8


Aprendiendo a montar

El enorme ejército de Amroth Chajan avanzaba lentamente por las fértiles llanuras de la Gran Cuenca, consumiendo todo el grano almacenado para el invierno y sacrificando todo el ganado a su paso. La fama de la crueldad de los orlanos los precedía y no encontraban resistencia. Los habitantes de las regiones que atravesaban se reunían en grupos silenciosos para verlos pasar, y miraban con espanto los elegantes caspianos que montaban los jinetes. Eran los primeros caballos que se veían por esas tierras.

Eco Kittle, en el cortejo del Gran Chajan, todavía no había montado el caballo que le habían regalado. Todos los días le preguntaba al Chajan si ya estaba preparada, y día tras día él movía la cabeza en sentido negativo y le respondía: «Aún no».

Ya no podía tardar en estarlo. Cuanto más tiempo pasaba con Kell, mejor parecía entenderla el animal. A menudo se daba la vuelta y se lo encontraba observándola, con sus ojos separados pensativos y rápidos, y le decía: «¿Qué ocurre, Kell?». Entonces el animal sacudía su hermosa cabeza y se le acercaba para quedarse quieto a su lado, y ella sentía que intentaba comunicarle que cuidaba de ella.

A la dureza del incesante avance de las tropas se sumaba el atrevimiento de los hijos del Chajan, todo lo cual la tenía en una permanente irritación. Adondequiera que fuese, allí estaba Sacha peinándose el cabello con los dedos, esa melena que él consideraba su rasgo más atractivo, o Alva, habitualmente desnudo hasta la cintura mostrando su musculoso torso, o Sabin, que nunca decía nada pero la miraba como un perrito hambriento.

En su tienda empezaron a aparecer regalitos: una bandeja de pastelitos de miel, un brazalete de cuentas. Nunca había una nota escrita con el nombre del obsequiante, de modo que Eco no sabía a quién agradecérselo. Esto le venía muy bien, porque no sentía agradecimiento alguno. Se sentía acosada. Dejó los regalos fuera de la tienda, donde el Chajan pudiera verlos.

—¿Qué es eso? —le preguntó él.

—No es mío —respondió ella—. Alguien los dejó por equivocación en mi tienda.

—Son obsequios de amor.

—Entonces, ¿por qué no vienen acompañados de una nota?

—¿Una nota?

—Para saber de quién son.

El Chajan soltó una carcajada.

—Mis hijos no saben escribir. Esto son regalos que te mandan para ganarse tu favor.

—Entonces haz el favor de decirles que no pierdan el tiempo.

—No les diré nada de eso. Por orden mía están compitiendo por ti. El ganador te aceptará como su prometida en una ceremonia que celebraremos en la ciudad de Radiancia. ¿Conoces Radiancia?

—Nunca he estado allí —respondió Eco.

—Me dicen que es una ciudad opulenta, muy hermosa. Me encantará que el rey de Radiancia me rinda pleitesía. Después, en la fiesta de la victoria, os casaréis.

—¿Voy a ser entregada como trofeo?

—Tú misma te entregarás al que elijas.

—No tengo preferencia por ninguno. Los tres son igual de aburridos y de feos.

Al oírla el Chajan suspiró.

—No lo niego. Tenía la esperanza de que en la competición por conseguir tu favor saliesen a la luz cualidades todavía ocultas.

—No lo haré —insistió Eco—. No puedes obligarme.

—Claro que puedo. Harás todo lo que tengas que hacer para complacerme. Lo que no me complace lo pisoteo.

Después de esto los regalos de amor se acabaron. Los sustituyeron las palabras. Eco consideró que esto empeoraba las cosas.

—Tus ojos son como ciruelas maduras —le dijo Alva Chajan una mañana. Lo dijo sin rodeos, acercándose por detrás mientras ella acariciaba a Kell. Eco no respondió. Al cabo de un momento, él desapareció.

Sacha Chajan era más insistente.

—Tu boca es suave como la de un potro —le dijo— que se amamanta de la ubre del amor.

Eco fingió no haberlo oído. Él insistió:

—La cabeza de mi amada es una tarta. Su piel es pálida como el mazapán.

Eso ya era demasiado. Se dio la vuelta y se enfrentó a él.

—¿De dónde has sacado esa tontería?

—Del casamentero —respondió él, parpadeando levemente.

—Entonces necesitas un casamentero mejor.

—Es cierto —admitió Sacha apenado—. Son mejores las casamenteras. Pero estamos en campaña y sólo hay hombres.

