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Las sombras de los nomanos

Miriander condujo a los ocho novicios al Patio de las Sombras. Estrella Matutina, que en la fila iba detrás de Salvaje, se sorprendió de ver que sus colores habían cambiado. Los tonos amarronados y ambarinos que le permitían deducir que no había evolucionado y que no era feliz se habían vuelto de un luminoso amarillo pálido. Era como si se hubiera despertado de un sueño. Por sus colores vio que esperaba conseguir pronto algo que deseaba mucho.

Una vez reunidos en el Patio de las Sombras, Miriander les habló en estos términos:

—Vamos a entrar en el Patio de la Noche —les informó—. Nos sentaremos allí un momento y os mostraré algo del pasado de nuestra Comunidad. Para verlo tendréis que compartir mis recuerdos.

Les sonrió mientras hablaba, y todos ellos, sin darse cuenta de que lo hacían, le devolvieron la sonrisa. La nueva maestra era tan fuerte y tan hermosa que todos querían caerle bien.

—Estos recuerdos se os aparecerán como cuadros en el aire. Son los mismos que me mostró mi maestro, y a él se los mostró el suyo. De esta manera los Guerreros Místicos han forjado una cadena inquebrantable de recuerdos que va desde los primeros días de nuestra Comunidad hasta el presente. Ahora vais a uniros a esa cadena.

Los llevó hasta la parte oscura del Patio de la Noche y allí se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas. Aquel espacio abovedado sin ventanas estaba iluminado por cientos de rayos de luz del grosor de un lápiz, que entraban por agujeritos practicados en la parte más elevada de la bóveda. Los haces y los puntos brillantes incidían en sus rostros y su ropa, las paredes y el suelo, desdibujándolos.

—Mirad hacia arriba —indicó Miriander—. No miréis nada en particular. No esperéis nada.

Buscador siguió las instrucciones. Centró su atención en las motas de polvo suspendidas en los finos rayos de luz y, luego, en el oscuro vacío que había más allá. Creyó oír voces procedentes del exterior y el trasiego de pasos. Notó un ruido en el estómago y se dio cuenta de que tenía hambre. Se puso a imaginar lo que les darían para almorzar. A él le gustaban mucho las natillas. Algunas veces, cuando las gallinas ponían mucho y había abundancia de huevos, los domésticos las preparaban. Incluso adoraba la tersa capa que se formaba encima cuando se enfriaban, cosa que la mayoría de sus compañeros odiaba. Y si les servían bizcochos de mantequilla con las natillas su felicidad sería completa.

Sonrió imaginándoselo. Luego captó un desplazamiento de la luz en el aire y apareció por encima de él una hilera de hombres y mujeres fantasmales, todos arrodillados con la cabeza gacha.

—Estáis viendo un recuerdo de un recuerdo —dijo Miriander—. Estáis viendo a los primeros hermanos y hermanas de nuestra Comunidad.

Las imágenes eran borrosas y los finos rayos de luz las atravesaban, distanciándolas aún más. Pero la gente arrodillada iba vestida sin duda como los nomanos del presente.

—Se arrodillan —explicó Miriander—, porque están esperando la muerte. Un señor de la guerra desembarcó en Anacrea y sabían que su poder era tan grande que no podían enfrentarse a él.

—Noman —murmuró Salvaje.

Todos conocían la historia del señor de la guerra que se había convertido en fundador de los Guerreros Místicos.

—Sí —confirmó Miriander—, es la llegada de Noman.

Ahora, en la escena de recuerdos de la bóveda, los novicios vieron a un hombre que se acercaba a caballo a las figuras arrodilladas. Blandía una larga y fina espada. Poco más que una sombra entre sombras, se detuvo ante el grupo que seguía de rodillas y todos levantaron la cabeza y le hablaron, si bien no se escuchaba sonido alguno. Luego levantó el brazo derecho y, sosteniendo la espada en posición horizontal sobre la cabeza, como para resguardarse de un ataque desde las alturas, avanzó a caballo entre las figuras arrodilladas atravesando el espacio abovedado del Patio de la Noche y perdiéndose de vista.

Los ojos de Salvaje no perdieron de vista a la figura en ningún momento. Elevó una mano a media altura, como si él tuviera también una espada suspendida sobre la cabeza, pero luego la volvió a bajar.

