Todo se acaba
Solo y sin nada que hacer en su celda, Buscador se dio cuenta de que las horas pasaban desapercibidas en un continuo interminable. Un doméstico silencioso le traía la comida y vaciaba su orinal. El nuevo día llegaba cuando se iluminaba la claraboya del techo y se marchaba cuando se oscurecía por la noche. Se pasaba horas tumbado en el duro camastro contemplando las nubes distantes por esa claraboya. Su variedad de formas en constante cambio era lo único que le recordaba la incesante actividad del mundo. El silencio y la soledad resultaban difíciles de soportar, pero tenía la sensación de que allí, en su celda, estaba su última oportunidad. Si fallaba en esta prueba —fuera la que fuese— seguiría a Salvaje en su expulsión del Nom.
De modo que se dedicó a la observación durante varios días para mantener la mente ocupada.
Estudió su habitación y acabó familiarizándose con las grietas y las manchas de sus viejas paredes encaladas, imaginando que eran ríos y caminos y bosques representados en el mapa de una tierra desconocida. Aprendió a no comerse el desayuno todo de una vez, sino a dejar la manzana para más tarde —la primera comida del día consistía en una rebanada de pan negro, una manzana y agua— y comérsela toda salvo las semillas, que colocaba sobre la mesa en hilera. Jugaba con ellas convirtiéndolas en guerreros que iban en busca de aventuras. Descubrió que una araña diminuta tenía su casa en un rincón próximo a la puerta y que, cerca de la tela, había un agujero en la pared, apenas más grande que la cabeza de un alfiler, por el que entraban y salían insectos minúsculos. De vez en cuando alguna de aquellas pequeñísimas criaturas caía en la tela.
Ejercitaba el cuerpo, tal como le habían enseñado cuando ingresó en el Nom, y la mente, lo más importante. De pie, se centraba primero en las partes distales de sus miembros —dedos de las manos, de los pies, cuero cabelludo— e iba avanzando lentamente hacia el centro, hasta la boca del estómago. En cada etapa buscaba, y encontraba, el lir que hormigueaba en todo su sistema nervioso. Lo dirigía hacia su centro hasta que notaba el calor concentrado de su potencia palpitando en el vientre. Desde allí lo disparaba como una pelota, haciéndolo rebotar en su mano o sus ojos o su pie, como un acróbata equilibra todo su peso sobre cualquier parte del cuerpo.
Cuando había terminado todo lo que se le ocurría hacer, reposaba sobre el camastro y trataba de adivinar el propósito de aquel extraño aislamiento, y de ahí pasaba a pensar en Estrella Matutina, sola también ella, en algún lugar muy cercano. Pensó en la forma en que había llorado sobre Salvaje.
* * *
Estrella Matutina no temía la soledad. Había pasado más de una noche sola en las colinas cuidando las ovejas de su padre y estaba acostumbrada a ser su propia compañía. Lo que le costaba trabajo soportar era la proximidad de las paredes y la estrechez del horizonte. Pasadas las primeras horas, los límites de su celda se le hicieron intolerables y decidió cerrar los ojos y no volver a abrirlos. Aprendió a moverse por la celda a tientas, palpando con los dedos la mesa y las paredes hasta que se pudo mover con la misma libertad que si hubiera tenido los ojos abiertos. Al principio el espacio que la rodeaba le pareció más amplio con aquel truco. Pero las invisibles paredes no tardaron en ser tan agobiantes para las yemas de sus dedos como lo habían sido para sus ojos. Así que dejó de dar vueltas y se quedó acostada en el camastro durante horas, con los ojos cerrados.
Sola en la oscuridad pensó en Salvaje y se preguntó qué habría sido de él.
—¿Estás todavía entre nosotros, Salvaje?
Se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta. Ella era la única que podía oírlo, pero el sonido de su propia voz la confortó. También le gustó pronunciar el nombre de Salvaje.
—¿Sigues dormido, Salvaje? Quiero estar a tu lado cuando despiertes. Quiero estar contigo, Salvaje.