Más tarde, ese mismo día, Eco oyó gritos y una refriega. Cuando salió de la tienda se encontró a un hombre encorvado sobre un barril al que estaban dando latigazos. Era uno de los cocineros.

—¿Qué hizo? —preguntó conmovida por sus desgarradores gritos.

—Anduvo por ahí haciendo de casamentero —le respondieron.

—Mejor haría en dedicarse a las tartas.

Esa tarde Eco lo vio fuera de la cocina. Estaba acostado sobre un catre con su desollada espalda cubierta por una cataplasma de barro frío.

—Siento que te hayan azotado —se disculpó ella—. No era culpa tuya.

—Mis palabras de amor fracasaron —respondió con tristeza el cocinero—. No sé lo que falló. Antes siempre me habían funcionado.

—Resultaban un poco apresuradas —lo instruyó Eco.

—Ah, bueno. Esa es la cuestión. Hace falta tiempo. Hay que preparar el terreno.

—Eso es, supongo que ahí radica la diferencia.

—Tus nalgas —recitó tiernamente el cocinero— son las almohadas de mis sueños.

—Esa no me la han dicho.

—Creo que es mi favorita.

—Dime una cosa sobre estas frases de amor. ¿Tu método es tomar las partes del cuerpo y luego encontrar algo con qué compararlas? —preguntó Eco.

—¡Eso es exactamente lo que hago! —exclamó el cocinero muy sorprendido—. Pero no se lo digas a nadie. Podrían aparecerme competidores si se divulgara mi método.

—No se lo diré a nadie.

Eco se habría reído en las narices del cocinero-casamentero de no haber sido por los verdugones de su espalda. Además, le gustaba burlarse de los hijos del Chajan, pero su padre había hecho saber a todo el campamento que uno de ellos la tomaría como esposa. Su tremendo orgullo no soportaría que Eco los siguiese rechazando por mucho tiempo.

El más insistente de sus pretendientes era Alva, el hijo mediano del Gran Chajan. El más atlético y belicoso de los tres, le anunció un día que desafiaría a todos los pretendientes al modo tradicional orlano de hacer la corte: en una justa de habilidad y fuerza llamada «jagga».

—Lucharé por ti —le aseguró a Eco—, y si gano me tendrás que dar un beso como es nuestra costumbre.

—Será la vuestra —respondió Eco—, pero no es la mía.

El gran ejército había acampado al final del día. Se corrió rápidamente la voz de que Alva Chajan había convocado un jagga y que se darían cita un buen número de jóvenes para demostrar su destreza. Eco no tenía ni la menor idea de lo que era un jagga y, al principio, tenía la curiosidad suficiente como para esperar y observar.

A caballo, el torso desnudo, armado sólo con su látigo, Alva se enfrentó a su primer oponente en campo abierto. Levantó el látigo para saludar a Eco y luego lanzó un estentóreo grito.

—¡Ya, jagga!

Cabalgó hacia su oponente, haciendo restallar el látigo, y ambos se enzarzaron en una confusa lucha. Los dos eran ágiles y duchos en evitar el látigo del otro, por eso se separaron sin un solo rasguño.

El propio Chajan presenciaba la justa y aplaudía ruidosamente.

—¡Alva! ¡Derríbalo, chico!

Eco entendió que el objetivo era derribar al oponente. Mientras observaba vio cómo el látigo de Alva se curvaba, aferraba y arrastraba, pero el otro jinete inmediatamente forzó su caballo a girar y consiguió zafarse. Tanta destreza asombraba a Eco. En esos momentos caballo y jinete parecían fundirse en un solo ser.

—¡Que no se te escape, chico! —vociferó el Chajan—. ¡Síguelo! ¡Síguelo!

Alva estaba dominando la situación. No había muchas dudas con respecto al resultado. Bailaba alrededor de su oponente, tanteándolo, preparándose para asestar un golpe definitivo. Luego se aproximaría al trote a Eco, reluciente de gloria y sudor, y pediría su beso de vencedor.

Eco esperó el momento de ese ataque, cuando la atención de todos estaba centrada en los combatientes, y se escabulló.

—Ven, Kell —susurró. Kell echó a andar dejando las suaves marcas de sus cascos sobre la hierba tierna hasta su lado.

Pero había tardado más de la cuenta en tomar la decisión de escapar. Un grito clamoroso de los espectadores la hizo volverse y entonces vio que Alva Chajan acababa de desmontar a su contrincante.

