

—Ah, eso. —El Líder Radiante se puso solemne—. Los elegidos van hacia la vida eterna.

Entonces el Chajan recordó a los peregrinos del bosque.

—¿Van vestidos de blanco y cantando?

—Eso mismo.

—Pero es una tontería, por supuesto.

—¿Lo es? —preguntó el Líder Radiante—. Quizá vos sepáis más que yo sobre el tema.

—Yo sólo sé que la muerte nos llega a todos.

—¿Incluso al Gran Chajan? No puedo creerlo. Sois el conquistador de todos los pueblos del mundo. Seguramente podréis vencer a la muerte.

—Mostradme el camino y lo haré.

—Ay, noble señor. Para vencer a la muerte debéis someteros a un poder mayor que el vuestro y creo que la sumisión no está en vuestra naturaleza.

—¿Qué poder hay más grande que el mío? ¿El de un dios? Nunca me he encontrado con ninguno. Puede que haya dioses por ahí, pero se cuidan muy mucho de no cruzarse en mi camino. —Dejó escapar una risotada orgullosa.

Eco, que había oído la conversación, se atrevió a hablar.

—Os habéis encontrado con los nomanos.

El Chajan dejó de reír bruscamente y la miró con el ceño fruncido.

—La próxima vez que hables sin que te lo ordene te ataré a un barril y te azotaré.

—¿Y manchar de sangre mi vestido de novia?

—Qué más me da que sangres si haces lo que yo te diga —gruñó el Chajan y, seguidamente, no queriendo prolongar su enfrentamiento con aquella chica díscola, le dijo a su anfitrión—: Planeo celebrar una boda aquí. Uno de mis hijos se va a casar con esta dríade impertinente.

—¡Una boda! —se regocijó el Líder Radiante—. ¿Cuándo será?

—Cuanto antes mejor. Esta misma noche. ¿Tenéis alguna objeción?

—Ninguna en absoluto. La ciudad y el pueblo de Radiancia se sentirán honrados de celebrar tan feliz acontecimiento. ¿Cuál de vuestros hijos, si se me permite la pregunta, es el afortunado novio?

El Chajan miró ceñudo a sus tres hijos. Estaban en fila, mirando al suelo y arrastrando los pies.

—Todavía no está decidido —dijo con expresión severa.

* * *

Soren Similin tenía razones para estar complacido con el trabajo que había realizado aquel día; pero, como muy bien sabía, aquello era sólo el principio. Tan pronto como pudo librarse de sus nuevos y amenazadores amigos se apresuró a entrar en el templo y subió las escaleras hasta sus estancias privadas de la tercera planta. Allí sus sirvientes le quitaron la corona, que le daba dolor de cuello, y la capa de oro, que lo hacía sudar hasta en invierno, y lo dejaron solo. Atravesó rápidamente su dormitorio privado para ir al jardín que crecía en un patio interior contiguo, uno de sus refugios favoritos para huir de las cargas y presiones de su elevado cargo. Sin embargo, el laurel y las vides que allí crecían habían desaparecido. El patio estaba rodeado de hileras de tubos de cristal. El centro era el escenario de una actividad febril. Los obreros metalúrgicos ensamblaban tubos y barras y los cristaleros seguían uniendo tubos de cristal.

En medio de aquel frenesí, el pequeño científico, Evor Ortus, corría de un lado para otro tomando medidas, haciendo comprobaciones y echando reprimendas.

—¡El ángulo debe ser exacto! No quiero que se desajuste ni un grado. Tenemos muy poca luz solar directa aquí.

Similin tuvo que darle un golpecito en el hombro al científico para atraer su atención.

—¿Cómo va todo, profesor?

—Bastante bien. Bastante bien.

—¿Cuándo estará listo?

—Pronto, pronto. Esta semana.

—¿Esta semana? Me prometiste que estaría en tres días.

—Vos fuisteis el que dijo tres días, no yo. Pero haremos lo que podamos. —Desvió su atención hacia una mesa auxiliar en la que había una pequeña jaula de metal.

Similin se puso nervioso.

—Escúchame, profesor. Debes enviarme un poco de tu agua cargada pasado mañana a última hora.

No le dijo a Ortus que era entonces cuando debía hacer el juramento de fidelidad al Gran Chajan. Sabía demasiado bien que al científico loco le haría poca gracia su dilema.

—No necesito mucha. Sólo la necesaria para dar a entender a todos el poder del que dispongo. Del que disponemos, quiero decir.

El profesor Ortus no pareció reparar en el pequeño lapsus. Estaba estudiando una criatura que tenía encerrada en la jaula.

—¿Y la rampa? —dijo—. ¿Habéis ordenado que la construyan?

—Por supuesto —dijo Similin, aunque no había hecho nada al respecto. Pensaba que la rampa de Ortus era una completa locura. Aunque le hubiese encantado destruir Anacrea, era algo que debía hacerse por medios más sutiles a su debido tiempo. Por el momento su mayor preocupación la constituían el Chajan y su gran ejército.

