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El Día de la Onomástica

El día de la onomástica de Dadivoso comenzó como era habitual, con todos los sirvientes reunidos en el patio para felicitarlo cuando saliera de su dormitorio. Se detuvo en las escaleras y adoptó una expresión que esperaba que fuera de feliz dignidad. La verdad era que se sentía fatal. Prácticamente no había dormido en toda la noche y aún no estaba seguro de lo que haría. Así pues, mientras sus sirvientes y su esposa le cantaban la canción del día de la onomástica, movía la cabeza al ritmo de la canción y seguía preocupándose.

¡Viva el día de Dadivoso!

¡Dadivoso! ¡Viva su día!

«¿Cuándo —pensó— acabará este maldito asunto del tributo? ¿Cómo puedo enviar a la chica a la roca? ¿Y si es realmente la mensajera del Gran Poder?».

¡Dios Radiante, te elevas gloriosamente!

¡Haz que tu luz brille hoy sobre él!

«Pero si no ofrezco a la chica —pensó preocupado— no tendré tributo. No sólo me habré gastado una fortuna sino que hoy, el día de mi onomástica, llevarán a un simple vagabundo a la roca. Le he prometido en dos ocasiones al rey que el tributo que ofrecería el día de mi onomástica honraría al máximo al Poder Radiante. ¿Cómo puedo evitar enviar a la chica?».

¡Viva el nombre de Dadivoso!

¡Orgulloso su nombre y orgulloso su día!

Una vez acabada la canción, tenía que seguir el ritual: beber de la copa de vino que le ofrecía su esposa; probar los pastelitos que le ofrecían sus hijos, y aceptar una alfombra para los rezos bordada por los sirvientes. Como siempre, era horrorosa. Iría a parar, como las otras que había recibido durante años, a un montón mohoso bajo las escaleras de la bodega. Pero, como siempre, pronunció un pequeño discurso de agradecimiento y anunció que habría una paga extra para los empleados, cosa que daban por segura, y que era lo único que les interesaba. A continuación se retiró con su esposa a la sala del desayuno para disfrutar del día de su onomástica en la dulce paz de un matrimonio bien avenido.

—¡Hazte tú el desayuno —exclamó su esposa tan pronto como hubieron cerrado la puerta—, yo no pienso mover ni un dedo! ¡Espero que te mueras de hambre!

—Gracias —dijo Dadivoso con amargura al tiempo que se sentaba—, qué esposa tan agradecida tengo, después de todo. Diecisiete años viviendo como una reina, gracias únicamente a mis esfuerzos, y me dice el día de mi onomástica que me quiere muerto. Muchísimas gracias.

—Tú sabes lo que quiero.

—¿Y debo permitir que la vergüenza caiga sobre mí y sobre mi familia el día de mi onomástica?

—Habrá otro el año próximo.

—¿Quieres que pierda mi cargo? ¿Quieres que le den a Pequeño Sueño el puesto de manipulador de la Corona?

—¿Quieres estar a la derecha del rey?

—¡Bah! ¡Tonterías! Se lo inventa para salvar el cuello.

—¿Igual que se inventó lo que estaba escrito en la hoja? ¿Igual que se inventó lo del brazalete del gato?

—¿Qué sabe ella de la derecha del rey?

—¿Por qué no se lo preguntas?

—Muy bien. Lo haré.

De hecho esa era la conclusión a la que había llegado el propio Dadivoso. Interrogaría a la chica una vez más, y tomaría la decisión definitiva. Así que, después de un desayuno frugal y poco satisfactorio, él y su esposa bajaron las escaleras de la bodega con una bandeja con el desayuno para su enigmático tributo.

Estrella Matutina estaba preparada. Había tenido tanto tiempo como Dadivoso para pensar en lo que haría ese día, pero ella le había sacado más provecho. No tenía más sorpresas. Tendría que fiarse de su instinto. Pero había urdido un plan.

En cuanto Bendición y Dadivoso entraron en la bodega sintió la tensión que había entre ellos; por supuesto, podía verla. Los colores de la mujer eran ocre amarillo, que indicaba compasión y autocompasión, con un borde rojo, que indicaba que estaba enfadada. El halo del marido era rojo con motas verdes, el color de la incertidumbre, aquí y allá. Desde el primer momento Estrella Matutina observó los colores de Dadivoso con detenimiento y eligió sus palabras cuidadosamente.

