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Sangre y cenizas

A lo largo de todo ese día largas columnas de jinetes fueron saliendo de entre los árboles. Plantaron sus tiendas de campaña en forma de cúpula sobre las tierras de labranza, a orillas del río, sacrificaron todas las vacas, cerdos y pollos que encontraron y encendieron hogueras. Dejaron sus caballos sueltos a su antojo y estos formaron manadas de varios centenares que recorrían arriba y abajo los jugosos prados. Al caer la noche, las tiendas y las hogueras cubrían los campos hasta más allá de donde alcanzaba la vista.

A Eco Kittle, todo lo de aquella nueva vida le resultaba extraño y aterrador: los espantosos rostros masculinos que la espiaban por todas partes, el sabor de la leche de yegua que le daban a beber, el apestoso humo de las hogueras. Sólo Kell, el caballo caspiano, le parecía una criatura amable, un amigo.

Se abrazó al cuello de Kell, apretó su mejilla contra la suave y sonrosada nariz del animal y le habló.

—Tú no eres cruel, ¿verdad? Tú eres hermoso y bueno.

Kell respondió a esto con un movimiento afirmativo de la cabeza y la miró de un modo que a ella le pareció amistoso. Esto hizo que Eco se sintiera un poco menos sola y atemorizada.

El Chajan dispuso un lugar junto a su propia hoguera para que comiera al lado de sus hijos y para que pasara la noche le asignó una tienda para ella sola. La trató con respeto, por lo cual sus hijos y sus oficiales también la respetaron, pero no intentó conversar con ella. Por el hecho de haberla obligado a acompañarlo, daba la impresión de que no esperaba mucho más de ella.

Sus tres hijos conocían, como era evidente, los planes de su padre de casarla con uno de ellos y, cuando tenían ocasión, la observaban furtivamente con su mirada lerda. Sin embargo, la mayor parte del tiempo se mantenían alejados, lo que la hacía muy feliz. Los tres eran tan feos como su padre, pero carecían de su dinamismo y de su ofensiva jactancia. Eco a duras penas los distinguía. Sacha, el mayor, era el más vanidoso de los tres. Alva, el segundo, era el más alto. Sabin, el tercero, era al único al que había visto sonreír. Formaban un trío miserable y siempre andaban juntos pero peleándose continuamente. Ni por un momento se le pasó a Eco por las mientes que tuviera realmente que casarse con uno de ellos, por eso ni se molestó en preguntarse a cuál de los tres prefería.

Aquella tarde, al resplandor de la gran hoguera del campamento, los oyó hablar y trató de enterarse de qué clase de personas eran. En cierto modo eran como su propio padre y sus amigos, a los que había visto beber y oído reír a carcajadas y alardear muy a menudo. Pero los glimmenos no deseaban abandonar sus hogares en las copas de los árboles y hacer la guerra a los extranjeros. ¿Acaso esos orlanos no tenían casa propia?

De vez en cuando se ponían de pie de un salto, levantaban las jarras y gritaban un brindis por la guerra.

—¡Por la entrada en combate!

—¡Sangre y cenizas!

—¡Por la conquista del mundo!

¿Por qué querían conquistar el mundo? El ejército de los orlanos era tan numeroso que a Eco le parecía que nada podría detenerlo. Seguro que conquistarían el mundo. ¿Qué harían una vez que lo hubiesen conseguido?

En cuanto a ella, sólo pensaba en el momento y en la forma de huir de allí. No creía que el Chajan cumpliese su amenaza de prender fuego al Glimmen. Tenía el gran bosque a sus espaldas y los ojos puestos en la ciudad imperial de Radiancia. No haría dar la vuelta a su ejército sólo por capturarla a ella.

No estaba atada y por lo que podía ver tampoco vigilada. La decisión no era tan difícil: se escaparía por la noche. Había una larga caminata hasta el bosque, pero calculó que estaría de vuelta en su entorno familiar alrededor del amanecer. Tan pronto como estuviese subida a las ramas más altas y delgadas, sería imposible que la capturasen.