Estas palabras pronunciadas en voz alta la avergonzaban y la hacían feliz al mismo tiempo; pero como la vergüenza requiere la presencia de otras personas y allí no había nadie más, ella se quedaba con la felicidad.
—Siempre he estado sola —le confió a Salvaje, como si el hermoso joven estuviera de pie delante de ella en la oscuridad—. Soy una buena compañera porque pregunto muy poco. Cuando te despiertes de tu sueño, tal vez nos expulsen a los dos y no tengamos de qué preocuparnos. Tú eres valiente y fuerte, y yo, a decir verdad, soy muy inteligente, de modo que encontraremos la forma de sobrevivir.
Una vez puesta a soñar despierta, no vio razón alguna para obligarse a callar; de este modo, poco a poco, habló de toda una vida futura con Salvaje. Esa vida era vaga en cuanto a sus ocupaciones diarias y al modo en que iban a conseguir el sustento de ambos, pero muy detallada en lo referente al tiempo que pasarían sentados juntos y al dulce momento en que se iban a acurrucar uno en brazos de la otra para dormir.
—Aquí, Salvaje, apoya la cabeza sobre mi brazo, justo aquí. Y yo apoyaré la mía en tu pecho, así. Nos daremos calor, ¿quieres? No hablaremos, porque no hay nada que decir. ¿Quieres que nos entreguemos al sueño ahora, amigo mío? ¿Que durmamos abrazados y que, cuando amanezca, despertemos sintiendo aún la tibieza de nuestros cuerpos?
Estos pensamientos eran tan intensos y tan nítidos que casi llegó a creer que su amigo estaba allí con ella, y sintió una profunda y plácida alegría. Luego, en un súbito relámpago, la ensoñación se desvaneció y volvió a estar sola en la oscuridad, más asustada que nunca.
—¡Salvaje! ¡Ayúdame!
Pero Salvaje no acudió. Entonces, sin pensar en lo que hacía ni preocuparse por ello, llamó a Buscador.
—¡Buscador! ¡No dejes que me hunda en la oscuridad! Dame la mano. ¡No me sueltes!
Estiró la mano en la penumbra, allí en su celda solitaria, e imaginó que Buscador la sostenía y, una vez más, el pánico cedió.
«Me estoy volviendo loca —pensó—. No puedo soportarlo más. Les diré que me dejen marchar. No soy lo suficientemente fuerte para ser una Guerrera Mística».
* * *
Entretanto, Salvaje se despertó de su largo sueño y se encontró solo en el dormitorio del noviciado. Se levantó de la cama y vio un plato de comida que lo esperaba encima de una mesa. Estaba realmente hambriento y se lo comió todo. La cabeza le daba vueltas, pero no le dolía, y el sueño le había permitido recuperarse. Sin embargo, estaba muy confuso. Trató de recordar cómo había llegado hasta allí, pero se encontró con que no recordaba nada desde el momento en que él y el resto de los novicios habían entrado en el Patio del Claustro.
Salió del dormitorio y bajó las escaleras de madera hasta el patio. No llevaba mucho tiempo allí cuando vio que Miriander se le acercaba avanzando por el pórtico abovedado.
—¿Estás bien? —le preguntó—. ¿Te encuentras mejor?
—Sí —respondió él—. ¿He estado enfermo?
—No, enfermo no. ¿Has comido?
—Sí.
—¿Entiendes lo que ha pasado?
—No.
—Vas a tener que abandonar el Nom. —Lo miró con tanta dulzura al decirlo que Salvaje no captó el sentido de sus palabras—. ¿Te contraría eso?
—¿El qué?
—Dejar la Comunidad.
—¿Marcharme? No, yo quiero irme. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde están los demás?
—Realizando un ejercicio de entrenamiento.
—¿Cuándo puedo irme?
—Pronto te prepararán para tu marcha, y luego te podrás ir.
—¿Prepararme? —Empezaba a tener las ideas más claras. Sabía lo que aquello significaba y no le hacía ninguna gracia—. No quiero que me preparen.
—Lo siento —dijo Miriander—. No puedes abandonar el Nom hasta que la Comunidad te autorice a ello.
