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La Noche

Toda la noche estuvo el pueblo de Radiancia vagando por las calles, llorando y pidiendo piedad. La gente se reunía en las grandes plazas alrededor de improvisadas hogueras para compartir sus terrores y ocultarse de la oscuridad que temía no tendría fin. El rey, el sumo sacerdote, los oficiales de alto rango de la corte y los principales sacerdotes se encerraron en el santuario del templo, donde se postraron en el suelo de mármol delante del hogar dorado en el que ardía el fuego nocturno, símbolo de su dios. Allí aguardaron amedrentados el amanecer que sabían que no llegaría jamás.

Dadivoso reunió a su esposa, a sus hijos y a sus sirvientes y encendió un círculo de antorchas en el patio de su casa y allí pasaron toda la noche orando. Bendición, que siempre había sido el miembro más devoto de la familia, casi había perdido la razón por el miedo y la conmoción.

—Yo tenía una hija —decía constantemente—. ¿Adónde se han llevado a mi hija? ¿Por qué no viene?

Dadivoso entendía muy poco del desastre que había caído sobre todos ellos, pero estaba seguro de que a él lo habían embaucado. No sabía cómo, pero había resultado que el tributo por el que había pagado tan alto precio estaba aliado con los nomanos. Una furia amarga lo consumía. Por alguna razón que él no llegaba a entender, todos habían conspirado para embaucarlo y humillarlo.

—Se ha ido —dijo sin la menor piedad—. Nos ha tomado el pelo a todos. Lo sabía desde el principio, pero tú te empeñaste en creerla.

—¿Dónde está? —preguntaba llorando la pobre y desconcertada Bendición—. Era mi pequeña.

Soren Similin estaba en el oscuro laboratorio. A la luz de la luna vio la devastación que había dado al traste con todas sus esperanzas. El complejo aparato que ocupaba toda la estancia había sido destruido. Resplandor, su voluntario perfecto, se había ido. Todo lo que había planeado, todo su trabajo, se había perdido. ¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo habían encontrado el laboratorio secreto y entrado en él?

Lo invadió un súbito cansancio. Se sentó y apoyó la cabeza entre las manos. ¿Qué había hecho mal? ¿Qué pistas había pasado por alto? Le había sorprendido tanto como a los demás la llegada de los nomanos, pero se había dicho que esa no era su guerra. Él no formaba parte de Radiancia, ni tenía nada que ver con su dios. Sólo ahora, ante los restos de su mayor creación, empezaba a darse cuenta de que, después de todo, también era su guerra, que los nomanos no habían atacado a un dios falso sino un arma real. Al fin y al cabo, ¿por qué iban a temer las supersticiones de los tontos?

Oyó que algo se movía en la oscuridad.

—¿Quién está ahí?

De las sombras salió a hurtadillas Evor Ortus.

—Ha desaparecido todo —dijo—. Todo.

—¿Ha visto lo que ha sucedido?

—Sí, claro que lo he visto.

—¿Han sido los nomanos?

—Fue el que tú me trajiste. El nomano que tú trajiste. Todo ha sido por tu culpa. —Ortus empezó a reírse de una manera convulsa, histérica—. ¡Lo ha destruido! ¡Ha roto todo lo que podía romper! ¡Destrucción y más destrucción! ¡Todo por tu culpa! Querías llevarte todo el mérito. ¡Muy bien, ahí lo tienes! ¡Todo para ti! ¡Tú lo trajiste aquí y por tu culpa se ha destruido el trabajo de toda mi vida!

—¡Pamplinas! Podemos reconstruirla.

—¿Cómo? El sol no volverá a salir. Se ha acabado. Se ha acabado todo.

Similin no dijo nada más. El hombre había perdido la razón, era evidente. El hombrecillo salió arrastrando los pies por la puerta abierta, farfullando y diciendo incoherencias. Ya no era de utilidad para nadie. Similin seguía con sus cálculos.

De modo que Resplandor lo había estado utilizando todo el tiempo. Debía asumir la responsabilidad al respecto. Pues bien, aceptaría las consecuencias. Aceptaría el castigo, aceptaría caer en desgracia. Una vez más, transformaría la adversidad en su propia y peculiar fuente de fuerza. «Cuanto más se burlen de mí, tanto más fuerte seré —se dijo—. Soy como el arma que creé y que volveré a crear. Todo el odio y el desprecio que dirijan contra mí fluirá por mi sangre y me hará todavía más poderoso. No he sido derrotado. Sólo he sufrido un retraso».

Pero primero, lo sabía, tendría que soportar el castigo. Cayó de rodillas y apoyó la frente en el suelo.

