10


Los eruditos

Buscador yacía en la oscuridad de la habitación subterránea del Nom, a la espera de que la Comunidad tomase una decisión. Fuese la que fuese, sabía que obedecería. ¿De qué le valían sus nuevos poderes si no era para servir al Todo y Único?

Y por fin, a altas horas de la noche, oyó girar una llave en la cerradura de la pesada puerta y el chirrido de esta al abrirse. Un tenue rayo de luz penetró en la habitación. Buscador se puso en pie de un salto, esperando la entrada del decano.

Era Senda Estrecha, con un farol en la mano.

Cerró la puerta, pero no con llave. La luz del farol proyectaba sombras oscuras en su rostro huesudo, confiriéndole el aspecto de una calavera.

—¿La Comunidad ha tomado una decisión? —preguntó Buscador.

—Sí.

Senda Estrecha levantó el farol y echó un vistazo a la habitación, para asegurarse de que estaban solos. Una vez satisfecho, centró de nuevo su atención en Buscador.

—Serás lavado por la mañana.

Buscador sintió una sacudida que recorrió todo su cuerpo e inclinó la cabeza en señal de obediencia; pero, pasada la primera impresión, creció en él un sentimiento de secreta rebeldía.

—¿La Comunidad ha decidido que mis poderes son demasiado peligrosos?

—Así se ha decidido, tras un largo debate.

—¿El decano opina lo mismo?

—El decano ha sido informado de que uno de tus amigos ha huido del Nom. Le produjo una gran impresión oírlo. Lo interpretó como una señal.

—Y lo es —dijo Buscador—. Salvaje era responsabilidad mía. El decano me lo dijo cuando ambos fuimos admitidos en el Nom. Él se ha marchado, y lo mismo debo hacer yo.

Con estas palabras parecía aceptar el veredicto, pero interiormente se rebelaba. No quería ser lavado.

—Esa es la decisión de la Comunidad —dijo Senda Estrecha—, pero en mi opinión es una decisión equivocada.

—¡Equivocada!

—No estoy aquí siguiendo instrucciones del decano ni de la Comunidad. Estoy aquí para salvar el Nom.

Buscador observó el rostro adusto del nomano lleno de asombro. Senda Estrecha, bien conocido por su cumplimiento austero e inflexible de la Regla, era el último miembro de la Comunidad de quien hubiera esperado el incumplimiento del voto de obediencia.

—¿Cómo?

—La primera vez que entraste en el Nom —recordó Senda Estrecha—, antes de convertirte en novicio, yo fui el que te encontró.

—Lo recuerdo.

—Incluso entonces tuve mis temores —desveló Senda Estrecha—, pero no quería que fuera así. Quería creer que no eras más que un niño desobediente que metía las narices en los asuntos ajenos. Pero estaba equivocado. Eres el que hemos estado esperando y has venido para salvarnos.

Buscador ya no sabía qué pensar. Senda Estrecha había dicho en voz alta las mismas palabras que rondaban siempre la mente de Buscador. Pero, si Senda Estrecha sabía todo aquello, ¿por qué el decano no lo sabía?

—Corremos un peligro mortal —prosiguió Senda Estrecha—. El enemigo se prepara para atacarnos.

Una sorpresa tras otra: Buscador no podía sino mirarlo atónito.

—¿Cómo sé todas estas cosas? Porque has venido, porque no nos habrías sido revelado a menos que la necesidad fuese acuciante.

—Pero ¿qué soy yo? —dijo Buscador, tratando de entender—. ¿Quién soy?

—¿Tú? Tú no eres nadie. Eres insignificante. Lo único que importa es que te ha sido dada la fuerza y que debes usarla.

Se acercó mucho a Buscador y susurró con una intensidad terrible:

—Debes matar a nuestro enemigo.

—¿Quién es nuestro enemigo?

—El viejo enemigo que nos ha estado acechando durante años, y que ha jurado destruirnos.

—¿El Asesino?

—El Asesino es una leyenda. Puede que ese sea el nombre del que golpea, pero las órdenes proceden del verdadero enemigo.

—¿Quién es ese enemigo? —volvió a preguntar Buscador.

—Te lo mostraré.

A continuación, Senda Estrecha encaró el farol hacia la pared para que la luz no le diera y tomó entre las suyas las manos de Buscador. Este comprendió que no se trataba de un gesto de amistad. El anciano estaba transmitiéndole una parte de sí mismo a través del tacto.