—¿Soy un prisionero?
—Sólo hasta que estés preparado. Pronto serás libre —le respondió Miriander.
* * *
La puerta de la celda de Buscador se abrió y apareció su maestra Miriander, que lo miró detenidamente.
—¿Qué tal va eso? —se interesó ella—. Cuando quieras salir, puedes hacerlo.
—Saldré cuando me digas que salga.
Ella echó una mirada en derredor. Sus ojos toparon con las semillas de manzana colocadas en hilera sobre la mesa.
—¿Qué haces para pasar el tiempo?
—Veo pasar las nubes.
—Nada es perdurable —le dijo ella con suavidad—. Nada dura eternamente. —Y lo volvió a dejar solo.
Después de esa visita se produjeron algunos cambios. Anduvieron revolviendo en el tejado y unas manos invisibles taparon con tela blanca la claraboya de vidrio. La luz diurna seguía entrando en la celda, pero era más tenue y ya no veía las nubes.
Con la siguiente comida no le trajeron manzana. El doméstico recogió las semillas de la mesa y se las llevó.
«Muy bien —se dijo Buscador—. Mi capacidad de aguante va a ser probada al límite. No fallaré».
Resultaba duro no poder contemplar las nubes. Se pasaba la mayor parte del tiempo en el suelo, al lado de la puerta, mirando los movimientos de la araña y de las diminutas hormigas.
Más tarde apareció un doméstico con una escobilla y barrió la telaraña y la araña, y tapó el agujerito por el que las hormigas entraban en la habitación.
«Da lo mismo —se dijo Buscador—. Me puedo contar historias a mí mismo».
Se tumbó en la cama y clavó la vista en las grietas de la pared y convirtió el yeso polvoriento en una tierra de imperios en guerra.
Anduvieron revolviendo otra vez en el tejado y taparon con tela negra su única fuente de luz. A partir de ese momento, se quedó a oscuras.
Aquello era realmente duro.
«No importa —se dijo—. Este tiempo de prueba finalizará. Sólo tengo que resistir».
Seguía haciendo sus ejercicios. Para entretenerse, se movía por la habitación palpando las paredes, familiarizándose con cada bulto y cada grieta. Cuando sus dedos tocaban la puerta y pasaban rozando el cerrojo, había veces en que sentía el impulso súbito de correr el pestillo y salir a la luz, al ruido y a la compañía de los otros. Pero controlaba el impulso. Estaba decidido a terminar el entrenamiento.
Miriander lo volvió a visitar.
—¿Sigue siendo duro? —preguntó.
—Sí —respondió él.
—Cuando quieras irte, puedes hacerlo.
—Me iré cuando me digas que me vaya.
—¿Cómo pasas el tiempo ahora?
—No hago nada, maestra.
—Y aun así, no te vas.
—Yo sé que esto forma parte de mi entrenamiento.
Miriander se quedó en silencio por un momento al oír esto. Luego dijo:
—Ya no estás sometido a entrenamiento. Puedes hacer lo que te parezca mejor.
Y se fue.
Buscador estaba desconcertado. ¿Se había terminado el entrenamiento? ¿Cómo era posible? No había aprendido nada. Seguro que todas esas horas de soledad y tinieblas tenían un objetivo. Tal vez, pensó, se esperaba de él que abandonara la celda y buscase fuera. Su corazón brincó de esperanza. Se acercó a la puerta en la oscuridad y buscó el pestillo.
Pero ella no le había dicho que saliera. Sólo le había dicho que hiciera lo que considerase mejor. Su instinto le gritaba que abandonar sería un error. La acuciante intensidad de su deseo de salir era una clara advertencia.
«No —se dijo—. Esto también es una prueba. No voy a fallar».
Pero desde aquel momento el paso de las horas en penumbra fue mucho más duro. Tenía que luchar contra la duda que, instalada como una gaviota sobre su hombro, lo picoteaba.
—¿Qué sentido tiene? —preguntó la gaviota—. No estás haciendo nada aquí.
—Pero lo estoy haciendo —respondió Buscador—. Estoy demostrando que soy capaz de superar la prueba.
