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En la espesura

Había un nuevo y extraño sonido en el bosque, un lejano murmullo rítmico que provenía del oeste.

—Es una caravana de carretas —dijo Sander Kittle, columpiándose perezosamente en su rama—. De carretas que van por el camino.

—No exactamente por el camino —lo corrigió su hermana Eco—. Escucha. Se oye por todas partes. Es como un viento.

—Entonces, ¿por qué no se mueven las copas de los árboles?

—Tal vez sea un viento de suelo.

—¡Viento de suelo! —exclamó Sander, enfadado—. ¿Quién ha oído hablar jamás de un viento de suelo?

—Orvin, sí —afirmó Eco—. ¿Verdad, Orvin?

Era una falta de tacto, pero la fastidiaba que Orvin se hubiera unido a ellos allí arriba, en las ramas de la vieja haya. Aquel era el lugar especial de Eco, y Orvin tendría que haber respetado su intimidad. Además, siempre con una cara tan larga… Tenía una forma tan sombría de mirarla que a veces le daban ganas de gritar.

—Sí —afirmó Orvin—. Yo he oído que hay un viento de suelo.

—Lo que diga Orvin tanto da —respondió Sander—. Se pondría cabeza abajo si tú se lo pidieras.

Era sabido que a Orvin le gustaba Eco. Pero eso no era nada del otro mundo. Eco Kittle, a sus diecisiete años, pálida, delgada y hermosa, poblaba los sueños de la mayoría de los jóvenes del gran bosque de Glimmen. Pero el preferido de sus padres era Orvin Chipe, por lo cual precisamente Orvin era el admirador que Eco encontraba más aburrido de todos.

—Tú no dirías que arriba es abajo, ¿verdad, Orvin?

—No —respondió Orvin.

—Pues así es, aunque no lo creas. Arriba es abajo —lo dijo mientras se columpiaba cabeza abajo en su rama, sujetándose con las piernas y con la cabeza colgando y la rubia melena al viento—. Mira. Arriba es abajo. Di que arriba es abajo, Orvin.

—De acuerdo. Arriba es abajo. Me da lo mismo.

En esa postura, sintiendo un impulso irresistible de retorcer la nariz de Orvin hasta oírlo chillar de dolor, Eco volvió a escuchar el extraño sonido, que se acercaba cada vez más.

La chica volvió a su postura anterior sobre la rama.

—Vamos a ver lo que es —animó a los demás—. Corred hacia el camino.

Sander esbozó una mueca. Las hojas y las ramas seguían húmedas por un chaparrón pasajero, resbaladizas, perfectas para dar un patinazo. Eco era dos años mayor que él, pero ambos acababan igualados cuando se trataba de correr por los árboles. Orvin, por su parte, era lento y torpe. De ese modo Eco se desembarazó de él.

—Preparados… ¡Ya!

Los dos hermanos salieron como una exhalación saltando de rama en rama. Orvin ni siquiera intentó seguirlos cuando pasaron de un árbol a otro. Se deslizaban por los troncos colocados para tal fin, trepaban por las escaleras talladas o correteaban por las pasarelas de cuerdas trenzadas. La oscura red de elevadas ramas que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros en todas direcciones era el hábitat con el que estaban familiarizados, y sus formas ligeras y estilizadas les permitían moverse sin esfuerzo por los árboles como pez en el agua. Corrieron hasta alejarse de las casas de los glimmenos, racimos de chozas de madera colgados de las ramas más altas, desde donde los amigos y los vecinos apenas tenían tiempo de verlos cuando pasaban como relámpagos. En su carrera se internaron en las zonas deshabitadas del bosque, ya un poco distanciados, aprovechando cualquier ventaja para vencer al otro. Eco encontró una catapulta y, con el impulso de la rama, se elevó muy alto hasta el árbol contiguo, agarrándose a las hojas para guiar el descenso. Estaba segura de haber adelantado a Sander, pues en las carreras por los árboles la altura era una ventaja esencial, pero no se paró a comprobarlo. La competición estaba muy reñida.