—¿Algún otro sueño? —dijo Dadivoso con aspereza—. ¿Algún otro gato? ¿Alguna otra orden?

—Te he traído problemas —dijo Estrella Matutina con humildad—. Esa no era mi intención. Perdóname, por favor.

—Es el día de mi onomástica, nada más. —La humildad de Estrella Matutina transformó la ira de Dadivoso en petulancia. El aura roja se suavizó y adquirió un matiz grisáceo—. Tengo un cargo. Se esperan ciertas cosas de mí. No es fácil.

Su esposa también notó que su terca negativa a cambiar de opinión se debilitaba.

—Esposo, pregúntale. A lo mejor ha tenido otro sueño.

—¿Qué? —preguntó de mal talante—. ¿Lo has tenido?

—Creo que mis sueños te enfurecen, mi señor. Quizá lo mejor sería que me devolvieras a la fuente de toda vida y de todo poder, como pensabas hacer. Así el mensaje que he venido a entregar podrá ser entregado a otra familia a través de otro niño.

—¿Qué mensaje? ¿Qué otra familia?

—Yo no elijo a la familia, señor. Un poder más grande que yo decide quién es digno de ese honor. Tan sólo me dijeron que esta familia había prestado un servicio notable al pueblo de Radiancia, a su rey y a su dios.

—¡Y eso es lo que he hecho! ¡Mis molinos abastecen de aceite medio imperio!

Estrella Matutina percibió el cambio en sus colores. Su aura tenía un matiz anaranjado. Se estaba volviendo competitivo.

—¿Cuál es el mensaje, niña? —preguntó Bendición.

—El mensaje es sólo para los oídos del rey.

—¡Para el rey!

—A la hora de las ofrendas de la tarde.

Los colores de Dadivoso adquirieron de nuevo un tono marrón. Volvía a sospechar.

—He sido enviada, como hija tuya, para otorgarte un gran honor a los ojos del rey.

Al oír esto su color pasó al amarillo de la autosatisfacción. Estrella Matutina vio cómo calculaba mentalmente las ventajas y los inconvenientes. ¿Tendría el rey mejor opinión de él si le ofrecía tan magnífico tributo el día de su onomástica o si le llevaba a esa supuesta hija suya con aquel mensaje desconocido?

—¡Oh esposo! —exclamó Bendición, juntando las manos y poniendo los ojos en blanco—. ¿Qué te había dicho? ¡Todo ocurre por una razón! ¡Yo quería una hija y me ha sido dada una que traerá grandes honores a la familia!

—¿Qué tipo de mensaje es?

Estrella Matutina comprendió que tendría que darle alguna prueba de su misión divina. Ya que no tenía ninguna sorpresa pensada de antemano, su única opción era hacer algunas suposiciones afortunadas. Ya se había percatado de que había competencia en la corte por los favores del rey. Donde había competencia, siempre había sospecha.

—Hay algunas personas cercanas al rey —dijo— que no son sus verdaderos amigos.

El aura amarilla de Dadivoso se tiñó inmediatamente de un naranja palpitante.

Estrella Matutina había dado en el clavo.

—¿Puedes decirme sus nombres?

—No conozco sus nombres. Pero hay uno que está realmente cerca del rey.

—Debe de ser el sumo sacerdote —dijo Bendición—. ¿Quién está más cerca del rey que él?

—¡Calla, esposa! —dijo Dadivoso, pero no pudo evitar añadir—: Siempre he sabido que ese tipo era una serpiente.

Estrella Matutina sabía que los sacerdotes llevaban la túnica dorada.

—Brilla con una luz dorada. Pero su corazón es oscuro.

—¡Es él! —dijo Bendición—. ¡Su túnica es dorada!

—¿Qué planea hacer, muchacha?

—Mi mensaje es sólo para el rey. Pero tú debes llevarme ante él.

El aura de Dadivoso seguía siendo de un naranja palpitante. Lo tenía en el bote. Se permitió jugar un poco con él, para que se reafirmara en su decisión.

