31


El Crepúsculo

Se acercaba la hora de la ofrenda de la tarde, y en la casa de Dadivoso se respiraba una creciente excitación. Bendición había encargado ropa nueva para el evento, y su esposo, que tenía la costumbre de decir que le daba igual lo que llevaba, vestía una casaca de gala profusamente bordada con hilos de plata. Los niños iban completamente de blanco, y se les ordenó permanecer sentados para no mancharse. En cuanto a Estrella Matutina, una costurera había estado todo el día haciéndole un vestido blanco, sobre el que cosía delicadas piezas de un blanco todavía más puro, para que todos vieran lo mucho que valoraba Dadivoso a su nueva hija.

Al fin le habían quitado la cadena a la chica. Era necesario para poder tomarle las medidas para el nuevo vestido. No dio muestras de querer escapar.

—El rey es magnífico —le contó Bendición—. Espero que no te sientas abrumada por su presencia.

—Traigo un mensaje de un poder más grande incluso que el del rey —dijo Estrella Matutina con tranquilidad.

* * *

Cuando Soren Similin llegó a la terraza del templo para la ofrenda de la tarde, el sumo sacerdote lo saludó con más amabilidad que de costumbre.

—Ah, secretario, he oído que has estado lejos de la corte. Espero que hayas vuelto recuperado.

—Gracias, Santidad.

Al otro lado de las puertas cerradas se oían los sonidos de la sesión del rey de entrenamiento en el odio.

—¡Sufrid y morid! ¡Sufrid y morid!

«¡Po-po-pom! ¡Po-po-pom!».

—¡Nomanos morid! ¡Nomanos morid!

«¡Po-po-pom! ¡Po-po-pom!».

El sacerdote que estaba de servicio para la ofrenda de la tarde entró.

—¿Debo preparar el tributo, Santidad?

—Sí, adelante.

—Esta tarde tenemos una ofrenda para un día de onomástica, Santidad.

—¿Ah, sí? ¿Quién la ofrece?

—Dadivoso, el mercader de aceite.

—¡Ese avaricioso! Supongo que espera comprar más categoría. ¿Qué tipo de tributo va a ofrecer?

—Un tributo femenino. Dicen por ahí que está dispuesta.

—Lo creeré cuando lo vea.

El secretario escuchó la conversación, pero no le interesaban los detalles de la ceremonia. Tan pronto como hubiera terminado, iría al laboratorio y pondría en marcha una serie de acontecimientos que lo cambiarían todo.

* * *

El sacerdote de servicio se marchó a los tanques para recoger el tributo de aquella tarde. Los guardias abrieron la trampilla y el sacerdote señaló a Misericordia.

—Es ella.

Misericordia se levantó y subió las escaleras sin dudar ni un segundo. Salvaje se dio cuenta de lo que estaba pasando al cabo de un instante.

—¡No! —gritó—. ¡Ella no! ¡No os la llevéis a ella!

Misericordia se volvió para mirarlo y le dirigió una triste sonrisa cargada de dulzura. Se dio cuenta por esa sonrisa de que estaba resignada, incluso dispuesta, a morir, pero toda la furiosa fuerza vital que había en él se rebelaba contra ello. Se dio la vuelta y profirió un rugido contra el resto de los prisioneros, que siguieron mirándolo en el silencio del tanque.

—¿Acaso ya estáis muertos? ¿Por qué no gritáis? ¿Por qué no berreáis? ¡No dejéis que lo hagan! ¿Qué sois, gallinas? ¡Vamos a morir de todos modos! ¡No muráis en silencio! ¡Morid haciendo ruido! ¡Morid gritando! ¡Morid protestando! —Finalizó la arenga con un gran rugido de furia—. ¡Aieee-ee-eeeee!

Fuera, las campanas tañían y la gente de Radiancia entraba en masa en la plaza del templo. El sol se estaba poniendo en el horizonte, sobre las aguas del lago, y los vendedores ambulantes anunciaban a gritos sus mercancías. El bullicio de la multitud inundaba el aire.