—Lo siento, Kell —se disculpó con el caballo—. No tenemos tiempo para conocernos mejor. Te necesito ahora.

Montó de un salto sobre la grupa del caballo como había visto hacer a los orlanos, se aplastó sobre el lomo del animal, abrazó su cuello y presionó fuertemente sus flancos con los muslos. Kell enseguida se lanzó a medio galope a través del campamento. Eco no tenía muchas posibilidades de echar la vista atrás, de modo que no tenía idea de si Alva la había visto partir y la perseguía.

Kell, que galopaba cada vez más rápido, dejó atrás las últimas tiendas de los orlanos y se internó en las tierras de labor circundantes. Eco daba bandazos, pero se apretaba contra el caballo con todas sus fuerzas. Cuando tuvo que aflojar la presión debido al cansancio, decidió arriesgarse a erguirse sobre el animal. Se enderezó y se fue hacia la izquierda. Lanzó todo su peso hacia la derecha y se cayó.

Kell se detuvo un poco más adelante y se dio la vuelta para mirarla con sus grandes ojos llenos de reproche.

—¿Qué esperabas? —se justificó ella—. Nunca había hecho esto.

Se puso de pie y Kell se le acercó al trote. Eco miró en derredor y no vio señal alguna de persecución.

Entonces tomó conciencia de que había cabalgado por primera vez, mal, desde luego, pero era un principio.

—Vamos a intentarlo otra vez —dijo—. Y ahora, a un trote más lento.

Saltó sobre el lomo de Kell y se aferró con fuerza a sus crines. El caballo empezó a andar a paso lento. Eco experimentó en su cuerpo el vaivén de la marcha y se preguntó insistentemente cómo conseguiría mantenerse erguida al trote sin colgarse del cuello del animal. Trató de anticiparse a cada balanceo con un desplazamiento del peso de su propio cuerpo, y no tuvo éxito. De nuevo volvió a inclinarse demasiado hacia un lado, y otra vez volvió a caer al suelo.

Se hizo daño. Estaba enojada. ¡Parecía tan fácil cuando lo hacían los orlanos!

Volvió a montar.

—Por favor, Kell —murmuró—, no me lo pongas más difícil de lo necesario.

El caballo empezó a andar calmadamente una vez más, y Eco se bamboleó sobre su lomo. Evitaba caerse sólo gracias a la presión tremenda que ejercía con los muslos contra los flancos del caballo. Cuando el animal se lanzó al trote, la cosa cambió. Saltaba arriba y abajo, como un guisante sobre un tambor, y todas y cada una de las partes de su cuerpo, desde los dientes a la punta de los dedos, se movían sin parar. Eco pensó que no tardaría en quedar hecha pedazos. Luego, con una repentina sacudida, Kell inició un medio galope. Después de las dificultades de ir al trote, aquello le resultó más fácil, pero se movían más rápido y cada vez que los cascos del caballo tocaban el suelo Eco estaba a punto de caerse. Se inclinó hacia delante y se abrazó al cuello de Kell como había hecho antes. Pero entonces el animal volvió a cambiar el ritmo y corrió como un rayo sobre el suelo compacto en una auténtica galopada.

En ese momento, Eco supo que iba a caerse y que sería una caída muy dura.

—¡Kell! ¡Por favor, Kell! —se desgañitó.

Pero más adelante se apartó de las roderas de carro y bordeó un bosque de árboles pelados que aparecían y desaparecían en parpadeos de luz y sombra. Eco se bamboleaba esperando salir despedida para caer en la zanja. Luego le pareció que Kell corría más despacio. Notó el ritmo más amable del medio galope y respiró aliviada. Luego vino el trote. Convulsa y dolorida como estaba, el trote era más de lo que podía soportar. Aflojó las piernas, se dejó ir de lado y se escurrió desmañadamente hasta el suelo.

De modo que eso era cabalgar. No el elegante vuelo de pájaro que ella había imaginado, no la suave carrera sin esfuerzo por las copas de los árboles. Era una actividad agitada y espeluznante, y le dolía todo el cuerpo.

—No es culpa tuya, Kell. Lo que pasa es que no lo hago bien.

Kell apoyó el morro sobre su hombro, como diciéndole: vamos, monta.

—Mejor paseamos un poco.

Eco no tenía idea de cómo volver al campamento. Había estado demasiado ocupada tratando de no caerse como para llevar cuenta del rumbo que habían seguido. De modo que dejó que Kell tomase la iniciativa, confiando en que él sabía hacia dónde iba.

