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La Prueba de Buscador

Cuando los sirvientes abrieron las puertas de la casa de Dadivoso, a la mañana siguiente, encontraron un gato salvaje atado a la aldaba. Se lo llevaron, aullando, al ama de llaves, y el ama de llaves se lo llevó, todavía aullando, al señor de la casa. Dadivoso miró la ruidosa criatura con desagrado.

—¿Atado a las puertas?

—Igual que la hoja, señor.

—¿Igual que la hoja? Entonces, ¿el gato trae un mensaje?

—No, señor.

—Manda llamar a la señora.

Dadivoso ya había discutido con su esposa, la noche anterior, antes de acostarse. A la mujer se le había metido en la cabeza que el tributo que él había comprado era demasiado especial para sacrificarlo. Fue breve y contundente:

—Cinco mil escudos son demasiado especiales para sacrificarlos —le había dicho ella.

Asunto zanjado. Y ahora aquel gato. No sabía qué haría su esposa con él, pero sabía que le causaría más problemas.

Bendición entró y él le enseñó el gato.

—Debe de llevar un mensaje —le dijo Bendición.

—No hay mensaje —aseguró Dadivoso—. Sólo el gato.

—Entonces es una señal. La niña sabrá lo que significa.

—Oh, sí, no lo dudo. La niña nos revelará que es una señal para que la liberemos. Pues deja que te diga que yo tengo señales propias, y mis señales dicen que nadie me toma el pelo.

—Nadie quiere tomarte el pelo, querido. Tú sabes que siempre has querido tener una hija.

—Una hija de verdad, puede. Esta tiene tanto de hija mía como un trozo de bizcocho.

—Aun así, querido, le preguntaré sobre el galo.

—No sirve de nada que me llames querido. Esa niña subirá a la roca mañana por la tarde, y si consigues que vaya voluntariamente, serás una buena y amantísima esposa, y te diré «querida» cuantas veces quieras.

—Lo que tú digas, esposo mío.

Dadivoso se levantó de la silla, con el rostro ensombrecido por la sospecha.

—Te acompaño —dijo—. Y no dirás nada sobre ningún gato. Yo hablaré.

El señor y la señora de la casa le llevaron juntos la bandeja del desayuno a su tributo encarcelado. Estrella Matutina se mostró cortés como siempre, y bebió y comió agradecida. Bendición soltaba grititos contenidos constantemente, que eran en realidad amagos de las palabras que quería decir, pero su esposo la obligaba, con miradas furibundas, a permanecer en silencio.

En cuanto Estrella Matutina dejó de comer, Dadivoso tomó la palabra:

—¿Qué? ¿Tienes algo que decirnos?

—¿Algo sobre qué, señor?

—Quizás hayas tenido otro sueño. Quizás has averiguado que en una vida anterior fuiste mi abuela.

—No, señor. Pero sí que he tenido otro sueño.

—¡Lo ves! —exclamó Bendición.

—Cállate, esposa. Así que otro sueño, ¿eh?

—En mi sueño había un gato.

—¡Un gato! —chilló Bendición.

—¡Silencio! —tronó Dadivoso—. Continúa.

—El gato me hablaba.

—¿Y qué decía?

—Era un gato dorado. Me hablaba, aquí en tu casa, señor. Habló de ti.

—Sobre mí. Muy bien, continúa.

—Ha dicho: «Dile al señor de esta casa que si sigue mis órdenes estará a la derecha del rey».

—¿Si sigo las órdenes de ese gato del sueño?

—Sí, señor.

—Y las órdenes de ese gato tan útil —prosiguió Dadivoso con expresión ceñuda—, ¿por casualidad dicen algo sobre ti?

—Sí, señor.

—¿Lo ves? —le dijo a su esposa con un bufido de enojo—. ¡No es más que un truco para salvar el pellejo!

—No ha dicho nada acerca de salvar mi pellejo, señor. Sólo que yo tenía que transmitirte la orden. Después estarás a la derecha del rey.

—¡Oh, esposo mío —exclamó Bendición—, a la derecha del rey! ¡Eso debe significar que os convertiréis en sumo sacerdote!