—No lo he hecho bien, Señora.

No lo has hecho bien, llegó la respuesta.

—Merezco ser castigado.

Debes ser castigado.

Y el castigo llegó. Como penetrantes agujas se clavó profundamente en su piel, un lacerante dolor lo atravesó una y otra vez, haciendo que sus extremidades sufrieran espasmos y que empezara a revolcarse. Pero de sus labios no salió ni un quejido. Se retorcía en el suelo con los ojos en blanco y bañada la frente de sudor, pero en ningún momento gritó. Cuando lo merecía, lo embargaba la dulzura. Cuando fallaba llegaba el castigo. Ambos eran pruebas supremas de amor y, a cambio, él amaba a su Señora con todo su ser, incluso cuando lo hacía sufrir.

Cuando el castigo acabó, se levantó del suelo como pudo y se sentó, sin fuerzas, en la silla de madera construida para el portador. Miró a través de las ventanas del techo las estrellas del cielo nocturno. Al cabo de pocas horas llegaría el amanecer de un nuevo día.

«Un nuevo día».

Una idea empezó a tomar forma en su mente.

«Un nuevo día».

* * *

Cuando las primeras luces del nuevo día se difundieron por el cielo, la gente aterrorizada de la ciudad alzó la vista llena de confusión y de incredulidad. ¿Debían regocijarse porque el mundo no se había acabado o desesperarse porque su dios se mostraba indiferente? Hasta donde alcanzaban sus recuerdos, el ritual y el drama de la ofrenda vespertina les había demostrado, como una prueba siempre renovada y siempre superada, que eran un pueblo elegido. Mientras el Poder Radiante que daba luz al mundo había exigido su tributo diario, su dios había permanecido en cierto sentido ligado a ellos. Su dios los necesitaba. Pero si se demostraba que el tributo diario ya no era necesario —si el sol salía independientemente de que ellos demostraran ser dignos— entonces, ¿quién podía asegurar que el Poder Radiante los favorecía más que a cualquier otro pueblo?

Todas estas ideas eran terribles. Demasiado terribles para algunos. Dadivoso, todavía de rodillas en el patio de su casa, vio en el cielo la luz que precedía al amanecer y se olió otra treta destinada a engañarlo.

—Sólo porque haya luz sobre las montañas —dijo—, eso no significa que sea el amanecer. Podría ser la luz de la luna. O un fuego. O una luz falsa enviada para poner a prueba nuestra fe.

Pero mientras hablaba, el sol asomó por encima de las montañas. De toda la ciudad se elevaron gritos de admiración y consternación. El sol había salido, después de todo.

Dadivoso ya no sabía qué pensar. Se puso de pie y apagó las antorchas. Su esposa y sus dos hijos estaban profundamente dormidos, lo mismo que muchos de sus sirvientes. Su ama de llaves lo observaba aterrorizada.

—¿Qué pasará ahora, señor?

—¿Cómo voy a saberlo? No soy más que un proveedor de aceite. El sumo sacerdote nos lo dirá.

Habló con profunda amargura. No veía qué beneficios le reportaría aquella catástrofe. Tampoco los sacerdotes sabrían qué hacer, en cuyo caso quedarían en evidencia; o no sería así y el orden social se vendría abajo.

Oyó un murmullo de voces en la calle y se acercó a la verja, que seguía abierta, para ver qué pasaba. Procedente de la parte baja de la ciudad, vio avanzar a una gran multitud. No representaban una amenaza, sólo imploraban.

—¡Guíanos con tu sabiduría! ¡Protégenos con tu poder!

Se dirigían a la plaza del templo, entonando las palabras familiares pero cargadas ahora de desesperación. Querían que les dijeran qué debían pensar de todo lo que había sucedido y que los tranquilizaran asegurándoles que la vida seguiría como antes. Pero mezclada con las súplicas Dadivoso percibió una nota amenazadora. La gente acudía al templo para ser salvada, y si no la salvaban…

Se estremeció.

—Venid —llamó a los suyos—. Nosotros también deberíamos oír esto.

La multitud se reunió en la plaza del templo. Aunque era una plaza grande, no bastaba para contener al gran número de personas que pugnaban por entrar desde todos los accesos. La gente se subió a los portales y a las barandillas y llenó las casas que daban a la plaza e incluso se arracimó en el ancho pórtico del templo propiamente dicho. Sólo dejaron un espacio libre ante las grandes puertas del santuario, porque allí era donde el rey y los sacerdotes aparecerían ante ellos.

Los gritos implorantes de la multitud resonaban en las paredes del templo y eran repetidos por el eco.

