7


Fuerza ilimitada

Buscador estaba de pie al lado de su maestra en el centro de la Sala Capitular, y rodeándolos, sentados en las tres hileras de bancos escalonados de las paredes, estaban los miembros de la Comunidad. Directamente frente a él se sentaba el decano, con la cabeza ladeada y los ojos cerrados. Al lado del decano estaba, también sentado, el cetrino Senda Estrecha. Era Senda Estrecha el que lo había encontrado la primera vez que se había perdido en el Nom, y el que había abogado porque lo sometieran al lavado.

«Ahora me dirán que tengo que abandonar el Nom —pensó Buscador—. Salvaje y yo seremos expulsados al mismo tiempo».

Unas horas antes aquella perspectiva lo habría destrozado. Pero en aquel momento no estaba desanimado ni tenía miedo. Aún sentía el resplandor interior de aquella inmensa luz y, con él, la sensación de que algo en su vida había cambiado. Todo cuanto lo preocupaba había dejado de tener importancia.

La pálida luz de un nuevo día entraba por la claraboya del techo para iluminar la sala octogonal sin ventanas. Vio cómo lo observaba Resplandor. Sonrió para demostrar a su hermano que no tenía miedo, pero Resplandor no le correspondió. Senda Estrecha hacía comentarios al oído del decano y este asentía sin abrir los ojos. Senda Estrecha hizo entonces una señal a Miriander para que empezase.

—Hermanas y hermanos —empezó diciendo Miriander—, este joven novicio responde al nombre de Buscador de la Verdad. No os voy a decir nada sobre él. Sólo os pido que observéis.

«¿Observar qué? —pensó Buscador—. ¿Qué voy a tener que hacer?».

No tenía ni la menor idea. Pero tanto daba. Estaba claro que se trataba de una especie de prueba. Bueno, ya había tenido que pasar otras pruebas y había salido airoso. Recordó el salto desde la roca del templo de Radiancia, en plena noche, al vacío, y el miedo que había pasado. Sabía que nunca volvería a tener miedo. No era una bravuconada, era otra cosa. Había dejado de preocuparse.

«Eso es porque estoy jango», pensó, y sonrió.

Miriander hizo un gesto de cabeza hacia Suerte, maestro de lucha de los novicios. Suerte se levantó del banco y avanzó hasta situarse delante de Buscador. Le echó una rápida mirada, luego cerró sus gruesos párpados y adoptó la postura de Alerta Tranquila.

«De modo que voy a tener que demostrar mi fuerza contra mi maestro —pensó Buscador—. Será interesante».

—Saludo de respeto —indicó Miriander.

Hizo la reverencia tal como había aprendido.

—Adelante.

Buscador cruzó la mirada con la de su maestro. Este hizo el primer movimiento, una simple prueba de fuerza, pero Buscador pudo rechazarlo. Suerte volvió al ataque. Buscador se estremeció por el golpe, pero no cayó al suelo. Ninguno de los dos había hecho más que mover un dedo.

Buscador centró su atención en el lir que bullía en su interior y lo concentró en una larga y fina vara, una espada imaginaria que hizo surgir de su dedo índice. Mientras lo hacía, Suerte dio dos cortos pasos hacia delante y lo alcanzó con un golpe real en el costado derecho. El golpe fue tan potente que Buscador cayó al suelo, dando tumbos y deslizándose hasta tropezar con los pies de los nomanos que lo observaban.

De los bancos atestados brotó un murmullo. Buscador, tratando de ponerse en pie, captó la mirada de Miriander y apreció en su cara un gesto de perplejidad mezclado con vergüenza. «Esperaba que yo ganara. Muy bien. Ganaré».

Volvió al combate. Se colocó ante Suerte y volvió a dejar que el lir fluyese por su brazo derecho al dedo índice y, de ahí, a una espada invisible. Levantó el brazo y lo impulsó hacia delante, pero sin imprimirle velocidad ni peso, con la intención de propinar un empujón más que un golpe.