—¡Tonterías!

Pero Estrella Matutina lo observaba cuidadosamente y vio cómo el color de su rostro cambiaba del marrón anaranjado de su negativa a que le tomaran el pelo al amarillo leonino de la ambición.

—¿Y cuáles son exactamente las órdenes que debo seguir?

—El gato dorado sólo me ha dado una, señor. Ha dicho: «Guarda el tesoro que vive a tu cargo».

—¿Qué tesoro?

—¡Oh, esposo —exclamó Bendición—, eso quiere decir nuestros hijos! ¿Qué otro tesoro vive a nuestro cargo? Debes proteger a nuestros hijos, incluida esta, nuestra nueva hija.

A Dadivoso se le volvió a oscurecer el color con dudas renovadas.

—Naturalmente —dijo—. Qué sorpresa.

Estrella Matutina decidió que era el momento de dejar caer el argumento irrebatible.

—En mi sueño —continuó—, como señal de que estarías a la derecha del rey, el gato dorado llevaba un brazalete de oro en la pata trasera derecha.

—¿Un brazalete de oro? Ese animal sarnoso no lleva ningún brazalete.

—En mi sueño el brazalete estaba hecho de un solo hilo de oro.

—¡Traed el gato! —exclamó Bendición.

Llevaron al gato a la bodega. Y allí, después de buscar un rato, hallaron un hilo de oro atado a la pata. En esta ocasión Bendición no gritó. Se limitó a mirar a su esposo. Dadivoso se quedó allí de pie, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Ahora la crees, ¿no? —dijo su esposa.

—Dame tiempo. Necesito pensarlo.

—No hay mucho tiempo, querido. El día de tu onomástica es mañana.

* * *

Buscador y Salvaje dedicaron un tercer día a trabajar en los jardines flotantes, conscientes de que a Estrella Matutina se le agotaba el tiempo. Buscador también estaba convencido de que se acercaba cada vez más al arma que lo habían enviado a buscar a Radiancia. Mientras caminaban entre las tomateras hablaron sobre el problema de qué hacer a continuación.

—Creo que debería encontrarme con esa gente esta tarde —dijo Buscador—. Si consigo ganarme su confianza puede que nos ayuden a liberar a Estrella Matutina.

—Vuelve tú a la casa esta tarde, tal como dijo Estrella. Haz lo que te pida. Está trabajando en un plan propio.

Cuando el día llegó a su fin, Buscador se marchó con el mismo sacerdote del día anterior. Salvaje no tenía prisa, sabía que no podría hablar con Estrella hasta que las calles quedaran desiertas, durante la ofrenda de la tarde, así que permaneció un buen rato junto al lago. Allí lo encontraron los vagabundos que se habían burlado de él.

—¡Eh chicos! ¡Aquí está el Nenaza!

—¡Qué miedo me das, Nenaza! ¡Mira cómo me tiemblan las rodillas!

—No puede ver cómo te tiemblan las rodillas. A lo mejor le gustaría mirar más de cerca.

—¡Eh Nenaza! ¿Quieres que te ponga la rodilla en la cara?

Lo rodearon, tocándolo y alborotándole la melena rubia. El autocontrol no formaba parte de la naturaleza de Salvaje, pero se mantuvo en silencio.

—El Nenaza es una belleza, ¿verdad chicos? ¡Mirad qué labios tan maravillosos!

—¡Eh, Nenaza! ¿Me amas? —Se pusieron a imitar su viejo grito—. ¿Me a-a-amas?

Salvaje evitó sus miradas burlonas. Comenzó a alejarse por la calle que llevaba a la ciudad. Pero sus hostigadores lo siguieron.

—¿Me a-a-amas?

Unas manos empezaron a tocarlo, a acariciarle el pelo, a agitar sus brazaletes.

—¡Dame un achuchón, Nenaza! ¡Eres un bombón!

