Planes y Sueños
Buscador y Salvaje pasaron lo que quedaba de la noche al raso, durmiendo sobre la pisoteada hierba de un parque, junto al lago. No estaban solos. Había por allí muchos otros trabajadores temporeros acurrucados en el suelo, algunos cubiertos con mantas, pero la mayoría destapados. En las horas más frías de la madrugada, Buscador se había acercado a Salvaje mientras dormía y los dos se habían acurrucado para darse calor mutuamente.
La luz del amanecer los despertó. Los rayos deslumbrantes del sol se deslizaban sobre las aguas del lago. Por toda la ciudad se oían los saludos con los que la gente de Radiancia daba la bienvenida al regreso de su dios dador de vida.
—¡El Señor está aquí otra vez! ¡Luz de luces, gloria de glorias!
Buscador fue el primero en despertar del todo. Se puso de pie, se desperezó y alisó sus ropas arrugadas. Se acercó luego a la orilla del lago, se refrescó la cara con agua fría y volvió junto a su amigo.
—Despierta, Salvaje. No tenemos mucho tiempo.
Salvaje gruñó y se dio la vuelta para que no lo molestaran los rayos del sol. Un sacerdote pasó por el cercano camino de la orilla del lago, seguido del sirviente que le levantaba la cola de la túnica.
—¡Levantaos, buenas gentes! ¡El Señor está aquí otra vez!
—Despierta, Salvaje. Tenemos que buscar a Estrella Matutina.
El atractivo joven se dio la vuelta, soltó otro gruñido y se levantó. Con los ojos todavía cerrados, estiró todos los músculos en un solo y sinuoso movimiento, al final del cual abrió los ojos de golpe. Estaba completamente despierto. Buscador, que lo esperaba, pensó para sí: «Se despierta como un animal salvaje».
Volvieron a recorrer las calles que habían explorado en la oscuridad, guiándose por la gran mole del templo. A la luz del día, la calle del proveedor de aceite era más ancha de lo que les había parecido. Las verjas bien cuidadas, los árboles frondosos, los altos muros y las puertas imponentes, todo demostraba que era el territorio de la élite de la ciudad.
Llegaron a la casa del proveedor de aceite en el preciso momento en que se abrían las grandes puertas para iniciar la actividad del día. Los sirvientes iban y venían en un lento trasiego, saliendo de la casa con grandes cestos vacíos y volviendo con pan, leche y verduras frescas. Otros barrían el patio levantando pequeñas nubes de polvo con sus toscas escobas. Una criada pasó con una bandeja en la que llevaba un desayuno, presumiblemente para el amo de la casa.
Buscador y Salvaje se apostaron a la sombra de un árbol, observando mientras trataban de pasar desapercibidos. Salvaje estaba cada vez más nervioso.
—Si está ahí, no es probable que la saquen fuera.
—Pero algo veremos.
—¿Qué?
—No lo sé.
Pero Buscador sabía que no tenían mucho tiempo. Para que sus papeles estuvieran en regla tenían que trabajar una jornada entera, y estaba a punto de comenzar. Se sentía frustrado y estaba furioso consigo mismo porque sabía que había confiado en la suerte.
La campana del templo dio la hora.
—Tenemos que irnos.
Cuando ya se iban, vio a un hombre que salía al patio con la bandeja del desayuno que habían visto llevar antes a la criada. Ya no estaba tan llena, pero tampoco podía decirse que llevara un desayuno completo. Contenía apenas lo suficiente —medio panecillo pequeño, un vaso de leche, algunas cerezas— para alimentar a una persona. El hombre que la llevaba era de mediana edad e iba vestido con tejidos caros. Sólo podía ser el señor de la casa: el proveedor de aceite en persona.
—¡Mira!
Bajo su atenta mirada, el hombre bajó un tramo de escalones situado a un lado del patio y desapareció de la vista.
—¡El sótano!
—¿Qué sótano?
No quedaba tiempo. Debían volver corriendo a la orilla del lago y a los huertos flotantes. Buscador se lo explicó todo de camino.
—Ese era el amo de la casa que le llevaba comida a alguien a quien ocultan en el sótano.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé, pero estoy seguro. Tienen a Estrella Matutina en el sótano de la casa.
Cuando llegaron a los huertos flotantes se encontraron con una larga fila de trabajadores que esperaban a que les asignaran sus tareas para el día. Buscador y Salvaje se pusieron en la fila.
