El Comienzo
Viajaban juntos, Buscador, Resplandor, Salvaje, Estrella Matutina y Misericordia, su madre. Los nomanos que habían acudido a rescatarlos también los acompañaban en el largo viaje hacia el sur. Estrella Matutina y Misericordia hablaban muy poco, abrumadas todavía por la magnitud de todo lo sucedido. Los nomanos no pronunciaban palabra. Caminaban en silencio, con los rostros cubiertos por los badanes y casi daba la impresión de que iban dormidos.
—Se han vaciado —dijo Resplandor—. Necesitan descansar.
Había muchas cosas que Buscador no entendía, y ahora, de camino a casa, su hermano trataba de satisfacer su curiosidad lo mejor que podía.
—Desde el momento en que salí de Anacrea —dijo Resplandor—, los nomanos me han estado observando, y también a ti. Muchos de los vagabundos con los que te has cruzado en el camino eran miembros de nuestra Comunidad.
—¡Pero tú fuiste expulsado!
—Perdóname, hermanito. Todo fue una simulación. Perdóname si te hice daño, pero tenía que parecer real, incluso a ti tenía que parecértelo.
—¡Te sometieron a un lavado! ¡Yo te vi!
—Sólo lo suficiente como para enseñarme a simular. Tenía que conseguir que ellos me creyeran. Yo era el cebo. Teníamos que encontrar a los fabricantes del arma antes de que la usaran. Por eso decidimos dejar que fueran ellos quienes nos encontraran.
—O sea que tú no has hecho nada. No eres un traidor.
—No. No he hecho nada salvo causar dolor a los que me aman y poneros a ti y a tus amigos en peligro.
—Yo lo sabía. Siempre he sabido que tú eras bueno y valiente y fuerte.
—Igual que tú, hermanito.
—Oh, no. Yo jamás podré ser como tú.
—Has encontrado el arma antes que yo. Has dejado que te conectaran a su máquina sabiendo que te mataría.
—Sí —dijo Buscador, recordando—. Realmente pensaba que iba a morir.
—¿Y por qué estabas dispuesto a morir?
—Porque…
Quiso contarle a Resplandor lo de la voz. Quiso decirle que la voz le había dicho: «Seguro que ya sabes que eres tú quien habrá de salvarme». Pero las palabras se negaban a salir.
Resplandor rodeó con su brazo los hombros de Buscador, rebosante de afectuoso orgullo.
—No importa por qué. Yo sé la razón.
Entonces añadió con una sonrisa, como siempre hacía en los días en que iban juntos a la escuela:
—Es hora de ir a casa, hermanito.
* * *
Estrella Matutina llegó a la casita de las colinas cuando el crepúsculo era ya algo más que una promesa. Amik la oyó llegar y salió a su encuentro dando saltos de alegría. Detrás de Amik, gimiendo por el entusiasmo de verla otra vez, apareció Lamb. Estrella Matutina se arrodilló y acercó su cara al hocico de Amik mientras sostenía en brazos al cachorrillo.
—¿No me has olvidado, eh, pequeño Lamb?
El cachorro se revolvía en sus brazos, tratando de menear el rabo y lamerle la cara al mismo tiempo.
—Venga. Vamos a casa.
Estrella atravesó la puerta abierta y allí vio a su padre, sentado a la mesa donde había dos velas encendidas, ocupado en su trabajo de copista. Alzó la vista y trató de aparentar que no estaba sorprendido, pero ella vio sus colores y reconoció la tranquila alegría que lo embargaba.
—De modo que has vuelto —dijo, volviendo a la frase que estaba copiando.
—Sí, papá. He vuelto.
—Entonces, ¿no te han aceptado?
—No. No me han aceptado.
Dejó la pluma, echó atrás la silla y la miró largamente.
—Bien tontos que son —dijo.
Estrella Matutina dejó el cachorro en el suelo, se acercó a su padre y él la abrazó. Le temblaban los brazos.
—Ha venido alguien conmigo, papá.
—Contigo me basta, hija —dijo su padre—. ¿Para qué quiero a nadie más?
—No lo sé, papá, pero siempre puedes mandarla a paseo.
—Ah, conque es una mujer. He pensado que a lo mejor traías a un joven de tu propia cosecha.
—No, papá. Es una mujer.
Se volvió hacia la puerta abierta y llamó.
—Entra.
No entró nadie.
—No quiere entrar, niña.
—Cree que estarás enfadado.
—¿Por qué debería estar enfadado?
—Porque estuvo aquí hace mucho tiempo y se marchó. Y la gente que debía recibirla no la quiso y tuvo vergüenza de volver.
Su padre no respondió a sus palabras. Se quedó sentado, muy quieto, y miró hacia la puerta. Fuera, las sombras se iban alargando, pero todavía había más luz que en la casa iluminada por las velas.