Dadivoso y su familia, en la que ahora estaba incluida Estrella Matutina, llegaron al templo algo temprano. El rey todavía no había salido. El sumo sacerdote comenzó el discurso que tradicionalmente le correspondía, agradeciéndole a Dadivoso la ofrenda de aquella tarde. Dicho discurso tendría que haber sido pronunciado en presencia del rey. Dadivoso, sonriendo y haciendo reverencias como si fuera el hombre más feliz de Radiancia, se percató sobradamente de que el sumo sacerdote pretendía arrebatarle el honor que le debía. Se consoló con el hecho de que a Su Santidad le esperaba una sorpresa.

* * *

En el laboratorio secreto, el profesor Ortus fingía haber reparado la avería que habían simulado encontrar. Por lo tanto llamó a su equipo y le dio instrucciones para que acudiera a la ofrenda de la tarde.

—Nos espera una noche muy larga —dijo—. Rezad al Poder Radiante para que os dé fuerzas para completar nuestra gran misión. Volved a medianoche.

Él se quedó en el laboratorio.

Tan pronto como los demás se hubieron ido abrió la puerta del almacén donde estaba escondido Buscador y, con un dedo sobre los labios, le indicó por señas que saliera.

—Debemos hacer el menor ruido posible —susurró—. Nadie tiene que saberlo. Echó un vistazo a la puerta cerrada de la cantina, tras la cual Resplandor, la única persona que estaba en el laboratorio aparte de ellos, descansaba. No se oía ningún ruido dentro. Con suerte incluso estaría dormido. Mientras hablaran en voz baja, el científico confiaba en que Resplandor no se enteraría de lo que pasaba. E incluso si se enteraba, Ortus había visto esa cara inexpresiva. No esperaba problemas por su parte.

Buscador observaba abrumado las hileras de tubos solares, que adquirían un brillo rosado a la luz del sol poniente. No hizo preguntas. Cero tal como había hecho Resplandor, se acercó a la silla anclada al suelo en el centro del artefacto y recorrió con los dedos los brazos robustos.

—¿Esta es el arma que destruirá Anacrea?

—Esta es.

—¿Cómo funciona?

—Te lo mostraré. Pero primero tengo que atarte a ella.

Buscador observó las amenazadoras torres de tubos y vasijas, y el arnés que colgaba sobre él. Lo encontraba todo aterrador. Pero al mismo tiempo estaba desconcertado.

—Siéntate en la silla —dijo Ortus, tratando de no parecer ansioso.

Buscador dudó un instante más. Después se sentó.

* * *

El breve grito de entusiasmo proferido por la multitud dio la bienvenida a la aparición de una fila de tres sacerdotes que escoltaban al tributo de la tarde. Estrella Matutina recorrió la terraza con la mirada y vio la figura inconfundible de una mujer vestida de blanco. Sintió una intensa punzada de remordimiento. Esa tendría que haber sido ella. Todo el tiempo que había estado haciendo planes para su liberación, de algún modo había conseguido no pensar que su supervivencia significaba la muerte de otro. Apartó la vista angustiada.

El rey apareció al fin. Llegó cojeando a la terraza, con la cara roja de tanto gritar, y puso los brazos en alto para que pudieran vestirlo con la capa ceremonial. En ese momento el sumo sacerdote tendría que haber presentado a Dadivoso y a su familia, pero no parecía tener intención de hacerlo. Dadivoso, sonriendo sin inmutarse, se vio obligado a presentarse a sí mismo.

—Radiancia, hoy es el día de mi onomástica, y tengo el orgullo de ofrecer el tributo de hoy.

—¿Orgullo? ¿De qué tienes que sentirte orgulloso? Ah, sí, ya veo. El día de tu onomástica. —El rey-sacerdote observó atentamente la procesión del tributo—. Bien hecho, ese es el espíritu. Aunque supongo que no lo has ganado en una batalla, ¿eh? —Rio, y Dadivoso hizo otro tanto.