Suerte lo vio venir, sin duda. Estaba preparado para bloquearlo. Pero no pudo hacer nada: el impulso lo levantó del suelo y lo lanzó por los aires. Aterrizó hecho un ovillo y tosiendo en los bancos más altos atestados de nomanos.

Una exclamación de sorpresa salió de la boca de los espectadores. Miriander se permitió una breve sonrisa. Sendero Estrecho arrugó su lustroso entrecejo.

Buscador estaba tan sorprendido como los demás. Apenas había tenido que hacer ningún esfuerzo. Podía hacerlo mejor. Lo deseaba.

A Suerte lo ayudaron a bajar de las gradas. Sacudiéndose la ropa, volvió a adoptar su posición de combate. Esta vez no parecía adormilado. Cada fibra de su ser estaba en guardia, lista para golpear.

Sostuvo la mirada de Buscador. Luchó con él tratando de controlar su voluntad, pero no pudo. Buscador, en cambio, no luchó: le devolvió una mirada limpia y firme. El maestro de combate lanzó entonces un triple ataque: cambiando de táctica con tal rapidez que sus movimientos eran imprevisibles: golpeó alto, luego bajo, luego dio un salto en el aire para propinar un golpe horizontal con todo el cuerpo conocido como Flecha Mortal.

Buscador lo dejó paralizado en el aire sin hacer un solo movimiento. Luego dobló la muñeca derecha y le asestó un golpe seco. Suerte se sacudió como si lo hubiera alcanzado una viga en el estómago. Parecía haberse quebrado. Cayó al suelo doblado y no se movió.

Se hizo el silencio en la Sala Capitular.

Buscador sintió una corriente de exaltación que le quemaba todo el cuerpo. Lo que acababa de hacer, lo sabía bien, era sólo una décima, una centésima parte de lo que podría haber hecho. Intoxicado por el descubrimiento de su inmensa fuerza, levantó la mano y saludó en redondo a las gradas de nomanos que lo observaban, del mismo modo que un niño recorre con una varilla los barrotes de una reja. Uno tras otro, en rápida sucesión, los nomanos volvieron la cara como si los hubieran golpeado.

Luego se dieron la vuelta e inclinaron la cabeza hacia su maestra, Miriander.

Sendero Estrecho se inclinó hacia delante y clavó en Buscador una penetrante mirada.

—Ahora, joven —le dijo—, ¿estás agotado?

¿Agotado? En absoluto. Estaba lleno de energía.

Negó con la cabeza.

—¿Te sientes más fuerte que antes?

—Sí, hermano.

Ahora que lo había dicho, se daba cuenta de que era verdad. Se sentía más fuerte. Pero ¿cómo podía ser?

Echó una mirada al desmadejado cuerpo de su maestro de lucha. Suerte no se había movido. Sólo entonces se le ocurrió a Buscador pensar que su maestro podía estar gravemente herido. Olvidándose de las espantadas caras de la Comunidad, se arrodilló al lado de Suerte.

—Perdóname, maestro —imploró.

Suerte se estiró y levantó la cabeza para mirar a su pupilo. Trató de hablar, pero no pudo.

—No conocía mi propia fuerza —se justificó Buscador.

Suerte asintió y sonrió levemente.

—Ni la tuya ni la mía —susurró.

Entonces Buscador lo entendió. Con el golpe que había propinado a Suerte había absorbido también la fuerza del maestro. Esa fuerza, ese lir, había fluido hacia el propio Buscador.

«Cada golpe que doy me hace más fuerte».

Tendió una mano a su maestro de lucha para ayudarlo a levantarse. Sintió el peso de su brazo. Suerte había envejecido diez años.

Cuando Buscador se dio la vuelta vio que el decano se había despertado, si es que alguna vez había estado dormido. Con los ojos muy abiertos miraba a Buscador, con una expresión de tremenda tristeza. Buscador miró más allá de él, hacia las filas de caras expectantes. Los nomanos lo miraban fijamente en profundo silencio, como si fuera un terrible monstruo. En su corazón empezó a abrirse paso un dolor insoportable a medida que escrutaba un rostro tras otro y no encontraba en ninguno una expresión recíproca de amabilidad.