Esa noche se acostó en su manta y esperó hasta que el campamento quedó en silencio. Entonces se levantó y se arrastró con el mayor sigilo fuera de la tienda. Ante ella se extendía el gigantesco campamento, con sus tiendas de campaña que se perdían de vista a lo lejos y sus mortecinas fogatas. Aquí y allá, grupos de orlanos estaban todavía levantados, riendo quedamente y contando historias en plena noche.

Ella se movía lenta y silenciosamente para que no pareciera que se estaba escapando. Iba dejando atrás una hoguera tras otra. El campamento era más grande de lo que había previsto. Cuando alcanzó la última tienda la noche era tan oscura que no alcanzaba a ver su camino más allá del resplandor de las hogueras. Luego, en la oscuridad, ante ella, oyó el suave resoplido de un grupo de caspianos. Avanzó a tientas hasta que su mano extendida tocó un caballo y los animales la rodearon y la empujaron delicadamente con sus blandos hocicos.

Eco acarició aquellos suaves y cálidos pelajes y recorrió con los dedos las revueltas crines. Apretó la cara contra sus cuellos y les sopló suavemente como ellos le soplaban. Sintió en aquellos animales la misma energía nerviosa que sentía en su propio interior, y el mismo espíritu indomable. Los orlanos los montaban, pero no los gobernaban.

La muchacha deseaba aprender a montar también. El Chajan le había prometido enseñarle. Pero era cruel y ella lo odiaba.

Miró a lo lejos tratando de ver en la oscuridad y tuvo dudas. Se dio la vuelta y contempló los miles de luces del gran campamento. Los caballos iban hacia el río, rozándola a su paso. Veía sus siluetas recortadas contra la luz de las hogueras, juntándose y separándose en su avance, dejando sus cascos marcados en el húmedo suelo.

¿Quemaría el Glimmen?

De repente vacilaba. El Chajan era orgulloso. ¿Y qué pasaría si se lo tomaba como una cuestión de honor? No le harían falta muchos hombres para prender fuego al bosque. No necesitaba retroceder con todo su ejército.

Entonces vio con claridad prístina que no podía escapar. Deseaba fervientemente volver con los suyos, pero no podía exponer a la gente que amaba a aquella amenaza de destrucción. Se los imaginó a todos: a su hermano, compitiendo siempre con ella, haciéndola rabiar con sus burlas; a su madre, con sus denodados esfuerzos de casamentera; a su padre, siempre planeando nuevas e innecesarias ampliaciones de su casa en la copa de los árboles; incluso al papamoscas cara de perro de Orvin Chipe. Los ojos se le inundaron de amargas lágrimas. No se daba cuenta de lo mucho que los amaba hasta que la habían alejado de ellos. Pero estaba segura de una cosa: no permitiría que sufrieran por su culpa.

Repentinamente le vino una imagen, un recuerdo de su padre enseñándole a reconocer las ramas peligrosas.

—Mira —le decía, cortando la rama y mostrándole la pulpa seca de su interior—. No queda nada bueno dentro.

Lo mismo le ocurría a ella. No quedaba nada bueno en su interior. Por la mañana lo ignoraba. Pero entre la mañana y aquel instante se interponía la hoja brillante de un cuchillo sobre la que resbalaban gotitas de lluvia. Ese cuchillo había partido su vida en dos.

Con los dedos de la mano derecha se tocó el meñique de la izquierda, como había venido haciéndolo todo el día.

«Estaba dispuesta a dejar morir a un hombre para evitar el dolor».

Ese era el pensamiento más odioso. Trató de ahuyentarlo, pero no logró librarse de lo que sentía: la presión férrea de una mano en su muñeca y el acaloramiento de su propia vergüenza. Toda su vida había sido feliz porque era capaz de evitar los pensamientos desagradables. Pero se había convertido ella misma en un pensamiento desagradable. «¿Cómo te libras de ti misma?».

—Haciendo algo —dijo en voz alta.

No tenía ni idea de lo que quería decir pero se sintió extrañamente aliviada. Había un futuro para ella.

«No quiero escapar —se dijo—. No les permitiré que hagan daño a los glimmenos. Haré algo».

