Regreso de la muerte
Los niños encontraron al gracioso dormido sobre un montón de hojas caídas a la orilla de un río. Supieron que era un gracioso porque llevaba la ropa hecha jirones y la cara arañada y sucia de barro. Se congregaron a su alrededor para mirarlo, dándose codazos y con risitas tontas.
—Despertémoslo. Hagámoslo bailar.
—No, no, que nos maldecirá.
—Quiero ver cómo baila su danza graciosa.
El más atrevido buscó un palo y aguijoneó al gracioso hasta que despertó, mientras los demás permanecían convenientemente alejados. El gracioso golpeó el aire con torpes puñetazos y luego gruñó más que dijo:
—Aléjate, anciana, aléjate.
El niño del palo se partía de risa.
—¡Anciana! ¡Ha dicho anciana!
Las carcajadas del grupo despertaron al gracioso. Era alto, más alto de lo que esperaban, y tenía los ojos desorbitados, y su gruñido era como el de un animal. Se escabulleron entre los árboles sin dejar de reír. El gracioso golpeó el aire con los puños y luego se quedó en silencio, mirándolo todo.
—¡Eh, gracioso! —gritaron los niños—. ¡Viejo y chiflado gracioso!
Le tiraron piedras.
—¡Que vuelva a gruñir!
—¡Que baile!
Las pedradas enloquecieron al gracioso. Se lanzó a la carrera por entre los árboles y los niños corrieron delante de él, chillando. Pensaban que los perseguía, pero cuando los alcanzó siguió hacia la playa, con lo cual se dieron cuenta de que no los perseguía sino que escapaba de ellos, así que se envalentonaron.
—¡Vamos! ¡A ver si lo pillamos! ¡Ya es nuestro!
Siguieron al gracioso por entre los árboles y por la pedregosa playa. La marea estaba alta y el día era ventoso. Las olas avanzaban impetuosas y rompían en cascadas de cremosa espuma. El gracioso se fue derecho hacia una ola que se acercaba, que lo empapó y lo tiró de espaldas. Los niños recogieron piedras y, cuando se dio la vuelta desconcertado para volver a la playa, lo apedrearon.
El gracioso se detuvo y agitó las manos en el aire y gruñó sordamente.
—¡Eh, gracioso! —gritaron entonces los niños—. ¡Baila!
Y volvieron a apedrearlo. Él se volvió de espaldas para protegerse la cara de las pedradas. Otra ola rompió contra él. Soltó un alarido. Luego, para gran contento de los niños, se puso a bailar.
Filka, que en el pasado había sido pastor y que una vez había oído las voces en su cabeza, empezó a bailar. Era lo único que podía hacer cuando el mundo se volvía tan hostil. Su danza no le devolvía la dulzura con la que durante algún tiempo lo habían obsequiado, pero conseguía detener la sensación de dolor de su vida. Giró sobre sí mismo vuelta tras vuelta, los brazos estirados hacia arriba, sintiendo las salpicaduras del agua salada y oyendo las risas burlonas de los niños. Luego, a medida que los giros aumentaban de velocidad, se puso a gemir y después a saltar y, finalmente, acabó presa del frenesí. Vuelta tras vuelta, los ojos abiertos que sólo veían un cielo borroso, gimiendo y girando hasta aullar, con el largo cuerpo convulso, Filka se impulsaba cada vez con mayor rapidez, buscando el trance.
Cuando una ola rompió sobre él, otra lo hizo dentro de su cabeza, inundando su boca, su nariz, sus ojos y sus oídos, y entró en trance. Siguió girando, pero ya sin conciencia de sí mismo, y dejó de gritar. Tenía la boca abierta de par en par, los ojos en blanco, y sonreía sin dejar de dar vueltas.
—¡Está bailando! ¡Está bailando!
Los niños se reían y gritaban y daban vueltas y vueltas ellos también, imitando al gracioso. Luego las carcajadas cesaron.
Deslizándose hacia ellos con una ola apareció una forma negra que se sacudía. Emergió de la ola y vieron un rostro blanco y unos brazos que se estiraban. Retrocedieron dando gritos.
—¡Un muerto! ¡Un muerto!