Buscador no hizo el menor movimiento, pero sentía escalofríos mientras miraba. Le parecía haberlo visto antes.

La sosegada voz de Miriander contaba la historia familiar.

—Noman fue el primer y el último hombre que entró en el Jardín. Permaneció allí durante un día y una noche. Nunca habló de lo que había encontrado en el Jardín. Pero, cuando salió, despidió a su ejército y se unió a nuestra Comunidad.

—¿Cuánto tiempo hace que murió Noman? —preguntó Estrella Matutina con la mirada fija en las figuras espectrales de la bóveda.

—Noman vivió en Anacrea hace unos doscientos años —respondió Miriander—. Pero yo no he dicho en ningún momento que haya muerto.

El grupo lo oyó pero no lo entendió. Por encima de ellos, en ese momento, en las sombras moteadas de luz, las figuras arrodilladas se ponían de pie y con los brazos en alto hacían el saludo nomano. Otros iban uniéndose a ellos y permanecían a su lado saludando también; y llegaban más para unirse a los congregados, y todavía más, hasta que la bóveda del Patio de la Noche estuvo atestada por una multitud de nomanos con las manos en alto.

—Recuerdos de recuerdos —insistió Miriander—. Estáis viendo a todos los Guerreros Místicos que hubo sobre la tierra. Y ellos os saludan. Esta es vuestra Comunidad, la pasada y la presente.

Los novicios miraron hacia arriba maravillados, todos con la misma sensación de orgullo y camaradería, porque todos los reunidos eran ya sus hermanos y hermanas para siempre.

—Reuníos con ellos —los invitó Miriander.

Entonces los novicios se pusieron de pie y empezaron a moverse entre las figuras fantasmales que los abrazaban y se arremolinaban sobre sus cabezas sonriendo. Ninguna de esas caras era reconocible claramente, pero de todas ellas brotaba una corriente de amor y fuerza que les transmitía calor y los hacía sentirse como si al fin hubieran llegado a su verdadero hogar.

—Estamos siempre con vosotros —decía un murmullo que parecía salir de las bocas de todos los congregados en aquella gran reunión de fantasmas—. Nuestra fuerza está siempre con vosotros.

En ese momento, Buscador experimentó la sensación, y lo mismo les ocurrió a Estrella Matutina y a Salvaje y a todos los demás, de que brotaba en ellos una nueva fuerza que sabían que no les pertenecía sólo a ellos, sino que era la fuerza de la Comunidad.

Luego, las etéreas figuras que flotaban en el aire empezaron a diluirse y los novicios se volvieron a sentar en el suelo.

—No estáis solos —les repitió Miriander—. Este es el principio de la verdadera fuerza.

Se puso de pie. Los novicios hicieron lo mismo. Del exterior llegaron los sonidos de una gran conmoción a la que Miriander no hizo el menor caso. Los condujo a través de las puertas abiertas del Patio de la Noche hasta el Patio del Claustro. Allí, a la suave luz que entraba por el techo de madreperla, entrevieron a través del bosque de columnas blancas la distante celosía de plata y rezaron la oración de entrada.

—Padre Sabio, tú eres la Luz Clara, tú eres la Razón y la Meta. Guíame hacia el Camino Verdadero.

Luego, Miriander reanudó su discurso de formación:

—Noman comprendió que el Niño Perdido era débil, y que sus defensores debían ser fuertes. Temió que los males del mundo pudieran ahogar esta preciosa semilla de la verdad. Por eso dedicó el resto de su vida a levantar defensas para protegerla de las asechanzas de los siglos venideros.

—¿Tan temeroso era? —preguntó Buscador.

—Temeroso y valiente —respondió Miriander—. Sus últimas palabras fueron: «Mi vida es un experimento de búsqueda de la verdad».

Buscador sintió escalofríos de nuevo al oír estas palabras. Se parecían mucho a su nombre, ese nombre que siempre había odiado: Buscador de la Verdad.

—¿Sus últimas palabras? —preguntó asombrado Salvaje—. ¿Entonces murió?

—Sus últimas palabras antes de abandonarnos, para someterse a su última prueba. Nunca se lo volvió a ver.