De modo que volvió sobre sus pasos por el campamento a oscuras hasta su tienda y se envolvió otra vez en la manta. Nadie se movió. Creyó que nadie la había visto.

Estaba equivocada.

Al amanecer, cuando el campamento hervía de actividad y se estaba sirviendo el desayuno, el Chajan se detuvo ante ella y dijo en voz baja, para que sólo ella lo oyera:

—Así pues, has decidido quedarte con nosotros.

Eco se sonrojó.

—No sé lo que quieres decir.

—Saliste a pasear anoche.

—¿Lo hice?

—Yo te seguí. Pensaba que querías fugarte.

—¿Qué habrías hecho si me hubiera ido?

—Enviar un hombre a buscarte.

—Entonces, ¿soy una prisionera?

—No envié un hombre para que te siguiera.

—Porque volví libremente, por propia voluntad.

—Lo que demuestra que no eres una prisionera.

Fue un curioso diálogo. Para sorpresa de Eco, después estuvo más animada. Había recuperado cierto respeto por sí misma por el hecho de haber demostrado su independencia alejándose de su tienda y de haber elegido libremente regresar. También estaba muy sorprendida. Se imaginaba al Gran Chajan siguiendo sus pasos por el campamento. Tenía que haberse movido con un sigilo enorme y sin su escolta habitual, porque ella no se había percatado de su presencia en ningún momento. Se sentía muy rara sabiendo que había estado cerca de ella permanentemente: atrapada y protegida a la vez. También se dio cuenta de que era especial para él. Eso le gustaba.

—¿Habrías quemado el bosque si yo me hubiera fugado?

—Sin la menor vacilación.

—¿Por qué te preocupa que yo me quede o me vaya?

—Cumpliré lo que he dicho —respondió el Chajan—. Lo cumpliré.

—Dime entonces qué voy a hacer.

—Te casarás con uno de mis hijos.

—No quiero.

—Todavía no he decidido con cuál de ellos —siguió él como si no hubiera oído en absoluto su protesta—. Puedo hacer que compitan por ti.

—No me puedes obligar a hacerlo.

—Pero antes que nada debes prepararte para ser digna de un príncipe orlano.

—Antes tendrás que matarme.

—Para eso debes aprender a montar.

—Oh.

—¿O tendré que matarte primero?

—No —repuso Eco—. Aprenderé a montar.

El Chajan dio una orden y trajeron a Kell con un ronzal alrededor del cuello. Era la primera vez que Eco veía un caspiano con arnés.

—Es fuerte —le advirtió el Chajan, sujetando el ronzal—, y es rápido, y no es el más fácil de gobernar. Si lo prefieres podemos empezar con un animal más tranquilo.

—No —respondió Eco—. Quiero este.

—En ese caso tienes que dejar que te conozca y que confíe en ti.

—¿Cómo se hace eso?

—Como lo harías con cualquier persona. Dedícale tiempo. Muéstrale respeto. No te precipites.

—¿Quiero eso decir que todavía no debo montarlo?

—Esa será la última etapa del aprendizaje. Cuando lo montes, sabrás todo lo que necesites saber. El resto es fácil.

Eco estaba desconcertada, pero al mismo tiempo impresionada. A pesar de lo mucho que deseaba saltar sobre el lomo del caspiano y volar por la llanura como veía que hacían los orlanos que la rodeaban, comprendía el acierto de aquella lenta aproximación. De modo que, cuando las tiendas estuvieron recogidas y guardadas las cocinas de campaña, ella y Kell caminaron a paso lento arriba y abajo por la orilla del río, una al lado del otro, sin rumbo fijo y sin hacer nada.

La lluvia del día anterior había cesado, pero el cielo estaba aún henchido de nubes grises y la hierba vencida por el peso del agua. El aliento de los hombres y de los caballos era vapor en el aire del amanecer. El río, alimentado por las recientes lluvias, iba crecido y corría rápido entre ambas orillas, arrastrando en su espumosa corriente algunos árboles arrancados de cuajo.