El científico estaba alimentando la criatura de la jaula.

—¿Qué tienes ahí, profesor?

—Un ratón —dijo Ortus.

—¿Para qué necesitas un ratón?

—Para hacer pruebas. Los detalles no os conciernen.

Se dio la vuelta y, por primera vez, se dirigió directamente a Similin sin ningún respeto.

—Hay que empezar a trabajar en la rampa de inmediato. Con respecto al agua cargada, he calculado que necesito veinte litros.

—¿Veinte? La última vez eran sólo cuatro.

—La última vez un portador debía llevar el arma hasta el corazón del Nom. Esta vez enviaremos nuestra bomba por el cielo. No podemos estar seguros de dónde aterrizará. Es seguro que veinte litros de agua cargada destruirán la isla, aterrice donde aterrice.

—Pero ¡tanta! ¿Cuánto tiempo hará falta?

—Llevará el tiempo que lleve.

—Entonces, por favor, cuando empieces a producirla, aparta la primera cucharada para mí. Sin eso, no puedo protegerte.

Ortus frunció el ceño con desagrado.

—¿Pretendes usar el poder explosivo de mi agua cargada contra este invasor?

—Sólo con el propósito de persuadirlo.

—¿De qué hay que persuadirlo?

El pequeño científico sospechaba a todas luces de cualquier plan que no estuviera incluido en sus proyectos. Similin había ideado sólo una demostración de poder, pero en aquel momento se le ocurrió una idea completamente nueva que interconectaba todos sus objetivos. La idea redonda, que se le presentó en destello introspectivo, lo complació tanto que le dedicó una gran sonrisa al irritable científico y lo tomó de la mano.

—Debemos persuadirlo para que dirija su ejército contra Anacrea —dijo—. Así distraeremos a los nomanos del verdadero ataque. El cual, por supuesto, saldrá de tu magnífica rampa.

* * *

Cuando volvió con sus invitados Similin se encontró con un ritual algo peculiar. La muchacha pálida y elegante que habían traído con ellos estaba sentada en una silla alta, con el Gran Chajan y su séquito a su alrededor, como espectadores. Al darse cuenta de que el sacerdote-rey acababa de entrar en el pabellón, Amroth Chajan lo saludó y lo invitó a unirse a ellos.

—Mis hijos están a punto de pronunciar sus declaraciones de amor —dijo—. A continuación la muchacha elegirá a quien le guste.

—¿Todos la aman? —preguntó Similin, echando mano de una silla.

—Hacen lo que les ordeno —respondió autoritario el Chajan.

—¿Y que ocurrirá si la joven dama no elige a ninguno de ellos?

—Hará lo que yo le ordene —reiteró el Chajan.

—Entonces, noble señor —dijo Similin—, ¿no sería más sencillo que vos mismo formarais la pareja?

—¿Emparejarla yo? ¿Queréis decir que yo me case con la muchacha?

—No, no. Me refiero a elegir vos cuál de vuestros hijos queréis que se case con ella, así de simple.

—Ah, eso. Pensaba que me sugeríais que me casara yo con ella. Pero ya tengo dos esposas. Y ella es demasiado joven para mí. ¿No lo creéis así?

—Ciertamente, demasiado joven.

—Así que uno de mis muchachos se casará con ella. No es que vayan a apreciarla en lo que vale. Es una rareza. Belleza combinada con carácter. Cayó de un árbol. Fue toda una sorpresa.

Señaló a su hijo mayor, Sacha.

—Empieza ya, patán.

Sacha Chajan avanzó unos pasos y se situó ante la silla de Eco. Se pasó la lengua por los labios y comenzó a hablar, recitando de memoria su discurso, como era obvio.

—Soy el hijo mayor de mi padre. Cuando él muera, me convertiré en el Gran Chajan y gobernaré el imperio que él ha conquistado. Por respeto a mi padre, y para continuar su linaje tal y como ha manifestado que desea, es tu deber convertirte en mi esposa y darme hijos que crezcan fuertes y orgullosos y que traigan honor a las tribus orlanas. Este no es un asunto en el que tú ni yo debamos hacer caso a nuestros deseos. La familia de un Chajan sabe cuál es su deber. Yo cumpliré con el mío. Te pido que tú cumplas con el tuyo.

Su padre escuchó el discurso asintiendo con aprobación.

—No está mal, chico. Veo que has reflexionado sobre el tema. Sin embargo —levantó su látigo con mango de plata—, elegiré a mi sucesor cuando llegue mi hora. Puede que te elija a ti. Puede que elija a Alva o a Sabin. O incluso puede que elija a algún otro.

Sacha, consternado, fue a protestar, pero su padre lo hizo callar.

—Alva, es tu turno.

El segundo hijo del Chajan avanzó unos pasos.