No tardaron en llegar al camino real, paralelo a una vieja muralla desmoronada. Sentado junto a ella, sobre algo que Eco no podía ver, había un hombre de edad avanzada. Coronada por largas y enmarañadas guedejas grises, su cara era la más arrugada que ella hubiese visto. Las arrugas verticales se cruzaban con otras horizontales y con las patas de gallo. Incluso su nariz parecía torcida hacia arriba y hacia la izquierda. Semejante acumulación de surcos le daba una expresión permanente de alegre amabilidad.

Fijó con gesto miope los ojos castaños en Eco y Kell a medida que estos se le acercaban. Su estilo de vestir a ella no le resultaba familiar: abrigo azul oscuro, largo, con botones en la parte delantera y abierto en la espalda como una vaina de guisantes sobre otra prenda gris sujeta en la cintura con un cinturón. Iba descalzo.

—Buenos días —saludó, poniéndose de pie y sacando un robusto bastón de caminante con un asa provista de bisagra, que se doblaba como un pequeño asiento. Hizo una leve inclinación de cabeza.

»¿Está herido tu caballo? Tal vez os pueda ser de ayuda.

—No —respondió Eco—. Mi caballo no está lesionado.

—Pero no vas montada en él.

—Todavía no he aprendido a montar.

—¿Aún no sabes montar? —bromeó él, como si ella acabase de decir algo gracioso—. No es necesario aprender a montar. El cuerpo sabe cómo cabalgar sobre un caballo.

—Lo siento, pero mi cuerpo no —respondió Eco—. Me caigo al suelo.

—Eso es porque quieres caerte.

—¿Que quiero caerme? ¿Por qué habría de querer caerme?

—Oh, por miedo, sin duda. El miedo está detrás de los comportamientos más extravagantes. Cabalgar te asusta, por eso haces lo posible por caerte.

Eco estuvo a punto de decirle que le daba más miedo caerse. Pero decidió no hacerlo. Estaba interesada en las ideas del anciano.

—Entonces, ¿cómo puedo dejar de caerme?

Él la miró de soslayo.

—¿No te parece que digo cosas sin sentido?

—No. Bueno, no estoy segura.

—Muy bien. Si realmente entiendes lo que te estoy diciendo, no hay nada más que hablar. Tu deseo habrá cambiado ya. Recuerda, querida joven, todo el mundo consigue siempre lo que desea.

Eco no estaba de acuerdo en absoluto, pero no quería discutir. Quería aprender a montar.

—¿Qué debo hacer entonces?

—Montar… si eso es lo que deseas.

De modo que Eco volvió a saltar al lomo de Kell y se dijo que quería cabalgar y no caerse. No notó ninguna diferencia. Aún le parecía que se iba a estrellar contra el suelo en cualquier momento.

Entonces Kell tembló levemente. Después de eso, ella notó que se le relajaban los músculos de los muslos. No se había dado cuenta de la gran presión que había estado ejerciendo con las piernas. Cuando las aflojó, el lomo y los flancos de Kell cambiaron de forma bajo ella, o tal vez lo hicieron sus piernas. Fuera lo que fuese, adoptó una postura diferente sobre el caballo, mucho más cómoda. Enseguida le pareció que su cuerpo se adaptaba al de él. Al sentirlo, un escalofrío le recorrió la columna hasta los hombros, y de ahí hasta los brazos, y la rigidez de su espalda cedió y se curvó ligeramente. «¿Tan rígida estaba?», se dijo con asombro.

A cada reajuste de su postura, Kell se acomodaba también. Era exactamente lo mismo que acomodarse en las mantas para dormir: una especie de arrebujamiento para encontrar el calor y tener la seguridad necesaria para entregarse al sueño.

Kell echó a andar. Eco se sintió realmente en una situación distinta. Notó que los músculos del muslo de la pata derecha del caballo se desplazaban bajo ella, y el mismo desplazamiento se transmitía a sus propios músculos. Lo mismo ocurría con la pata trasera izquierda. Cuando cambiaba la posición de equilibrio, el peso de Eco se desplazaba como si fuera agua hacia el centro inmóvil.

—¡Oh, eres tan hermoso! —le gritó a Kell.

El caballo apenas había dado dos pasos y Eco estaba embelesada. El anciano tenía razón. No había aprendido aquello y nunca lo haría. Aquel movimiento, realmente agradable, era algo que no podía por menos que aceptar con gratitud y alegría.