—¿Te enfadarás, papá?
—A lo mejor —refunfuñó—. Siempre fue una mujer muy tonta.
Al oír eso, Misericordia apareció en la puerta.
—Y tú has sido siempre un ingrato.
—Ah, así que ahora soy un ingrato.
—¡Mírate ahí, arruinándote los ojos! ¡La luz de las velas no es suficiente para un copista!
—Son mis ojos y me los arruino si me da la gana.
—Ah, bueno, pues no me pidas que te lleve por ahí con una cuerda cuando te hayas quedado ciego.
—No lo haré. Puedes estar tranquila. Yo mismo llevaré la cuerda.
—¡Tú mismo! ¡Hay que oírlo!
Para entonces ya había entrado en la habitación y estaba echando un vistazo a su alrededor. Casi nada había cambiado en diez años. Él la observaba y esperaba.
—Mantienes bien la casa —dijo Misericordia.
—Más me vale. Soy yo quien vive aquí.
—También te mantienes bien.
—Llevo una vida tranquila —respondió él.
—No tengo intención de molestarte.
—Ni yo tengo intención de permitírtelo.
Estrella Matutina observaba cómo cambiaban sus colores mientras hablaban, y supo que todo iría bien entre ellos. Vio que Lamb se acercaba arrastrándose por el suelo para olisquear los pies de su madre, y la vio a ella agacharse para tomar el cachorrillo en brazos.
—Sólo tenemos una vida —dijo Misericordia.
—Y al parecer tú has convertido la tuya en un auténtico desastre.
—Así es.
—Ah, bueno. Yo no lo he hecho mucho mejor. Si te viene bien quedarte algún tiempo, a mí también me viene bien tenerte aquí.
Estrella Matutina salió sigilosamente, sin que ninguno de los dos lo notara. Subió a las colinas que tan bien conocía, donde pastaban los rebaños, y desde allí se quedó mirando mientras el sol se hundía definitivamente en el horizonte. Al día siguiente, volvería a Anacrea. Tenía la tranquila determinación de su padre y los sueños rotos de su madre. Que una cosa reparara la otra y, mientras tanto, ¿por qué no habría ella de hacer realidad sus sueños?
* * *
Buscador y Resplandor llegaron juntos a su casa. Su madre sollozaba de alegría y su padre meneaba la cabeza sin decir nada. ¡Estaba tan orgulloso de sus dos hijos y tan avergonzado de sí mismo por haber dudado de Resplandor! Además, el repentino paso de la pesadumbre a la gloria lo había descolocado.
—Creíamos que os habíais marchado para siempre —dijo su madre, en un tono en el que se mezclaban el reproche y la alegría—. Pensábamos que no volveríamos a veros, a ninguno de los dos.
—Perdóname por haberte desobedecido, padre —dijo Buscador.
—Has vuelto —respondió su padre—, sano y salvo. Eso es lo único que importa —carraspeó y tosió.
No controlaba tanto su voz como le hubiese gustado.
—Y perdóname porque voy a desobedecerte por segunda vez.
—¿Y qué va a ser ahora, hijo mío?
—Tengo pensado pedir permiso para ingresar en la Comunidad.
Su padre frunció el ceño. Resplandor rodeó con su brazo los hombros de su hermano menor.
—Yo mismo lo presentaré, padre. Nació para ser un nomano.
—Ajá. ¿Eso crees? Ya veo. —Se removió inquieto, tosió y mostró su incomodidad de todas las formas posibles, pero los dos sabían que él mismo y no ellos era la causa de su desazón—. Yo sólo quería lo mejor para vosotros, para los dos. Un padre debe hacer todo lo que pueda para orientar a sus hijos. Para guiar a sus hijos, ya sabéis.
—Y lo has hecho, padre —dijo Buscador—, pero ya tengo dieciséis años. Soy mayor de edad y te pido permiso para encontrar mi propio camino.
—Ya veo. Sí. Bueno, da la impresión de que lo has encontrado.
* * *
Salvaje esperó en el puerto a que volvieran sus amigos. Estaba allí sentado en el muelle, con las piernas colgando, sintiendo el calor del sol sobre la cara. No pensaba en nada: no sentía ningún temor, no había nada que lo apremiara, al menos no en ese momento en que el sol lo llenaba todo. Se sentía seguro y lleno de confianza. Ante él estaba a punto de abrirse un nuevo camino en la vida. Tendría quien lo guiara en ese nuevo camino. Por primera vez en su vida no tendría que afrontar solo cada nuevo día. Y en cuanto adónde lo llevaría el nuevo camino…
«¡Voy a ser un encapuchado!», se dijo. La idea lo llenó de gozo y lo hizo sonreír. Había visto a los encapuchados en acción en Radiancia, y deseaba más que nunca poseer esa poderosa quietud.