—¿Qué prueba? No estás haciendo nada. Nadie puede hacer nada.
—Esta es una prueba de resistencia —insistió Buscador respondiendo a su duda—. Estoy demostrando que soy fuerte.
Incluso mientras se estaba diciendo a sí mismo que era fuerte, tenía la sensación de estar debilitándose. Sus pensamientos empezaron a ser confusos. Una o dos veces, cuando hablaba con la gaviota posada en su hombro, se dio cuenta de que lo hacía en voz alta.
—Estoy hablando conmigo mismo. En realidad no soy tan fuerte.
Si aquel tiempo de prueba no lo estaba fortaleciendo, si estaba surtiendo el efecto contrario y se estaba debilitando progresivamente, entonces, ¿qué sentido tenía seguir adelante?
Otra vez se acercó a la puerta en la oscuridad y apoyó la mano en el pestillo. Su corazón volvió a saltar de gozo con la esperanza de la liberación.
«¿Acabaré fracasando, realmente? —Apartó la mano del pestillo como si le quemara—. Eso es. Por eso no voy a abandonar —se dijo—. Porque me niego a fracasar. Y, sólo por eso, no fracasaré».
* * *
Estrella Matutina recibió también una visita de su maestra, que le comunicó que podía abandonar la celda cuando lo creyera oportuno. Al igual que Buscador, pensó que se trataba de una nueva prueba; pero aunque así fuera, supo que no podía estar más tiempo sola en aquella oscuridad.
«Estoy a punto de derrumbarme, déjame hacerlo», se dijo.
De modo que buscó el cerrojo de la puerta y la abrió de par en par para salir al pórtico que había al otro lado, donde se colaba la pálida luz del atardecer procedente del patio, iluminando suavemente los muros de piedra. Estrella Matutina iba tocando con las manos aquellos muros coronados de bóvedas a medida que avanzaba, dando gracias por el sencillo regalo de la luz. Luego oyó voces y se encontró con otros novicios reunidos en el patio, todos ellos recién salidos de sus celdas y con la misma expresión de aturdimiento. Estaban compartiendo sus experiencias y haciendo conjeturas acerca del objetivo de todo aquello. Habían pasado dos noches y dos días. ¿Qué se suponía que habían aprendido? ¿Para qué había sido el entrenamiento?
Invierno saludó a Estrella Matutina.
—Casi la última —observó—. ¿Qué tal te ha ido?
—Me ha resultado duro. Estoy contenta de haber salido.
Las voces de todos sonaban con inusual claridad.
—Ha sido horrible —decía Jobal—. Tenía ganas de gritar.
Pero todos estaban sonrientes. Se mantenían muy juntos y no paraban de reír.
—¿Ha visto alguien a Salvaje?
—Se ha ido. Ya no está en el dormitorio.
—¿Se ha ido?
Un súbito terror se apoderó de Estrella Matutina. ¿Cómo podía haberse ido ya? Miró a su alrededor tratando de encontrar a Buscador.
—¿Dónde está Buscador?
—Aún sigue en su celda. Es el único que queda por salir.
* * *
Esa noche fue la peor de todas para Buscador. Sobre él descendió una bandada completa de gaviotas y sus dudas lo atormentaron sin cesar. Cien veces se había abalanzado hacia el cerrojo y cien veces había dejado caer el brazo a lo largo del cuerpo.
—Si salgo ahora, ¿para qué habrá servido todo esto? Para nada.
—Desde luego que no sirve para nada. ¿Para qué seguir adelante, pues? —le gritaban sus dudas.
—No voy a fallar.
—¿Fallar en qué? —respondían sus dudas—. Aquí no hay ninguna prueba.
Entonces, en lo más profundo de la noche, se le planteó una duda todavía más insistente.
—Mírate —dijo la duda—. No puedes dormir. Estás atormentado por la incertidumbre. Sigues siendo tan miserable como has sido toda tu vida. ¿Es eso fuerza? ¿Es resistencia? Por supuesto que no. Has fallado. ¿Por qué no lo admites?
