La Oscuridad
Soren Similin se equivocaba con la delicada dama. Durante todo el duro camino hacia Radiancia fue al paso de los hombres y no pidió una sola vez parar si ellos no lo hacían. Cuando sus zapatos empezaron a desgastarse y a romperse, se los quitó de un puntapié y siguió caminando descalza.
El primer día no dijo una palabra. Resplandor la miraba de vez en cuando, y Similin se dio cuenta de que lo atormentaba la tristeza que veía en el rostro de ella.
El segundo día, después de haber caminado aprovechando el fresco de la mañana, se detuvieron a comer a mediodía. Una vez que hubieron comido se tomaron un descanso. Se tumbaron a la fresca sombra de un árbol y escucharon el zumbido de los insectos, el ruido de los carros de bueyes que pasaban y, finalmente, cayeron en un breve sueño.
Cuando Resplandor se despertó, se dio la vuelta y vio que Similin todavía dormía, pero la dama tenía los ojos abiertos. Estaba mirando hacia arriba, contemplando el follaje. Una ligera brisa movía las ramas, y al moverse la estructura de las hojas se deshacía y volvía a formarse, dejando pasar breves destellos de luz. El resultado era al mismo tiempo hipnótico y juguetón, como si la tarde de verano estuviera ocupada con su tímida y encantadora danza.
—Siento que estés triste —susurró Resplandor—, pero esto es hermoso, ¿verdad?
—Sí —dijo ella.
Puso la cabeza de lado para mirarlo.
—Te han convertido en un niño de nuevo, ¿verdad nomano? Te envidio.
—Por favor, no estés triste.
—Tú también estarías triste si conocieras mi historia.
—Me gustaría conocerla.
—¿En serio? No tiene un final feliz.
—¿Ha terminado?
Hizo la pregunta de una forma tan inocente, como si de verdad hubiera terminado, que la hizo sonreír.
—No. No creo que haya terminado todavía.
—Podrías contármela hasta donde haya llegado.
—¿Por qué quieres escuchar mi historia?
—Me gustan las historias. Hacen que todo encaje.
—¿No te encajan las cosas, nomano?
—No —negó también con la cabeza, para reforzarlo—. No.
—Bueno, entonces te contaré mi historia.
Volvió la cabeza de nuevo para mirar la luz que danzaba entre las hojas. Estuvo un rato en silencio, dejando que su mente retrocediera por su vida. Luego empezó a hablar, con voz suave y a la vez vacilante, como si se estuviera redescubriendo a medida que lo hacía.
—Érase una vez una niña que vivía en un pueblo, junto al mar. —Resplandor no dijo nada. Escuchaba como un niño, chupándose el pulgar—. Era corriente en todos los sentidos, y no tenía razones para pensar que podía ser diferente de los demás. Pero lo era. Desde su más tierna infancia tenía días oscuros. Llegaban sin previo aviso, y duraban uno, dos días, a veces incluso más. Cuando llegaban los días oscuros sabía que no valía absolutamente nada. Sabía que era una carga para aquellos que la amaban, incluso una maldición. No podía hacer nada para huir de la oscuridad, excepto quizás arrojarse al mar, algo a lo que daba vueltas anhelante, día tras día, deseando tan sólo cerrar los ojos, taparse los oídos y acallar sus pensamientos. Sus padres le hablaron de la Madre Amantísima y del Vigilante Silencioso que siempre está cerca, pero ella sabía que en los días oscuros el Vigilante Silencioso la había abandonado. Después la oscuridad desaparecía, como la sombra de una nube que se iba flotando sobre las colinas, y se quedaba tranquila otra vez.
»Y sucedió que creció, se casó y tuvo un bebé. Su vida era muy sencilla, y era feliz hasta que volvían los días oscuros. Y siempre volvían, cada vez durante períodos más largos. Cuando estaba en su momento más oscuro tenía miedo de abandonar la casa, miedo de volver corriendo al mar, así que se encerraba en su habitación, se encarcelaba, para salvarse. No lo hacía porque ella valiera la pena, sino por su bebé.
»Fue uno de esos días en que estaba a solas en su habitación, en el momento más oscuro de aquellos días, cuando tuvo una extraña experiencia. La habitación se llenó de luz. Era una luz tan fuerte que tuvo que cerrar los ojos y cubrirse el rostro con las manos. Una voz le habló, diciendo: “Ven a mí”. Supo al momento que era la voz del Vigilante Silencioso. Y supo que esa era la única manera de huir de la oscuridad.
»Así que decidió que iría a la isla sagrada, donde mora el Vigilante Silencioso, y que dedicaría su vida al servicio de aquel que es también la Luz Clara. Estaba convencida de que si lo hacía la oscuridad la abandonaría. Sabía que era algo horrible dejar a su bebé y a su marido, pero estaba convencida de que el Todo y Único la había llamado, y sabía que si no iba la oscuridad la vencería.