—Mira hacia arriba.

Buscador lo hizo.

—Recuerdos de recuerdos —dijo Senda Estrecha.

Allá arriba, en la oscuridad, aparecieron unas figuras fantasmagóricas, siete, arrodilladas en círculo. Era imposible saber si se trataba de hombres o de mujeres, pero por las espaldas encorvadas y la lentitud de movimientos se podía deducir que eran muy ancianos.

—Este recuerdo no es mío. Estoy compartiendo contigo un recuerdo de la Comunidad.

—Los veo.

—Observa más atentamente.

Buscador intentó distinguir las siluetas en la oscuridad, pero eran insustanciales como el humo. Mientras observaba fueron ganando en definición y vio que había otras siluetas, más desdibujadas, arrodilladas formando un segundo círculo que rodeaba el primero, con las manos apoyadas sobre los hombros de los ancianos y la cabeza inclinada sobre los brazos extendidos. Alrededor de aquel círculo había otro más amplio todavía, y las manos de quienes lo componían se apoyaban sobre los hombros de los anteriores, también con la cabeza sobre los brazos. Otras figuras permanecían arrodilladas más lejos aún. Círculos cada vez más grandes, unidos por contacto entre sus componentes, se desvanecían en las sombras.

Buscador miró fijamente los rostros de los que formaban los círculos exteriores y vio que no eran viejos, como los siete del centro. Estaban flacos y pálidos, con la mirada fija y los labios blancos.

Su mirada volvió a recorrer los círculos hasta detenerse en los siete ancianos que se arrodillaban en el centro. Tuvo la impresión de que volvían el rostro hacia él y lo estudiaban con ojos antiguos e indiferentes.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Se hacen llamar los eruditos. Los señores de la sabiduría.

—¿Y quiénes son los que están reunidos a su alrededor?

—Los que les dan la vida. Los eruditos son viejos, demasiado viejos para vivir, y sin embargo viven.

—¿Y siguen aún con vida?

—En efecto. Cada vida se sustenta en muchas otras vidas. Es una especie de inmortalidad.

—¿Y son nuestros enemigos?

—Han jurado destruirnos.

Hizo un gesto con la mano y las imágenes fantasmagóricas desaparecieron.

—¿Pueden hacerlo?

—Son viejos, pero se sirven de la fuerza de otros. Pueden enviar ejércitos contra nosotros. Tenemos grandes poderes, pero no ilimitados.

—Pero yo —dijo lentamente Buscador— soy diferente.

—Sí.

—¿Soy más fuerte que ellos?

—Eso es lo que tendrás que averiguar.

—Pero me van a lavar. —Lo absurdo de aquella decisión en un momento de tanto peligro lo desconcertaba—. ¿Por qué? ¿Por qué la Comunidad no utiliza mis poderes para proteger al Nom?

—Es posible que algunos no quieran proteger al Nom.

—¿Qué? ¿En la Comunidad?

—Hay un traidor en el Nom. Lo vengo sospechando desde hace mucho tiempo. Creo que este traidor, siguiendo órdenes de los eruditos, ha inducido a la Comunidad a tomar la decisión equivocada.

—¡Incluso al decano!

—Los eruditos son muy poderosos.

Buscador clavó la mirada en los ojos llameantes de su informador y sintió la intensidad con la que Senda Estrecha deseaba que creyera sus palabras. Por esta misma razón comenzó a dudar de repente. ¿Por qué sólo Senda Estrecha se daba cuenta de que debía usar sus poderes?

—Estás pensando —dijo Senda Estrecha— que yo podría ser el traidor.

—¿Cómo puedo estar seguro de nada?

—Si yo soy el traidor, si te estoy mintiendo, si el decano y la Comunidad son sabios y tienen razón, entonces mañana serás lavado. La puerta que ahora se abre ante ti se cerrará de golpe.

«¡No! —gritó interiormente Buscador—. Toda mi vida, mi lucha por ser aceptado como Guerrero Místico, mi entrenamiento y mi fuerza, todo tiene un propósito. Las voces que me han hablado, las palabras del decano, mis instintos más arraigados… Todo me indica que tengo una tarea pendiente. No puedo dejar que la puerta se cierre».

Senda Estrecha observaba y esperaba.