—No, Radiancia, mi tributo es una dama.

—¡Una dama! ¡Vaya! ¡Bien hecho!

—¡Aieee-eee-ee! —gritaba Salvaje en los tanques—. ¡Morid haciendo ruido! ¡Morid gritando!

En ese momento los jóvenes vagabundos se contagiaron de su espíritu rebelde y se unieron a sus gritos.

—¡Yaaa-eee-ee!

Otros comenzaron a gritar. Vivían con tanto miedo que los gritos eran una liberación. Y cada vez eran más y más, el ruido aumentó hasta que los más cobardes sintieron que no tenían nada que perder. Salvaje los lideraba, golpeando las rejas cerca de los cerrojos, y los cientos de prisioneros aullaban como animales rabiosos.

* * *

En la terraza del templo Bendición se colocó junto a su esposo, mirando al frente con expresión plácida.

—Presenta a la muchacha —le susurró a su esposo.

El sumo sacerdote, que tenía la mirada fija en la procesión del tributo, ignorando deliberadamente el momento de gloria de Dadivoso, se dio cuenta de que había un alboroto en los tanques. Le hizo señas a uno de los sacerdotes.

—Acalla ese ruido.

El sacerdote se marchó. El sumo sacerdote se volvió a tiempo para ver cómo Dadivoso le presentaba al rey a una muchacha vestida de blanco.

—¡Radiancia! Permitidme que os presente a mi hija adoptiva, Estrella Matutina.

El rey miró a Estrella Matutina moderadamente sorprendido.

—No sabía que tuvierais una hija adoptiva.

—Tiene un mensaje para vos, Radiancia.

Dadivoso vio que el guardián sostenía la corona esperando a que él se la pusiera al rey. Los procedimientos ceremoniales no podían esperar. El sol se estaba poniendo. Así que, con un gesto de ánimo hacia Estrella Matutina, cumplió con sus deberes, agradablemente consciente de que sus palabras habían causado una sorpresa general.

—¿Un mensaje? —se extrañó el rey.

—¿Un mensaje? —se alarmó el sumo sacerdote.

En el laboratorio contiguo, Evor Ortus también oyó los gritos que provenían de los tanques, pero no les prestó atención. Sus manos temblaban mientras ataba las muñecas de Buscador con las correas. No podía evitarlo, estaba nervioso. Había demasiado en juego.

—Ya está —dijo—. Bien cómodo.

—No entiendo qué se supone que hace esto —dijo el muchacho.

Estaba temblando. A Ortus se le ocurrió que el chico podía estar asustado y que debía decir algo para tranquilizarlo.

—Sirve para hacerte fuerte —dijo—. Más fuerte que los nomanos. Eso te gustaría, ¿no?

—¿De qué manera me hará fuerte?

—Esta máquina te llenará de poder. Una vez te haya conectado a ella sentirás fluir el poder dentro de ti. ¡Y entonces serás un conquistador! Eso te gustaría, ¿no?

El muchacho no contestó. Ortus alcanzó el arnés colgante y tiró de él hacia abajo, colocándoselo sobre los hombros.

—Lo único que sentirás será un ligero pinchazo en un lado de la nuca.

* * *

Salvaje gritaba y golpeaba los barrotes superiores del tanque, y lo mismo hacían el resto de los prisioneros. Estaban delirantes con el ruido de su propio miedo y su rabia: todos eran ya hombres salvajes. Los guardias de servicio golpeaban las rejas con palos y daban órdenes, pero no servía de nada. Cuando el enviado del sumo sacerdote entró, exigiendo que se hiciera callar a los prisioneros, apenas pudieron oír sus instrucciones.

—¡Detenedlos! —berreó—. ¡Golpeadlos! ¡Machacadlos!

Los guardias abrieron la trampilla superior. Dos de ellos levantaron la pesada tapa para que los otros pudieran bajar al tanque y golpear a los alborotadores para silenciarlos.