Los llevó hasta el espacio que rodeaba la celosía de plata, para que pudieran ofrecerse al Todo y Único, cada uno a su manera. Estrella Matutina se acercó al Jardín con creciente nerviosismo. No levantaba la mirada del suelo, temerosa de la fuerza de la luz que salía a raudales por la celosía. Anhelaba estar cerca de la Madre Amantísima, que era también el Niño Perdido, pero los colores resultaban demasiado intensos para ella y no se atrevió a mirar.

Este era el secreto más vergonzoso de Estrella Matutina. Incapaz como era de mirar hacia el Jardín, creía que se debía a que era indigna. ¿Cómo podría convertirse algún día en una Guerrera Mística si era indigna de ello?

Salvaje, entretanto, estaba de pie muy quieto, observando fijamente las verdes profundidades del Jardín. Apretaba y aflojaba los puños inconscientemente. Había sentido la fuente de la fuerza mientras contemplaba la memoria de la Comunidad. Había escuchado cada palabra pronunciada por Miriander. El señor de la guerra, Noman, el más grande de todos los Guerreros Místicos, había conseguido su poder gracias a su valentía. Había entrado por la fuerza en el lugar secreto. Salvaje no veía razón alguna por la que él no pudiera hacer lo mismo: ninguna, salvo el miedo a lo desconocido, y Salvaje no tenía miedo a lo desconocido. Cuanto mayor era el riesgo más atraído se sentía.

Estrella Matutina se dio cuenta de lo que planeaba sólo un instante después. Captó los destellos rojos en él y gritó:

—¡No, Salvaje!

Pero el muchacho ya se había abalanzado hacia la celosía de plata y viendo que podía meter los dedos por los agujeros había trepado por ella con tal rapidez que estaba a punto de coronarla cuando Miriander acertó a reaccionar. Estaba de espaldas: no había manera de controlar su voluntad.

La maestra dio un salto. Fue un simple salto, pero se situó sobre la cabeza de Salvaje. Los novicios se quedaron asombrados de que ella apenas le rozase la sien y eso bastara para que cayese como una piedra. Miriander aterrizó y volvió a quedarse inmóvil, como si nunca se hubiera movido. Salvaje yacía inconsciente en el suelo.

—Sacadlo de ahí.

Estrella Matutina se arrodilló a su lado, derramando copiosas lágrimas.

—¿Está muerto?

—No —respondió Miriander—. Pero su permanencia entre nosotros ha tocado a su fin.

Estrella Matutina lanzó un grito ahogado y se tapó la cara con las manos. Buscador sintió un escalofrío de horror al oír las palabras de la maestra. ¿Había tocado a su fin? Eso sólo podía significar una cosa. Salvaje sería expulsado. Por lo tanto, en cumplimiento con la promesa que había hecho al decano, Buscador sería expulsado también.

Pero mientras se llevaban a Salvaje al Patio de las Sombras, se impuso a sus temores más íntimos una conmoción todavía mayor. Se había abierto la Puerta de los Peregrinos y una hilera de nomanos permanecía de pie entre ella y una vociferante multitud congregada en la plaza del Nom. Estaba formada por gentes del pueblo: granjeros, pastores y pescadores. Todos gritaban, pero no airados. Tenían miedo.

—¡Ayudadnos! ¡Sólo los Guerreros Místicos pueden salvarnos! ¡Venid en nuestra ayuda antes de que lo perdamos todo!

La campana del Nom empezó a tocar. No daba las campanadas lentas de las horas, tocaba a rebato.

Miriander acompañó a los novicios a toda prisa al noviciado por una puerta lateral y les indicó que llevasen al inconsciente Salvaje a su cama del dormitorio común.

—Tardará varias horas en recuperar la conciencia —añadió—. Debo dejaros un momento. Invertid ese tiempo en prepararos para vuestro entrenamiento. Una vez empiece, estaréis solos.

Mientras lo decía pasaron velozmente algunos miembros de la Comunidad en dirección a la Sala Capitular. Todavía se colaban por encima de la alta muralla los gritos de los aldeanos. Miriander se unió a ellos.

El hermano de Buscador apareció con paso apresurado.

—¡Resplandor! —gritó Buscador—. ¿Qué está pasando?

—Hay problemas en tierra firme —respondió Resplandor—. Un nuevo señor de la guerra se está adueñando de todo. ¡El decano ha convocado el capítulo!