Buscador se ocuparía de todo. Aquella era la patria de Buscador, y su hermano era un encapuchado. Salvaje confiaba en Buscador más de lo que había confiado en nadie en toda su vida. Incluso más que en el Viborilla, que lo había protegido cuando era pequeño. Al fin y al cabo, un día, sin avisar ni dar explicaciones, el Viborilla se había largado.
Buscador había estrechado su mano y había dicho: «Estaré a tu lado, desde ahora hasta el fin del mundo».
Y Salvaje le creía.
Alzó la vista hacia el sol, en lo alto, y rompió a reír sin dirigirse a nadie en especial, sólo a las gaviotas y a los halcones que sobrevolaban el acantilado, a los pescadores que reparaban sus redes, a las ventanas del monasterio fortificado allá en lo alto. Gritó:
—¿Hola, me a-a-máis?
* * *
Resplandor condujo a su hermano hasta la cima de la escalinata, donde crecían las dos hileras de viejos pinos. Allí, en vez de dirigirse hacia las altas murallas del Nom, señaló hacia el otro lado, hacia donde el sendero terminaba en el acantilado. Junto a las barandillas que servían de protección para no caer al abismo, Buscador vio una figura encorvada en una silla de ruedas.
—Te está esperando.
—¿No vas a venir conmigo?
—No —dijo Resplandor—. Quiere verte a solas.
De modo que Buscador recorrió en solitario el sendero, entre los pinos doblegados por el viento que proyectaban sobre él a ratos la sombra de sus altas copas. El anciano tullido de la silla de ruedas no prestó atención a su llegada, siguió contemplando la lejanía del mar. Buscador se detuvo y esperó en silencio a su lado.
—Tengo entendido, Buscador de la Verdad —dijo el decano, volviéndose por fin para mirarlo—, que has prestado muy buenos servicios a nuestra Comunidad y ahora quieres ingresar en ella.
—Sí, decano.
—¿Sigue estando tu corazón lleno de furia?
—No, decano. Ahora sé mejor lo que me conviene.
—Y, sin embargo, llegará un día en que odiarás a los nomanos y todo lo que representamos.
—Y después, ¿volveré a saber lo que me conviene?
El decano sonrió.
—Empiezas a entender.
Volvió sus ojos llorosos hacia la inmensidad del océano.
—¿Te has preguntado alguna vez qué hay más allá del horizonte?
—Sí, decano. Muchas veces.
—¿Otras tierras?
—Me gusta creer que sí, decano.
—Y en esas otras tierras, ¿también está el Eterno y Ubicuo? ¿También brilla la Luz Clara más allá del horizonte?
—Estoy seguro, decano.
—Nuestra vida es dura. Ya lo sabes.
—Sí, decano.
—Dura hasta extremos que ni siquiera puedes imaginar.
—Tengo dieciséis años, decano —dijo Buscador—. ¿Cómo voy a saber lo que me deparará el futuro? Debo hacer todo lo que pueda con lo poco que conozco.
El decano asintió.
—Me corriges, y lo haces con razón.
—No, decano, no era mi intención…
El anciano levantó una mano para indicar que no estaba enfadado.
—Si quieres ingresar en nuestra Comunidad, lo harás. Te has ganado ese derecho.
Buscador sintió que una gran calma lo invadía. No tenía nada que ver con una sensación de triunfo. Era sólo la sensación de que todo encajaba, de que ese era el curso que tenía que tomar su vida.
Entonces recordó a sus amigos. Durante tanto tiempo había deseado tener amigos, y ahora tenía dos que sabía que estarían con él toda su vida.
—¿Y Estrella Matutina? ¿Y Salvaje? ¿También serán admitidos en la Comunidad?
—La chica, sí, pero el otro… Creo que tú mismo puedes ver que no es adecuado para nuestra forma de vida.
—No, decano, no lo veo.
El decano alzó la vista, sorprendido.
—Ha demostrado su valor, eso lo reconozco, pero no entiende ni lo que hacemos ni por qué lo hacemos.
—Aprenderá, decano.
—Pero no tiene fe.
—La encontrará.
Buscador no pretendía mostrarse tan tozudo ni contradecir al decano, pero no tenía más argumentos que su propia convicción. Era consciente de que Salvaje debía inspirar dudas como candidato, pero personalmente, él, no albergaba ninguna. Además, Salvaje confiaba en él.
—Es posible que te dejes llevar por tu amistad —dijo el decano con delicadeza.
—Hemos hecho un pacto para ayudarnos el uno al otro. Juntos hicimos frente a todo y ahora no puedo abandonarlo.
La campana del Nom empezó a tocar, convocando a la Comunidad a su reunión diaria.