Encontró el camino hacia el catre y se tumbó dispuesto a dormir, agotado por el torbellino de sus pensamientos.
—Mañana. Decidiré mañana lo que voy a hacer.
Cerró los ojos. La oscuridad de la habitación era tan absoluta que no había ni la menor diferencia.
—Puedo dormir con los ojos abiertos.
De modo que abrió los ojos y se durmió.
Lo despertó una luz, una luz que procedía del corredor. La puerta de su celda se estaba abriendo y alguien entraba con una vela en la mano.
Era Estrella Matutina. Vestía ropa de colores vivos y llevaba brazaletes en los brazos, como una ladrona.
Buscador se sentó en la cama, encantado de poder ver algo y de hablar y de tener compañía.
—¡Ay, Estrella! ¡No sabes cuánto me alegro de verte!
Ella dejó la vela en la mesa, delante del vaso medio vacío de agua.
—Eres el único que ha fallado —empezó Estrella Matutina.
—¿Qué? —A Buscador le pareció que lo decía con una voz diferente, como si estuviese contenta de que hubiera fallado—. ¿He fallado?
—No has sido lo suficientemente fuerte.
—Pero lo he intentado con todas mis fuerzas. ¿Aún no se ha acabado, verdad?
—Claro que se ha acabado. Tú eres el único que sigue aquí. —Se volvió hacia la puerta, que seguía entornada y, sacando una mano, hizo señas a alguien que esperaba fuera de que entrara—. Pasa.
Entró Salvaje. También él iba vestido con la ropa chillona de un bandido. Estrechó la mano que Estrella Matutina le tendía. Tenía un aspecto fuerte y elegante y feliz, como en tiempos pasados.
—No sabe que todo se ha acabado —le comentó Estrella Matutina—. No sabe que ha fallado.
Salvaje se encogió de hombros.
—No es lo bastante fuerte —respondió Salvaje.
Le sonrió a Estrella Matutina y ella le devolvió la sonrisa. Buscador vio esas sonrisas y no pudo pensar en nada más, tal era el conflicto emocional que habían despertado en él. Se sintió mal, herido y furioso y tuvo ganas de echarse a llorar.
—Por favor —dijo finalmente—. Ayudadme.
—Ya es demasiado tarde —fue la respuesta de Estrella Matutina—. Ahora tenemos que marcharnos.
Aún de la mano, con el tintineo de los brazaletes de fondo, ella y Salvaje salieron de la habitación y la puerta se cerró.
Abandonado a su soledad, Buscador soltó un grito desgarrado.
—¿Cuándo ha sido? —preguntó en voz alta—. ¿Cuándo he fallado?
La voz de su maestra le respondió.
—Cuando has pedido una vela.
Estaba sentada en la silla, junto a la mesa, y la luz de la vela enmarcaba su hermoso rostro. Buscador no la había visto entrar.
—Pero yo no he pedido ninguna vela.
—Entonces, ¿por qué hay una aquí?
—La ha traído ella cuando ha venido a verme. Mi amiga, Estrella Matutina.
—Tu amiga se ha llevado la vela al salir. ¿No lo recuerdas?
Sí, lo recordaba. Estrella Matutina había abandonado la habitación dando una mano a Salvaje mientras en la otra sostenía la vela. Todo se había quedado en tinieblas cuando ellos se habían ido. Ahora había luz.
—¿Yo he pedido una vela?
—No eres lo bastante fuerte.
—¿Es verdad, entonces, que he fallado en la prueba?
—Sí —respondió Miriander sin sombra de piedad—. Has fallado.
Buscador permaneció con los ojos cerrados, que le escocían, agradeciendo el flujo consolador de las lágrimas. No había nada más por lo que luchar. Podía liberarse y dejarse arrastrar a las cálidas aguas del agotamiento. Podía abandonar.
Se durmió.
Despertó en medio de una profunda oscuridad. La vela había desaparecido. Le dolía la cabeza y tenía el cuerpo rígido. Se sentó en la cama y se masajeó las sienes, y los terrores de la noche volvieron lentamente. Se dio cuenta de que la cara le ardía de vergüenza a pesar de que un frío sudor de tristeza empapaba su cuerpo.