Los novicios acostaron a Salvaje en su catre del dormitorio y lo taparon con una manta. Parecía dormir plácidamente. Estrella Matutina le apartó los rizos dorados de la cara y le palmeó levemente las mejillas. Los otros se marcharon, todos menos Buscador.

Estrella Matutina le preguntó, preocupada:

—Recobrará la conciencia ¿verdad?

—Sí, despertará —la calmó Buscador—. Pero no debió hacer eso.

—¿Qué harán con él?

—Lo lavarán. Le borrarán todo lo que haya aprendido. Volverá a ser como un niño.

No hizo ninguna referencia al riesgo que corría él mismo. La única preocupación de Estrella Matutina en ese momento era Salvaje.

—¡Como un niño! —exclamó ella.

Estrella Matutina miró a Salvaje. Se lo veía tan frágil mientras dormía, tan desvalido y hermoso.

—No podemos permitir que eso ocurra, Buscador. Es nuestro amigo.

—Sí, desde luego que lo es. Pero me temo que ya es demasiado tarde.

—Tenemos que ayudarlo —insistió ella y repitió—: Es nuestro amigo.

Mientras hablaba se sintió invadida por un repentino y vivo recuerdo. El de un hermoso joven rubio en la proa de su barco, en el río, gritándole al sol de mediodía: «¿Me amas?». Con el recuerdo, con la imagen de su cara sonriente y atrevida, creció en ella una sensación tan intensa que le cortó la respiración. Se quedó sin aliento. Luego, cuando volvió a sentir que el aire helado llenaba sus pulmones, le pareció que todo había cambiado. Aquel hermoso y vencido joven que dormía ante sus ojos se había convertido en alguien sumamente valioso para ella.

Nunca lo había amado a causa de su arrogancia. Pero lo amaba. No quería amarlo y estaba enfadada consigo misma por hacerlo. Pero cuando acarició su frente dormida y contempló el temblor de sus rubias pestañas tuvo deseos de que él repitiera su pregunta a gritos para poder responderle: «Sí, Salvaje. Te amo».

Era imposible decirle nada de esto a Buscador. Estaba avergonzada de sus sentimientos y no comprendía de dónde habían surgido. Era mejor que no dijera nada y esperara a que pasara aquella tormenta emocional.

Buscador no se había dado cuenta de nada. Tenía sus propios problemas. Estaba mirando afuera por la estrecha ventana del dormitorio que daba a las calles dispuestas en terrazas de Anacrea y, más allá, al pequeño puerto. Recordaba los días que había pasado en el patio de la escuela mirando hacia aquella misma ventana, saludando a su hermano, preguntándose si alguna vez lo vería.

Estrella Matutina observó su halo y vio el color azul grisáceo de la tristeza. La asaltó un sentimiento de culpa.

—Ahora tú también estás triste.

—Sí —respondió Buscador convencido de que no tenía sentido negarlo. Ella podía leer sus estados de ánimo, pero eso no quería decir que entendiese su causa—. No es más que uno de esos sentimientos pasajeros.

—Como la sombra de una nube.

—No precisamente una sombra. Algo más parecido al vacío. Como si estuviera a punto de perderlo todo.

Su escrutadora mirada localizó la calle en la que había vivido toda su vida. Justamente la esquina de su casa. Se dio cuenta de que la estaba buscando como si no fuera a verla nunca más.

—¿Por qué vas a perderlo todo?

No se lo podía decir. Estaba demasiado preocupada por Salvaje. ¿Cómo podía decirle que el acto irreflexivo de Salvaje podría dar lugar a que también a él lo expulsaran del Nom? Además, Buscador, tan tímido, era absolutamente incapaz de buscar la compasión de Estrella Matutina. La suya era una timidez rayana en el orgullo. Ella veía sus colores. Los sentimientos de Buscador eran un libro abierto para ella si quería leerlo.

—No lo sé —respondió—. Sólo es un presentimiento.

—Me lo dirías, ¿verdad?

—Sí, te lo diría.

A menudo hablaban así, telegráficamente, sin referirse a los temores ni a las angustias del fondo del asunto.

—Salvaje nunca me lo contó —insistió ella, y Buscador captó un ligero temblor en su voz.

—Pero tú viste sus colores. Lo sabías.

—Desearía no haberlo sabido.

—Posees un gran don, Estrella.