Saltaban vertiginosamente de árbol en árbol, dejando tras de sí un rastro volátil de finas gotas de agua y piñas caídas, avanzando uno en pos de la otra en la permanente penumbra del Glimmen hacia el camino real. Ambos habían olvidado el propósito original de aquella competición y estaban absortos en ella.

Eco perdió de vista a Sander en unos pinos, pero cuando salió de ellos se dio cuenta de que estaba a un árbol de distancia del chico. Delante vio más luz, donde el camino se abría paso por el bosque. Habían podado los árboles para que la pálida luz del invierno alcanzase las pedregosas rodadas. Aflojó la marcha y se balanceó jadeando en una horquilla elevada de un anciano tejo, directamente por encima del camino. Allí se instaló y miró hacia atrás, radiante de triunfo. Pero no había señal alguna de Sander. Escrutó los alrededores y, finalmente, captó un levísimo movimiento. Era Sander, que colgaba escondido dos árboles por delante de ella. Daba la impresión de que se le hubiera adelantado. Pero no tuvo tiempo de averiguar cómo, porque a la vez que lo vio a él, volvió a oír el extraño sonido, que ahora inundó el bosque entero.

No era de carretas. Tampoco era el viento. Era un sonido sordo y rítmico, como el del mar.

Eco se abrazó al tronco del tejo, tratando también de pasar desapercibida. Luego, moviéndose apenas, desplazó la cabeza y los hombros hasta que pudo echar una ojeada desde detrás del tronco al camino. Sólo vio árboles y los claros de luz entre los árboles. Pero… ¡aquel sonido! Cada vez más cerca, cada vez más alto. Prestó atención y tuvo la certeza de que oía el golpeteo de muchas azadas. ¿Podría ser una recua de bueyes? Sólo mil bueyes habrían armado semejante estruendo. Fuera lo que fuese estaba a muy poca distancia, pero el follaje que se extendía bajo ella le impedía ver con claridad.

Miró hacia donde estaba Sander, adivinando que desde su rama, más cercana, vería mejor. Sander tenía la vista clavada en el camino. En su cara había una expresión que Eco no le había visto jamás. Tenía los ojos como platos y la boca abierta. Era una mirada de asombro.

Una extraña y hermosa criatura avanzó por el camino hasta quedar a la vista de ambos. Sobre su lomo cabalgaba un hombre corpulento de larga cabellera negra, que vestía una casaca bordada de plata y una reluciente armadura. Pero la mirada de la muchacha no se centró en el caballero, sino en su montura. No era un buey. Era pelirrojo, con guedejas del color de la arena en el cuello, ojos saltones muy separados en una cabeza alargada y estrecha. Sus esbeltas y musculosas patas subían y bajaban en una danza acompasada de gran hermosura. De vez en cuando la criatura levantaba su elegante cabeza, dilataba las anchas y delicadas ventanas de la nariz y emitía un sonido como el del viento en la hierba crecida. Y para probar que ella estaba en lo cierto, de mucho más atrás en el camino respondía un sonido semejante, y luego otro y otro más. Y mientras, el gran bramido se percibía cada vez más cerca.

El jinete no miró hacia arriba. Era un extranjero, como bien sabía la muchacha, una de esas personas que ignoraban por completo que allí podía haber gente viviendo en las copas de los árboles. Eco se atrevió a balancearse silenciosamente para pasar de su árbol al de enfrente, donde se escondía Sander.

—¿Qué es eso? —susurró Sander con voz temblorosa.

—No lo sé. Pero nunca había visto un animal tan hermoso en toda mi vida.