Al frente, adentrándose en el lago, había pasarelas de madera que flotaban sobre toneles sellados, y a cada lado de las pasarelas, en cubas poco profundas llenas de tierra, el follaje verde brillante de las plantas. Allí crecían hileras y más hileras de tomateras cuidadosamente atadas a entramados altos de bambú. Los pesados frutos rojos resaltaban entre las hojas de color verde oscuro, mientras que a sus pies, donde las raíces de las plantas hundían sus filamentos en la tierra húmeda, las cubas sujetas con cuerdas entrechocaban cuando la gente iba y venía haciendo que se balancearan las pasarelas. Más allá de los tomates había calabazas y calabacines, y un poco más lejos se veían los zarcillos retorcidos de las alubias. Todo estaba en movimiento permanente, en un balanceo constante debido al movimiento del agua del lago.
Buscador y Salvaje fueron asignados a recolectar tomates, de modo que, con los otros trabajadores, iban y venían por las pasarelas y se inclinaban sobre las plantas bajo el sol de la mañana, con las cestas colgadas del brazo, balanceándose como las plantas. Cuando llevaban aproximadamente una hora realizando aquel trabajo, ya se habían acostumbrado al movimiento constante. Las lejanas montañas y el templo se mecían y la ciudad entera de Radiancia parecía subir y bajar con las ondulaciones del lago.
Se tomaron un breve descanso para almorzar el pan y los tomates maduros que les dieron. Buscador y Salvaje se mantuvieron apartados, descansando y comiendo tranquilamente lejos del grupo principal. A pesar de todo, muchas miradas curiosas convergían en ellos, provenientes en su mayoría de una banda de jóvenes vagabundos que parecían deseosos de atraer su atención. Al ver que no les respondían, insistieron.
—¡En, chicos! Mirad quién está ahí. ¡Salvaje en persona!
Salvaje los saludó inclinando la cabeza con gesto adusto.
—¡Imposible! —dijo el más atrevido de la banda con una ancha sonrisa—. ¡Salvaje no se gana el dinero trabajando! Si quiere algo, lo coge.
—Entonces tal vez no sea Salvaje.
—Pero sí que es él. Lo reconocería en cualquier parte. ¿Acaso no me paró en el camino y me quitó todo lo que tenía? Él y sus amigos.
—Parece que sus amigos de ahora no son gran cosa.
Se acercaron más, formando un amplio círculo en torno a Salvaje y a Buscador.
—No digas nada —dijo Buscador en voz baja—. No reacciones.
Salvaje asintió, bajó la vista y siguió comiendo su almuerzo.
—¡Eh, Salvaje! ¿Dónde están tus valientes amigos?
—Todavía conservas tu cabello dorado.
—¿Vienes a robar a Radiancia? ¡Eso me gustaría verlo!
—¿Tal vez luego un paseo hasta la roca y una zambullida en el lago?
Todos rieron con ganas la ocurrencia. Salvaje no respondió ni levantó la vista.
—No, este no es Salvaje. Este es Nenaza. La nenaza del cabello dorado.
Sonó la campana que llamaba nuevamente al trabajo. Sin dejar de reír, la banda de vagabundos se marchó. Buscador apoyó una mano en el brazo de Salvaje.
—Estoy orgulloso de ti —le dijo.
—No sé cuánto voy a poder aguantar —respondió el otro.
Volvieron al trabajo y no pararon hasta finalizar la jornada. Media hora antes de la puesta del sol, la campana volvió a sonar y los trabajadores regresaron a la orilla. Les pagaron el día y les firmaron los papeles que les permitían permanecer en la ciudad otra noche.
La mayor parte de los trabajadores se sumó al río humano que recorría la ciudad en dirección a la plaza del templo. Se acercaba la hora de la ofrenda. La banda de los jóvenes vagabundos estaba especialmente interesada en ver el ritual.
—Caen al lago. No puede ser tan terrible.
—¡Sí, listo, desde una altura de ciento cincuenta metros!
—¿Y qué? Sólo es agua.
—¿Y qué hay debajo del agua? ¡Rocas!
Así, entre pullas y exclamaciones, caminaron con la multitud hacia la plaza. Buscador y Salvaje siguieron la corriente parte del camino y luego se apartaron para encaminarse a la casa del proveedor de aceite.