«¿Qué acabo de hacer? ¿Por qué me temen? Mi fuerza es su fuerza. Una fuerza como la que yo tengo procede del Todo y Único. ¿Acaso no soy una espada para proteger al Niño Perdido? ¿No soy un hermano entre hermanos?».

Se volvió hacia Miriander. Su hermoso rostro lo contemplaba con compasión.

—Te hemos estado esperando desde hace mucho tiempo —le dijo—. Al fin has llegado y sentimos temor.

—¿Por qué? —preguntó Buscador—. ¿Qué es lo que hay que temer?

—La fuerza ilimitada —respondió ella con voz queda.

Buscador sintió que un frío helado lo invadía de pies a cabeza. Todo a su alrededor le producía la impresión de que el mundo se había detenido. Las filas de figuras vestidas de gris se alejaron, convirtiéndose en figuras pintadas sobre la pared en sombras. La claraboya del techo se elevó en el espacio para convertirse en el blanco sol, una neblina distante entre las nubes. El suelo bajo sus pies desapareció y estaba de pie sobre las copas de los árboles, sobre las hojas agitadas por el viento.

Estaba fuera del alcance de la humanidad. Solo para siempre.

Abrumado por la desolación, cayó de rodillas, se llevó las manos a la cara y lloró.

* * *

Salvaje echó una ojeada en el exterior del almacén en el que se había escondido y vio que el patio estaba vacío. Nadie había ido a buscarlo. Al parecer, los nomanos tenían cosas más urgentes que atender. Los accesos y las puertas que conducían al noviciado estaban cerrados. No había razón alguna para temer que escapase.

Salvaje sabía exactamente lo que haría. Lo había imaginado tantas veces que era casi como si ya lo hubiera hecho. Pero esta vez, en lugar de imaginarlo, lo haría.

«Un salto perfecto».

Se aupó hasta la parte más baja de la muralla y, desde allí, valiéndose de los bloques irregulares de piedra para apoyar pies y manos, subió al parapeto.

Agachado, con las manos abiertas apoyadas en el muro, encontró el equilibrio y lentamente se puso de pie. De espaldas al patio tenía ante sí el ancho horizonte, el océano. Sintió cómo el viento revolvía su dorada melena y hacía aletear la capa que le cubría los hombros. Luego miró hacia abajo.

A mucha distancia las olas iban y venían estrellándose y rompiendo contra los acantilados de la isla. La marea estaba alta y el viento soplaba desde el mar: la parte baja de la inmensa muralla del Nom estaba difuminada por la neblina del rompiente. No había modo de saber qué profundidad tenía el agua ni hasta dónde se extendían los escollos.

«Pronto lo sabré —se dijo, consciente de que estaba a punto de correr un riesgo tan demencial como los que tantas veces había corrido en los viejos tiempos—. Si ganas, vences. Si pierdes, se acaba todo. ¿Y qué puede importarte?».

Estaba en mejor forma física que nunca. El entrenamiento en el Nom había convertido a un joven muy fuerte en un hombre que sabía cómo utilizar cada músculo de su cuerpo para lograr el máximo efecto. Nunca había entendido qué era aquello del lir, pero había aprendido a controlarlo y sabía que valía diez veces más como luchador que en el pasado. Admiraba profundamente a los nomanos y sabía que lamentaría hasta el fin de sus días no haber podido ser uno de ellos. Pero no se iba a quedar para que lo lavaran.

Oyó un grito procedente del patio y al volverse vio a uno de los domésticos, que lo señalaba con el brazo extendido y no dejaba de llamarlo.

—¡Baja de ahí! ¡Baja de ahí!