—¿Querrás llevarme de vuelta, por favor?
Buscador empujó la silla de ruedas y le dio la vuelta hacia el camino arbolado que llevaba hasta el Nom.
—Veamos —dijo el decano—, supongamos que admitimos a ese joven salvaje en la Comunidad y que resulta ser un error. ¿Estarías dispuesto a reconocer que te habías equivocado?
—Sí.
—¿Y asumirías la responsabilidad?
—Sí.
—Tendría que dejar la Comunidad. Y tú, tú también tendrías que irte, si asumieras esta responsabilidad. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Sería despojado de sus poderes, y tú también.
Buscador sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. El decano no había usado la palabra, pero Buscador de sobra sabía lo que había querido decir. Sería lavado. ¿Se atrevería a correr semejante riesgo?
Pero a pesar de todo, sabía la respuesta: con riesgo o sin riesgo, era el camino que se abría ante él, y no tenía más remedio que aceptarlo.
Si sigues tu camino, la puerta siempre estará abierta.
La voz no había querido decir que debía ver su verdadero camino siempre que hubiera una puerta abierta. Eso lo había aprendido en la roca en Radiancia. Lo que había querido decir la voz era «sigue tu verdadero camino y las puertas se abrirán ante ti».
—¿Fueron imaginaciones mías cuando oí la voz en el Nom, decano?
—No. La voz era real.
—¿Sabe de dónde venía?
—Sí, lo sé. Y tú también lo sabrás cuando estés preparado.
—¿Cuándo será eso?
—Paciencia. Supongo que no querrás hacerte viejo antes de tiempo.
—No, decano.
El decano no dijo nada más y dejó que lo empujara por el camino entre los inclinados pinos hacia el Nom. Cuando llegaron a la Puerta de los Peregrinos, Resplandor se había marchado y un sirviente estaba esperando para llevar al decano al interior del monasterio.
Buscador se atrevió a hablar.
—¿Ha tomado su decisión, decano?
—¿Has entendido lo que te he dicho?
—Sí, decano.
—Entonces los tres seréis invitados a ingresar en la Comunidad. Los tres. Pero la responsabilidad es tuya. ¿Quedas satisfecho?
—Sí, decano.
El anciano asintió y le tendió una mano. Buscador la tomó e inclinando la cabeza en señal de respeto la besó. Entonces el decano llevó a su vez la mano de Buscador hasta sus labios resecos y la besó.
—Te hemos estado esperando, Buscador de la Verdad.
* * *
Estaban juntos a la sombra de los altos muros del Nom, al lado de la pequeña puerta sin picaporte. Cada uno de ellos llevaba una simple bolsa de mano que contenía todo lo que poseían en el mundo. El maestro de novicios estaba de pie ante ellos, listo para admitirlos, con uno de los sirvientes del Nom como único testigo. A un lado observaban la escena la madre y el padre de Buscador y la madre y el padre de Estrella Matutina.
De esta humilde manera, hicieron sus votos.
—Juro vivir mi vida con sencillez y entregado a la verdad. No tener ninguna posesión ni construir un hogar duradero. No amar a ninguna persona por encima de las demás. Usar mis poderes para llevar justicia a los oprimidos y libertad a los esclavizados. Amar y proteger al Todo y Único, y siempre y en todo momento obedecer la Regla de los Nomanos.
Estrella Matutina observaba a Buscador cuando este hacía su voto y volvió a ver su aura de reluciente color dorado que ya había observado antes. Esta vez, debido quizás a la solemnidad de la ocasión, captó el sentido del color: era una aspiración a lo más alto, un anhelo del ideal, una avidez por lo duradero y lo verdadero.
«Oh, amigo mío —pensó mientras contemplaba el hermoso y trémulo resplandor que lo rodeaba—. Tú y yo y Salvaje nos convertiremos en Guerreros Místicos, pero tu viaje te llevará más lejos y a mayores profundidades que a ninguno de nosotros».
Después se volvió para abrazar a su padre y a su madre, y otro tanto hizo Buscador. Estrella Matutina lloró un poco, lo mismo que las dos madres; pero los pensamientos de los nuevos novicios ya estaban puestos más allá del momento de la separación, en la nueva vida que estaba a punto de empezar para ellos. El momento en que habían pronunciado los votos en voz alta había representado para los tres el fin de su antigua vida. El yo persistente que aceptaba besos y palabras de despedida no era más que una sombra en retroceso.
Se abrió entonces la puerta del noviciado: esa estrecha puerta de hierro que no tenía picaporte por fuera. La atravesaron sin ni siquiera volver la vista. Se oyó después el golpe metálico de la puerta al cerrarse y el chirrido de los cerrojos indicó que el mundo había quedado atrás.
FIN