Apostados otra vez junto al árbol que había en la calle, vieron a los miembros de la familia marcharse para la ofrenda. La primera en salir fue una dama muy elegante tocada con un sombrero de ala ancha, acompañada por una criada. A continuación salió el propio amo de la casa, con su traje de ceremonial, seguido de dos chicos rollizos que, evidentemente, eran sus hijos. Por último salió el grueso de los sirvientes de la casa, el último de los cuales cerró y puso el cerrojo a las grandes puertas.
Se acercaba el crepúsculo. La calle quedó desierta y parecía que se podía explorar sin peligro. Buscador se dirigió al callejón que bordeaba un lado de la casa.
—Los sótanos tienen que tener ventilación —dijo—. Busquemos algún ventanuco.
Casi enseguida encontraron un respiradero. Más de uno. Encontraron pequeños orificios con rejillas en la base, allí donde la pared tocaba con el suelo. Buscador se arrodilló y poniendo la boca al lado de la primera rejilla, susurró.
—¿Estrella Matutina?
No hubo respuesta. Volvió a llamar en voz más alta.
—¡Estrella Matutina!
Nada. Pasó a la rejilla siguiente, y a la otra. Lo intentó en todas sin el menor resultado.
—A lo mejor se la han llevado —dijo Salvaje.
—Es posible.
—A lo mejor ni siquiera está en el sótano.
—Es posible.
—A lo mejor ni siquiera está en esta casa.
—¿Qué sugieres, entonces?
—¿Yo? Nada.
—Cállate, pues.
Buscador siguió de rodillas y llamando mientras iba rodeando todo el edificio.
—Es una tontería —dijo Salvaje—. Tiene que haber otra manera.
Buscador empezaba a cansarse y a desanimarse.
—Tal vez tengas razón. Puede que no esté aquí.
Se sentó apoyado contra la pared.
—¿Qué hacemos?
—No lo sé.
Salvaje lo miró con expresión de reproche. En el curso de los dos últimos días se había acostumbrado a que Buscador tomara las decisiones. Ahora, al ver que Buscador cerraba los ojos y se daba por vencido, aunque fuera sólo un momento, tuvo un ramalazo de autodeterminación.
—Al menos terminemos lo que hemos empezado.
Empezó a avanzar a lo largo de la pared, arrodillándose junto a las rejillas, llamando como había hecho antes Buscador.
—¡Estrella Matutina!
Tampoco él tuvo respuesta, pero siguió insistiendo.
—¡Estrella Matutina! ¡Eh, chiquilla! ¿Estás ahí abajo?
Pasó a la siguiente, pero esta vez, cuando ya seguía adelante, llegó una débil voz de debajo de la tierra.
—¿Salvaje?
Salvaje giró en redondo hacia Buscador.
—¿Oyes eso? ¡Está ahí!
Volvió a tirarse al suelo y puso su boca junto a la rejilla, olvidándose de hablar en voz baja por el nerviosismo.
—¡Estrella Matutina! ¿Eres tú?
—Claro que soy yo —respondió la vocecita.
—¿Estás bien?
—Por supuesto que no estoy bien.
Buscador ya estaba a su lado. Todo su cansancio había desaparecido.
—¡Estrella Matutina! —llamó—. Soy yo, Buscador. ¿Te tienen prisionera ahí abajo?
—No —fue la respuesta—. Estoy aquí sentada disfrutando del fresquito.
Buscador y Salvaje se miraron y los dos sonrieron.
—Me alegro de oírte, nenita —dijo Salvaje—. Te vamos a sacar de ahí.
—Eso sería todo un detalle.
—¿Está cerrada la puerta?
—Está cerrada y yo estoy encadenada a la pared. Aparte de eso, nada me retiene aquí.
—Vaya.
Se sentaron en el suelo, con la espalda contra la pared. La euforia por haber encontrado a su amiga se desvaneció. Volvió a llegar la vocecita desde el sótano.
—¿Seguís ahí?
—Sí.
—¿Me vais a ayudar?
—Sí. Pero ¿cómo?
—Os voy a decir lo que tenéis que hacer. Conseguid una hoja grande. ¿Podéis conseguir una hoja grande?
—Sí.
—Con un cuchillo o un palo aguzado escribid sobre la hoja estas cuatro palabras: Busca… a… tu… hija.
—¿Por qué?
—Vosotros haced exactamente lo que os digo. ¿Qué tenéis que escribir en la hoja?
—Busca a tu hija.
—Bien. Enrollad la hoja y atadla con una hierba larga y dura. ¿Lo habéis entendido?
—Sí.
—Después volved esta noche y dejad la hoja enrollada en la aldaba de la puerta.