—Mi padre te ha pedido que elijas —le dijo a Eco—, no para cumplir con un deber, sino de acuerdo con tus deseos. Nombra cualquier cualidad que una mujer busque en un hombre y es de sobra sabido que la tendré en mayor medida que cualquiera de mis hermanos. Soy el más alto, el más fuerte y el más guapo. No digo esto para presumir, sino para contarte con honestidad lo que tú misma puedes ver. Elige a mi hermano mayor para cumplir con tu deber, si es lo que tienes que hacer. Pero si haces caso a tus deseos, como mi padre te ha ordenado, me elegirás a mí.

El Chajan sonrió al oír aquello. Le divertía la presuntuosa confianza de su hijo.

—Ay, Alva —dijo, palmeándole la espalda—, yo era igual que tú a tu edad.

Eco mantuvo la mirada fija e inexpresiva mientras se acariciaba el meñique izquierdo.

—¡Sabin!

El tercer hijo del Chajan avanzó.

—Mi señora —dijo, dedicándole una reverencia respetuosa—, no tengo imperio que darte. Soy el menor de mis hermanos. Pero te he observado desde que te uniste a nosotros y creo que te conozco mejor que ellos. He visto cómo has tenido miedo, pero has sido valiente y te has enfrentado a tu temor. Te enfadas enseguida, pero eres sabia porque controlas tu ira. Amas a tu caballo y él te ama, y eso me dice que eres una verdadera orlana, al menos de espíritu, aunque no de sangre. Sé que no quieres saber nada de este matrimonio. Sé que huirías si pudieras, pero mi padre ha hablado, y debe ser obedecido. Ya que debes elegir a uno de nosotros, elígeme, y haré todo lo que esté en mi mano para hacerte feliz.

El Chajan soltó una risotada.

—¡Qué chico este! —exclamó—. ¿De dónde ha salido todo eso? ¿Lo has aprendido del cocinero?

—No, padre —dijo Sabin tranquilamente—. Ha salido de mí.

Eco lo miraba algo confusa. Estaba preparada para soportar la arrogancia y la indignidad, pero no lo estaba para enfrentarse a la amabilidad. Quedó tan conmovida que a punto estuvo de llorar, pero se sintió observada por el Chajan, así que optó por serenarse y no dejar traslucir sus sentimientos. En ese momento acudieron en su ayuda años de costumbre. Ahuyentó de su mente los pensamientos turbadores.

«Simplemente, no lo pienses».

El Chajan se levantó en ese momento y se situó frente a ella.

—Ya has oído, princesa. Mis hijos han hablado. Ahora debes elegir.

Eco estaba preparada. Había tramado su plan durante las largas horas de vigilia de la noche anterior.

—Gran Chajan —dijo—, vuestro hijo mayor me pide que lo elija cumpliendo con mi deber. Vuestro segundo hijo me pide que lo elija siguiendo mis deseos. Vuestro tercer hijo me pide que lo elija por mi felicidad. Pero yo quiero cumplir con mi deber, seguir mis deseos y ser feliz al mismo tiempo. Quiero a los tres.

—Quizá —dijo el Chajan—, pero tienes que elegir a uno.

—No puedo.

—Entonces, ¿debo elegir yo por ti?

—¿Vos? ¡Sí! —Eco se comportaba como si la idea le resultara nueva para solucionar su dilema, aunque de hecho ese era el plan que había estado tramando—. Vos sois su padre. Si fuerais más joven, os elegiría a vos.

El Chajan se ruborizó de placer, tal como Eco pretendía.

—Pero ya que no puedo elegiros a vos, debéis elegir por mí. Sólo os pido que elijáis al que se os parezca más.

—Si debo hacerlo —dijo el Chajan sumamente complacido—, entonces elijo…

—Pero no aquí ni ahora.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Me gustaría que me señalarais a aquel de vuestros hijos que merezca más ocupar vuestro lugar.

—¿Y cómo pretendes que te lo señale?

—Según la costumbre orlana —dijo Eco—. En el jagga.

—¡El jagga!

—El que os derribe merecerá tomarme como esposa.

—¡Diablos! —exclamó admirado el Chajan—. ¡Qué muchacha! ¿Habéis oído eso? —Se dirigió a sus hijos con la mirada brillante—. ¡Esa sí que es una respuesta orlana!

Sus hijos parecían bastante menos entusiasmados.

—Pero, padre —dijo Sabin—, sabes que no puedo vencerte en el jagga.

—¿Por qué no? Tienes la mitad de años que yo, muchacho.

—¿Así que piensas hacerlo? —dijo Sacha.

—¡Por supuesto! La muchacha tiene razón. ¡Veamos quién merece ocupar mi puesto según la costumbre orlana!

Se volvió hacia Eco con una gran sonrisa dibujada en su feo y poderoso rostro, henchido de orgullo.

—¡Sólo de pensarlo me siento joven otra vez!

Hendió el aire con el látigo, haciéndolo restallar, y volviéndose hacia el sacerdote-rey de Radiancia dijo:

—Tres días de banquetes y juegos, ¿eh? ¡No habréis visto jamás una justa como el jagga orlano!