El mar lanzó el cuerpo sobre el gracioso, que cayó bailando. Y luego, la gran ola se lo tragó, lo revolcó y lo devolvió a la playa. Y allí estaba en la playa el hombre muerto abrazado al gracioso, que yacía tumbado en la arena.
—¡Ha venido por él! —chillaron los niños—. ¡El muerto ha venido a llevarse al gracioso!
El gracioso luchaba para desembarazarse de aquel peso muerto. Consiguió zafarse y se puso de pie, pero mareado a causa de los vertiginosos giros, se volvió a caer y adelantó las manos para amortiguar la caída. Sus puños se hundieron en el blando vientre del abogado y de su boca brotó un chorro de agua de mar.
—¡Puaf! —exclamaron los niños—. ¡Qué asco!
Otra ola se les echó encima, al gracioso y al muerto. Los espectadores los perdieron de vista y, cuando el agua se retiró, los niños vieron una cosa sorprendente. El gracioso había cogido una mano del muerto, que se estaba levantando. Se movía. Estaba vivo.
—¡Lo ha revivido!
Todos lo vieron con sus propios ojos. Allí, en la orilla batida por las olas, acababa de ocurrir un milagro. Atemorizados y ansiosos por dar la noticia, los niños se dieron la vuelta y corrieron hacia el campamento donde los esperaban sus familias.
* * *
Salvaje despertó de un sueño en el que trataba de correr y no podía mover las piernas. Sabía que debía correr, pero era imposible. Lo retenían con sus manos enormes y no lo dejaban marcharse.
—¡Dejadme ir! ¡Dejadme! —gritaba.
Entonces se despertó. Sintió tirones en un brazo. Detrás de él sonaban los truenos. Estaba conmocionado y no podía respirar. Se dobló hasta tocarse el pecho con las rodillas y vomitó sin parar, expulsando un jugo amargo de todas las cavidades de su cuerpo.
El agua se desplomó sobre él. El miedo dio fuerza a sus miembros entumecidos. Sacó la cabeza y se afirmó sobre los pies. Luego echó a andar con mucha dificultad hacia la tierra seca, dejando atrás la playa.
Después de alcanzarla se derrumbó y, boca arriba, aspiró el aire a grandes bocanadas. Sobre él se inclinó un rostro, el de un asombrado joven de su misma edad.
—Estabas muerto —exclamó el joven, con los ojos abiertos de par en par—. Estabas muerto y ahora estás vivo.
* * *
En el campamento de vagabundos nadie hizo demasiado caso a los niños, al principio. Estaban sumamente excitados y corrían de un lado para otro gritando algo sobre un hombre muerto, pero las madres estaban demasiado ocupadas desollando un buey y los padres encendiendo un fuego para calentar y trabajar el hierro con el que iban a reparar las ruedas del carromato, por eso nadie los escuchaba. Fue más tarde, a la hora del almuerzo, cuando empezó a correr la historia. Desde luego, los mayores no se creyeron ni una sola palabra. Pero todos los niños contaban la misma historia, y parecían tan seguros de lo que habían visto que un grupo de adultos se puso de acuerdo para acompañarlos hasta la playa y ver el milagro con sus propios ojos.
La playa estaba desierta.
Los niños dijeron que se lo había llevado hasta los árboles y corrieron hacia allí, dando voces.
—¡Eh, gracioso! ¿Dónde estás?
Lo encontraron donde antes había estado durmiendo, sobre el montón de hojas, al lado del riachuelo. El muerto estaba con él, con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol. El gracioso le daba agua del riachuelo en una taza de hojalata.
Los niños los señalaron. Los adultos formaron corro e hicieron una pregunta al gracioso.
—¿Dónde has encontrado a este hombre?
—Salió del mar —respondió el gracioso, evitando mirarlos.
—Era un muerto —intervino uno de los niños.
—¿Es cierto? ¿Era un hombre muerto?
—Muerto y ahogado —respondió el gracioso.
—Ahora no está muerto, ¿verdad?
—Ahora no.
—¡Lo ha tocado! —exclamó un niño—. ¡Lo ha tocado, lo ha revivido!
—¿Es cierto? ¿Lo has resucitado?
El gracioso frunció el ceño, pensativo. Luego asintió.
—Así es —dijo—. Lo he resucitado.