De la plaza del templo llegaban los cantos de la gente. Buscador y Salvaje miraron hacia la roca del templo que se veía desde donde estaban. Apenas podían distinguir a los sacerdotes de pie en el borde del precipicio, sosteniendo al tributo, que mantenía la cabeza gacha.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Buscador.
—Tres días más.
—Te sacaremos.
—No, no lo haréis. Me encargaré yo. Vosotros haced exactamente lo que os he dicho. Dejad la hoja enrollada en la aldaba de hierro. Que no os vea nadie.
—¿Cuándo volvemos?
—Mañana a la misma hora.
—Aquí estaremos.
Los cantos cesaron. Miraron hacia arriba y vieron cómo caía el tributo. Oyeron un grito distante mientras caía. Después, reinó el silencio.
Volvió a sonar la vocecita de Estrella Matutina una vez más.
—Gracias por encontrarme.
* * *
A la mañana siguiente, el sirviente que abrió las puertas de la casa de Dadivoso encontró una hoja enrollada en la aldaba y rompió el atadillo de hierba que la sujetaba esperando que hubiera algo dentro. Pero sólo encontró un misterioso mensaje. Llevó la hoja al ama de llaves, que a su vez se la llevó al amo. Dadivoso la estudió mientras daba cuenta del desayuno y después se la enseñó a su esposa. Bendición leyó el mensaje y, como todos los demás, no entendió nada.
¿Busca a tu hija? ¿La hija de quién? Ella no tenía más que hijos. Llamó al sirviente que había encontrado la hoja.
—¿Dices que estaba en nuestra puerta?
—Sí, señora. Enrollada.
—¿Alguno de los sirvientes tiene hijas?
—Sí, señora.
—¿Alguno de ellos ha perdido a su hija?
—No, señora.
Bendición iba pensando todavía en el misterio del mensaje de la hoja cuando hizo su visita matutina al tributo. Se había hecho cargo de la tarea de retirar la bandeja del desayuno.
—Ha pasado una cosa muy extraña —dijo.
—¡Lo sabía! —exclamó Estrella Matutina—. ¡Todo es tal como lo he soñado!
—¿Que has soñado qué?
—Te han enviado un mensaje. ¡Oh, casi no puedo respirar!
Se llevó la mano a la garganta y empezó a jadear.
—¿Qué pasa, chiquilla? Tienes que decírmelo.
—¡Te han mandado un mensaje! ¡Estoy segura!
—Sí, en cierto modo. Es decir, ha llegado un mensaje. No sabemos para quién.
—¿Dice…? —Otra vez Estrella Matutina, sobrecogida, bajó la cabeza y empezó a respirar con dificultad—. El mensaje dice…: «Busca a tu hija».
Bendición palideció.
—Sí —admitió.
—Tal como lo he soñado —murmuró Estrella Matutina—. Entonces tiene que ser verdad.
—¿Qué es lo que tiene que ser verdad?
—¿Cómo podría decírtelo, señora? Yo no soy nadie. ¿Por qué habrías de escucharme?
—¡Por favor! ¡Te lo ruego! ¡Dímelo!
—Lo supe en cuanto te vi. Sentí la conexión. Sentí la corriente de afecto.
—¿Qué… qué… estás diciendo?
Bendición se ruborizó y empezó a tartamudear. Había empezado a intuir una posibilidad extraordinaria.
—¿Crees en otras vidas? —le preguntó Estrella Matutina—. ¿Crees que hemos vivido y muerto otras veces?
—¡Oh, querida! No lo sé… a veces me parece que sí… pero ¿cómo saberlo?
—¡Confía en tu corazón lleno de amor! —gritó Estrella Matutina—. No necesito decirlo. Es posible incluso que hayas soñado el mismo sueño que yo.
—Ah, chiquilla. ¡Tengo unos sueños tan extraños!
—¿Has soñado que en otra vida, una vida anterior, fuimos dos personas unidas por el vínculo más fuerte que puede existir? ¿Has soñado alguna vez que eras mi…?
No pronunció la palabra. Se limitó a mirar a Bendición con una sonrisa dulce y tímida. De modo que fue Bendición la que lo dijo, casi sin atreverse.
—¿Tu madre?
Estrella Matutina afirmó con la cabeza. Bendición se sintió invadida por una especie de éxtasis. Se acercó a Estrella Matutina y la rodeó con sus fuertes brazos.
—¡Tú fuiste mi niñita!
Estrella Matutina tuvo mucho cuidado de no precipitarse, de no ir demasiado rápido.