El estrépito estaba empezando a ser reconocible: parecía como si miles de picos golpearan las desgastadas piedras del camino y el suelo de tierra más blando entre los árboles, y eso mezclado con los extraños jadeos de las hermosas bestias. Entró en su campo de visión un segundo caballo que avanzaba entre los árboles siguiendo en paralelo el camino principal. Iba seguido por un tercero y dos más y a continuación por muchos más. En poco tiempo habían perdido la cuenta de su número. Eran cientos de jinetes los que avanzaban por el bosque. El camino estaba atestado de ellos y avanzaban como una marea ondulante y, a ambos lados, hasta donde alcanzaba la vista de los observadores ocultos, marchaban en tropel entre los árboles soldados de a pie.

Llevaban las armas sujetas al cinturón: espadas y látigos enrollados. Avanzaban en filas ordenadas, unos detrás de otros. Evidentemente, no eran viajeros, sino guerreros.

Mientras los jinetes avanzaban hacia el este por el camino real, Eco y Sander los siguieron, como su sombra, por los árboles que jalonaban el camino, fascinados por la enorme formación de hermosos animales montados por los guerreros.

Luego, otro sonido atrajo su atención. Fue el ruido de las pisadas de una columna de gente que marchaba a pie y que se acercaba por el este. Los caminantes cantaban mientras avanzaban. Eco reconoció la canción.

—Son los hacheros —susurró—. Se van a llevar una sorpresa.

Todas las semanas, desde hacía muchos meses, un pelotón de hacheros marchaba por el bosque dando escolta a una columna de peregrinos vestidos con túnica blanca. Cruzaban todo el Glimmen y salían de él por el extremo contrario para perderse en la región conocida como la tierra nubosa. Nadie sabía lo que hacían allí; pero nunca se los había visto regresar.

Ahora eran los peregrinos quienes cantaban. La letra de su canción se hizo audible a pesar de que no los veían todavía.

¡Coséchame!

¡Coséchame!

¡Coséchame para que viva eternamente!

Los jinetes también oyeron las voces de los cantores. Los de la primera fila detuvieron sus monturas, se llevaron la mano al cinto y empuñaron el látigo.

La columna de cantores, que ya doblaba el recodo del camino, quedó por fin a la vista. Eran alrededor de unos treinta hombres y mujeres que balanceaban a derecha e izquierda las manos por encima de la cabeza mientras cantaban: «¡Coséchame para que viva eternamente!».

En todos los rostros se leía la misma esperanza, el mismo éxtasis. Delante del grupo y flanqueándolo marchaba su escolta de hacheros, hombres corpulentos con pesadas armaduras, pretorianos del rico y cruel reino de Radiancia. Aquellos gigantes iban armados con cadenas de clavos enrolladas en la mano derecha, listos para hacerlas restallar en cualquier circunstancia con una fuerza devastadora. Eco y Sander permanecieron muy quietos en las ramas más altas. Como todos los glimmenos, temían a los hacheros, temían Radiancia y a sus sacerdotes y su culto al Sol.

Los peregrinos de blanca túnica y los hacheros vieron, casi al mismo tiempo, a los jinetes que formaban un compacto bloque y se detuvieron, muy sorprendidos y desorientados. Los hacheros se afianzaron con las piernas abiertas y las cadenas a punto, mirando fijamente por la visera del yelmo. Los peregrinos se mantuvieron en silencio. Todos permanecieron callados a la vista de los desconocidos animales de cuatro patas y largo cuello.

El jefe de los hacheros, seguro de que su pesada armadura y su enorme fuerza lo hacían invulnerable, gritó con voz atronadora a través de las rendijas de su yelmo.

—¡Apartaos, en el nombre de nuestro Líder Radiante!

Los jinetes no respondieron. Sus monturas patearon el suelo inquietas y corcovearon, queriendo continuar la marcha.

—¡Dejad paso! —rugió el hachero—. ¡Arread ese ganado famélico fuera de nuestro camino!