Era un río demasiado profundo para vadearlo. Los exploradores informaron de la existencia de un puente a unos treinta kilómetros hacia el norte, por eso el ejército se encaminó en aquella dirección. Los caballos que se habían reunido en manadas como si aún fueran salvajes habían acudido a la llamada de sus jinetes y todos los orlanos, desde el más humilde ayudante de cocina hasta el Gran Chajan, iban a caballo.

Sólo Eco iba a pie, con Kell a su lado. Llevaba el ronzal con una mano, pero colgaba flojo entre ambos. Kell parecía haber aceptado que debía acompañarla. Seguían el curso del río y el ejército montado que se movía con más rapidez pasaba de largo. Empezaron a rezagarse. Eco casi ni se había dado cuenta porque tenía toda su atención centrada en el caballo.

Por improbable que pudiera parecer, se habría dicho que ella y Kell mantenían una conversación. Claro que no con palabras. Era un intercambio de asentimientos y negativas de cabeza y tirones. Cuando el caballo sacudía la cabeza para apartarse las crines de los ojos, ella sacudía la cabeza a su vez. Cuando se volvía para echarle una ojeada al caballo, este movía alternativamente las orejas. Algunas veces Kell miraba hacia abajo y luego hacia arriba con un rápido movimiento. Cuando lo hacía, Eco daba un saltito como si trotara. Kell siempre se mantenía al mismo paso que ella. Hubo un momento en que ella se detuvo para tomarse un breve descanso y Kell se detuvo mucho antes de que el ronzal se tensara. Giró en redondo su hermosa y larga cabeza para mirarla, y ella inclinó la cabeza en señal de agradecimiento, inclinación que él le devolvió.

Después de eso Eco le quitó el ronzal. Así siguieron avanzando, como dos compañeros. Eco tuvo la sensación de que Kell la había elegido a ella y esto la hizo sentirse contenta y orgullosa.

El ejército ya se había perdido de vista. El Chajan confiaba en que ella siguiera sola. Claro que no lo estaba, tenía a Kell.

El pálido sol velado por las nubes estaba alto en el cielo cuando Eco vio aproximarse una barcaza por el río, avanzando lentamente, llevada plácidamente por la corriente. Estaba atestada de gente: hombres, mujeres y niños. Al ver que la muchacha iba hacia el norte con su caballo, llamaron su atención moviendo los brazos.

—¡Date la vuelta! ¡Más adelante hay unos asesinos sanguinarios!

—¡No, fijaos! ¡Es uno de ellos! ¡Ese es uno de sus animales!

—Entonces, ¡maldita seas! ¡Ojalá te pudras y mueras con dolor!

Le escupían y le hacían todo tipo de gestos de odio a medida que seguían avanzando río abajo.

Eco quedó impresionada por la rabia que los embargaba y quería que supieran que ella no formaba parte del ejército invasor; pero la barcaza estaba fuera del alcance de su voz. Mirando hacia delante, ahora temerosa de lo que iba a encontrarse, vio delgadas columnas de humo que se elevaban en el cielo de invierno y luego un grupo de gente que se aproximaba a ella por el camino que bordeaba el río. Cuando estuvieron más cerca se dio cuenta de que eran mujeres y niños. Algunas llevaban bebés en brazos.

Las mujeres apartaron la mirada cuando se cruzaron con ella. Eco sabía que era a causa de Kell.

—Ahora te pondrás a bailar —dijo entre dientes una mujer que apretaba a un bebé contra su pecho—. Tus asesinos han matado a nuestros hombres y han quemado nuestras casas.

—No —respondió Eco. Tenía el estómago revuelto—. No soy uno de ellos. Soy…

Iba a decir «prisionera», pero calló a tiempo. No era una prisionera.

—Sólo es una joven —intervino otra mujer.

—¿Y acaso mi chico no era joven? —gritó la que llevaba al bebé—. ¿Tuvieron ellos piedad de él? —Escupió en el suelo con rabia a los pies de Eco—. ¡Asesinos! Bailad sobre las cenizas de nuestras vidas.