Fue un error.

* * *

Estrella Matutina vio que todas las miradas en la terraza del templo estaban fijas en ella. La frente de Dadivoso estaba perlada de sudor debido a los nervios. El rey la miraba ceñudo con creciente impaciencia.

Bendición le metió prisa.

—Recuerda lo que nos contaste —susurró—. Hay uno cuyo corazón es oscuro.

Estrella Matutina sabía que debía hablar.

—He venido a advertiros, Radiancia —dijo—. El enemigo está más cerca de lo que pensáis.

Todos la oyeron. Se produjo un silencio tenso.

—La muchacha es una mensajera del poder Radiante —dijo Bendición.

—Radiancia —dijo Estrella Matutina bajando la voz hasta convertirla en un leve susurro—. Mi mensaje es sólo para vos.

El rey abrió unos ojos como platos y se inclinó para oírla mejor.

—Vamos —dijo—, susúrramelo. Pero date prisa, el sol se está poniendo.

Estrella Matutina se le acercó. Al hacerlo estudió sus colores, y encontró por fin la pista que buscaba. Casi escondido entre los amarillos y los marrones, la arrogancia y la indiferencia, había un reflejo de azul pálido que se convirtió ante sus ojos en azul verdoso, el color de una necesidad insatisfecha. Todos los hombres posan su mirada en el rey para alabarlo. Pero ¿en quién posa su mirada el rey?

—Radiancia —susurró—, el Gran Poder os ama, y os llama hijo suyo.

—¡Su hijo!

El rey abrió los ojos todavía más.

—¡Radiancia! —le advirtió el sumo sacerdote—, el sol se está poniendo.

El rey se irguió de nuevo y vio a los sacerdotes y al tributo ocupar su lugar en la roca del templo. Miró fijamente la esfera rojiza que descendía hacia el horizonte del lago.

—¡Padre —murmuró—, os doy las gracias! —Se volvió hacia Estrella Matutina y le dijo—: Hablaremos más tarde, muchacha. Me hablarás de ese enemigo.

Estrella Matutina dejó escapar un leve suspiro de alivio. Había sobrevivido, al menos hasta ese momento. Miró con sentimiento de culpa al tributo, la mujer vestida de blanco que estaba a punto de morir en su lugar. Y al mirarla, tuvo una extraña sensación. Era como si la conociera.

«¿Quién eres?».

El tributo se volvió y la miró, como si hubiera oído su muda pregunta. Estrella Matutina vio su rostro por primera vez y, al hacerlo, una explosión de recuerdos estalló en su mente temblorosa. Había visto antes esa dulce cabeza volverse de aquel modo. Había visto antes ese dulce rostro mirarla. Había sentido antes esa sensación desbordante de ser amada.

«¿Mamá?».

* * *

El primer guardia se dejó caer en medio de la multitud clamorosa de prisioneros dentro del tanque y golpeó a diestro y siniestro.

—¡Id por el rubio! —exclamó el segundo guardia—. ¡Es el jefe!

Salvaje retrocedió atrayéndolo hacia el fondo del tanque, y el resto de los guardias lo siguieron. Entonces, con un aullido de ferocidad inusitada se lanzó hacia delante, agarró al guardia por el pescuezo y lo derribó al suelo. Inmediatamente, como si esa hubiera sido la señal que estaban esperando, los otros prisioneros se abalanzaron sobre los guardias, consiguiendo por superioridad numérica lo que no podían conseguir por falta de armas.

—¡Morid haciendo ruido! —gritó Salvaje—. ¡Morid luchando!

* * *

—¡Radiancia! ¡Debemos celebrar la ceremonia de inmediato! ¡El sol se está poniendo!

—¿Por qué nos mira tan fijamente el tributo?

El sol se acercaba a la superficie del agua. El tributo se quedó inmóvil, mirando hacia atrás. Los sacerdotes instaron a la mujer a moverse, pero fue inútil.