—Pero entiendo lo mucho que habías esperado presentar ante el rey y el sumo sacerdote un tributo voluntario en el día de tu onomástica. Estoy segura de que el sumo sacerdote te agradecerá tu ofrecimiento.

—No veo por qué el sumo sacerdote iba a pensar que lo hago por él.

—Creo —dijo Estrella Matutina muy despacio— que es un hombre muy inteligente. Pero es… No, no puedo decir más.

—¡Maldito sea! —El aura de Dadivoso se tiñó de rojo oscuro—. ¡No pienso dejarlo ahí sonriendo como si fuera todo en beneficio suyo! ¡He sabido durante años que no se puede confiar en él! ¡Daría lo que fuera por borrarle esa sonrisa de la cara!

Bendición rodeó con sus brazos a Estrella Matutina.

—Muchacha, ha visto la luz. Vendrás con nosotros esta tarde y hablarás con el rey.

Su aura, de un tono azul de rezo con tintes de un verde cercano a la estupidez, envolvió también a Estrella Matutina, que se dejó mimar mientras observaba al señor de la casa.

—Esto es lo que haré —dijo Dadivoso más para sí que para los que estaban a su alrededor—. Iré a los tanques y me llevaré lo mejor que tengan. Tendré que pagar a uno o dos guardias. Y también a uno o dos sacerdotes, sin duda. Pero de esa manera tendré algo para el día de mi onomástica.

—¡Qué sabio eres, esposo! ¡Qué solución tan inspirada!

—En lo que respecta a la muchacha… —Se volvió a mirarla, y ella le devolvió la mirada desde los brazos de su esposa abriendo mucho los ojos con la expresión más inocente del mundo. El aura del hombre se suavizó, tiñéndose de un rojo casi afectuoso. Estrella Matutina supo que había ganado—. En lo que respecta a la muchacha, esposa, consíguele ropa adecuada a su posición como miembro de mi familia. Se presentará con nosotros ante el rey esta tarde. Y veremos lo que pasa.

* * *

Tan pronto como empezó la jornada, Evor Ortus le hizo una visita al sumo sacerdote y le contó que había reclutado a un voluntario adecuado. El sumo sacerdote ya conocía la existencia del muchacho de Anacrea. También sabía algo que el profesor no sabía: que Soren Similin había vuelto a Radiancia con su propio voluntario.

—¡Ya! —El científico palideció—. ¡Entonces hemos llegado tarde!

—No está todo perdido. Todavía controlas el artefacto, ¿no?

—Sí, por supuesto.

—Dile a nuestro feo amigo que necesitas hacer un pequeño ajuste. Dile que la máquina estará lista mañana.

—¿Mañana?

—Y esta tarde, mientras nuestro amigo esté en la ofrenda, conecta al muchacho. ¿Cuánto tiempo necesitas?

—Unas horas.

—Entonces bien entrada la noche, digamos a medianoche, tendré una embarcación preparada para llevarlo a Anacrea.

—¡A Anacrea!

Ambos se miraron y sonrieron.

* * *

Soren Similin dejó a Resplandor solo, oculto en su apartamento cerrado a cal y canto, durante todo el caluroso día que siguió a su llegada a Radiancia. Similin creyó necesario informar al rey de su regreso y del éxito de su misión. A Resplandor parecía no importarle. Se sentó y miró al vacío, sin demostrar ningún interés por cuanto le rodeaba.

—Volveré lo antes posible —dijo Similin—. ¿Estarás bien aquí solo mientras estoy fuera?

—Sí —dijo Resplandor.

—¿Qué harás?

—Nada.

«El muchacho tiene menos iniciativa que un saco de patatas —pensó Similin—. Dejo de empujarlo y se queda ahí sentado. Bueno, eso tiene sus ventajas».

—Cuando vuelva, te enseñaré algo que jamás has visto. Algo que te dejará asombrado. Algo que te proporcionará el poder de dar el golpe más grande que nunca se haya dado en favor de la justicia.

—Está bien —dijo Resplandor.

El secretario tuvo que contentarse con eso.