—¿Dónde está ese enemigo? —dijo Buscador.

Los ojos penetrantes de Senda Estrecha se iluminaron con un brillo triunfal.

—Me crees.

—Creo que hay más cosas que debo hacer.

—Debes partir esta noche, mientras la Comunidad duerme. Debes viajar deprisa. Hay ejércitos en marcha. Tenemos muy poco tiempo. Con respecto a tu destino… ¿Has oído hablar del gran bosque llamado el Glimmen?

Buscador asintió.

—Cruza el Glimmen siguiendo la senda principal. Cuando los árboles terminen verás una zona cubierta por una neblina que se mantiene a ras de suelo. Lo llaman la tierra nubosa. Entra en ella.

—¿Los encontraré allí?

—Encuéntralos y mátalos. No dudes. Mátalos a todos.

—¿Y si fracaso?

Senda Estrecha se encogió de hombros.

—Los días de los Guerreros Místicos habrán llegado a su fin.

Recogió el farol.

—Espera al menos dos horas. No echaré el cerrojo. En cada una de las otras puertas hay un guardián, pero tu voluntad es más fuerte que la de un guardián.

Se volvió con intención de marcharse.

—Espera —pidió Buscador.

Senda Estrecha se detuvo con la mirada baja.

—¿Quién más tiene la llave de esta puerta?

—Nadie más —dijo Senda Estrecha.

—Así que la Comunidad sabrá que fuiste tú el que me ha liberado.

—Lo sabrá.

—¿Y qué será de ti?

Senda Estrecha levantó la mirada y en su adusta cara se dibujó una sonrisa irónica.

—Cada uno de nosotros sirve a su manera —dijo—. Yo doy lo que tengo que dar.

Y dicho esto se marchó. La celda se sumió de nuevo en la oscuridad.

* * *

Estrella Matutina estaba acostada sobre la dura cama, incapaz de dormir. Mentalmente, una y otra vez, veía a Salvaje sumergirse y lo llamaba tal y como había querido hacer siempre: «¡No te vayas! ¡Espérame!». Pero no se había atrevido a hablar. Vio aquel cuerpo largo y musculoso brillando entre la niebla, tan puro y hermoso, tan vivo. ¿Cómo podía estar muerto? A pesar de que la razón le decía que ningún hombre podía sobrevivir a aquella caída, su corazón le gritaba que seguía vivo. Y ella, ¿seguía viva? Aquello ya no le parecía vida. Aislada de su única fuente de consuelo, la Madre Amantísima del Jardín, dominada por sus propios miedos, por su propia inutilidad, ¿qué le quedaba en el Nom? Incluso a Buscador, el querido y buen Buscador, se lo habían llevado por algún motivo desconocido.

Ella también debía irse, no en pos de una nueva meta, sino para escapar de la carga de fracaso que soportaba allí, en Anacrea.

«Después de todo soy como mi madre —pensó—. No merezco ser una Guerrera Mística. Estoy demasiado cerca de la locura».

Mejor sería marcharse, volver al continente para comenzar una nueva vida sola. Y si Salvaje aún seguía con vida…

Se levantó de la cama y buscó a tientas en la oscuridad el pequeño hatillo de lana de oveja que su padre le había dado al irse de casa. No tenía otra cosa en el mundo. Incluso su ropa pertenecía al Nom.

Caminando muy despacio, dejó la habitación y recorrió el pasillo sin hacer ruido hasta que salió al aire libre, al patio. Al otro lado estaba la puerta que conducía a la plaza del Nom. Estaba cerrada y sólo había un guardián dormitando junto a ella.

Por primera vez Estrella Matutina se dio cuenta de que no podía dejar el Nom aunque quisiera. La Comunidad tendría que autorizar su partida. Y para eso tendrían que lavarla.

La abandonó el valor. Desesperada, se sentó en el suelo con la cabeza entre las manos y deseó estar de nuevo en casa con su padre y su madre, y los perros, el apacible Amik y el impaciente Lamb. Deseó estar en la colina con el rebaño. Deseó ser una niña otra vez.

* * *

Buscador esperó hasta que el silencio se apoderó del gran monasterio fortificado. Entonces tanteó en la oscuridad hasta la puerta abierta y siguió el corredor de piedra hasta las escaleras. Arriba había una puerta también abierta, sin duda Senda Estrecha la había dejado así. Cuando la hubo cruzado se encontró al fin en medio de una noche fría y sin luna, pero después de la oscuridad de la habitación subterránea sus ojos tenían luz suficiente como para que se diera cuenta de que estaba en el patio inferior del cuartel de la Comunidad. Frente a él estaban los baños donde planeaban lavarlo por la mañana.