—¿Eso piensas? La mayoría de las veces preferiría no saber nada.

—Me gusta que lo sepas —insistió Buscador—. Me gusta no tener que explicarte las cosas.

Entonces ella lo miró fijamente y a él le pareció que Estrella había comprendido.

—Pero no basta con saberlo, ¿no crees? Yo no puedo conseguir que desaparezca el vacío.

—No, pero al menos hay alguien que sabe lo que estoy sintiendo.

—Tienes suerte. Yo desearía…

Él comprendió lo que ella no se atrevía a decir.

—Tú desearías tener a alguien así a tu lado.

Ella asintió.

—Hay tantas cosas dentro de mí de las que no puedo hablar…

—Sí que puedes. Puedes contármelas a mí.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo. Y no es que no confíe en ti. Eres mi mejor amigo. Eso es justamente lo que me avergüenza.

—¿Vergüenza tú? ¿De qué tienes que estar avergonzada?

Tal vez por el asombro que se reflejó en su cara, ella no pudo menos que echarse a reír.

—¿Lo ves? ¡Lo sabía! Para ti soy transparente y buena y sin complicaciones. Pero no lo soy.

—¿Cómo eres, entonces?

—Soy sombría, malvada y misteriosa.

Esta vez fue Buscador quien no pudo evitar reírse, porque era absurdo creer que ella fuera así, y con estas abandonaron el dormitorio para reunirse con los demás novicios.

La reunión en la Sala Capitular estaba durando más de lo previsto y las últimas luces del crepúsculo coincidieron con el fin del encierro de los miembros de la Comunidad. Miriander fue directa hacia los novicios que la estaban esperando y les comunicó que había habido división de opiniones en el Consejo.

—Unos dicen que debemos ayudar a la gente del pueblo a defenderse de este nuevo señor de la guerra y de su ejército. Otros dicen que nuestra Regla prohíbe entablar batallas y ganar guerras: no se nos ha dado nuestra fuerza para gobernar tierras.

—Pero los Guerreros Místicos no pueden negar su ayuda —intervino Estrella Matutina.

—Hacemos lo que podemos —respondió Miriander—. No podemos hacerlo todo. Eso lo debemos a la sabiduría de Noman. Nuestros poderes son limitados.

—Eso vale para todos menos para Noman —apuntó Buscador sin saber por qué lo decía ni cómo lo sabía, sencillamente le salió.

—Así es —respondió Miriander mirándole—. Noman es el único que posee un poder ilimitado. Por eso mismo nos abandonó. Sabía que el poder sin límite es una cosa terrible.

En ese momento Resplandor entró en el patio de los novicios con otro nomano llamado Arden.

—He venido para despedirme —le dijo a Buscador dándole un abrazo—. Vamos a salir al encuentro de ese poderoso señor de la guerra que se hace llamar Gran Chajan.

—¿Y por qué precisamente vosotros dos?

—Con dos basta para hacer lo que hay que hacer.

—¿Por qué no van los Guerreros Místicos? ¿Por qué no se hace frente a los invasores y se los devuelve al lugar del que proceden?

Resplandor soltó una carcajada.

—Eso sería como declarar la guerra —le respondió—. Los Guerreros Místicos no hacen la guerra.

—¿Acaso tenemos miedo de ser derrotados?

—No —intervino Miriander—. Tenemos miedo de salir vencedores.

Resplandor y Arden abandonaron el Nom por la Puerta de los Peregrinos. La multitud que esperaba en el exterior prorrumpió en vítores. Los novicios los escucharon henchidos de orgullo. Los atemorizados pueblerinos tenían toda su fe puesta en los Guerreros Místicos. Creían que bastaba la fuerza de dos de ellos para salvarlos de la destrucción.

Miriander se dirigió entonces a los novicios:

—Habéis compartido nuestros recuerdos. Habéis sido admitidos en nuestra Comunidad, la pasada y la presente. Habéis experimentado nuestra fuerza. Ahora debéis aprender a aceptar esa fuerza y hacerla vuestra. Por eso se os va a privar de vuestros actuales apoyos y comodidades.

Buscador escuchó el discurso con todo el grupo, esperando que en cualquier momento los ojos de la maestra se fijaran en él y que le pidiera que se mantuviese apartado de los demás. Pero no fue así.