Poco después del mediodía, Dadivoso hizo una visita a los tanques públicos. Paseó arriba y abajo por la pasarela de hierro, observando a través de los barrotes a los miserables prisioneros que estaban abajo, acompañado de un oficial y un sacerdote.

Los prisioneros hacían lo posible para no llamar la atención. Sabían que quienquiera que fuese elegido iría a la roca ese mismo día. Sólo Salvaje se negó a actuar como ganado. Vociferaba insultos y desafíos, golpeaba los barrotes, echaba en cara su cobardía a los prisioneros, incluso llegó a intentar agarrar por los tobillos a los guardias que pasaban sacando las manos entre los barrotes.

—¡Venid y matadme! ¡Vamos! ¿A qué estáis esperando?

A continuación se volvió hacia el rebaño de vagabundos que había en el tanque y les gritó:

—¡Vosotros! ¡Gusanos! ¡Vais a morir! ¡Todos vamos a morir! ¡Por eso estamos aquí! ¡Así que no se lo pongáis fácil! ¡Berread, golpead, gritad! ¿Qué pueden hacer, mataros? ¿No os dais cuenta? ¡No les está permitido matarnos! ¡Ni siquiera pueden tocarnos! ¡Tienen que mantenernos con vida para que los sacerdotes nos lleven a la roca!

Los demás prisioneros estaban impresionados. Admiraban la locura de Salvaje, y su valor. Era, en cierto modo, un entretenimiento.

—Llévate a ese. Es joven y está sano. Una buena ofrenda.

—¡Llévame! —gritó Salvaje desde su tanque—. ¡Llévame! ¡Te arrancaré el corazón!

—No —dijo Dadivoso—. Quiero un tributo bien dispuesto.

—Déjame cinco minutos a solas con él —dijo el oficial—. Haré que esté dispuesto.

—Estoy seguro de que lo harás, oficial. Pero ¿será capaz de andar luego?

El sacerdote señaló a una mujer bastante obesa acurrucada en un rincón.

—Esa tiene buenas carnes —dijo—. La multitud se entusiasma con los gordos.

Dadivoso negó enfadado con la cabeza.

—Es el día de mi onomástica. Quiero estilo.

Mientras hablaba, sus ojos escrutadores se detuvieron en Misericordia. Estaba sentada en silencio, sola, con las manos entrelazadas sobre el regazo, todavía con el vestido blanco de una dama.

—Tú —dijo señalándola.

Ella levantó la vista. No tenía miedo y odio en la mirada como los otros. Tenía dignidad y era bella. Si la lavaban y le ponían un vestido nuevo, serviría perfectamente.

El sacerdote ya le había echado el ojo a Misericordia desde que la habían traído. Tenía un acuerdo con uno de los comerciantes de tributos para esas raras ocasiones en las que un buen ejemplar llegaba a los tanques. Le pasaba el ejemplar al comerciante y compartían el precio que consiguiera por él.

—No está disponible, honorable señor.

—¡Eres un pícaro ladrón! —dijo Dadivoso.

—Su Santidad en persona la ha elegido para el próximo Festival de la Luz.

Dadivoso apretó los dientes.

—Por supuesto, haré un donativo al templo.

—Esta misma mañana Su Santidad estaba diciendo que un tributo como este es una rara y preciosa joya.

Dadivoso frunció el ceño.

—Una joya de gran valor —añadió el sacerdote.

—Sí, sí, sí, no soy estúpido —bajó la voz para poder hablar con el sacerdote sin que el oficial o el guardia lo oyeran—. Cien chelines.

—¡Honorable señor! —El sacerdote parecía conmocionado—. ¡No me atrevería a decirle a Su Santidad que había dejado escapar una joya de tanto valor por una suma tan insignificante, tan nimia!

—Pon tú un precio.

—Mil.

—Quinientos.

El sacerdote se volvió con un encogimiento de hombros. El oficial se les acercó con una sonrisa, como para ayudar. Él también quería sacar tajada.

—Está bien —le dijo Dadivoso al sacerdote—, de acuerdo. —Al oficial le ordenó—: Asiste a este santo varón. Está siguiendo mis instrucciones. —Deslizó cinco monedas de diez chelines en una mano que ya las estaba esperando. Se volvió hacia el sacerdote—: El templo recibirá mi donativo después de la ofrenda de la tarde.