Avanzó de puntillas por los adoquines y cruzó la Sala Capitular hacia el noviciado. La puerta de hierro del arco de piedra estaba cerrada. Junto a ella dormitaba un doméstico.

Buscador le tocó el brazo para despertarlo.

—Abre la puerta —susurró.

El doméstico pestañeó y se quedó mirándolo.

—No tengo órdenes de abrir la puerta por la noche —dijo.

—Mírame.

El doméstico miró fijamente a Buscador. Dejó de parpadear poco a poco.

—Sí que tengo órdenes de abrir —dijo—. No sé cómo lo había olvidado.

Abrió la puerta y Buscador pasó al noviciado. Rápidamente recorrió el claustro en dirección a la entrada. Allí, acurrucada contra la pared, estaba Estrella Matutina.

—¡Estrella! —susurró—. ¿Qué estás haciendo?

Ella miró hacia arriba y la expresión de tristeza de su rostro lo conmovió.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—Lejos. No te lo puedo explicar.

—La puerta está cerrada.

—La abrirán para mí.

Se puso en pie de un salto y le cogió la mano.

—Llévame contigo.

—No puedo.

—¡No, Buscador, no! —Parecía a punto de llorar—. No me obligues a quedarme. No si ambos os marcháis.

El portero se despertó y se frotó los ojos.

—¿Qué es esto? —refunfuñó—. ¿Qué ocurre?

—Abre la puerta —dijo Buscador—, como te han ordenado.

El portero frunció el ceño.

—¿Ordenado? —se extrañó. A continuación, sin embargo, dijo—: Sí, como me han ordenado.

Sacó una llave y abrió la puerta. Buscador salió a la plaza y Estrella Matutina lo siguió. La puerta se cerró tras ellos. Era la puerta por la que habían entrado la primera vez, la que no tenía picaporte.

Buscador se volvió hacia Estrella Matutina.

—No debería haberte dejado salir también. No te han dado permiso para irte.

—¿A ti te han dado permiso para irte?

Negó con la cabeza. Tenía razón. Él también estaba quebrantando sus votos.

—Pero no puedes ir a donde yo voy.

—Ya lo sé. —Le lanzó una de esas miradas suyas que tan bien conocía, que le indicaban que lo comprendía—. Siempre lo he sabido.

—¿Qué vas a hacer?

—Buscarlo.

No había necesidad de que dijera a quién se refería.

—Está muerto. Nadie podría haber sobrevivido a semejante zambullida.

—Quizás. —En su rostro una expresión obstinada daba a entender que a pesar de todo seguiría su propio camino—. Vamos.

Frente a ellos se abría la avenida de viejos pinos que Buscador conocía de toda la vida. A la izquierda, las escaleras que comunicaban las calles dispuestas en terrazas con el puerto. Estrella Matutina ya había comenzado el largo descenso. Buscador la siguió.

Cuando llegaron a la calle donde estaba su casa se detuvo.

—Espérame. No tardaré mucho.

Estrella Matutina lo comprendió. No había visto a sus padres desde hacía nueve meses. ¿Quién sabía qué peligros lo esperaban o si los volvería a ver alguna vez?

Avanzaron sin hacer ruido por la calle a oscuras, pasando por delante del muro junto al que se había agazapado y llorado hacía tanto tiempo, cuando por primera vez había tocado las manos de Buscador y había visto el brillo dorado que lo envolvía.

Cuando llegaron a su casa ella esperó en la calle. Buscador encontró la llave de la puerta principal en la grieta de la pared donde solía estar y entró en la casa silenciosa.

Sus ojos estaban ahora más acostumbrados a la oscuridad, y a pesar de que casi no había luz podía ver lo suficiente como para orientarse por las habitaciones tan familiares. La casa no era grande y estaba amueblada con sencillez. Allí estaba la mesa larga y estrecha llena de libros apilados. También los abrigos, colgando de las perchas de la pared. Más allá estaba la desgastada butaca en la que su padre solía sentarse. Y vio la cesta que utilizaban para llevar el pan a la mesa por las mañanas.

