6


La cebolla voladora

Un viento cortante soplaba sobre el lago mientras la multitud esperaba, temblando, en la plaza del templo. Al este una masa de nubes grises amenazaba lluvia. Algunos de los pacientes ciudadanos estaban en la plaza desde el amanecer y habían traído gruesas mantas para protegerse del frío. Otros habían estado yendo allí semana tras semana durante meses, con la esperanza de ser elegidos. Uno de ellos, un hombrecito calvo con abrigo de piel, participaba en la Elección por primera vez. Llevaba atado con una cuerdecita un peculiar carrito, como el cochecito de juguete de un niño, aunque más estrecho y más alto. Su propietario había llegado temprano para conseguir un lugar en primera fila. Quería asegurarse de que lo viera el sumo sacerdote de Radiancia.

Por fin había señales de que la ceremonia estaba a punto de empezar. Un destacamento de hacheros salió y los hombres se apostaron entre la gente y en las escaleras del templo, mirando a la multitud y haciendo sonar las cadenas que llevaban en la mano. Un murmullo de expectación recorrió la muchedumbre. Los de las filas posteriores empujaron a los de delante hasta que tropezaron con los hacheros.

—¡Atrás! —gritaron estos—. ¡Dejad sitio!

Entonces empezaron a abrirse las puertas del gran templo, movidas desde dentro por criados del sacerdote-rey vestidos de rojo. Cuando las pesadas hojas estuvieron abiertas de par en par, una hilera de hombres, cada uno de ellos con un batintín, desfiló hasta colocarse a ambos lados de la puerta. Golpearon los discos produciendo un sonido suave y escalofriante. Entonces una columna de sacerdotes de bajo rango avanzó por el templo portando cuencos con fuego. El humo se esparció con el viento y el olor de la madera de cedro saturó la plaza. Tras ellos iban los sacerdotes de alto rango, con capa dorada y una larga y delgada caña. A continuación avanzó el propio sacerdote-rey, que sacaba una cabeza al resto y cuya corona de oro centelleaba con la luz anaranjada de las llamas.

—¡Elígeme, Líder Radiante! ¡Elígeme!

La muchedumbre gritaba y se agolpaba. Los hacheros la empujaban hacia atrás. De cada rincón de la plaza del templo surgía la misma súplica:

—¡Elígeme! ¡Elígeme!

Pero nadie miraba al sacerdote-rey. Los sacerdotes también bajaron la vista en su presencia. Nadie miraba directamente la gloria del hijo del Poder de lo Alto a menos que se le ordenase. Tampoco levantaba nadie la voz para atraer la atención, por mucho que ansiase ser elegido. Sabían que sólo la humildad merecía recompensa, y todos creían que el Líder Radiante tenía el poder de ver en sus corazones.

El tañido de los batintines se extinguió y el Líder Radiante habló a su pueblo.

—¿Quién busca la vida eterna?

—¡Nosotros la buscamos! —murmuró la multitud—. ¡Nosotros la buscamos!

—¿Quién es merecedor de la vida eterna?

—¡Nosotros! ¡Nosotros!

Todos contestaban en voz baja, sin levantar los ojos del suelo.

—¿Quién vestirá el color blanco del peregrino y vivirá eternamente?

—¡Yo lo vestiré! ¡Yo lo vestiré!

—Preparaos para la Elección.

La gente permaneció en un completo silencio, con la cabeza inclinada. Los sacerdotes de alto rango empuñaron sus largas y delgadas cañas y miraron la mano derecha del sacerdote-rey. Con el enjoyado dedo extendido, el Líder Radiante señaló un punto entre la multitud. Una caña bajó velozmente y se posó en la cabeza de una joven.

—¡Salvada!

Ella levantó la mano cuanto pudo por encima de la cabeza y gritó, presa del éxtasis:

—¡Coséchame!

El sacerdote-rey volvió a señalar, otra caña voló rauda y fue elegido otro suplicante. Y otro, y otro más. Después de la Elección, los sacerdotes de bajo rango, que estaban casi codo con codo con la multitud, sacaron de ella a los escogidos.

La mirada del Líder Radiante, que no dejaba de recorrer una y otra vez las cabezas inclinadas, se detuvo súbitamente en la cabeza calva que no lo estaba. El único entre los cientos que llenaban la plaza, aquel hombre lo miraba abiertamente, incluso con impertinencia, claramente decidido a llamar la atención del sacerdote-rey.

El Líder Radiante lo reconoció enseguida.