—¡Guíanos con tu sabiduría! ¡Protégenos con tu poder!

Del interior del templo no llegó ninguna respuesta. Al principio con paciencia, y con impaciencia después, gritaron y empezaron a aporrear las grandes puertas cerradas.

Por fin se oyó el ruido de los enormes goznes. Se difundió la noticia entre la multitud y por todas las calles atestadas que desembocaban en la plaza.

—¡Se están abriendo las puertas!

Al correr la voz sobrevino un silencio que se fue propagando como las ondas en un estanque. Cuando las grandes puertas empezaron a abrirse la multitud estaba sumida en un silencio expectante.

Se abrieron del todo y aparecieron los sacerdotes del templo. Formaban dos filas, cada sacerdote con la mano apoyada en el hombro del de enfrente. Salieron con andar inseguro, balanceándose un poco hacia los lados. La gente los observaba conteniendo el aliento.

Entonces apareció el sumo sacerdote. Caminaba con los brazos extendidos hacia delante e iba tanteando el camino con pasos cautelosos. Tras él venía el rey, el propio Visión Radiante. También llevaba los brazos extendidos. Cuando la gente lo vio, quedó atónita. ¿Por qué actuaban sus líderes como si no vieran por dónde iban?

Visión Radiante avanzó con dificultad hasta los primeros escalones y tendió la mirada por encima del mar de rostros, pero estaba claro que no los veía. El sumo sacerdote se puso a su lado, mirando también sin ver. Los sacerdotes del templo formaron a uno y otro lado, y aunque tenían los ojos abiertos, también ellos estaban ciegos. No había truco. Eran los auténticos creyentes. Toda su vida habían estado convencidos de que si no se pagaba el tributo, la gran luz no volvería a aparecer, de modo que para ellos el sol no había salido.

—¡Pueblo mío! —dijo el rey con la voz quebrada por el pesar—. ¡Mi querido pueblo! ¡La oscuridad se cierne sobre nosotros! ¡Ha empezado la noche sin fin! ¡No hay esperanza alguna para ninguno de nosotros! ¡Se acabó!

La gente oyó esto en silencio creyendo que era el comienzo de un discurso más largo, pero cuando vieron que el rey les daba la espalda y entraba otra vez con andar inseguro al templo, su furia se desató.

—¡Embustero! —gritaron—. ¡Impostor!

—¡Sacrificio! —El grito llegó procedente de arriba—. ¡Debe haber un sacrificio!

Hubo un destello dorado en la terraza del templo, en el lugar donde el rey solía presentarse a su pueblo todas las tardes. Una figura con un manto dorado reflejaba los rayos del sol naciente con los brazos abiertos de par en par.

—¡Nuestro dios está furioso! —gritó la figura fulgurante—. ¡El Poder Radiante está furioso! ¡Debe haber una muerte!

—¡Muerte! —gritó la gente—. ¡Muerte!

No tenían la menor idea de quién era el que les hablaba, pero esa invocación daba voz a sus temores y les señalaba un camino para salvarse del horror al que los habían lanzado.

—¡Muerte a los farsantes! —gritó la reluciente figura—. ¡Arrojadlos desde la roca!

No hizo falta más. La multitud supo enseguida que tenía razón, que era lo que correspondía, que aquello les devolvería el favor de su dios todopoderoso. Sin más vacilación, subieron como una marea las escalinatas del templo y llenaron el santuario a la caza de sus antiguos gobernantes. Llevaban toda su vida temblando ante ellos, pero ahora el Poder Radiante ya no los favorecía, y la prueba de ello era que se habían quedado ciegos.

La muchedumbre los encontró y los arrastró escaleras arriba hasta la roca y desde allí los lanzó a la muerte. El rey y el sumo sacerdote, los sacerdotes de menor rango y los oficiales de la corte, en grupos de dos, de tres y de cuatro, cayeron desde el promontorio hasta las sangrientas profundidades del lago.

El hombre de la capa dorada permanecía de pie bajo los rayos del sol naciente y su corazón se llenaba de gozo. Ahora lo veía con claridad. Todo lo que las personas insignificantes pedían en la vida era que les señalaran el modo de salvarse. Pues él se lo diría. Cuando no supieran con seguridad qué era lo que sus dioses esperaban de ellos, él los guiaría. Sólo querían claridad y coherencia.

Soren Similin había descubierto el secreto del poder.

Las personas insignificantes se arrodillarían ante él y lo aclamarían como su señor. Él los pondría al alcance de sus Señores y ellos tendrían la deseada cosecha.