Los jinetes armados siguieron sin decir palabra. El jefe de los hacheros lanzó entonces la cadena con una sacudida de su brazo silbando por el aire a través del espacio que separaba ambos grupos, a la altura de las rodillas. Eco carraspeó en la copa del árbol, aterrada de pensar que los pesados eslabones de hierro quebrarían las finas patas de aquellos frágiles animales. Pero no fue así; con un rápido y suave movimiento, uno de los guerreros a caballo se dejó caer de lado en su silla de montar y desplegó su látigo a ras de suelo. Fue a enroscarse en los muslos del hachero. De un tirón, el hachero y su cadena se derrumbaron estrepitosamente en el suelo. El látigo se desenroscó y volvió culebreando a las manos de su dueño, que ya se estaba enderezando en su silla.

Los demás hacheros, al ver a su jefe caído, prorrumpieron en gritos de rabia y lanzaron las cadenas. Los jinetes respondieron con un despliegue de movimiento, haciendo restallar los látigos. En un visto y no visto todos los hacheros de la escolta habían mordido el polvo del camino.

Los peregrinos estaban consternados.

—¿Quiénes sois?

—¡Somos orlanos! —respondió el jefe de los guerreros con aspereza y un acento que no habían oído jamás—. Ahora somos los amos.

El peregrino más atrevido habló.

—Debemos seguir nuestro camino —dijo—. Somos los elegidos.

Los hacheros derribados empezaban a ponerse de pie y a desenfundar sus hachas de mango largo. Los invasores no eran corpulentos ni sus monturas más grandes que un ternero, y los hacheros les sacaban más de medio cuerpo de altura. Pero Eco, observándolos desde arriba, supo que aquellos hermosos animales no estaban en peligro. Eran demasiado rápidos y sumamente hábiles.

El jefe de los hacheros se abalanzó hacia el ejército montado haciendo molinetes con el hacha, pero lo único que consiguió golpear fue el aire. Los orlanos bailaban a su alrededor como niños haciendo corro alrededor de un oso viejo para burlarse de él. Con sus látigos le envolvieron el yelmo y le inmovilizaron muñecas y tobillos. Sin saber cómo, se encontró de rodillas en la cuneta con el hacha totalmente fuera de su alcance.

—¡Ahora arrodillaos! —gritó el orlano—. ¡Que todos los hombres se arrodillen ante el Gran Chajan!

Los orlanos a caballo que dominaban la escena desenrollaron sus látigos y azotaron el aire.

—¡De rodillas! —vociferaban.

El resto de los hacheros y los peregrinos, acobardados por aquella demostración de fuerza, cayeron de rodillas.

Mientras se producía aquel enfrentamiento no dejaban de llegar sucesivas oleadas de orlanos a caballo y la formación de jinetes que se perdía de vista entre los árboles era cada vez más densa. De pronto, las filas empezaron a abrirse y un nuevo sonido se propagó: el clamor de las trompetas, el batir de los tambores, el canto de las gaitas y el chasquido metálico de los platillos. De la masa de guerreros surgieron luces y vítores y hubo una oleada de movimiento cuando los jinetes desmontaron a una.

Eco, desde su posición en la copa del árbol, observó atentamente por entre el follaje y vio en los semblantes de los jinetes una expresión de adoración mientras se arrodillaban; pero no veía aún al objeto de aquella adoración. Oyó la música y vio que los guerreros desenvainaban la espada y se golpeaban al unísono el peto, gritando: «¡Chajan! ¡Chajan! ¡Chajan!».

La música se había vuelto estridente, una estruendosa fanfarria multiplicada por el golpeteo de cientos de espadas sobre los petos de los guerreros. Las luces parpadeantes moteaban los árboles. Los guerreros más próximos al líder lo aclamaban a su paso: «¡Chajan! ¡Chajan! ¡Chajan!».