—Ahora os dirigiréis a las celdas que se os han asignado y permaneceréis allí totalmente solos hasta que finalice el entrenamiento.

—¿Cuánto dura esta etapa? —preguntó Felice.

—La duración difiere según el caso. Como mínimo un día y una noche.

—Un día y una noche —repitió Jobal—. ¿Y nos proporcionarán comida?

—Por supuesto —respondió Miriander con una sonrisa—. Habrá comida.

—¿Qué va a pasar con Salvaje? —preguntó Estrella Matutina.

—Esa es una decisión que debe tomar el decano. Todavía no lo han puesto al corriente del incidente. Hay cosas más urgentes que solucionar.

Buscador experimentó una sensación mezcla de alivio y temor. De modo que iba a seguir con el entrenamiento, pero ¿por cuánto tiempo?

—Los domésticos os llevarán a las celdas que os han correspondido.

En la celda sin ventana no había espacio más que para un catre, una silla de respaldo rígido y una mesita. La cama tenía encima una manta y debajo un cubo. El techo inclinado tenía un cristal empotrado por el que se filtraba la poca luz que aún iluminaba el cielo del atardecer. Sobre la mesa había una vela, apagada, y al lado de ella una palangana, una jarra y un vaso medio lleno de agua.

Eso era todo.

Buscador se tendió en la dura cama y se quedó observando el avance de la noche por el cristal del techo. Vio aparecer algunas de las estrellas más brillantes, que volvieron a desaparecer cuando las nubes cubrieron el cielo. Después ya no vio nada.

Su mente se llenó de imágenes, sonidos y recuerdos. Pensó en las temblorosas y fantasmagóricas figuras que flotaban en el aire moteado de luces del Patio de la Noche, en el atisbo que había tenido de Noman blandiendo la espada por encima de la cabeza y en la extraña sensación de familiaridad que lo había invadido al verlo. Pero Noman había vivido y muerto hacía varias generaciones.

Entonces se dio cuenta de que aquel recuerdo, si realmente era un recuerdo, no procedía de fuera, sino de lo más profundo de su ser. No sólo estaba adquiriendo conocimientos acerca del gran fundador de los Guerreros Místicos. Estaba siguiendo sus pasos. Se había embarcado en el mismo viaje.

«Mi vida es un experimento de búsqueda de la verdad».

El señor de la guerra había ido al Jardín a buscar al Niño Perdido y salido de allí profundamente cambiado. Sin duda había experimentado un cambio notable al enfrentarse cara a cara con el Todo y Único. Había visto la Luz Resplandeciente. Había conocido la Razón y la Meta.

Algún día, se dijo Buscador, fuera cual fuese la decisión del decano, también él llegaría a la meta de su viaje y entraría en el Jardín.

* * *

Estrella Matutina se acostó a oscuras en su estrecho camastro. Tampoco ella podía frenar el remolino de emociones del día que tocaba a su fin. Pero, si Buscador había logrado llegar a una retadora conclusión, ella había quedado apresada en una tremenda confusión. Mentalmente sólo veía el rostro dormido de Salvaje y no sentía otra cosa que añoranza, el deseo de acostarse a su lado y estrecharlo en sus brazos y besarlo y tenerlo junto a sí para siempre.

No sabía cómo se había apoderado de ella esa pasión. La había pillado totalmente por sorpresa. Hasta aquel día siempre había encontrado a Salvaje divertido pero estúpido, como un pavo real. Ya nada de eso importaba. Le bastaba con su belleza. Lo veía gracias a ella refinado y bueno, por más que supiera que era vanidoso y egoísta. Lo único que se le ocurría era que aquella infundada pasión no era sino otra prueba de su poca valía. Ella era incapaz de mirar el Jardín por miedo a ahogarse en su propia confusión. Y se había enamorado de un chico inadecuado sólo porque era hermoso.

Estrella Matutina estaba decepcionada de sí misma. La nueva etapa del entrenamiento seguramente pondría de manifiesto que era una candidata inapropiada. Sería expulsada, como el rebelde de Salvaje. Antes los lavarían a ambos. Su mente quedaría tan vacía como la de un niño, saldrían al mundo exterior y volverían a empezar, juntos.

Para mayor vergüenza, Estrella Matutina se dio cuenta de que aquella idea la había hecho sonreír.