Los vagabundos se quedaron en silencio, atemorizados. Miraban cómo el hombre muerto bebía agua, y lo veían parpadear, y el pecho se le hinchaba lentamente con cada inspiración. Todos habían oído hablar de los extraños poderes de un gracioso. Decían la buenaventura o lanzaban pequeñas maldiciones. Aquella era la primera vez que oían que un gracioso reviviera a un muerto.
Empezaron a tratarlo con respeto.
—Tenemos comida en el campamento —le dijeron—. ¿Quieres comer con nosotros?
El gracioso se dio cuenta enseguida del cambio de tono y comprendió que tenía que ver con el muerto.
—¿Y él? —preguntó, señalando con la cabeza el cuerpo exhausto.
—Lo llevaremos nosotros.
Hicieron unas parihuelas con ramas y lo transportaron hasta el campamento. El gracioso iba detrás.
* * *
Salvaje estaba en duermevela, demasiado débil para hablar. Vio pasar los árboles y las nubes entre las ramas desnudas y percibió un movimiento de vaivén y oyó voces. Luego se dio cuenta de que lo bajaban al suelo. Sintió el reconfortante calor del fuego. Volvió la cabeza y observó el parpadeo de las llamas. Su cuerpo empapado y aterido empezó a temblar a medida que su piel recobraba la sensibilidad. Percibió el olor de la carne asada.
Varias manos lo levantaron en vilo y lo sentaron. Le pusieron en la boca un pedazo de carne asada, pero tenía la lengua hinchada y torpe, y no podía mover las mandíbulas. La carne se cayó de sus labios entumecidos.
—Sopa —dijo alguien—. Dadle sopa.
Le pusieron una cuchara en la boca y por su garganta se coló un sabroso y tibio caldo. Se atragantó, pero acabó tragando. La sopa le llenó el estómago y lo hizo entrar en calor. Abrió los ojos, trató de sonreír para dar las gracias.
La mujer de uno de los vagabundos se le puso delante y estudió su cara con la máxima atención.
—Yo te conozco —le dijo—. Tú eres Salvaje.
Salvaje sólo pudo parpadear para responder, pero el parpadeo era un sí. La mujer se puso de pie y gritó con todas sus fuerzas.
—¡Es Salvaje! ¡Tenemos aquí a Salvaje!
—Ya no tan salvaje —dijo una anciana que estaba sentada al lado de la gran olla, encogiéndose de hombros.
—Y adivinad quién quiere a Salvaje, ¿eh?
Esto provocó una carcajada general. Al parecer, todos sabían la respuesta.
Cuando Salvaje volvió otra vez en sí, sin saber que se había dormido, notó que se estaba moviendo, tumbado en el camastro de un carromato que avanzaba por un camino empedrado. Permaneció inmóvil y mirando al cielo. El gris día de invierno estaba tocando a su fin. Trató de levantarse pero se dio cuenta de que aún estaba demasiado débil. Al menos tenía la cabeza despejada.
«¿Dónde estoy?».
Se vio subido a la alta muralla del Nom. Recordó su salto y el momento de perfecta calma durante la caída.
«Si pudiera vivir así para siempre —pensó—. Si pudiera dar el salto para siempre».
Volvió la cabeza y vio las piernas del hombre que guiaba el carromato, colgando, y más allá el bamboleante flanco del buey que tiraba de él. También oyó otras pisadas trillando el camino a un lado del carro. A juzgar por la amplitud de la vista estaban al este del Gran Río, muy probablemente en el país de las colinas. Esa era la zona de la que procedía Estrella Matutina. Era una montañesa. Recordó su cara amable, con aquella mirada de asombro. Luego recordó a Buscador, su verdadero amigo.
«Pero ahora todo ha quedado atrás —pensó—. Nuestros caminos se han separado para siempre».
Más adelante abandonaron el camino real y vadearon un río. Oyó el chapoteo de las ruedas del carromato en el agua. Luego entraron en un túnel cuyo techo rocoso no estaba muy por encima de la cabeza. Veía cómo goteaba el agua de sus paredes inclinadas y los líquenes verdes que crecían en ellas. Reapareció la luz del día; las sombras ocultaban la claridad a intervalos. El carromato se detuvo.
Alrededor de Salvaje se oyeron voces exigentes, voces ásperas y amenazadoras. Los que lo acompañaban respondieron riéndose, con confianza.