Eco y Sander, paralizados como lagartos en la copa del árbol, contemplaban la escena con estupor. Una imponente figura avanzaba con parsimonia entre las filas de hombres arrodillados como si se deslizara sobre el suelo, con el rostro iluminado. La luz procedía de veinte espejos sostenidos por las hábiles manos de unos cuantos jinetes que lo acompañaban en su avance, situándose en el ángulo más adecuado para captar con sus discos de hierro pulido la pálida luz diurna y proyectarla sobre la figura de su líder. Con los portadores de espejos marchaban los músicos, los gaiteros, atabaleros y trompetistas, que saturaban el aire con su machacona fanfarria. Detrás del líder cabalgaban tres hombres jóvenes de rostro altanero. A ambos lados, los oscuros orlanos daban golpes de espada y gritos de entusiasmo: «¡Chajan! ¡Chajan! ¡Chajan!».

Cuando el líder estuvo más cerca, los hacheros y los cantores de túnica blanca vieron que iba de pie en un gran carro tirado por un tronco con cuatro de aquellos hermosos animales. El carro era tan exquisito, sus dos grandes ruedas tan estrechas que parecía que el líder flotara en el aire. Él miraba a su alrededor mientras pasaba con una indiferencia tan absoluta que era más bien desprecio.

Eco se quedó embobada mirándolo. Era fascinantemente feo. Todos y cada uno de los rasgos de su ancho rostro amarronado eran desmesurados, desde sus pobladas cejas hasta su barbilla prominente. Los duros ojos negros miraban al frente, hacia la nada. Tenía la nariz grande y la boca carnosa. Llevaba la espesa cabellera negra y lustrosa peinada hacia atrás y recogida en una cola que le caía sobre la espalda, casaca de piel bordada en plata y peto de acero, como el resto de sus hombres. Movía las caderas y los hombros al compás de los tambores, pavoneándose arrogante como monstruo que se cree hermoso.

«¡Chajan! ¡Chajan! ¡Chajan!».

El líder levantó una mano y chasqueó un látigo con empuñadura de plata y el carruaje se detuvo. La música y los vítores se apagaron. El Gran Chajan clavó la mirada en los hacheros y en los peregrinos arrodillados en el camino del bosque. Hizo una señal a uno de los tres hombres que cabalgaban tras él.

—¡Alva!

El joven se acercó cabalgando a los hacheros. Los otros dos, hermanos suyos, observaban la escena rojos de envidia.

—Explicaos —los conminó Alva—. Hablad claro y sed breves.

—Somos soldados del Ejército Imperial de Radiancia —se apresuró a decir el jefe de los hacheros, tratando de que pareciese un desafío a pesar de que estaba de rodillas.

—¿Quién es vuestro señor?

—El Líder Radiante, el amado hijo del Gran Poder de lo Alto.

—Volved con vuestro señor y decidle que mi padre, Amroth Chajan, le exige vasallaje. Decidle que, cuando el Gran Chajan entre en su territorio, espera que él mismo le dé la bienvenida de rodillas, tal como tú estás ahora. Si no lo hace, él y todos los que lo sigan serán destruidos. ¡Márchate ya!

Los hacheros se pusieron de pie y se miraron entre sí desconcertados. Luego, por decisión unánime, se dieron la vuelta y enfilaron hacia su ciudad.

Amroth Chajan dejó de interesarse por los peregrinos arrodillados. Ordenó a sus hombres que siguieran avanzando. Pero el más atrevido de los peregrinos se puso de pie y gritó:

—¡Somos los elegidos! ¿Qué podemos temer?

El hijo mayor del Gran Chajan, Sacha, todavía furioso porque su padre había elegido a otro de sus hermanos, desenrolló su látigo y lo hizo chasquear en el aire.

—¡Apartaos del camino del Gran Chajan!

—Pero ¡nosotros debemos seguir nuestro camino! ¡Vamos hacia la vida eterna! La que se nos prometió. ¡Hemos sido elegidos!

—Dejadlos pasar.

Era la profunda voz del mismísimo Amroth Chajan, cuya sonrisa dejó al descubierto sus dientes desiguales y amarillentos.

—Han sido elegidos. Que sigan su camino.

Las mujeres y los hombres de blanca túnica empezaron a avanzar en columna. Los orlanos abrieron filas para permitirles el paso.

—La vida eterna, ¿eh? —exclamó el Gran Chajan soltando una sonora carcajada.