La sala de audiencias del templo era alargada y muy alta, con un magnífico techo abovedado sostenido por columnas doradas. El trono ceremonial del Líder Radiante estaba situado en el extremo más alejado y elevado sobre un estrado. El hombrecito entró arrastrando su carrito y avanzó decididamente por la sala. Parecía que iba cantando mientras caminaba. El Líder Radiante, sentado en su trono con solitario esplendor, lo veía acercarse con emociones encontradas. Aquel hombre absurdo podía llegar a convertirse en un grave problema para él o ser la respuesta a todos sus problemas.

Ya estaba más cerca y la canción era perfectamente audible.

¡Mira cómo sube, cada vez más alto,

como una cebolla por el cielo volando!

De modo que se había vuelto loco. Pero aquello no tenía por qué ser un inconveniente.

El hombrecito se detuvo finalmente ante él, pero no desvió la mirada ni hizo reverencia alguna. Se quedó allí, riendo como un loco.

—Profesor Evor Ortus —dijo el Líder Radiante—. De modo que no estás muerto…

—¿Por qué había de estarlo? —respondió el profesor—. No estoy enfermo ni soy lo bastante viejo como para morir por causas naturales.

—Te hemos buscado. Mis hombres te han buscado. Fue imposible encontrarte.

—Tal vez haya sido así. Pero perdido no quiere decir muerto. —Inclinó la cabeza de lado y estudió al sacerdote-rey como si fuera un pájaro—. ¿Habéis crecido? —le preguntó—. Os recordaba bastante bajito. Oh, sí, ya entiendo. Los muebles que os rodean son más pequeños. Y vuestros sirvientes son elegidos por su baja estatura, supongo.

La cara del Líder Radiante enrojeció. Hacía muchos meses que nadie se atrevía a hablarle con semejante irreverencia.

—¡Yo soy el Líder Radiante! —dijo cortante—. Puedo hacer que te arrojen desde la roca del templo.

—No haréis eso —le respondió el profesor sin el menor asomo de miedo—. Y vos no sois el Líder Radiante, sino el antiguo secretario del rey vestido con ropa lujosa.

El Líder Radiante clavó su mirada en el insolente hombrecito guardando un sombrío silencio. Su primer impulso fue llamar a los hacheros y ordenarles que le machacaran los sesos al profesor. Pero se contuvo. Era un asunto de vital importancia que requería calma. En una época no muy lejana, el profesor Ortus había tenido la clave del arma más poderosa jamás fabricada. ¿Podría volver a tenerla?

—Esta vez no me detendrán —dijo el hombrecito soltando una risita.

—¿De qué estás hablando?

—De los encapuchados. —Y le dio una patada a su juguete de madera—. Esta vez tengo una cebolla voladora. Ahora sí que destruiremos Anacrea.

Antes de que el Líder Radiante pudiera pedirle explicaciones, las puertas del otro extremo de la sala se abrieron de golpe y entró apresuradamente un sirviente que caminaba con los ojos clavados en el suelo.

—¡Radiancia! —gritó—. ¡Peligro! ¡Es la guerra!

Tras él entraron tres hacheros polvorientos que cayeron de rodillas e inclinaron la cabeza al tiempo que gritaban sus noticias todos a la vez.

—Un enemigo terrible… miles y miles… extraños animales de guerra… un gran señor de la guerra… invasión…

El Líder Radiante se levantó del trono y bajó hasta donde estaban los hacheros. Les ordenó que se calmasen y que hablasen de uno en uno; de ese modo se enteró de las graves noticias. Un enorme ejército había salido del bosque. Su jefe se hacía llamar el señor del mundo. Exigía sumisión al sacerdote-rey de Radiancia.

—También dice… —susurró uno de los hacheros, temeroso incluso de pronunciar las palabras—, dice que debes recibirlo de rodillas.

—¿De rodillas?

—O la ciudad será destruida.

—¿Destruida?

El Líder Radiante soltó una breve y desdeñosa carcajada.

—Y esos extraños animales de guerra, ¿qué son en realidad?

—Son como los terneros, Radiancia, pero menos pesados y además se mueven más deprisa. Los guerreros van montados sobre su lomo y atacan con tanta rapidez con el látigo, Radiancia, que pese a lo fuertes que somos nosotros no pudimos hacer nada. Podrían habernos matado a todos.

—¿Por qué no os mataron, entonces?

—Porque nos arrodillamos ante su jefe, Radiancia.

—¡Vosotros, arrodillados!

El sacerdote-rey oyó indignado esta confesión.

—Tendríais que haber muerto. Mejor morir que someterse.

—Conservamos la vida para poder avisaros, Radiancia.