El sacerdote inclinó la cabeza. Dadivoso añadió con una sonrisa:

—Guíame con tu sabiduría. Protégeme con tu poder.

A continuación se dio la vuelta y se marchó, añadiendo otros mil a la inmensa suma que ya había gastado en conseguir un tributo aceptable para el día de su onomástica.

—¡Ga-ga-gallina! —exclamó tras él Salvaje—. ¿Quieres que te corte el gaznate? ¡Eh, valientes! ¿Me amáis? ¿Me a-a-amáis?

Misericordia lo miró sonriente, sin saber que acababan de decidir su destino. Le encantaba mirar al bello joven de cabellos dorados y escuchar los gritos de su espíritu indómito.

—Sí —dijo—. Te amo.

* * *

Al final de la tarde Soren Similin pasó también junto a los tanques, guiando a Resplandor por la pasarela de hierro que conducía al laboratorio secreto. Encontró las persianas bajas y la gran estancia sumida en la más completa oscuridad.

El profesor Ortus salió apresuradamente a su encuentro con una sonrisa de bienvenida en el rostro. Similin estaba demasiado ocupado con sus propios planes para darse cuenta de lo inusual que era aquello.

—¿Por qué no estás cargando el artefacto?

—Está completamente cargado —dijo el científico—, pero hemos tenido que desconectarlo de la corriente mientras realizamos un pequeño ajuste. Hay un fallo en las válvulas de flujo. Nada grave, te lo aseguro. Estará arreglado mañana por la mañana.

—¡Mañana por la mañana! —Similin frunció el ceño contrariado—. Esperaba poder iniciar el procedimiento esta noche. ¿No podéis trabajar más deprisa?

—Quizá si trabajamos durante la ofrenda… —El científico cerró los ojos e hizo unos cuantos cálculos mentales—. Quizás estaría listo a medianoche.

—A medianoche entonces —dijo el secretario—. De ese modo nuestro amigo aquí presente no tendrá que esperar mucho.

Estudió al joven extraño que estaba junto al secretario. No estaba impresionado, parecía un poco bobo.

El secretario real dirigió un breve discurso al equipo allí reunido:

—Me enorgullece poder deciros que al fin estamos cerca de completar nuestro duro trabajo. Iniciaremos la fase final hoy a medianoche.

El equipo aplaudió.

—Permitidme que os presente a un joven valiente y desinteresado, que entiende y comparte totalmente la nobleza de nuestra causa, y que tiene la llave de la isla de Anacrea, y del mismísimo Nom, porque es… ¡un nomano! —El equipo gritó de asombro. Evor Ortus palideció. No esperaba que Similin fuera capaz de persuadir a uno de los nomanos para que se uniera a ellos. Era un brillante golpe de efecto—. ¡Resplandor de la Justicia!

Resplandor inclinó la cabeza, ruborizado por los aplausos.

—¿Te gustaría decirle algo al equipo?

Resplandor miró hacia atrás en silencio durante unos instantes.

—Hola, equipo —dijo a continuación.

Un conato de risa rápidamente acallado surgió entre los presentes.

—Nuestro joven héroe —explicó Similin— ha sido expulsado de la comunidad de los nomanos. Como parte del proceso ha sido, como ellos lo llaman, lavado. Ha perdido gran parte de su entendimiento. Pero no ha olvidado que es uno de los Guerreros Místicos.

Resplandor asintió y sonrió, contento de oír palabras reconocibles.

—Y que su causa es llevar la justicia a todos.

Resplandor asintió y sonrió de nuevo. Luego se metió el pulgar en la boca y estropeó el efecto.

—Lo que es más —continuó Similin—. Me ha dicho que está dispuesto, o mejor, ansioso, por servir a esta causa, ¡incluso por dar su vida!

El equipo aplaudió. Resplandor se sacó el pulgar de la boca y aplaudió también. Soren Similin aceptó el aplauso como premio a sus méritos. Sentía un justificado orgullo. No podría haber encontrado a un voluntario mejor.

—Enseñémosle a nuestro valiente amigo el artefacto.