Volvió a colocarse de espaldas al patio y centró su atención en lo que estaba a punto de hacer. Aprovechándose de su entrenamiento desplazó su lir, concentrándolo en la boca del estómago, no para lanzar un golpe, como en combate, sino para proteger su propia vida todo lo posible cuando se zambullera en el agua. Cuando sintió que el lir fluía según sus deseos, su esbelto cuerpo se tensó y se puso en guardia.

Ya se oían más gritos procedentes del patio. Creyó reconocer la voz de Estrella Matutina y también la de Buscador. Agitó una mano por encima de la cabeza a modo de saludo y como gesto de despedida. Oyó el roce de manos y pies que trepaban por la muralla en su persecución. «Demasiado tarde —pensó—. A donde voy no querríais seguirme».

Se puso de puntillas y se lanzó al vacío. Cuando se dio cuenta de que empezaba a caer, pataleó con todas sus fuerzas para impulsarse y alejarse de la muralla. Y así, describiendo una curva en el aire matutino, completó un elegante arco y se precipitó como una flecha hacia las espumosas olas.

Escuchó los gritos desgarrados. Sintió la bofetada del aire. Olió, el embravecido océano. Y durante unos instantes, mientras caía sin esfuerzo, se sintió perfecta y felizmente en paz.

Por las aspilleras de la muralla lo vieron hundirse en las turbulentas y lejanas aguas. Escudriñaron la agitada superficie del mar y buscaron una cabeza que sobresaliera del agua o unos brazos luchando con las olas; pero no vieron nada. Permanecieron así hasta que supusieron que Salvaje no podía seguir vivo. Luego se dieron la vuelta.

* * *

Miriander se había hecho cargo de Buscador.

—Vamos, ven conmigo —lo invitó.

Pero Buscador se acercó a Estrella Matutina, que estaba arrodillada en el suelo de piedra del patio con la cara entre las manos. Se arrodilló a su lado y la rodeó con sus brazos. Entonces ella rompió en sollozos.

—Se ha ido —se lamentó y, sin dejar de sollozar, como si estuviera tratando de sacarlo de su ser, repitió una y otra vez—: Se ha ido. Se ha ido. Se ha ido.

Buscador percibió su temblor en los brazos y levantó la vista hacia su maestra, que lo estaba esperando.

—Déjame quedarme un momento con ella.

Miriander asintió.

Con mucha suavidad, ayudó a Estrella Matutina a ponerse de pie, pensando que había un modo de consolarla.

—Habríamos podido detenerlo —dijo ella—. Éramos sus amigos.

—No —respondió él—. No podemos vivir su vida por él.

Ahora que había empezado a hablar, las palabras le salían a borbotones, y Buscador la dejó hablar, confiando en que eso aliviara su dolor.

—Era muy desgraciado y yo no hice nada. ¿Qué podía hacer? Me decía que se sentía aplastado, atrapado y atado. ¿Por qué se sentía así? Él quería la paz. La quería con toda su alma. Y ahora ya nunca la encontrará.

Buscador la acompañó por el corredor que conducía hasta el Patio de las Sombras, rodeándola con su brazo todo el trayecto.

—No me digas que se ha ido para siempre —pidió ella apretando fuertemente su mano—. Dime que volverá algún día, idéntico a como solía ser, siempre riendo, rubio y hermoso. No tendría que haber saltado. Es demasiado alto y abajo hay rocas y olas. Y aunque salte…

Estaban en medio de la profunda oscuridad del Patio de las Sombras. Ella se detuvo y obligó a Buscador a darse la vuelta para verle la cara.

—Y aunque salte —repitió, con los ojos enrojecidos—, eso no le asegura que el sol vuelva a salir. ¿Se lo dirás? Dile que el sol no volverá a salir. Si salta, el amanecer no llegará nunca. Díselo. Por favor, díselo.

Él la abrazó y la apretó contra su cuerpo para aquietar su desconcertado espíritu.

—Se lo diré.

—Pero se ha ido. ¿Cómo puedo olvidarlo? Es demasiado tarde.