—Muy bien. Ya estoy avisado, pero no me arrodillaré. —Elevó los brazos al cielo, con las palmas de las manos hacia arriba—. ¡Soy el Líder Radiante, hijo amadísimo del Gran Poder de lo Alto! ¡No me arrodillo ante ningún hombre!

Los hacheros estaban a la vez amedrentados y tranquilos.

—¿Cuánto tardarán esos invasores en entrar en nuestro territorio?

—Lo harán dentro de unos días, Radiancia. Incluso puede que mañana mismo.

—Muy bien. Podéis iros. Yo haré todo lo que sea necesario.

Los hacheros se levantaron, hicieron una reverencia y salieron, seguidos por el sacerdote sirviente. El Líder Radiante prestó atención al pequeño científico. Ortus parecía no haberse enterado de las noticias de los hacheros. Estaba agachado sobre su chisme de madera, cantándole bajito con voz melodiosa.

El Líder Radiante le habló despacio y con claridad, como si se estuviese dirigiendo a un niño.

—Profesor Ortus, el laboratorio donde fabricaste tu gran arma, el que se quemó, ¿lo recuerdas?

—Desde luego —respondió Ortus.

—¿Podrías reconstruirlo?

—Desde luego —dijo Ortus con una sonrisa astuta y dándose golpecitos en la cabeza—. Este es mi laboratorio. Todo está aquí. Y soy el único que puede hacerlo.

—¿De modo que podrías hacer un arma como la antigua?

—¿Por qué otra cosa podría venir a veros? —preguntó el científico mientras señalaba orgulloso su juguete con ruedas—. Mi cebolla voladora destruirá Anacrea.

—No quiero hablar de cebollas voladoras.

—Permitidme que os la muestre.

—Profesor, nos enfrentamos a un peligro real e inminente.

Pero no dio ningún resultado. El pequeño científico sólo quería hacer lo que había ido a hacer. Se había arrodillado delante de su aparatito y hacía girar una pequeña manivela. El Líder Radiante decidió complacerlo.

El artilugio era una rampa con ruedas. Su parte posterior se elevaba verticalmente hasta casi un metro de altura y por los postes se deslizaba una plataforma que iba subiendo a medida que Ortus daba vueltas a la manivela. Sobre la plataforma había una carretilla de juguete del tamaño de un mazo de cartas. Dentro de la carretilla había una cebolla.

Cuando la plataforma llegara arriba del todo la carretilla saldría rodando desde la parte más alta de una empinada rampa con raíles, que descendía en curva y luego se elevaba hasta una altura inferior a la de partida.

—La cebolla —explicó Ortus— saldrá volando. Observad.

La carretilla se precipitó rampa abajo y rampa arriba hasta el extremo opuesto, donde un tope hizo bascular la carretilla. La cebolla voló por los aires trazando una parábola y fue a parar al suelo unos seis metros más allá.

—¡Una cebolla voladora! —exclamó Ortus, radiante de orgullo.

—Muy bien, profesor. Una cebolla voladora. Excelente. Ahora, volviendo a la cuestión de la reconstrucción de su laboratorio…

—Esto es sólo un prototipo, desde luego, construido a escala uno cien. La cebolla, como puede ver, es el depósito de «agua cargada». La enviamos rampa abajo, vuela sobre el canal que separa tierra firme de la isla de Anacrea y, ¡booom!, se acabaron los nomanos.

En ese momento se puso a bailar de satisfacción. El Líder Radiante examinó detenidamente la estructura de madera. Comprendió por fin la idea de la cebolla voladora; no era tan descabellada; pero los nomanos nunca se quedarían de brazos cruzados viendo construir una torre tan alta frente a su isla. Sin embargo, el agua cargada era otro cantar. Si el pequeño científico podía realmente volver a edificar su laboratorio y empaquetaba la potencia explosiva del sol de modo que fuera transportable, entonces el Líder Radiante estaría encantado de hablar sobre cebollas cuanto el otro quisiera.

—Notable, profesor —le dijo—. Sencillo, pero efectivo. Ahora dime, ¿cuánto tiempo te llevará montar un laboratorio y producir la cantidad necesaria de agua cargada?

Ortus apretó los labios e hizo cálculos mentales.

—Si los materiales estuvieran a mi disposición y contase con mano de obra, sería cuestión de días.

—¿Estaríamos hablando de tres días?

—¡Tres días! Es muy poco tiempo.

—Daré las órdenes necesarias para que se te proporcione todo lo necesario.

—¡Excelente! —El científico se frotó las manos y bailó otra breve danza—. Sabía que en cuanto hubieseis visto volar la cebolla estaríais convencido.

—Yo soy feliz y tú también, Ortus.