Unas manos lo agarraron por los brazos para darle la vuelta. Las bocas sonrientes se cerraron. Notó el leve roce de un beso burlón. Era demasiado. La rabia de Salvaje se desbordó y profirió un rugido de furia. Con su poderosa mano derecha agarró con rapidez a uno de los vagabundos por el cuello, y mientras lo estrangulaba golpeó su cabeza contra la de otro. Era demasiado rápido para que le pudieran devolver los golpes, agarraba muñecas y torcía brazos hasta que los huesos se rompían. Los jóvenes gritaban aterrados. Llegaron policías corriendo. Los golpeó también a ellos, derribándolos. Pero llegaron más y más, y por mera superioridad numérica lo aplastaron contra el suelo y lo forzaron a rendirse.

—Uno más para los tanques —dijeron.

* * *

Estrella Matutina oyó marcharse a los miembros del servicio doméstico para asistir a la ofrenda vespertina. Los oyó cerrar las enormes puertas, y escuchó las pesadas llaves girar en el cerrojo. Después esperó a que Buscador o Salvaje acudieran al respiradero de la oscura despensa. Pero nadie acudió.

Pasó el tiempo y volvió a oír el sonido de las llaves en los cerrojos y pasos arriba, en el patio. Entonces supo que sus amigos no aparecerían aquella noche. Algo había salido mal.

* * *

Salvaje gritaba lo más que podía. Ya no tenía necesidad de controlar su rabia. Golpeaba las barras que había por encima de su cabeza en el tanque en que lo habían metido y les gritaba a los guardias:

—¡Gallinas! ¡Os voy a cortar el cuello! ¡Si os atrevéis a acercaros os arrancaré el corazón!

Los guardias no le prestaban ninguna atención. Otros prisioneros, que intentaban dormir en el fondo del tanque, lo increpaban irritados.

—Deja de hacer ruido. No malgastes saliva. Así no conseguirás nada.

Como no podía atacar a los guardias, se volvía contra sus compañeros.

—¿Tienes algún problema, gusano? ¿Quieres que te corte el cuello?

—Vete a dormir.

En los tanques no había bancos ni camas. La mayor parte de los presos se acurrucaba sobre el suelo de piedra. En un extremo de cada tanque había una apestosa zanja en la que se suponía que los presos debían hacer sus necesidades. En el otro extremo había un comedero de piedra en el que echaban una especie de engrudo dos veces al día. Ese engrudo, de maíz molido mezclado con agua, hacía las veces de comida y bebida para los miserables presos. No les daban cubiertos para comer, tenían que hundir la cara en el comedero y comer como el ganado.

Salvaje había sido arrojado al tanque sin explicaciones ni amenazas. Le habían quitado el candado a una amplia sección de la reja con goznes y la habían levantado, a continuación lo habían empujado desde el borde y había caído en el duro suelo de piedra. Los policías que lo habían llevado allí, y los guardias que lo vigilaban, no se habían preocupado más por él. Había caído en una tumba de vivos. El techo estaba lleno de tragaluces por los que entraba la luz de la luna, que atravesaba el enrejado y caía sobre los prisioneros. Salvaje, que por fin se había cansado de gritar a unos hombres que no le respondían, se sentó a la luz plateada, miró a su alrededor y se puso a pensar qué hacer. Los barrotes de arriba estaban embutidos en la piedra y eran gruesos como el mango de un pico. No había posibilidad de escapar por ahí. Los goznes eran también muy sólidos, y los cerrojos, una vez en su sitio, estaban sujetos con pasadores de hierro. Cualquiera podía abrirlos desde fuera, pero para los prisioneros eran tan inamovibles como si los hubieran soldado. La única salida, por lo tanto, era esperar a que abrieran la trampilla y entonces intentar escapar. Salvaje contó a los guardias que holgazaneaban alrededor de los tanques. Incluso en ese momento, cuando los prisioneros dormían, había diez hombres de servicio. Para que una fuga tuviera éxito, todos los prisioneros tendrían que llevarla a cabo.

Salvaje escrutó a los otros prisioneros, intentando ver cuánta voluntad para resistirse detectaba en ellos. Lo que vio le dio muy pocas esperanzas. Incluso dormidos parecían encogidos de miedo. Los que no dormían observaban con la mirada perdida la luz de la luna. No había conversación ni camaradería, no intentaban mejorar su situación. Habían perdido la esperanza y, como ganado en un matadero, aguardaban a que acabaran con ellos.