Se inclinó un poco hacia delante, sin pensar en darle ninguna orden, y enseguida Kell apretó el paso.

—¡Oh, Kell! —susurró Eco—. ¿Cabalgaremos? ¿Cabalgaremos sin parar y para siempre?

Kell volvió su hermoso y largo cuello hacia ella y llenó los pulmones de aire prolongando su galope. El anciano los contempló, asintiendo en señal de aprobación, sin la menor sorpresa. El viento azotó las mejillas de Eco. Los ojos le escocían y los árboles del sendero empezaron a danzar en dirección a ella. Nada de sacudidas ni de vibraciones. Como las crines del cuello de Kell, volaba libremente, pero nunca lejos del animal. Era parte de él, y ambos corrían sobre la tierra.

Nunca había experimentado nada semejante, ni siquiera balanceándose de un árbol a otro en su bosque. La fuerza del caballo se había convertido en su propia fuerza, los latidos del corazón del animal retumbaban en la sangre de ella. Juntos podían recorrer el mundo como una nube en alas del viento. Levantó la vista cuando la inundó este pensamiento y vio las nubes en el cielo y sintió que el peso de su cuerpo se desplazaba una vez más para responder al movimiento del caballo. Dejó de preocuparse por la dirección en la que iban. La sensación era extraordinaria. La gran masa nubosa del cielo invernal, desplazando sus grandes continentes grises, se movía al compás de su propio cuerpo allí abajo, libre como un pájaro y sin miedo.

«¿Por qué me caía antes?», se preguntó. Caerse en aquel momento le habría exigido un enorme y deliberado esfuerzo, la perversa determinación de perder el equilibrio. Era tan fácil como caminar. Caminar requiere mil pequeños desplazamientos de los músculos a cada paso que damos, pero permanecer de pie es natural, se puede confiar en que el cuerpo lo hará sin que se le pida. Lo que no es natural es caerse. Así lo sentía ahora, montando a Kell. No necesitaba destreza sino confianza.

Cerró los ojos y cabalgó a ciegas, sintiendo que el animal se desplazaba en redondo trazando una amplia curva, inclinando el cuerpo de tal manera que pudiera seguir el giro de la montura. Galopaban más despacio y la piel le hormigueaba por el viento y la velocidad. Oyó el jadeo del animal y el tacatá-tacatá de sus cascos batiendo la tierra. Luego Kell aminoró la marcha hasta ponerse al trote y, seguidamente, al paso, sacudiendo la cabeza y alentando por la nariz.

Eco abrió los ojos.

Habían vuelto al lugar donde se encontraba el anciano.

—Te has convertido en una estupenda amazona —le dijo.

Ella sonrió, los ojos colmados aún de lejanía y ensoñación por la intoxicación de la cabalgada.

—Gracias por enseñarme a cabalgar.

—Oh, querida. —Levantó los brazos en un delicioso encogimiento de hombros—. Gracias a ti por ser tan encantadora.

—Creo que debo volver.

—Claro, claro. Vuelve ya.

Eco palmeó el cuello de Kell y el caballo inició la marcha. Mientras se iban, Eco se dio la vuelta para dedicar una última mirada al anciano.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Me llaman Jango —respondió él y agitó en el aire su bastón para responder a la despedida de Eco.

* * *

Kell avanzaba con mayor rapidez. No tardaron en perder de vista el sendero por el que cabalgaban, y el muro semiderruido y al anciano en cuanto tomaron el camino por el que habían venido.

Mientras cabalgaba, se sorprendía Eco de lo fácil que le habría sido dar la vuelta y enfilar hacia el Glimmen. Por un instante la tentación fue muy fuerte. Nunca le había parecido tan adorable su modesto mundo poblado de árboles. Pensó en su padre trabajando en la fabricación de sus muebles caseros, sonriendo con orgullo por el modo en que lograba hacer sus sofás, a la vez cómodos y ligeros. Pensó en su madre ideando nuevas combinaciones de colores para la sala de estar y llegando a la conclusión, a regañadientes pero con felicidad, de que ya necesitaban cortinas nuevas. Sus padres le habían parecido siempre ridículos; pero ahora veía y sentía lo que no había entendido antes, que bajo la apariencia de muebles y adornos llenaban sus habitaciones de las copas de los árboles con amor.

—Volveré —dijo en voz alta.

Pero aún no. No con un ejército de orlanos pisándole los talones con órdenes de quemar el Glimmen. Primero tenía que encontrar a los nomanos, que eran los únicos que tenían fuerza para humillar al Gran Chajan.