La triste y reducida procesión de gente prosiguió su camino. Eco se quedó paralizada, con la cabeza abatida sobre el pecho. Kell se le acercó y hociqueó su barbilla. Ella se abrazó al cuello del animal y apoyó la mejilla en el pelaje del caballo, agradecida de que permaneciera quieto.

—Quiero irme a casa, Kell —le susurró—. ¿Y si nos escapamos al bosque?

Kell volvió la cabeza y hociqueó suavemente.

—No. Tienes razón. No podemos.

Instantes después, siguieron su camino.

Al cabo de poco se reunieron con la retaguardia del ejército orlano, que se había detenido para que descansaran los hombres y los animales. Las filas de guerreros estaban formando para seguir su avance. Los de a pie y los jinetes que la rodeaban sonreían y sus dentaduras blancas contrastaban con su atezada piel. Los caballos eran ágiles y fuertes. Mientras pasaba entre ellos a Eco se le hacía difícil creer que aquellos apuestos y sonrientes seres fueran los responsables de matanzas y destrucciones.

No tardó en llegar a la aldea.

Era muy poco lo que quedaba de ella. Las casas todavía humeaban, reducidas a unas cuantas vigas caídas y montones de ceniza. Por todas partes había cuerpos tendidos en el suelo, algunos empuñaban aún las hoces y las azadas con las que habían tratado de defenderse. El enorme ejército cabalgaba de nuevo en perfecta formación cruzando la escena de la devastación sin dedicarle ni una mirada. Los caballos pisoteaban a los muertos como si fueran raíces de árbol.

Eco lo vio todo; sintió que le escocían los ojos. Y un pensamiento cruzó su mente: «¿Soy yo también parte de esto?».

—¡Ah, ya estás aquí!

Era el Chajan, que la alcanzaba a caballo. Se volvió a mirarlo y él se dio cuenta de que corrían lágrimas por sus mejillas.

—¿Por qué lloras?

Ella señaló sin decir palabra las casas en llamas y los muertos esparcidos por el suelo. El Chajan encogió sus anchos hombros y miró en derredor con indiferente desprecio.

—No tendrían que haberse resistido —se justificó—. Yo destruyo a los que se me oponen.

—¿Era necesario que quemaras sus casas?

—¿Casas? ¿Qué casas? No había más que madrigueras y chozas aquí. Nosotros limpiaremos esta basura y levantaremos una verdadera ciudad. Ya lo verás.

Sus tres hijos se acercaban al galope tratando cada uno de ellos de ser el primero en llegar. El Chajan los miró inexpresivo. El mediano, Alva, ganó por una cabeza. Sacha Chajan, el mayor, pasó de largo, como si quisiera demostrar que había corrido por alcanzar una meta diferente, y que por lo tanto no había perdido. Cabalgó hasta donde estaba Eco.

—¿Por qué vas a pie? —le preguntó, con la cara todavía contraída de odio por su hermano.

—Porque todavía no he aprendido a montar —respondió ella.

—Yo sabía montar cuando tenía tres años. ¿Por qué no sabes tú?

Se alejó y se reunió con su padre.

En ese momento el ejército avanzaba entre los restos de la aldea formando tres largas columnas. Iban hacia la orilla del río, camino del puente. Eco lo veía a lo lejos. Era un puente tan ancho como el camino real, apoyado sobre pilares y puntales de enorme grosor, capaz de soportar el peso de una caravana de carretas de bueyes cargadas. La avanzadilla de jinetes orlanos cruzaría muy pronto al trote la robusta estructura.

Eco se sentía enferma y miserable. Se habría dado la vuelta allí mismo y habría emprendido el camino de regreso a casa, de no haber sido por aquella odiosa e inquietante sensación de que en cierto modo también era responsable de las muertes y de que no podía abandonar el ejército de monstruos hasta… ¿hasta qué? Ella no podía hacer nada, pero seguía obcecada, aferrada a esa convicción. «Tengo que hacer algo —se dijo—. Y lo haré, vaya si lo haré».