—¿Y ahora qué? —se preguntó—. ¿Qué va a ser de mí?
Ya no era necesario seguir en la profunda oscuridad de aquella odiada celda, de esa habitación que había sido testigo de su fracaso.
Se puso de pie, se tambaleó y, a duras penas, recuperó el equilibrio.
—Incluso me abandona mi propio cuerpo.
Se acercó con paso vacilante a la puerta y buscó el cerrojo. No había cerrojo. Buscó a tientas en la pared donde tendría que haber estado. Tampoco había puerta.
Se fue guiando por el tacto de sus dedos, recorriendo centímetro a centímetro las paredes hasta que por fin llegó a la puerta. Al parecer se había dirigido hacia la pared contraria. Corrió el pestillo y la puerta se abrió.
El pórtico estaba a oscuras. Eso quería decir que aún era de noche. Sentía el aire helado en la cara, pero no veía nada.
Cuando lo habían alojado en aquella celda la puerta estaba a su izquierda. De modo que giró a la derecha y avanzó pegado a la pared. Antes otras puertas daban al corredor, pero a medida que sus manos se deslizaban sobre el suave revoque se daba cuenta de que tales puertas no existían. Su única guía era el aire helado que soplaba de frente. Avanzó a ciegas hacia el origen de la corriente.
Tenía que ser una de esas noches tan oscuras sin el menor atisbo de luna, porque un instante después tuvo la sensación de estar en el patio abierto, aunque seguía sin ver nada. Guiado sólo por su memoria, siguió avanzando por un espacio sin referencias, con los brazos extendidos al frente.
De pronto le pareció que había entrado en otro corredor. Debía de haber cruzado otra puerta sin darse cuenta. Siguió adelante, diciéndose que pronto llegaría a la luz. Alguien, en algún lugar del Nom, estaría despierto y de guardia. Eso era todo cuanto ansiaba en aquel momento: el consuelo de otra voz humana. La soledad había durado demasiado.
Como si fuera una respuesta a la intensidad de su anhelo, vio el parpadeo de una suave luz a lo lejos. Estaba cruzando un espacio amplio y vacío, en cuyo lado opuesto se adivinaba el hueco rectangular de una puerta. El brillo de la luz procedía del otro lado de esa puerta.
Tan pronto como llegó a la puerta se dio cuenta de dónde estaba. El gran espacio que acababa de cruzar era el Patio de la Noche y estaba entrando en la sala de las columnas del Patio del Claustro.
Un poco más adelante, detrás del silencioso bosque de columnas, estaba la celosía de plata que protegía el Jardín, con cientos de agujeros iguales. La luz que se colaba por ellos brillaba en el Jardín.
Una sensación de alivio y gratitud inundó a Buscador. El Todo y Único nunca lo abandonaría. Después de todo, no estaba solo. El Padre Sabio lo estrecharía en sus brazos. La Madre Amantísima besaría sus doloridos ojos. El Vigilante Silencioso lo protegería. Allí podría, al fin, descansar.
Avanzó entre las columnas hasta la celosía, fijos los ojos en la fuente interior de luz. Oyó un débil sonido, el familiar roce de una escoba barriendo el suelo de piedra. En alguna parte, incluso en plena noche, un doméstico estaba trabajando. Miró a su alrededor, pero no distinguió a nadie en la oscuridad. Luego, volviéndose otra vez hacia la celosía de plata, vio que el brillo de la luz del interior se intensificaba.
Antes no había tanta luz en el Jardín. El recinto estaba a cielo abierto y de día él lo había visto bañado por la luz del sol. Pero por la noche no encendían ningún farol en el Jardín. Porque ¿quién había allí para encenderlo? ¿Quién sino el propio Niño Perdido? ¿Acaso no lo llamaban también la Luz Resplandeciente?