Ortus hizo una señal al equipo y los hombres subieron las persianas. La luz del crepúsculo inundó la estancia, haciendo de las hileras de tubos un espectáculo deslumbrante. Resplandor miró fijamente las tinajas y los tubos, las rejas, las horquillas colgantes, los tubos de goma y la robusta silla con sus correas y almohadillas. A continuación preguntó, desconcertado:

—¿Dónde está el arma?

—Tú serás el arma.

Frunció el ceño, sin comprenderlo todavía.

—¿Yo seré el arma?

—¡Llevarás en tu interior el poder del mismo sol!

—¿De verdad?

—No hace falta que lo entiendas. Lo único que necesitas saber es que las mentes más preclaras de toda una generación se han unido para crear el arma definitiva. Aquí, en una ciudad que adora al sol, hemos encontrado la manera de controlar su inmenso poder. De controlarlo y después… ¡liberarlo!

—Eso tiene que haber sido muy difícil —dijo Resplandor.

—Es un mecanismo complejo. Hemos trabajado muchos días y noches. El que más el profesor, aquí presente —hizo una reverencia ante Ortus y añadió, dirigiéndose a Resplandor—: Este buen hombre es el científico jefe de este equipo de técnicos. Es él quien ha construido este increíble artefacto.

El profesor asintió y sonrió, y a Similin le pasó inadvertido el odio que lo consumía por dentro.

—Esa es una silla sólida y de buena calidad —dijo Resplandor.

Se acercó a la silla de madera y se sentó. Ortus chilló, consternado.

—¡Todavía no! —gritó—. Hay arreglos que hacer. ¡No podemos empezar todavía!

El secretario agarró a Resplandor por el brazo y lo sacó de la silla.

—Por favor, no se altere, profesor —dijo—, hemos acordado que no empezaremos hasta la medianoche.

—¿Piensa hacer una carga completa?

—Una carga completa —asintió Similin con gravedad—. Desde la medianoche hasta el amanecer.

—¡Hasta el amanecer!

Todos los del equipo sabían lo que eso significaba. Estaban sobrecogidos. El machetero con el que habían hecho las pruebas era mucho más corpulento que Resplandor, y sólo lo habían cargado durante doce minutos.

—Cuando amanezca —le dijo Similin a Resplandor—, tu cuerpo contendrá la mayor acumulación de energía pura que exista sobre la faz de la Tierra.

—Eso será estupendo —dijo Resplandor.

—Y después: un pequeño corte. Un poco de sangre. Basta con que tu sangre entre en contacto con el aire y…

Separó las manos, lenta y majestuosamente, para expresar lo que no podía ser expresado: la fuerza devastadora de la explosión que vendría a continuación. Al tiempo que lo hacía, Similin se sintió como si fuera él el que estaba obteniendo aquel éxito histórico. Él, hijo de un pobre tejedor, el extranjero despreciado, estaba a punto de cambiar el mundo.

—Mi buen amigo, el profesor te buscará un sitio donde descansar, y bebida y comida. Opino que sería aconsejable para ti que te quedaras aquí hasta medianoche, fuera del alcance de miradas curiosas. Quizás en el almacén.

Avanzó para abrir la puerta del almacén. Ortus se apresuró a cortarle el paso.

—Ahí no, hay muy poco aire. Estoy seguro de que nuestro héroe estaría mucho más cómodo en nuestra cantina, especialmente si va a comer y a beber.

—Pero esa habitación está en uso continuamente.

—Nos enorgullecería ofrecérsela para su uso exclusivo.

El secretario se llevó al científico a un lado y le habló confidencialmente.

—Por favor, profesor, écheme una mano en esto. Estoy seguro de que este muchacho es de confianza, pero estaría más tranquilo si la puerta de la habitación en la que descanse estuviera cerrada con llave mientras yo estoy en la ofrenda de la tarde.

Ortus se lo esperaba. Le mostró la llave.

—Por supuesto.

Similin estaba satisfecho. El científico estaba demostrando tener más iniciativa de lo que había pensado.

—No debemos permitir que nada lo estropee, ahora que estamos tan cerca del final.

«Más cerca de lo que crees», dijo Evor Ortus para sus adentros al tiempo que sonreía y meneaba la cabeza.