»Y sucedió que acudió a la isla sagrada. Se presentó ante la Comunidad de Nomanos y les ofreció el resto de su vida. Y la rechazaron. Le pidieron que se marchara.
—Ah —dijo Resplandor exhalando un gran suspiro.
—¿Qué podía hacer? Llovía cuando dejó la isla sagrada y los días oscuros volvían de nuevo. Aquella vez la oscuridad fue tan profunda que ya no supo hacia dónde iba ni por qué. Lo único que deseaba era morir y no causar más dolor a aquellos que amaba. Por eso nunca volvió a casa. Siguió avanzando por el camino bajo la lluvia, el camino que la alejaba de casa, para que aquellos que la amaban no volvieran a sufrir la maldición de su oscuridad. Y en algún punto de aquel camino, cerca de una posada, se encontró con dos niños empapados que le contaron que se estaban fugando. Así que les preguntó si podía huir con ellos. Le dijeron que sí y de la mano empezaron a correr. Volvieron a la posada, que estaba seca y donde los esperaba su padre. El hombre le manifestó su gratitud por devolverle a sus hijos, y viendo que era una pobre campesina, le preguntó si buscaba empleo. Era viudo y buscaba una niñera para sus hijos.
»¿Por qué no? —se dijo—, si jugar con ella hacía felices a los niños, ¿por qué no hacerlo? Así que se convirtió en niñera. Después, cuando fueron un poco mayores, en institutriz. Más tarde se convirtió en esposa, ¿por qué no? Si al padre de los niños le hacía feliz amarla, ¿por qué impedirlo? Sólo había oscuridad ante sí. —Se volvió de nuevo para mirar a Resplandor—. Entonces llegó otra institutriz. A mi marido le gustaba como le había gustado yo, así que, como puedes ver, ya no era necesaria.
—¿Puedo preguntarte cómo te llamas?
—Mi nombre es Misericordia. Pero soy yo la que necesita misericordia. Vivimos para ver cómo nuestros nombres se burlan de nosotros. ¿Cómo te llaman a ti, nomano?
—Soy Resplandor de la Justicia.
—¿Y resplandeces de justicia? ¿Te consumes por arreglar las cosas?
Resplandor miró a Similin y vio que estaba despierto y escuchando.
—Sí —dijo.
Era hora de reanudar la marcha, así que dejaron de hablar. Se incorporaron y volvieron al camino, y caminaron esa larga y calurosa tarde camino de la ciudad de Radiancia adonde llegaron a media tarde. Similin ya confiaba en Resplandor.
—Puedo introducirte en la ciudad con mis documentos, pero a ella no.
—¿Qué pasará con ella?
—Tiene marido. Que pregunte por él.
—Su marido ya no quiere saber nada de ella. Es nuestro deber cuidarla.
—No os preocupéis por mí —dijo Misericordia al ver que estaban hablando de ella.
—¿Tienes amigos en la ciudad?
—Es posible. No tiene importancia.
A la entrada de la ciudad fueron abordados por la policía fronteriza. El secretario enseñó su documentación y los guardias se mostraron respetuosos de inmediato. Les explicó que Resplandor lo acompañaba en su misión para el rey. Los oficiales le entregaron documentos propios a Resplandor.
—Y esta dama. —Resplandor se volvió para señalar a Misericordia—. Pero ya se había ido. Cerca de allí había una arboleda. Vislumbró un destello blanco que corría por entre los árboles. Después desapareció.
—Estúpido —dijo Similin.
—¿Qué dama? —dijo el policía.
—No tiene importancia —dijo Similin—. No tenemos tiempo que perder. Gracias oficial. Estamos en una misión para el rey.
Se alejó a grandes zancadas con actitud firme por la calzada que se internaba en la ciudad, con Resplandor a su lado.
—¿Y qué pasa con la hermosa dama? —dijo Resplandor entre dientes.
—Nos ha dejado por voluntad propia.
—¿Será feliz? Quiero que sea feliz.
—No creo que sea una persona propensa a ser feliz.
—No. Es triste.
Similin tenía que sacarle a su amigo de la cabeza a su compañera de huida.
—Esta noche dormiremos en mi cuartel. Allí te enseñaré a ser el mejor guerrero de todos.
—¡Ah! ¡Así que debo convertirme en un auténtico Guerrero Místico! —dijo con voz ansiosa.
—¿Todavía estás dispuesto?
—¡Oh, sí!
—¿Incluso si eso significa dar tu vida?
—¡Por supuesto! ¿Qué más tengo para dar?
Similin se sintió satisfecho. Su plan volvía a estar en marcha. Todo lo que necesitaba ahora era un último acto de voluntad. Una vez que Resplandor estuviera en la silla, y el proceso de carga hubiera comenzado, no habría vuelta atrás.
«¿Acaso no soy digno?», preguntó en silencio a su Señora.