De repente, con una intensidad abrumadora, Buscador comprendió que estaba a punto de ver con sus propios ojos al ser que había creado el mundo. En su precipitación tropezó con las columnas y sus pies patinaron en el suelo de mármol, pulido por las rodillas de innumerables peregrinos. La luz que brotaba del interior se hacía más brillante a medida que avanzaba, acabó siendo cegadora. Buscador parpadeó y entornó los ojos, intentando ver por los agujeros en forma de estrella y de rombo la fuente de aquella luz, pero sólo veía el resplandor.
Pegado a la celosía, apretaba la cara arrebatada por la emoción en la fría superficie de plata, empañada por su aliento. Encontró un agujero en forma de estrella que le permitió mirar hacia el interior. Allí vio la luz con toda claridad y comprobó que era muy potente, como el disco del sol naciente, y se habría quedado ciego de no haber sido porque sentado ante ella en el suelo, con las piernas cruzadas, había un hombre. Toda la luz provenía de detrás de él, de modo que recortaba su silueta, cuyos bordes se difuminaban con el resplandor. Por eso era imposible decir quién era o qué era. Pero estaba en el Jardín y estaba iluminado por aquel sol nocturno. No cabía duda sobre su identidad.
Buscador estaba en presencia del Aquí y el Ahora.
Cayó de rodillas, la cara apretada aún contra la celosía, y se abandonó a un desconsolado torrente de plegarias.
—Padre Sabio, perdóname por haberte fallado. Necesito luz para encontrar mi camino. No me abandones en la oscuridad. Todo lo que quiero es servirte. Todo lo que pido es saber que mi vida tiene un objetivo. No permitas que acabe siendo estéril.
Agotado, acabó derrumbándose sobre el frío suelo de mármol. Sus ojos se cerraron involuntariamente. Oyó una voz que le decía:
—Nada es perdurable. Nada dura eternamente.
—¡No! —gritó Buscador—. ¡No me falles!
Poniéndose de pie, abrió los brazos todo lo que pudo y apretó el cuerpo contra la celosía de plata. La cegadora luz inundó sus ojos y un fuego abrasador quemó su piel.
—¡Muéstrame mi camino! ¡Dime lo que tengo que hacer!
Pero no hubo respuesta. La luz y el calor del Jardín se propagaron a través de la celosía de plata estremeciéndole de impotencia. Una palabra terrible resonaba en su cerebro, burlándose de sus esperanzas: «¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!».
Entonces, no había nada, a fin de cuentas. Nada por lo que luchar, nada en lo que creer. Sólo aquella luz aniquiladora. Su flujo penetró en él y lo inundó, diluyendo sus miedos y sus deseos hasta que no quedó en él sombra alguna y acabó siendo pura luz.
Después vino la renuncia de Buscador. Renunció a toda ambición y a toda esperanza de sentido. Renunció a su orgullo y a sus sueños. Un vacío inmenso sustituyó todo aquello, y en el vacío estaba el poder ilimitado.
Buscador había encontrado su verdadera fuerza.
* * *
La vela ardía sobre la mesa delante de un vaso lleno de agua. Buscador movió la cabeza, que reposaba sobre la almohada, y vio las paredes y el techo de su celda. Luego volvió a mirar la vela. Ardía con una llama viva. Su luz se reflejaba en el vaso de agua, refractada y repetida innumerables veces. El vidrio era transparente y el agua era transparente y, pese a ello, pudo verla y decirse «hay agua, hay vidrio».
Se rio para sus adentros.
«¿Por qué me río? ¿Soy feliz?».
Se puso de pie y se desperezó y bostezó, estirando los brazos cuanto pudo, sintiendo cómo le hormigueaban los dedos. Luego se acercó a la mesa, se sentó en la silla y miró fijamente el vaso de agua.
En realidad, ahora que lo pensaba, el agua en un vaso era algo extraordinario. Era, en cierto sentido, nada rodeada de nada.
«Yo también soy nada —se dijo a sí mismo, sonriendo sin razón aparente—. Soy nada que va hacia ninguna parte por ninguna razón».
Eso lo hizo reír como nunca.
«¡Oh, oh! —se burló—. Debo de estar jango».
¿Jango?
«Pero ¿qué estoy diciendo? Esa palabra no existe».