Sólo una prisionera le devolvió la mirada con un atisbo de contacto humano. Era una mujer con un rostro dulce y lleno de tristeza, y lo miraba como si lo compadeciera. Llevaba un vestido blanco, de los que suelen llevar los ricos, pero no tenía la mirada hosca y resentida de un rico en apuros. Parecía como si no fuese consciente de sí misma en absoluto, cosa que lo sorprendió. Se estaba fijando en él.

—¿Y bien? —Su voz sonó áspera en medio del silencio de la noche—. ¿Qué quieres?

—Pensaba en lo hermoso que eres.

—¡Para lo que me sirve!

—A mí me sirve.

Su mirada era tan directa, tan abierta, que Salvaje decidió que no se estaba burlando de él sino expresando lo que sentía de la manera más simple posible. Se relajó un poco.

—Y a ti, ¿por qué te han metido aquí? —preguntó.

—No tengo documentos.

—¿Sabes lo que nos van a hacer?

—Sí, lo sé.

—Pues a mí no me lo harán.

—¿Ah no? —Se la veía curiosa, no escéptica—. ¿Y por qué no?

—Porque consigo lo que quiero y evito lo que no quiero.

Eso le arrancó una sonrisa que indicaba que se alegraba por él, se alegraba de que todavía creyera eso.

—Creo que eres perfecto —dijo ella.

Qué extraña la elección de la palabra, «perfecto». Y qué manera tan extraña de decirla, como si estuviera hablando de alguien lejano, o incluso de un dios. Pero la apreciaba por ello. Sabía que no quería nada de él. Lo que ella le ofrecía era simple admiración, tan refrescante y poco exigente como la luz del sol.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Misericordia —contestó.

—Soy Salvaje.

—¿Salvaje? —Lo dijo recalcando las sílabas—. Veo que lo eres, pero ese no es el nombre que te pusieron tus padres.

—No tengo padres.

—Tienes que haber tenido una madre.

—Ninguna que yo haya conocido.

—Así que te abandonó cuando eras pequeño. ¿No la odias por abandonarte?

—No puedo odiar a alguien a quien no conozco.

—Estuvo mal que lo hiciera. Pero quizá no tuvo elección.

—Me da igual. Sé cuidar de mí mismo.

—Eso ya no es tan fácil, Salvaje.

—Oh, encontraré un modo. Nadie me detiene. Nadie me mete en una jaula. Espera y verás.

* * *

Buscador se vio obligado a permanecer sentado solo a su mesa de la posada. Hacía ya rato que había cenado y le estaba empezando a entrar sueño cuando el hombrecillo calvo apareció por fin. Esta vez iba acompañado por dos sacerdotes, uno de los cuales llevaba una cuerda y el otro una linterna cubierta.

—Síguenos —dijo el hombre, como si fuera Buscador el que los había hecho esperar—. No hay tiempo que perder.

Salieron a la calle. Ya había anochecido.

—Anoche dijiste «probadme» y eso pretendemos hacer.

Guio a Buscador por la ciudad hasta la plaza del templo. Allí, en la más densa oscuridad, unas escaleras talladas en la piedra conducían a los diferentes pisos del templo, hasta la mismísima cima de la roca que lo dominaba todo.

—Necesitarás unas piernas fuertes —dijo el hombre—. Es una larga escalada.

Buscador miró hacia arriba. La roca del templo se perfilaba sobre el cielo gris plateado iluminado por la luz de la luna.

—¿Tenéis intención de arrojarme desde la roca? —preguntó.

—La roca es un lugar de ofrendas al Poder Radiante que creó todas las cosas. Le pediremos al Poder Radiante que nos guíe. Serás o no aceptado —le contestó uno de los sacerdotes.

—¿Cómo sabréis que soy adecuado?

—El Poder Radiante te devolverá a nosotros.

Buscador no sabía lo que significaba aquello, pero se temía lo peor. El hombrecillo calvo notó su reticencia.