Se oyeron voces distantes procedentes de la orilla opuesta. Comprobó que allí se movían algunas figuras, habitantes de la aldea situada en la orilla oriental. Se estaban congregando en el otro extremo del puente, al otro lado del río, y vociferaban, pero no se sabía por qué motivo. Si trataban de detener al ejército orlano que estaba cruzando el puente acabarían asesinados y su aldea ardería por los cuatro costados.

Una cosa era llorar por los asesinados. Pero aquella gente estaba aún viva y corría un peligro inminente. Eco no se lo pensó dos veces. Echó a correr con Kell, que trotaba a su lado. Corrió entre las columnas de orlanos a caballo, tratando de alcanzar al Chajan antes de que llegase al puente.

El Chajan iba en su carro delante de ella, con su cortejo de timbaleros y trompetistas. La fila de jinetes que encabezaba el avance había hecho un alto. Reduciendo la velocidad de su carrera hasta marchar al paso, Eco se abrió paso en dirección al Chajan. La muchacha vio que lo rodeaban los inevitables iluminadores, que iban cambiando de posición y moviendo los espejos para reflejar la pálida luz invernal. Los timbaleros empezaron a tocar suavemente, creando los ritmos previos que estallarían pronto convertidos en sones marciales. El Chajan llevaba sobre los hombros una capa escarlata y se aferraba a la barra delantera del carro mirando en derredor henchido de orgullo la enorme masa que formaban sus hombres.

Desde la lejana orilla opuesta se escuchó un repentino clamor de vítores. El grupo de aldeanos había crecido notablemente y ya eran unos cien. Llevaban aperos de labranza y cuchillos de cocina, además de unas cuantas espadas que blandían por encima de sus cabezas al tiempo que jaleaban. Por fin dos hombres avanzaron hasta el centro del puente e hicieron un alto.

Por lo que parecía no iban armados. Vestían túnica de color gris claro y pantalones anchos atados a los tobillos; además, iban descalzos. Se cubrían la cabeza con una capucha de la misma tela gris. Permanecieron inmóviles, uno al lado del otro, con las manos entrelazadas sobre el pecho, la mirada puesta sobre los jinetes que encabezaban el ejército orlano. Por la forma en que se habían colocado, parecía que su intención era impedir el paso de los orlanos por el puente, aunque tal cosa era del todo imposible. Un orlano a caballo podía derribarlos con su látigo sin siquiera acercarse a ellos.

Amroth Chajan ni siquiera creía que fueran dignos de semejante esfuerzo. Envió a uno de sus oficiales subalternos para que ordenara a los dos hombres que se apartasen del camino. Eco vio trotar al oficial por el puente y luego volver. Como ya estaba cerca del carruaje del Chajan, pudo escuchar el informe de labios del hombre.

—Nos piden que no crucemos el puente a menos que vengamos en son de paz, Excelencia.

El Chajan arrugó el entrecejo.

—Cruzaré el puente cuando y como me dé la gana. Diles que se aparten inmediatamente.

El oficial cabalgó de nuevo hasta los dos encapuchados. Habló un poco más con ellos y se dio la vuelta.

—Dicen lo mismo que la primera vez, Excelencia.

El Chajan montó en cólera.

—Entonces, ¡aprésalos! —ordenó—. ¡Tráelos hasta mi presencia de rodillas!

El oficial se hizo acompañar de dos de sus hombres y los tres trotaron por el puente desplegando sus látigos a medida que avanzaban. Eco no perdía detalle, temiéndose lo que pasaría a continuación. Vio cómo desenrollaban los látigos y oyó el chasquido. Pero los dos encapuchados estaban fuera de su alcance. Los tres orlanos se acercaron más y los látigos restallaron a su alrededor, pero no pudieron alcanzar su objetivo. De las filas de jinetes se elevó un murmullo y no faltaron algunas pullas bienintencionadas dirigidas a los tres del puente.

—¡Abrid bien los ojos, soldados!

Pero los látigos seguían golpeando inútilmente el aire.

Se veía a las claras que los jinetes estaban casi al lado de los encapuchados y que hablaban con ellos. Luego dieron la vuelta y cabalgaron hasta el otro extremo del puente. El Chajan los miró furibundo.