—¿Por qué no se mueve? —dijo Dadivoso—. ¡Debería caer!

Estrella Matutina sabía que lo único que mantenía inmóvil al tributo eran sus ojos y su voluntad. La mantenía sujeta en su mente y en su corazón. La llamó en silencio.

«¡Mamá!».

A Dadivoso lo invadió un miedo súbito. Aquel era su tributo. Se suponía que debía ir voluntariamente al encuentro de la muerte. Incluso a los que no estaban dispuestos los hacían parecer resignados a su destino con tranquilizantes. Jamás podía haber una lucha indecorosa en la roca. Eso hubiese mancillado el tributo a los ojos del Poder Radiante.

Pero el tributo seguía sin moverse.

El sumo sacerdote, muy alarmado, miró al tributo que los observaba y, a continuación, al grupo que rodeaba al rey, y vio la expresión en el rostro de la muchacha vestida de blanco.

—¡Es ella! —gritó—. ¡Lo está haciendo ella!

El rey se dio cuenta también. Gritó a su guardaespaldas, un enorme machetero.

—¡Mátala!

* * *

El profesor Ortus preparó la segunda aguja para introducirla en una vena del brazo de Buscador. El muchacho estaba muy alterado y él mismo estaba nervioso. Introdujo la aguja torpemente.

—¡Ay! —gritó Buscador—. ¡Eso me ha dolido!

—¡Estate quieto!

Al segundo intento sujetó el brazo de Buscador con una mano mientras introducía la aguja con la otra.

—¡Ya está! ¡Todo listo! ¿Cómo te sientes? ¿Estás preparado para el poder?

—¿Qué me hará?

—¡Te convertirá en un dios!

Fue hacia los controles principales. Mientras lo hacía, oyó ruidos en la cantina. El grito de dolor del muchacho había despertado a Resplandor. «Aun así —pensó—, la puerta está cerrada».

—¡Vamos allá! —dijo.

Accionó el interruptor principal.

* * *

La gente reunida en la plaza del templo empezaba a tener pánico.

—¡Cae! ¡Cae! —gritaban.

Los sacerdotes suplicaron al tributo.

—¡Venga! ¡Ya es la hora! ¡Lánzate a los brazos del Poder Radiante! ¡Danos vida!

—¡Cae! ¡Cae! —gritaba la multitud mientras el sol se hundía inevitablemente en las aguas del lago.

En la terraza del templo el machetero aferró a Estrella Matutina con sus manazas y la levantó, rompiendo el contacto visual con el tributo. El tributo se estremeció y se volvió hacia el sol poniente.

—¡Cae! ¡Cae! ¡Cae! —suplicaba la gente de Radiancia, en un grito rítmico, agónico.

Las puertas de los tanques se abrieron de golpe: Salvaje, bronceado, hermoso, exultante, surgió con las manos entrelazadas en un doble puño volador. El golpe sacudió la enorme cabeza del machetero y le partió el cuello. Trastabilló y cayó, y Estrella Matutina con él. Los vagabundos de los tanques inundaron la terraza, aullando enloquecidos de rabia. Sacerdotes y oficiales, aterrados, huyeron en dirección a la amplia escalinata.

—¡Llamad a los macheteros! ¡Traed los perros!

* * *

Buscador estaba sujeto a la máquina. Se convulsionaba en la silla, le picaba la piel y no podía ya controlar ninguno de sus músculos. Se oía profiriendo un grito tembloroso y balbuciente. Sabía que había ido demasiado lejos, pero ya no podía escapar a su destino.

El profesor Ortus oía los berridos del motín del exterior. También oyó movimiento tras la puerta de la cantina.

—¡Todo va bien! —dijo, tratando de parecer tranquilo.

Una voz habló desde el interior.

—¿Qué está pasando?

Era una voz que Buscador apenas había esperado oír de nuevo. Era incapaz de responder.

—Quédate donde estás —dijo el profesor—. Todo va bien.