Los peregrinos se dispusieron a abandonar el lugar, balanceando otra vez a derecha e izquierda las manos por encima de la cabeza mientras cantaban:

¡Coséchame!

¡Coséchame!

¡Coséchame para que viva eternamente!

También los orlanos reanudaron la marcha. Eco y Sander los siguieron saltando de árbol en árbol, cada vez a menor altura y cada vez más cerca de ellos. Eco estaba fascinada por los cuatro animales sin jinete que tiraban del carruaje del Chajan y deseaba con todas sus fuerzas tocarlos.

—¡Es que son tan hermosos!

En ese instante estaban justo debajo de ella, muy cerca. Estiró un brazo…

—¡Cuidado! —la previno Sander.

Demasiado tarde. Por primera vez en su vida, Eco Kittle se cayó de un árbol.

Cayó directamente sobre el lomo de uno de los cuatro animales. Era tan ligera y sus reacciones eran tan rápidas que pudo aferrarse al delgado cuello del animal y detener la caída antes de llegar al suelo.

Silbaron los látigos en todas direcciones y las puntas se enrollaron sobre ella, inmovilizándola por completo. Al instante se encontró de pie y allí, ante ella, con la mirada clavada en su cuerpo, estaba el rostro lleno de cráteres y arrugas de Amroth Chajan.

—Un duende de los árboles —se regocijó—. ¡Y ha caído del cielo!

Eco supo enseguida que iba a tener problemas y que no podía hacer nada por salvarse, de modo que hizo lo que siempre hacía en tales circunstancias: ahuyentó de su mente los pensamientos adversos. Tenía los brazos atados a ambos lados del cuerpo por las puntas de los látigos, pero podía mover la cabeza. Estaba pegada al animal que había parado su caída. La bestia acercó el morro a ella, abriendo suavemente las húmedas ventanas de la nariz. Tenía el pelaje marrón claro y una marca blanca en forma de rombo entre los ojos. Eco apoyó la mejilla en el hocico del animal, que empezó por olisquearla para terminar acariciándola con los labios más suaves que Eco había sentido nunca.

—Eres perfecto —le susurró.

Amroth contempló la escena y en su ancha cara picada por la viruela apareció una sonrisa. Además, no parecía tener miedo alguno y el Gran Chajan respetaba mucho eso.

—¿Te gustan mis caspianos?

—¿Caspianos? —preguntó Eco volviendo hacia él sus ojos castaños—. ¿Eso es lo que son?

—Caballos. Caballos caspianos —le explicó haciendo una señal para que desenroscasen los látigos—. ¿No habías visto nunca un caballo?

—No, nunca.

—No hay caballos más finos en todo el mundo que mis caspianos.

—En mi mundo no hay caballos.

El Chajan hizo otra señal a sus hombres. Había tomado una decisión con respecto a la joven: la llevaría en su carruaje. Eco se vio transportada en volandas y depositada al lado del Chajan. Captó un aleteo en las ramas que estaban por encima de ellos y supuso que Sander corría en pos de la comitiva para ayudarla. Pero ambos estaban muy lejos de su aldea.

El carruaje se puso en movimiento una vez más. El gran ejército avanzó por entre los árboles.

—¿Te gustaría tener un caspiano que fuera tuyo?

—Sí —respondió Eco entusiasmada, con la sensación de estar soñando.

—Elige uno.

Eco señaló al que tenía el rombo blanco entre sus ojos.

—Ese.

—Es una elección excelente. Se llama Kell. ¿Cómo te llamas tú?

—Eco —respondió ella—. Eco Kittle.

—Entonces te lo regalo, Eco Kittle. Kell ya es tuyo. ¿Sabes montar?

—No.

—Yo te enseñaré. Tienes las formas de un buen jinete.

—Gracias.

Pero, a pesar de toda su confusión mental, Eco sabía que no podía aceptar el regalo.

—Te ruego que no pienses que soy una desagradecida, pero tengo que volver a casa.