—¿Por qué no habéis hecho lo que os he ordenado?

—¿Por qué? Excelencia… —Los hombres estaban completamente confusos—. Nos ha parecido… nos ha parecido que era mejor dejarlos.

—¡Arrestad a estos tres! —vociferó el Chajan acompañando la orden con un brusco movimiento de su mano. Los desgraciados hombres fueron arrastrados fuera de su presencia—. ¿Qué compañía va en cabeza?

—La Sexta, Excelencia.

—Dile al capitán de la Sexta que cargue contra el puente.

—¿Quiere que los traigan vivos, Señor?

—No. Quiero que sirvan de escarmiento.

Eco observó la compañía de veinte hombres a caballo en formación de a cuatro y en un bloque compacto. Se empujaban y se rozaban. A la primera orden los hombres desenvainaron sus espadas cortas y curvas. A la segunda, ajustando el paso, la compañía emprendió el trote hacia el puente.

Los caballos trotaban acompasadamente. Era un hermoso espectáculo. A medida que apuraban el paso y se ponían a todo galope, los veinte se fundieron en un sonido atronador de cascos que se extendió por los campos circundantes. Las espadas que blandían eran como relámpagos.

Los dos encapuchados descalzos seguían en el puente sin hacer el menor movimiento, observando impertérritos la carga de caballería que se aproximaba. La gente del pueblo, tras ellos, guardaba un aprensivo silencio. Cuando los cascos sonaron sobre las tablas del puente, los jinetes lanzaron gritos salvajes y se prepararon para el choque y para matar.

Los dos encapuchados hicieron un ligero movimiento que provocó una sacudida del puente y el escuadrón de orlanos perdió la formación. Los jinetes saltaron por los aires, los caballos recularon, encabritándose y dando saltos, los hombres salieron despedidos de sus monturas; unos cayeron en el puente y otros al río por encima de los bajos pretiles; algunos giraron como peonzas en una confusión de hombres y caballos hasta que pudieron volver grupas y marcharse por donde habían venido.

Cuando los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos cesaron y el último de los desconcertados orlanos escapó de la maraña de jinetes derribados y abandonó el puente, allí estaban los dos encapuchados a la vista de todos, tan quietos como antes, indemnes. Ambos tenían una mano levantada con dos dedos extendidos. Pero ninguno de los dos se había movido. Habían resistido sobre el puente como las rocas en medio del río y desbaratado la carga de los orlanos.

Eco Kittle, que lo vio, sintió el mismo pavor que veía en todos los rostros que tenía alrededor. Se volvió para mirar al Gran Chajan, que erguido en el carro contemplaba impasible el puente, sin el menor signo de emoción. Sus hijos cabalgaban inmediatamente detrás de él e intercambiaban miradas. Por fin Sacha Chajan habló:

—¡Envíame a mí, padre!

Luego Alva Chajan se lo pidió también, pero en voz más alta.

—¡Envíame a mí, padre!

Amroth Chajan negó con la cabeza. Con movimientos lentos se apeó del carro y avanzó hacia el puente. No había dado orden alguna, ni a sus hijos ni a su ejército, de modo que nadie se movió. Pero Eco, que no era un guerrero a sus órdenes, se escurrió entre las filas de guerreros paralizados y lo siguió hasta el puente. Allí se detuvo a mirar cómo el Chajan continuaba avanzando por el puente hacia los encapuchados. El enorme ejército en formación guardaba silencio, al igual que la gente del pueblo al otro lado. Escuchó todas y cada una de las palabras que se intercambiaron durante el encuentro.

—Soy el Chajan de Chajanes. ¿Quiénes sois vosotros?

—Somos nomanos —respondieron los dos encapuchados en voz baja. La del Chajan sonó cansada:

—¿Qué sois los nomanos? ¿Acaso sois demonios? ¿Sois espíritus de la tierra o de la muerte?

—Somos hombres como tú.

—Entonces dejadnos pasar.

—Siempre que vengáis en son de paz.