Hubo golpes en la puerta. Después se hizo el silencio. Entonces la puerta se hizo pedazos ante sus ojos, y Resplandor salió, transformado. Una mirada le bastó. Avanzó a grandes zancadas hasta situarse junto a Buscador y le arrancó las agujas de cuello y brazos. Ortus corrió hacia él, desesperado por detenerlo. Resplandor se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los del científico: aquella mirada inexpresiva había desaparecido. Ortus se detuvo en seco, helado por el poder que emanaba de esos ojos. Resplandor levantó la mano y tendió dos dedos hacia él. Ortus sintió un gran peso sobre los hombros y el pecho. Cayó de rodillas. El peso cayó sobre él, exprimiéndole la vida.

—Por favor —gritó, ahogándose, incapaz de respirar.

Resplandor se volvió hacia Buscador y, con unos cuantos movimientos rápidos, lo liberó de las correas que lo sujetaban a la silla y lo sostuvo cuando se derrumbó hacia delante.

—¡Hermanito! ¡Mi hermano pequeño!

Lo cogió en brazos.

—¡No lo sabía! ¿Qué has hecho? ¡No lo sabía!

Buscador notó que los brazos de su hermano lo envolvían y trató de hablar, pero no pudo. El terror que le inspiraba la máquina, la conmoción de los minutos que había estado en su poder, la increíble aparición de su amado hermano de la nada, todo se agolpaba en su mente y no conseguía enfocar las ideas. Pero luego, mirando por las ventanas del techo el cielo rojizo, se acordó.

—¡El crepúsculo! ¡La van a arrojar desde la roca!

Resplandor levantó la cabeza y profirió un grito largo y sibilante.

* * *

—¡Cae! ¡Cae! ¡Cae! —entonaba la gente de Radiancia a medida que el sol se hundía en el agua.

La terraza, cada vez más vacía, era un infierno. Los oficiales de la corte tropezaban entre sí tratando de escapar de la venganza de los vagabundos, incluso tropezaban con los enormes perros que subían a saltos las escaleras atestadas de gente. El tributo estaba al borde mismo de la roca y parecía a punto de caer. Los sacerdotes la habían abandonado, temerosos de los presos liberados. Temiendo por su vida, corrieron hacia la seguridad de las escaleras.

El sol ya casi se había hundido en el horizonte.

—¡Cae! ¡Cae! ¡Cae! —berreaba la gente.

Los enormes perros llegaron aullando a la terraza y atacaron a mordiscos a los enloquecidos vagabundos. Después llegaron los macheteros con sus cadenas. Salvaje se aseguró de que Estrella Matutina estaba bien y se preparó para luchar. Un perro se disponía a saltar sobre él. Un machetero se acercó y la cadena le pasó silbando tan cerca que hizo sonar los brazaletes del brazo moreno de Salvaje. El perro saltó hacia él…

Un silbido muy agudo cruzó el aire como una saeta. Un encapuchado de gran estatura vestido con una túnica gris apareció de la nada. El perro se detuvo a medio salto. La cadena del machetero cayó al suelo con estrépito metálico. Un segundo encapuchado apareció en la terraza, y un tercero. Los gritos murieron en los labios de los presos que habían escapado. A medida que más y más encapuchados se deshacían de sus disfraces y se descubrían, los aterrorizados sacerdotes y oficiales que se agolpaban en las escaleras comenzaron a detenerse. El pánico en la plaza del templo desapareció. Un silencio súbito envolvió a la gente de Radiancia.

Los nomanos habían tomado el control.

Por fin llegó el momento en que, en completo silencio, el sol desapareció tras el horizonte sin que se hubiera ofrecido ningún tributo.

La noche llegó a la gente y a la ciudad de Radiancia. Lo impensable había sucedido. El día había acabado y no se había hecho ninguna ofrenda al Poder Radiante que daba vida a todo el mundo. Como consecuencia, el sol no saldría a la mañana siguiente. Había comenzado el fin del mundo.