—¡Está bien, echadnos! ¡Pero mirad antes lo que tenemos!
Una vez más levantaron a Salvaje y lo transportaron durante un corto trayecto. Cuando lo dejaron en el suelo fue con la espalda apoyada contra una valla de madera y, por primera vez, pudo echarle una ojeada al lugar donde estaba.
Se encontraba en una hoya, en la ladera de una colina, forrada de rocas y hierba y, el techo, de ramas entrelazadas. También habían entretejido con ellas zarzas y helechos para conseguir una cubierta que no protegía del viento ni de la lluvia, concebida únicamente para ocultar el espacio que se abría debajo. Salvaje reconoció aquello. Había estado en muchos escondites como aquel cuando era más joven. Era un campamento de bandidos.
A ambos lados de un arroyo había varias chozas de adobe con techo de paja. Entre las chozas ardía una hoguera, cubierta con madera húmeda para diluir el humo. El campamento estaba bien construido y bien oculto y, a juzgar por el número de adultos y jóvenes que se habían reunido para verlo, era la base de una banda numerosa.
Uno de los jóvenes se le aproximó mucho para verlo de cerca. Salvaje se dio cuenta asombrado de que lo conocía.
—¡Shab! —exclamó, la lengua aún hinchada en su boca.
—¿Eres tú de verdad, Salvaje? —respondió Shab, impresionado.
Salvaje asintió débilmente.
—¿Es cierto que has regresado de la muerte?
Salvaje volvió a asentir.
Shab dio un paso atrás, como si se encontrase cara a cara con un ser sobrenatural.
—No tendrías que haberlo hecho, Salvaje —dijo el otro—. Los muertos deben seguir muertos.
—Lo hizo el gracioso —terció uno de los bandidos que había llegado con el carromato.
—Nunca había oído nada parecido —dijo otro.
—Mejor díselo al jefe.
Shab arrugó el entrecejo malhumorado.
—Los muertos deben seguir muertos —murmuró.
—Si el jefe se entera, serás tú el que acabe muerto.
—¿Si se entera de qué?
—De que tenemos aquí a Salvaje y lo dejamos marchar.
—¿Quién lo va a dejar marchar? ¡Míralo! ¡Parece un gato ahogado! No va a ir a ninguna parte.
—Entonces se lo dirás al jefe.
Shab volvió a fruncir el ceño. Salvaje había seguido este intercambio sin entender por qué Shab se mostraba tan reacio a aceptarlo. En los viejos tiempos de la Ciudad de los Vagabundos, él y Shab habían viajado juntos semanas enteras. ¿Por qué ahora lo quería muerto? De haber tenido fuerzas le habría dado de bofetadas y se habría arreglado todo enseguida.
—Eh, Shab —exclamó con voz débil.
Shab le dio la espalda. Hizo señas a sus compañeros y les dijo:
—Ponedlo en la cabaña de reposo. Se lo diré al jefe.
Dos miembros de la banda levantaron a Salvaje, uno por cada lado, por debajo de los brazos, y lo llevaron a una de las cabañas. Allí había un camastro sobre el que habían extendido paja. Dejaron a Salvaje solo y a oscuras. Fuera de la choza, la oscuridad iba en aumento. Dentro, bajo el doble techo de hojas y paja, apenas había luz.
Cerró los ojos. «Shab se lo dirá al jefe —pensó—, y el jefe vendrá a verme y me explicará lo que pasa».
¿Y después? Salvaje no tenía planes para después. Había escapado del Nom por miedo al lavado y porque no le querían allí. Pero no tenía un nuevo destino. Tal vez se marchara lejos, muy lejos.
Oyó pasos que se acercaban y el roce de la cortina de la puerta cuando alguien entró en el reducido y oscuro espacio de la cabaña de reposo. Se volvió para mirar, pero no vio más que una silueta negra recortada sobre la profundidad de las sombras.
—¿Eres el jefe? —preguntó.
—Así es —afirmó una voz de mujer que él conocía—. ¿Me recuerdas?
«¿Caressa?».
—Siempre supe que volverías.
Se dio la vuelta en la puerta y pidió una luz.
—Tú no quieres verme, princesa.
—¿Qué es eso de que estabas muerto?
—No lo sé. Tal vez estaba muerto.
—Y ahora has vuelto.