Y se echó a llorar desconsolada en los brazos de Buscador.

—Ven —la instó él—, llevemos nuestra pena ante la Madre Amantísima y pidámosle que nos reconforte.

Lo acompañó por la punteada luz del Patio de la Noche, ajena a cuanto la rodeaba.

—No le digas que lo amo —pidió ella—. No quiere que lo ame, por eso no lo amaré. Díselo así y tal vez vuelva. Dile que lo amo tanto que no lo amaré más.

—Se lo diré —respondió Buscador con tristeza.

Entraron en el frío y blanco espacio del Patio del Claustro. Ante ellos brillaba la celosía de plata que rodeaba el Jardín. Cuanto más se acercaban, con más fuerza apretaba Estrella Matutina el brazo de Buscador.

—No —exclamó por fin—. No nos acerquemos más. Me castigarán.

—¿Castigarte? ¿Por qué?

—Por la locura que me ha asaltado.

—No estás loca —la tranquilizó—, sólo triste. Deja que la Madre Amantísima te consuele.

Pero se resistía a acercarse más. Temblaba de miedo.

—Los colores —dijo—. No me dejes saltar a los colores. Si salto, me derretiré.

Él la mantuvo fuertemente sujeta, con la cabeza apretada contra su pecho para que sus ojos permaneciesen cerrados.

—Nada de saltos —le murmuraba al oído—. Nada de saltos. Nada de colores. Sólo yo que te sostengo con fuerza.

Mientras la sostenía sintió dolor en el corazón. Pero no era el momento de pensar en sí mismo.

—Salvaje ha saltado —susurró ella—. ¿Lo he visto saltar? Creo que sí. Pero tienes que decirme la verdad.

—Sí —respondió Buscador—. Ha saltado.

—Entonces, ¿volverá a salir el sol?

—Sí. Volverá a salir el sol.

—¿Le dirás que ahora soy más fuerte? Dile que no lo amaré nunca más.

—Se lo diré.

—Podemos volver a ser amigos, como solíamos. Tú y yo y Salvaje. Éramos buenos amigos, ¿verdad?

—Buenos amigos.

Luego, ella se quedó callada. Pero seguía respirando con agitación, apretada contra el pecho de él. Le apartó algunas hebras de cabello de las mejillas húmedas y oyó un ruido sordo tras él. Allí estaba, esperándolo, Miriander.

—Ahora tenemos que volver —dijo Buscador.

Estrella Matutina recorrió el camino de vuelta con él y, a cada paso que daba, se iba calmando y tenía la cabeza más despejada.

—Lo siento —se disculpó—. Estaba muy confusa.

—Es la impresión —la disculpó Buscador—. Todos estamos impresionados.

—No sé lo que habré estado diciendo. Olvídalo todo. No tiene ningún sentido.

—Te llevaré a tu habitación para que descanses.

Volvieron los tres al noviciado. A la entrada del largo corredor donde los novicios tenían sus celdas, ella hizo un alto.

—Ya me encuentro bien —dijo—. Gracias.

Le tendió una mano. Resultaba absurdo, después de haber estado tan cerca y de haberle secado las lágrimas, y a pesar de haberla tenido abrazada, estrechó su mano.

—Siempre serás mi amigo, ¿verdad? —preguntó ella.

—Siempre.

Miriander condujo a Buscador por un camino escalonado hacia un subterráneo del Nom que él no sabía que existiera. Los corredores y las habitaciones que cruzaban habían sido tallados en la roca, no tenían ventanas y estaban débilmente iluminados por lamparitas en el suelo.

Unos instantes después captó el brillo de una luz al fondo. Habían abierto en la roca un agujero hacia el exterior por el que entraba la fría y clara luz del día, mucho más potente, incluso en un día nublado de invierno, que el débil resplandor ambarino de las lámparas.

En la última habitación, en el foco de luz diurna, estaba sentado el decano en su silla de ruedas. Sus débiles ojos miraban a Buscador con la misma expresión de abrumadora tristeza que antes. Hizo una señal a Miriander. Esta inclinó la cabeza y se retiró.