Pero existía porque él la había pronunciado. Jango. Y además sabía exactamente lo que significaba. Significaba felizmente loco. Chalado pero de un modo inofensivo y agradable.
«Sí. No cabe la menor duda. Estoy jango».
Se balanceó adelante y atrás en la silla y rio hasta que se le saltaron las lágrimas.
«Supongo que he perdido la razón —pensó—. Pero no creo que eso importe mucho. No la necesito».
Iba a levantar el vaso con la intención de beber un trago, pero el agua se agitó de un modo tan interesante que en lugar de bebérsela se puso a mirarla y, a través de ella, vio la llama de la vela, empequeñecida y muy alejada.
—Bueno, bueno, bueno —exclamó en voz alta—. El vaso de agua también está jango.
Luego lo asaltó la idea de que era muy posible que el mundo entero estuviera jango. Le gustó tanto la idea que la siguió examinando.
Así fue como lo encontró su maestra: sentado en la silla, sosteniendo el vaso de agua con la mano delante de los ojos, contemplando la rareza de las cosas.
—¿Cómo va eso? —le preguntó ella.
—Muy mal —respondió, bajando el vaso—. No podría ir peor.
—Cuando quieras salir, puedes hacerlo.
—Claro que puedo —respondió—. Y sin duda lo haré. En cuanto me convenza de que tiene más sentido salir que permanecer aquí. Y como ninguna de las dos cosas lo tiene, me hará falta más tiempo. —Se rio alegremente—. ¡Oh, oh, jango! —agregó, con la sensación de que diciéndolo todo quedaba más claro.
Miriander lo contempló absorta.
—¿Qué has dicho?
—¡Jango! —exclamó Buscador—. Es una palabra nueva.
—¿De verdad lo es?
—Sí —respondió Buscador—. Todo lo es. Completamente.
—¿Qué has aprendido por la noche?
—Nada —contestó Buscador—. Nada. Nada es perdurable. Nada dura eternamente.
Miriander no dejó de mirarlo, escudriñando su cara.
—Estoy jango —dijo él, colmado de felicidad.
Ella le acarició la cara con una mano, desde los ojos hasta la boca. Finalmente el muchacho se calmó.
—Tal vez sea cierto que lo estás —dijo Miriander con suavidad.
—No tiene importancia —insistió Buscador—. He fallado, soy el único que ha fallado.
—¿Por qué dices eso?
—Estrella Matutina me lo dijo anoche, cuando me visitó.
—Nadie vino a visitarte anoche.
—Sí, ella. Y Salvaje. Y también tú viniste.
—Nadie te visitó anoche.
—Fui hasta el Patio del Claustro y había luz en el Jardín, y el Padre Sabio estaba allí.
Miriander lo escuchaba en silencio.
—Él fue quien me lo dijo. Nada dura eternamente.
—Buscador —dijo finalmente su maestra—, esto es muy importante. Mírame a los ojos.
Él la miró.
—¿Se trata de un sueño?
—Podría haber sido un sueño —respondió él—, pero no lo creo.
—¿Viste luz en el Jardín? ¿Viste al Padre Sabio?
—Sí.
—¿Viste su cara?
—No. La luz estaba detrás de él.
—¿Era una luz muy brillante?
—¡Más resplandeciente que el resplandor mismo! Tan brillante que no había nada más.
—Si lo que dices es cierto, has visto más de lo que nadie ha visto jamás.
Echó mano del vaso de agua que reposaba sobre la mesa y con un rápido giro de la muñeca le lanzó el agua a la cara. Buscador se sobresaltó cuando notó la frialdad del líquido.
—Ponte de pie —le indicó ella.
También Miriander se puso de pie delante de él.
—Mírame a los ojos.
Él la miro sin pestañear.
—Si ahora eres mi maestro, hazme caer al suelo.
Buscador estaba desconcertado. Iba a preguntarle cómo hacerlo, pero entonces, mirando en el fondo de los ojos de su maestra, se sorprendió de que fuera tan sencillo. Sólo tenía que desearlo intensamente y ella caería.
Lo hizo así y Miriander cayó.