Echó una mirada en derredor. Ya habían recorrido más camino de lo que ella pensaba. Aquellos caballos avanzaban más rápido que los bueyes. Echó una ojeada a las ramas que se extendían sobre su cabeza: ni rastro de su gente.

—No, Eco Kittle. He tomado la decisión de tenerte a mi lado.

El Chajan esbozó una sonrisa mientras hablaba, pero el tono de su voz dejó bien claro a la muchacha que lo decía en serio.

—¿Tenerme a tu lado? ¿Por qué?

—Porque me complace. Me encantará enseñarte a cabalgar.

Se dio la vuelta e hizo un gesto a los jóvenes que cabalgaban tras el carruaje, que avanzaron hasta ponerse a la altura de su padre.

—Estos son mis hijos. Tendré el gusto de entregarte a uno de ellos como esposa. Puedes elegir al que quieras.

En aquella situación, Eco perdió el miedo por completo. Su madre no hacía otra cosa que proponerle maridos. No había un modo más eficaz de hacerla montar en cólera.

—No quiero casarme con ninguno de tus hijos.

—Estoy de acuerdo en que ninguno es muy atractivo, ¿verdad? Sin embargo, esa es mi voluntad.

—No puedes obligarme.

—Jovencita —dijo el Chajan frunciendo el ceño—, puedo hacer lo que me dé la gana.

—Me escaparé. Nunca me alcanzaréis. Nadie puede correr entre los árboles tan rápido como yo.

—Si te escapas —la amenazó el Chajan enojado—, quemaré el bosque y mataré a todos los hombres, a las mujeres y a los niños que viven en él.

Eco carraspeó.

—¡No lo harías! ¡Nadie puede ser tan cruel!

—Yo hago lo que sea necesario para conseguir lo que quiero.

—Entonces, ¡eres un auténtico monstruo!

—No te entiendo. ¿Cómo puedo ser un monstruo?

—No te preocupa lo mucho que haces sufrir a otras personas con tal de conseguir lo que quieres.

—¿Y tú eres diferente? ¿Te preocupan más los demás que tú misma?

—Yo no voy por ahí quemando y matando.

—Muy bien. Ya lo veremos.

Alzó su mano armada con el látigo y el ejército se detuvo.

Se dio la vuelta y le dijo a su hijo mayor:

—Sacha, ve tras esos cantores locos y tráeme uno.

El joven orlano saludó a su padre, puso su caballo al trote y desapareció camino adelante.

El Gran Chajan permaneció callado en su carruaje, dando golpecitos con el mango del látigo a la barra del arnés. El padre de Eco hacía el mismo gesto cuando se enfadaba con ella. A veces, después de permanecer un tiempo callado, explotaba sin razón aparente y recitaba a gritos una larga retahíla de agravios: que era egoísta y terca y que nunca se disculpaba por nada y que acabaría volviéndolos locos a todos. En esos casos, ella se quedaba quieta delante de él sin escuchar: ese había sido su gran descubrimiento; cuando ocurría algo desagradable todo lo que había que hacer era no pensar en ello. Si no se pensaba en ello era como si no estuviera pasando.

De modo que esperaron bajo una llovizna que iba en aumento y que empañaba las armaduras de los orlanos y resbalaba sobre el pelaje de los caballos. Una o dos veces Eco escrutó la espesura, pero sin verdadera esperanza de que acudieran a rescatarla. Incluso si su gente la encontraba ¿qué podían hacer contra estos guerreros hábiles con el látigo que habían vencido a los gigantescos hacheros?

Un instante después apareció Sacha Chajan con uno de los peregrinos de túnica blanca tumbado en la grupa de su caballo como un saco de grano. Se puso al lado del carruaje y, de un empujón, tiró al hombre al suelo. El pobre estaba pálido como la cera de miedo. Se quedó encogido en el suelo a la espera de la muerte.