Cuando la idea caló, un terrible lamento se elevó desde la plaza del templo. Todos se pusieron a gemir y a lamentarse como si de animales heridos se tratara. A mitad de las escaleras el rey cayó de rodillas y agachó la cabeza. El sumo sacerdote se tambaleó como si le doliera algo, profiriendo gritos guturales. Bendición respiraba entrecortadamente, tenía calor y se arrancó el tocado de la cabeza, tuvo más calor y se arrancó el vestido. Sólo el secretario del rey mantuvo la calma. Observó aquella ciudad de necios y pensó en el arma que había hecho construir, y en Resplandor, que lo estaba esperando, y lo único que sintió fue un orgullo desdeñoso. ¿Qué le importaba a él si su dios les había fallado? ¿Qué le importaba si un puñado de nomanos destrozaba la ciudad entera? Él poseía el poder definitivo. Todavía no había movido su pieza. Cuando lo hiciera, todo acabaría.

* * *

Estrella Matutina se levantó y cruzó la terraza en dirección al borde de la roca. La dama de blanco estaba quieta, rodeada por el reflejo rojizo que iluminaba el cielo, esperándola, lira tan hermosa, tan familiar, estaba tan triste.

—¿Mamá?

Estrella Matutina se sentía insegura ahora que estaba delante de lo que había deseado durante tanto tiempo. Si aquella era su madre, ¿por qué no iba hacia ella y la abrazaba?

—No soy tu madre —dijo Misericordia—. Perdí el derecho a serlo hace mucho tiempo.

Pero era la dulce voz de su madre, que había recordado durante mucho tiempo y había olvidado hacía mucho.

—Tú siempre serás mi madre —dijo Estrella Matutina.

Y se arrodilló ante ella.

—Cariño mío —dijo Misericordia—. ¿Para qué sirvo?

—No tienes que servir para nada, mamá. Simplemente eres mi madre.

Al oír aquello, Misericordia también cayó de rodillas y besó a su hija en una mejilla, después en la otra, intentando pedirle perdón con esos besos. Estrella Matutina la comprendió, y la perdonó. Y al fin la madre abrazó a la hija.

* * *

Buscador llegó cojeando y dando traspiés a la terraza del templo. Allí observó los resultados del caos en que se había sumido la ciudad. Los últimos vagabundos huidos abandonaban la terraza camino de la plaza de más abajo. Los perros se acurrucaban gimiendo entre las sombras. El imponente cuerpo de un machetero bloqueaba la salida casi por completo.

Y allí estaba Salvaje, con sus brazaletes de plata brillando con los destellos rojizos de la luz crepuscular.

—¡Eh, Buscador!

Se abrazaron.

—¡Ella está a salvo! —dijo Salvaje—. ¡Está bien!

Entonces Buscador vio a Estrella Matutina, arrodillada en la roca, con las manos de una dama vestida de blanco entre las suyas.

—Así que la ha encontrado.

Nadie se lo había dicho. Tampoco fue necesario. Nada más verlo, Estrella Matutina se levantó y dejó a su madre para reunirse con ellos.

—¡Amigos míos! —exclamó mientras sus ojos se inundaban de lágrimas.

Buscador le tendió los brazos temblorosos. Ella fue hacia él y se abrazaron, y Salvaje los abrazó a ambos, y durante unos dulces instantes permanecieron juntos sin decir nada.

—Salvaje me ha salvado —dijo entonces Estrella Matutina.

—Los encapuchados me han salvado —dijo Salvaje.

—Mi hermano me ha salvado —dijo Buscador.

Miraron a su alrededor. Allí estaban los nomanos y, junto a ellos, como uno más, estaba Resplandor.

Los Guerreros Místicos levantaron los brazos y juntaron los pulgares, para hacer de sus cuerpos flechas que apuntaban hacia las estrellas: el saludo nomano.

Resplandor recorrió con la mirada a Salvaje, a Estrella Matutina y a Buscador.

—Siéntete orgulloso, hermanito —dijo—. Los nomanos te honran.