—No tengas miedo —dijo—. Confía en nosotros. Esta es una prueba de muchas cosas. De la voluntad del Poder Radiante. De tu valentía. De tu confianza.

—¿Por qué debería confiar en vosotros? Ni siquiera sé quiénes sois.

—Eso tiene fácil solución. Mi nombre es Evor Ortus. Soy un científico.

—¿Y si supero vuestra prueba? ¿Qué pasará entonces?

—Entonces sabremos que eres el elegido para llevar a cabo esta misión histórica. ¿Vienes o no?

Buscador fue. Las escaleras ascendían a cada nivel del templo en una serie de tramos en zigzag. A medida que subían, Buscador miraba hacia abajo de vez en cuando y veía la ciudad que se extendía a sus pies brillando a la plateada luz de la luna.

Cuando llegaron a lo más alto vio la luna baja, al norte, que rielaba en las tranquilas aguas del lago. Le temblaban las piernas por el largo ascenso y por temor de lo que vendría a continuación, así que se dejó caer en el suelo de la terraza. El profesor Ortus no puso ninguna objeción. Él y los dos sacerdotes estaban ocupados desenrollando la cuerda.

Buscador vio tras de sí los arcos de la terraza real, cerrados por la noche. Ante él se extendía la plataforma, cercada por una barandilla, en la que el rey se situaba para la ofrenda. A veinte pasos escasos de ella estaba el saliente de roca desde el que arrojaban a los tributos; desde el que Estrella Matutina caería, si él fallaba la prueba.

Sólo la idea de ponerse en aquel saliente tan alto le daba pánico. Lo único que quería era agazaparse en el suelo y no volver a moverse. Sin embargo, era poco probable que fuera eso lo que tenían planeado para él. Debía encontrar el modo de enfrentarse a aquella terrorífica caída como fuera.

En ese momento Ortus comenzó a atar la cuerda a la barandilla de hierro. Buscador lo observó mientras apretaba el nudo, probaba su resistencia, y adivinó de qué modo iban a ofrecerlo al Poder Radiante. En ese mismo instante supo que le faltaba valor para hacerlo.

¿Qué sucedería si rechazaba la prueba? Parecía poco probable que fueran a dejarlo libre. Si contra todo pronóstico escapaba, entonces él y Salvaje dedicarían todos sus esfuerzos a salvar a Estrella Matutina. Si contra todo pronóstico tenían éxito, escaparían de la ciudad. ¿Qué vendría a continuación? ¿Debía volver a casa? ¿Debía volver a la escuela y que todo siguiera adelante como si Resplandor nunca hubiera sido expulsado? Era impensable.

Sabía con certeza que cada vez estaba más cerca del arma diseñada para destruir Anacrea. Esos mismos hombres que estaban preparándole la cuerda eran seguramente los sirvientes de los enemigos que obedecían la voluntad del Asesino. ¿Cómo iba a abandonar la búsqueda cuando estaba a punto de conseguir todo lo que se habían propuesto? Si lograba hacerse con el control del arma, tendría el poder de salvar a Estrella Matutina y Anacrea; o eso esperaba. Y no tenía otra esperanza.

Por eso debía pasar la prueba.

Cerró sus cansados ojos y rezó.

«Padre sabio, dame el valor que necesito para llevar a cabo lo que quieren que haga. Llévate mi miedo, no puedo hacer esto solo. Pero con tu ayuda sé que soy capaz de cualquier cosa».

—Levántate —dijo Ortus—. Levanta los brazos.

Buscador hizo lo que le pedía. El profesor rodeó su cintura con dos vueltas de cuerda, que ató con tres fuertes nudos.

—La cuerda te sostendrá —dijo Ortus—. El resto está en manos del Poder Radiante, que está por encima de nosotros.

Buscador sintió un escalofrío de miedo. Tocó la cuerda con los dedos y comprobó que era lo suficientemente fuerte como para sostenerlo. Los nudos estaban bien asegurados. No corría el peligro de caer a las rocas ni a las aguas del lago. ¡Pero tener que caer! ¡Arrojarse de aquel saliente por voluntad propia al vacío!