—De modo que eres tú —dijo el decano—. Tal como he sospechado desde que viniste a nosotros.

Hablaba con dificultad. Se había debilitado mucho desde la última vez que Buscador había estado con él. El muchacho esperó, sintiendo el latido de su propio corazón, a que la débil y cascada voz reanudase su discurso. Ahora, al fin, entendería el sentido de los cambios que se habían producido en su interior.

—Tu venida, en estos tiempos, nos avisa de que corremos un grave peligro. Hacía mucho que la esperábamos.

El decano guardó silencio, agotado.

—Si tengo más fuerza que los demás, decano, está al servicio del Nom. Dime sólo lo que tengo que hacer.

—Sí, más fuerza. —El decano suspiró—. Nuestra fuerza es la del guerrero herido y la victoria nos hace débiles. ¿Lo recuerdas?

—Sí, decano.

—Pero eso no tiene nada que ver contigo.

Buscador inclinó la cabeza en señal de reconocimiento y de obediencia. Si había recibido poderes extraordinarios, era por voluntad del Todo y Único. Esperó a que le dijeran lo que debía hacer.

—¿Qué fue lo que te dijo la voz, Buscador, hace tantos meses?

Buscador pronunció las palabras que tan bien recordaba.

—«Seguro que ya sabes que eres tú el que me salvará a mí».

—Eso, eso —murmuró el decano—. Tú puedes salvar o destruir.

—¿Por qué querría yo destruir, decano?

—La fuerza es una cosa terrible, hijo mío. —Frunció su arrugada cara en una leve sonrisa—. Pero ya no eres un niño.

—No es eso lo que pregunto, decano. Nada de esto es obra mía.

—¿Te da miedo la fuerza?

—Sí, decano.

—Bien. Eso está bien. —Se quedó pensativo un momento—. Sabes que te podemos liberar.

Buscador sólo conocía un modo: que lo lavasen. Eso lo privaría de su fuerza, pero también de su pasado y de todo cuanto había hecho de él lo que era. Volvería a la primera infancia.

—En la Comunidad hay quienes piensan que deberíamos someterte al lavado. Dicen que es nuestro deber no liberar semejante fuerza ilimitada en el mundo.

—¿Y qué dice usted, decano?

El decano volvió a suspirar hondamente.

—No sé qué hacer, muchacho. Mi mente no tiene la claridad de antaño. —Levantó una mano—. Mira. Me tiembla. Y no puedo hacer nada por evitarlo.

Buscador se llevó la mano temblorosa a los labios y la besó. El temblor cesó.

El anciano, al notarlo, se echó a llorar e inclinó la cabeza ante Buscador.

—Gracias.

Volvió a levantar la mano y de la oscuridad salió el doméstico que lo atendía. Esto impresionó a Buscador, que creía que estaban solos.

—Ahora volveré a la reunión —explicó el anciano—. Nos reunimos para decidir qué vamos a hacer contigo. Esperarás aquí.

—Sí, decano.

Seguidamente, el doméstico se lo llevó de la habitación. En algún punto del oscuro corredor Buscador oyó cerrarse una puerta y el giro de una llave en la cerradura. Al parecer estaba prisionero.

Se acercó al foco de luz diurna y miró el blanco cielo. El agujero no tenía más de veinticinco centímetros en su parte más ancha. Las paredes eran de sólida roca. Exploró el corredor y encontró la puerta y la palpó. Era pesada, pero conocía su propia fuerza y supo que podía romperla si lo deseaba. Pero aquel encarcelamiento era la voluntad de la Comunidad. De modo que volvió a la luz y se sentó en el suelo a esperar.

Recordó las lágrimas en los ojos del decano y volvieron a su cabeza las palabras que el anciano le había dicho hacía mucho tiempo: «Lloramos de lástima por aquellos a quienes debemos herir y nuestro corazón se rompe por aquellos a quienes amamos».