—¡Realmente feliz! Todo lo que necesita un científico es la oportunidad de llevar adelante sus proyectos y ponerlos en práctica. Ahora sé que podré hacer ambas cosas.

Mientras se marchaba a sus aposentos privados y se despojaba de toda la parafernalia de su oficio, el Líder Radiante se puso a pensar en el nuevo rumbo que tomaban los acontecimientos. Si el profesor chiflado cumplía su promesa, volvería a convertir Radiancia en la mayor potencia de la tierra. Si podía destruir Anacrea y a los odiados nomanos…

Estamos esperando.

El Líder Radiante oyó la suave voz y su entusiasmo se evaporó. «Nunca seré libre —se dijo con amargura—. La voz siempre volverá».

—Aquí estoy, Señora.

Hacía mucho tiempo que se había cansado de aquello, de las insaciables exigencias del misterioso pueblo de ancianos que nunca había visto, de su sed de la esencia de vidas jóvenes. Los odiaba, le desagradaban, pero ¿cómo podía escapar de ellos?

La voz vivía dentro de su propia cabeza.

Necesitamos más.

—Estoy cansado.

¿Cansado?

La voz de su cabeza sonó burlona. Y pensar que había amado a esa amante nunca vista.

¿Qué derecho tienes a estar cansado? Gobiernas sólo para servirnos.

—¡Os he servido! —Frustrado, respondió a gritos, lo cual era absurdo, debido a que ella podía oír incluso sus pensamientos más recónditos—. ¿Cuándo os daréis por satisfechos?

Cuando la cosecha haya terminado.

—¡Esto no acaba nunca! ¿A cuántos os he enviado? ¡A miles! ¡Cientos de miles! Y todavía no estáis satisfechos.

No tardará mucho en acabarse. Ten paciencia.

Él inclinó la cabeza y se quedó callado. Su invisible Señora, sintiendo que se había terminado su breve resistencia, se mostró amable.

Lo has hecho bien. Estamos contentos contigo.

Él aceptó su recompensa en silencio; pero la breve sacudida de arrobamiento ya no lo complacía como al principio. Habría prescindido con gusto de ella con tal de librarse de las exigencias. Pero los ancianos no iban a permitirle marcharse. Tenía demasiado éxito. Para saciar el hambre de su Señora había dicho a sus súbditos que podía darles la vida eterna y, poniendo esa recompensa al alcance sólo de unos pocos elegidos, había conseguido que suplicaran por ella. Todo lo que tenía que hacer era señalar y se ponían en marcha. No tenía ni idea de lo que les ocurría después, ni le importaba. Nunca volvían. Tal vez conseguían la vida eterna. Si no era así, estaban contribuyendo a ello. ¿Acaso no era para eso para lo que los querían los ancianos?

Suspiró y alegró la cara. Luego bajó las manos y vio por casualidad el tambor de piel de cabra de su predecesor. Echó mano de él y empezó a tocar un ritmo con el fin de liberar la tensión acumulada.

¡Pom! ¡Pom! ¡Po-po-pom!

Era el ritmo del entrenamiento para el odio que había inventado para el viejo rey tiempo atrás, cuando era su humilde secretario, Soren Similin. ¿Cómo seguía?

—¡Uh! ¡Uh! ¡Sácales los ojos!

Sencillo, pero satisfactorio a su modo.

Golpeó el tambor con más fuerza.

¡Pom! ¡Pom! ¡Po-po-pom!

—¡Uh! ¡Uh! ¡Arráncales el corazón!

El viejo rey odiaba a los nomanos. Ahora que tocaba el mismo tambor y entonaba el mismo canto, Similin se dio cuenta de que también él odiaba a los nomanos. Los odiaba porque eran más poderosos que Radiancia, y los odiaba porque eran libres. Todo el mundo tenía que someterse a alguien. Incluso él, el Líder Radiante, hijo del Gran Poder de lo Alto, tenía que obedecer las órdenes de su Señora. Pero los nomanos no obedecían a nadie.

¡Pom! ¡Pom! ¡Po-po-pom!

—¡Nomanos, morid! ¡Nomanos, morid!

Tal vez les había llegado la hora. Tal vez la descabellada idea del profesor funcionara.

Eso le recordó las noticias del día. Radiancia estaba en peligro a causa de una nueva amenaza: aquel supuesto señor del mundo, que exigía que él, el Líder Radiante, lo recibiese de rodillas. Tenía que ganar tiempo, tres días a ser posible. Debía detener de algún modo al nuevo señor de la guerra hasta armarse y protegerse gracias a la potencia explosiva del artefacto de Ortus.

Pero de algo estaba seguro: no se arrodillaría ante nadie.