Tembló de miedo. Lo único que se interponía en su camino era ese miedo. Para él tomó la forma de una puerta cerrada, una puerta que lo separaba de todo lo que quería.

Si sigues tu camino, la puerta estará siempre abierta.

¡Por supuesto! Ese era el modo de enfrentarse a su miedo. Lo vio, en un destello dentro de su mente, como si lo tuviera enfrente. Miraría más allá de la roca y la caída vertiginosa hacia el suelo. Miraría más allá del lago, y las montañas, y la luna que lucía en lo alto. Miraría incluso más allá de su propia vida y su propia muerte. Se arrojaría con impaciencia desde la roca como si ahí fuera, al alcance de su mano, estuviera la puerta hacia la casa verde y tranquila del Niño Perdido al que buscaba proteger, el Niño que lo estaba esperando en el Jardín. Se lanzaría hacia la puerta y esta se abriría de par en par.

—Estoy listo —dijo.

Cerró los ojos en una plegaria rápida.

«Padre Sabio, deja que la puerta se abra para mí y volveré a casa. Me arrojaré en tus amorosos brazos. Recíbeme y sostenme para siempre».

Abrió los ojos. Miró al frente, más allá de la brillante superficie del lago, hacia el círculo de montañas que se recortaban en el horizonte. Imaginó una puerta cerrada, y más allá de la puerta un niño pequeño, todavía incapaz de andar, que gateaba hacia él atravesando el cielo y le tendía una mano regordeta. Respiró hondo, corrió y saltó, arrojándose hacia la puerta, que se desvaneció, y pasó a través de ella hacia la nada a medida que la cuerda se desenrollaba, y por unos deliciosos instantes voló en el inmenso espacio iluminado por la luna, y a continuación cayó y cayó y cayó… y la sangre le zumbaba en los oídos. Después la cuerda dio un tirón y un crujido lo hizo gritar y lo dejó sin aire en los pulmones. Empezó a girar, o el mundo giraba a su alrededor, mientras se balanceaba describiendo una amplia curva bajo el saliente de aquella inmensa roca.

Su cuerpo suspendido se golpeó contra la roca y quedó unos instantes inconsciente. Permaneció allí colgado, sin sentido. Los sacerdotes que estaban en la cumbre de la roca tiraron entonces de la cuerda y, poco a poco, lo subieron hasta un lugar seguro. Desataron la cuerda y le palparon el cuerpo. Comprobaron satisfechos que no tenía nada roto. Cuando abrió los ojos estaban todos allí, mirándolo.

—¿He pasado la prueba?

El profesor Ortus sonreía.

—¡El Poder Radiante te ha devuelto a nosotros! —dijo—. Eres el elegido.

Buscador se puso de pie, tambaleándose. Había sobrevivido. Sintió una oleada de orgullo, y con ella el despertar de su cuerpo entumecido y el comienzo del dolor. Los golpes comenzaron a dolerle con intensidad, pero no le importó. Le había plantado cara al miedo, la puerta se había abierto para él, había pedido valor y le había sido concedido. Ahora sabía que se atrevería a cualquier cosa, en cualquier lugar.

El profesor Ortus condujo a Buscador directamente hacia los tanques. Caminaron por la pasarela sobre los prisioneros dormidos y Buscador pasó a pocos metros de Salvaje sin que ninguno de los dos lo supiera.

El laboratorio estaba sumido en la oscuridad. El científico condujo a Buscador al fondo, a un almacén. Allí lo hizo acostarse en el camastro que él mismo había usado, noche tras noche, para robar unas pocas horas de sueño durante la parte más intensa de la empresa científica. Buscador estaba dolorido y agotado, la prueba había consumido toda su energía. Al día siguiente arrojarían a Estrella Matutina desde la roca del templo, pero en aquellos momentos se sentía impotente. Sólo podía pensar que, si en algún momento lograba el control de la terrible y misteriosa arma, la usaría para liberarla. De momento no podía hacer nada.

En cuanto se tumbó se quedó dormido.