Subió el corto tramo de escaleras; conocía cada centímetro del pasamanos, se saltó el quinto escalón porque crujía y tocó el clavo que sobresalía en lo alto de las escaleras. Frente a él estaba su pequeña habitación, con la puerta cerrada, y a la derecha la de sus padres.

Por primera vez desde que se había ido pensó que la casa seguramente estaba más silenciosa, quizá más triste, sin Resplandor y sin él. Los hijos crecen y se preparan para hacer frente al reto que supone una nueva vida. Pero para los padres no hay nueva vida, sólo la vieja, pero más vacía.

La puerta de la habitación del matrimonio no estaba cerrada. No había necesidad de que la cerraran por la noche siendo como eran los únicos habitantes de la casa. Entró de puntillas y allí estaban, tendidos uno al lado del otro en la cama de madera, bien tapados hasta los hombros. Ambos dormían profundamente: su madre de lado, de cara a su padre; este boca arriba. Buscador se quedó quieto y escuchó su respiración, lo hizo atentamente hasta que distinguió la más rápida de su madre y la más profunda y lenta de su padre. Miró sus rostros. Su madre parecía llena de paz y más joven de lo que recordaba, con las mejillas suaves y la boca ligeramente abierta. Su padre, en cambio, parecía más viejo, con la piel más pegada a los huesos de las mejillas. Durante toda su infancia habían sido los señores de su vida, sus guías y protectores, aquellos cuya mera existencia significaba la promesa de que todo iría bien. Y ahora allí estaban, dormidos y envejeciendo, igual que siempre y al mismo tiempo vulnerables, queridos para él, pero también deslizándose inexorablemente hacia su pasado.

—Os quiero —susurró—. Siempre os querré:

Su madre se revolvió en sueños, quizá porque oyó el susurro, pero no se despertó. No se atrevió a tocarlos, aunque deseaba hacerlo. Si se despertaban no lo entenderían. Tratarían de impedir que se marchara. Así que en vez de eso se besó la mano y después la sostuvo sobre ellos, besándolos mientras dormían.

—Adiós.

Los dejó y volvió a la oscuridad de la calle.

Estrella Matutina vio el suave brillo violeta que lo rodeaba y le tocó el brazo. Estaba temblando. Lo rodeó con sus brazos y él hizo lo mismo, abrazándola fuertemente. Permanecieron así unos instantes; a continuación se separaron y se dirigieron hacia las escaleras que conducían al puerto.

Ninguno de los dos había pensado cómo saldrían de la isla en plena noche, cuando no trabajaba ningún barquero. Pero había un pequeño barco de pesca amarrado en el muelle. El barquero dormía sobre las redes, tapado con una lona.

Buscador le dio un suave codazo para despertarlo.

—Tienes que llevarnos al continente —dijo—, tal como dijiste que harías.

El barquero se pasó la mano por el pelo y sacudió la cabeza. Era evidente que estaba a punto de contestar que no había dicho tal cosa, pero de repente tuvo la impresión de haberla dicho.

—Dije que lo haría, ¿verdad?

—Eso dijiste.

—Entonces, eso es lo que haré.

Subieron al bote y el barquero se puso en marcha. El viento había cesado y el agua estaba en calma. Sacó los remos y remó a través del estrecho canal que conducía a tierra firme.

—Ya está —dijo, todavía confuso—. Si digo que haré algo, lo hago.

—Gracias —respondió Buscador—, pero ya te has olvidado de todo.

Él y Estrella Matutina subieron por la escarpada orilla hacia la explanada. Allí se detuvieron unos instantes y volvieron la vista hacia la silueta amenazadora de la isla. Anacrea se erguía más allá de las aguas relucientes, con sus costas rocosas, sus muros y casas, los tejados y cúpulas del Nom en lo más alto, perfilados contra el cielo nocturno. Buscador se quedó atrás. Estrella Matutina, destemplada por el frío aire de la noche, quiso seguir adelante.

—Vamos.

Buscador estuvo a punto de contarle por qué se quedaba mirando atrás tanto tiempo. Pero era sólo un presentimiento. No tenía fundamento y casi seguro que se equivocaba. Por eso no dijo nada. Echó una última ojeada, dio la espalda a la isla y se alejó a grandes zancadas.

Le había asaltado la repentina impresión de que no volvería a ver Anacrea.