A través de la puerta le pasaron una tea encendida. Caressa la llevó hasta donde yacía Salvaje y lo examinó a la luz parpadeante de la llama. También él la miró. En los meses que habían pasado desde que se habían visto por última vez se había puesto todavía más guapa. La mata de pelo negro enmarcaba sus grandes ojos también negros, sus mejillas rotundas, sus carnosos labios, pero percibía una autoridad en ella que antes no tenía. Caressa había sido siempre exigente. Ahora tenía el aire de alguien que espera que se cumplan sus deseos.
—Te vistes con ropas de encapuchado —comentó ella.
—Sí.
—¿Eres un encapuchado, Salvaje?
—Ya no.
—Vamos a darte ropa seca.
Ordenó al hombre invisible que esperaba al otro lado de la puerta que la trajera. Luego se arrodilló al lado de Salvaje y le acarició su larga y húmeda cabellera con los dedos, mientras la llama chisporroteaba en la tea encendida.
—Te han dejado seco, Salvaje. Te han hecho polvo.
—Estoy de vuelta, princesa.
—De vuelta de la muerte.
Llegó la ropa.
—¿Necesitas ayuda?
—No —respondió Salvaje, avergonzado de que tuvieran que vestirlo otros.
Caressa lo dejó solo en la choza, con la tea clavada en el suelo de tierra. Salvaje logró sentarse por sus propios medios y se palpó las extremidades. Levantó primero un brazo, luego otro. Estaba recuperando las fuerzas.
Con movimientos lentos, descansando después de cada maniobra, se despojó de la ropa húmeda y se vistió con la que le habían prestado. La llama de la tea se apagó. Acabó de vestirse a oscuras. Luego levantó la cortina de la puerta y se sentó a observar el trajín del campamento.
Había oscurecido y los miembros de la banda estaban reunidos alrededor de la hoguera, acercando al fuego trozos de carne clavados en la punta de sus cuchillos, tratando de asarlos al calor de las brasas encendidas. El bailoteo de las llamas se reflejaba en sus rostros y sus tranquilas voces se diluían en la hoya junto con el humo. Era la clase de escena de la que Salvaje había formado parte toda su vida antes de convertirse en un encapuchado. Ahora, contemplando desde fuera aquel círculo en el que dominaban el fuego de campamento y la camaradería, sintió una súbita nostalgia de aquellos días.
Siempre había sido uno de los malos, pensó. Siempre había sido un bandido. Pertenecía a ese mundo.
Contempló la espléndida belleza de Caressa mientras se movía entre sus hombres, y la cara de Shab cuando la miraba, buscando señales de favor que nunca llegarían. Ahora entendía bien por qué Shab no deseaba que Salvaje volviera de la muerte. Pero él sabía que Shab no tenía ninguna oportunidad. Había demasiado anhelo en su mirada. Ese era el tipo de mirada que despertaba la crueldad de Caressa.
Pero ahora era la jefa.
Salvaje rio quedamente. «Bien por ella —pensó—. Caressa, la reina de los bandidos y sin ningún rey a la vista».
En ese instante ella se dio la vuelta, como si la hubiesen alertado los pensamientos de Salvaje y se hubiera dado cuenta de que la observaba desde la oscuridad de la choza. Se apartó de la hoguera y se le acercó.
—Acércate el fuego. Deja que te veamos.
—Voy —aceptó él.
Caressa se sentó a su lado mientras su banda asaba carne de cabra, bebía licor y hacía bromas alrededor de la hoguera. Sólo Shab permaneció apartado. De vez en cuando miraba en derredor, escrutando las sombras que los rodeaban, con una botella en la mano para él solo.
—¿Qué tal Shab? —preguntó Salvaje.
—Muy bien —respondió Caressa.
—Estaría contigo, princesa, si tú quisieras.
—Lo estaría si yo quisiera, pero no quiero.
—¿Tienes otros planes?
—Dije que te esperaría, Salvaje, y lo he hecho. —Lo dijo en voz muy baja, casi un susurro en la noche, pero su voz era firme. Salvaje quedó impresionado de su aplomo.
—Ya has dejado de quererme, princesa.
—¿Y eso, por qué?
—Porque he estado ausente demasiado tiempo. Ya queda poco en mí de lo que era antes.
—Tal vez no me importe demasiado.