—¡Paz! —rugió el Chajan, dejando escapar toda la furia reprimida—. ¡Yo soy la paz! ¡No hay paz sin orden, y yo soy el portador del orden! ¡En todas las tierras que gobierno hay paz, porque yo impongo la paz!

El más alto de los encapuchados suspiró y levantó una mano.

—Llevas una pesada carga —le dijo—. Paz para todos, menos para ti.

El Chajan se quedó en silencio, sorprendido.

—Pide perdón. Busca tu propia paz.

El encapuchado extendió dos dedos y tocó el aire. Amroth Chajan cayó lentamente de rodillas. Allí, arrodillado en el puente, inclinó la cabeza, gimió y se echó a llorar. Eco vio y oyó los sollozos. También los vieron y oyeron los hombres armados que formaban tras ella. Lo impensable estaba ocurriendo ante los ojos de todos. Nadie había visto llorar jamás al Gran Chajan.

Entonces, los dos encapuchados se dieron la vuelta y abandonaron el puente caminando. Mientras lo hacían se sostuvieron del brazo y se miraron fugazmente, como si estuvieran vencidos por el cansancio. Luego se perdieron de vista entre la muchedumbre que los rodeaba.

Pasados unos instantes, el Chajan se puso de pie lentamente y, sin secarse las lágrimas, volvió a reunirse con su ejército. Todos tenían la mirada fija en él con temerosa incertidumbre. Él miró las compactas filas de guerreros con las mejillas todavía húmedas y, levantando su látigo con mango de plata, dio la orden de que el ejército atravesara el puente.

Las compañías de guerreros a caballo empezaron a desfilar lentamente. La gente del poblado congregada en la otra orilla les abrió paso y los contempló en silencio.

Eco observaba al Chajan subir de nuevo al carro de grandes ruedas con movimientos pesados. Con un gesto impaciente despidió a los portadores de los espejos y a los músicos. Se volvió hacia sus tres hijos, que no dejaban de mirarlo, completamente confundidos. Sacha arrimó su caballo al carro.

—¡Padre, dame una orden! —dijo con agitación—. ¡Deja que me vengue por ti!

El Gran Chajan clavó en su hijo sus ojos airados.

—¿De qué?

Sacha Chajan se dio cuenta de que no había dicho lo correcto y, como no quería enfurecer más a su padre, inclinó la cabeza y permaneció en silencio.

—Cruzaremos el puente —les dijo el Chajan—. Nadie se interpone en nuestro camino. No hay nada que vengar.

—Sí, padre.

Seguidamente, el Chajan y sus hijos cruzaron el puente en medio del enorme ejército orlano. En la orilla opuesta no había ni rastro de los extraños encapuchados. Los aldeanos no ofrecieron resistencia. El ejército siguió su avance por el camino real en absoluto silencio.

Instantes después, el Chajan ordenó que le trajeran a Eco y le pidió que viajase con él en su carro.

—Ya has visto lo que ha pasado —le dijo a la muchacha sin mirarla a los ojos.

—Sí.

—Se hacen llamar nomanos. ¿Los conoces?

—He oído hablar de ellos.

—¿Qué has oído?

—Que son las únicas personas buenas que además son fuertes.

—Buenos y fuertes.

El Chajan se quedó callado unos instantes. Ella vio cómo se contraían los músculos de su bronceada cara.

—No lo olvidaré —dijo por fin, hablando más para sí mismo que dirigiéndose a ella—. Han conseguido algo que nadie había conseguido hasta ahora. Me han hecho llorar.

—Querían que encontraras la paz.

La cara del Chajan se deformó en una sonrisa de apasionada crueldad: la sonrisa de quien inflige un gran dolor a otro y encuentra en ello un enorme placer.

—Mi paz llegará con su destrucción.

Eco no dijo nada más. Pero sabía que tampoco ella olvidaría a aquellas silenciosas figuras vestidas de gris. No sentía interés por la paz de la que ellos hablaban; le interesaba el poder que tenían. Ese sería su modo de escapar del Chajan sin que el Glimmen sufriera daño alguno y ese sería su medio de venganza. Encontraría a su campeón entre los nomanos.