El Chajan, con una sonrisa lúgubre, se dirigió a Eco:

—Ahora, jovencita —dijo—, tienes ante ti a este hombre y yo te doy el poder de decidir si vive o muere. Ordena que lo maten y le cortarán la garganta. Ahí, en el suelo, ante tus ojos.

—¡Nunca!

—Da la orden de que lo dejen libre y quedará libre. Pero debes pagar un pequeño precio por su libertad. Se te cortará el meñique de la mano izquierda.

—¡No te atreverías!

—Lo haré yo mismo.

Antes de que pudiera evitarlo había aferrado con su manaza la muñeca izquierda de Eco y había sacado un pequeño y aguzado cuchillo del cinturón. Eco lanzó un desesperado grito de terror.

El Chajan sostuvo en alto ante ella la reluciente hoja. Las diminutas gotas de llovizna empezaron a motear la pulida superficie del cuchillo.

—Si quieres que este extranjero viva, di: que viva. Luego paga el precio. Si quieres que muera, di: que muera. Si permaneces callada durante el tiempo que tarde la lluvia en escurrirse de mi cuchillo, entonces morirá.

Eco estaba paralizada de horror. La mano izquierda se le adormeció de tanto como se la apretaba. Volvió a mirar al peregrino acurrucado en el suelo y apartó rápidamente la mirada. Clavó los ojos en el cuchillo. Vio cómo la fina llovizna formaba gotas de agua cada vez más hinchadas. La visión la tenía hipnotizada. Dejó de pensar en todo lo demás. Vio cómo temblaban y empezaban a desplazarse por la hoja, fundiéndose con otras a medida que avanzaban, convirtiéndose en un reguero. Siguió el recorrido del agua de lluvia hasta la punta de la hoja y contempló cómo quedaba colgando, engrosada hasta convertirse en una reluciente perla. La vio temblar y caer y oyó el suave chapoteo que produjo al estrellarse sobre el suelo del carruaje.

No había dicho ni una palabra.

Se oyó un agudo grito. Un grito helado que paralizó su corazón. Era como si la hoja se hubiera hundido profundamente en su cuerpo. Habían matado al desconocido que ella podía haber salvado.

Luego se oyó un gruñido, seguido de un golpeteo de pies a la carrera. Miró y vio que el peregrino se alejaba corriendo por el camino como un poseso. Eco apretó los párpados y se puso colorada como un tomate.

Oyó el traqueteo de las ruedas cuando el carruaje reanudó la marcha y el golpeteo de innumerables cascos sobre el camino empedrado. Se dio cuenta de que le habían soltado la muñeca izquierda y la sangre volvió a hormiguear en sus dedos. Sintió que las lágrimas le rodaban por las mejillas.

Luego sonó la voz burlona del Chajan.

—Bueno, ahora ya lo sabes.

—No le has cortado la garganta —dijo Eco—. Sabía que no podrías.

—Tú sólo sabías una cosa: que te interesa más tu dedo meñique que la vida de otro ser humano. Si yo soy un monstruo, tú también lo eres.

Eco no dijo nada más. Fue incapaz de ponerse a buscar palabras en la tormenta de miedo, estupor y vergüenza que había estallado en su interior. No sabía que los hombres pudieran ser tan crueles.

No sabía que se pudiera llegar a tener tanto miedo. Nunca se hubiese creído capaz de permitir que muriera otro ser humano.

—Ahora besarás mi mano.

Chajan alzó su manaza a la altura de los labios de Eco, que la tomó, hizo una reverencia y se la besó.

—Y no quiero volver a oír eso de que te marchas.

En ese instante lo odió más de lo que había odiado a nadie en toda su vida: aquel hombre enorme y espantoso la había hecho odiarse a sí misma. Deseaba más que nada en el mundo hacerle daño y oírlo gritar como ella había gritado. Sabía que no tenía otra opción por el momento que quedarse con él. Pero confiaba en morirse antes de llegar a tener que casarse con uno de sus hijos. Y algún día haría que aquel monstruo le besase la mano a ella.