—Ahora tú eres la jefa, princesa. Necesitas más de lo que yo puedo darte.
—Puede que sí. Y tal vez lo tenga ya, pero siempre te he querido a ti, Salvaje. Desde que tenía nueve años. Y siempre te querré.
En ese instante, Shab se levantó y se les acercó.
—¿Me mirabas, Salvaje? —preguntó.
—A ratos —respondió Salvaje.
—Vuelve a tu sitio, Shab —ordenó Caressa.
—Nadie me mira de ese modo —insistió Shab—. No, a menos que quiera algo más que mirar.
—Márchate y acuéstate, Shab —repitió Caressa—. Estás borracho.
—¿Quieres algo más que simplemente mirar, Salvaje? ¿O acaso te estás volviendo demasiado sabio y viejo?
—No sigas por ese camino, Shab —lo avisó Salvaje sin alterarse.
—Me parece que voy a seguir —le desafió Shab.
—¡Míralo! —lo increpó Caressa—. Estuvo a punto de morir. ¿Cómo va a luchar contigo? Debería darte vergüenza, Shab. Espera a que haya recobrado las fuerzas.
—No hay sitio para él aquí —insistió obcecadamente Shab—. O se va, o lucha. Estoy en mi derecho.
—Será mejor que acabemos con esto —concluyó Salvaje—. Dame una mano, princesa.
—No voy a permitir esto.
—Tienes que hacerlo —la disuadió Salvaje—. Eres la jefa.
Entre los bandidos, todo hombre tenía derecho a resolver sus disputas cuerpo a cuerpo, bajo la mirada del jefe. Caressa le tendió la mano porque no tenía elección, pero al hacerlo sacudió su oscura melena con rabia.
Salvaje se puso de pie y trató de recuperar el equilibrio. Estaba tan débil que un simple empujón podía tirarlo de espaldas. Pero quizá fuese lo mejor. Si Shab conseguía ponerlo de rodillas tal vez Caressa lo viera como realmente era, no como lo soñaba cuando aún era un niño.
Dio un paso al frente y entró de lleno en el círculo de luz de la hoguera. Caressa no apartaba la vista de él, y Salvaje captó en su rostro una repentina sonrisa. Era por su ropa. Se echó una mirada y se vio vestido de rojo y azul con destellos de hilo de oro. Volvía a ser un bandido.
Shab se situó ante él, con los brazos doblados y balanceándose ligeramente. El resto, convencido ya de que iba a haber pelea, se acercó y formó un corro.
—Esto no resuelve nada, Shab —lo avisó Caressa con la voz teñida por la rabia.
—Estoy en mi derecho —replicó Shab.
—Adelante, entonces. Estoy cansada de todo esto.
Shab avanzó un paso para ponerse a tiro. Salvaje permaneció firme, con ambos brazos pegados a los costados. Sin darse cuenta siquiera había adoptado la postura de Alerta Tranquila.
—¿Estás listo? —lo acució Shab.
—Estoy listo.
Shab clavó su mirada en él, temblando de odio. Salvaje se la devolvió, asombrado por semejante odio. Él se sentía libre de pasiones. Se dio cuenta de que podía anticiparse a las intenciones de Shab.
Shab inició la pelea lanzando un puñetazo.
Salvaje actuó instintivamente. Sin mover un solo músculo, impuso su propia voluntad a la voluntad de Shab y el golpe de este se quedó corto.
Shab volvió a golpear repetidas veces y falló otras tantas. Los espectadores empezaron a reírse. Shab se puso intensamente rojo y descargó un huracán de golpes. Ninguno llegó a su destino. Salvaje seguía de pie, con los ojos clavados en Shab y sin moverse.
Las carcajadas eran cada vez más estentóreas y burlonas. Salvaje se dio cuenta de que debía acabar con aquello, para bien de Shab. Levantó dos dedos y, sin tocar a su oponente, lo puso de rodillas e hizo que su cabeza tocase el suelo.
Las risas se cortaron de golpe. Ninguno de aquellos hombres había visto jamás una demostración de fuerza semejante. Shab permanecía de rodillas, callado, derrotado, humillado. Los ojos de Caressa brillaron.
—Sigues siendo el mejor, Salvaje —se congratuló—. Y yo sólo me conformo con el mejor.