—Es sólo un sueño, señora. ¿Quién lo sabe?
—¡Pero el mensaje!
—Estas son cosas misteriosas.
—Bueno, desde el momento en que te vi supe que estábamos vinculadas de un modo muy especial.
—Yo también lo sentí. He sido tan feliz desde el momento mismo en que entré en tu casa… A pesar de…
Levantó la muñeca con la argolla de hierro. Por primera vez, Bendición se dio cuenta de que se encontraba ante un dilema y se quedó mirando a Estrella Matutina, conmocionada.
—¡No puedo enviarte como tributo! ¡No a mi propia hija!
—¿Quién mejor para morir por ti, señora? —dijo Estrella Matutina en voz baja—. Tú me diste la vida y eres dueña de quitármela.
—¡Oh, esto es terrible! —Bendición se estrujó las manos y casi gimió de desesperación—. ¿Qué puedo hacer? Mi esposo no cree en los sueños y está entusiasmado con la idea de un tributo voluntario. Y ahora… aquí estás tú… y… ¡Oh, todo está saliendo mal!
—Nada va mal, señora. Todo sucede como lo determina el Gran Poder.
—Pero ¿qué voy a hacer?
—No temas. Si es voluntad del Gran Poder que tu esposo vea la verdad, eso sucederá. Esperemos a ver qué mensajes trae la noche.
—¡Oh, ojalá sea así! ¡Queda tan poco tiempo! Pasado mañana, a la hora del crepúsculo… ¡Oh, no quiero ni pensarlo!
* * *
Buscador y Salvaje pasaron un segundo día recogiendo tomates en los huertos flotantes. A última hora de la tarde, por mala suerte, se encontraron trabajando en una pasarela justo al otro lado de la cual se encontraban los jóvenes que habían estado lanzándoles pullas el día anterior.
—¡Eh, muchachos! ¡Tened cuidado! ¡Aquí viene el Nenaza!
—¡Eh, Nenaza! ¡Esos tomates parecen enfadados!
—¡Ten cuidado, Nenaza! Un tomate puede ser muy mezquino.
Se burlaban en voz baja mientras cosechaban.
—¡Eh! —dijo uno de ellos—. ¿Habéis oído la historia de cuando el Nenaza se peleó con un encapuchado?
—Será mejor que te dediques a los tomates, Nenaza. Los encapuchados no están a tu alcance.
Buscador se dio cuenta de lo a punto que estaba su amigo de estallar y decidió convertirse en el centro de las pullas.
—¿Estás hablando de los nomanos? —preguntó.
—¿Y esto a ti qué te importa, cara de ángel?
—Nada, es sólo que odio a los nomanos.
—¡Tú odias a los nomanos! ¡Vaya, hombre! ¡Seguro que los nomanos se están meando en los calzones!
—Los nomanos están podridos hasta la médula —dijo Buscador—. Cuanto antes los aplasten mejor.
Hasta el mismo Salvaje quedó sorprendido al oírlo, hasta que recordó el plan de Buscador para encontrar el arma. Los trabajadores del otro lado no sabían muy bien si reír o asustarse.
—¡Aplastarlos! ¡Escuchad al muchacho! ¿Qué te han hecho a ti los nomanos?
—Arruinaron la vida de mi hermano. Lo deshonraron sin motivo. Los odio a todos.
El estallido de Buscador era tan poco habitual en la atmósfera controlada de los grupos de trabajo que se difundió por las filas de jornaleros a uno y otro lado y llamó la atención de los supervisores. Uno de ellos llegó por una de las pasarelas flotantes para sonsacarle más a Buscador.
—¿Eres tú el que odia a los encapuchados?
—Sí —dijo Buscador.
—¿Alguna vez has visto a uno?
—Yo nací en Anacrea. Mi hermano fue un nomano hasta que lo expulsaron.
—¿De veras? ¿Y cómo dices que te llamas?
—Buscador de la Verdad.
—Vaya, eso es más que un simple nombre. ¿Y realmente buscas la verdad?
—No. Busco venganza.
—¡Vaya!
El supervisor lo miró de arriba abajo, e hizo un gesto de asentimiento. Después se alejó a grandes pasos.
Al terminar el día de trabajo, Buscador vio al mismo supervisor de pie en la orilla, junto a la mesa del pagador, acompañado de un sacerdote. Los dos lo estaban observando.
—Salvaje —susurró—. Creo que se han tragado el anzuelo. Si fuera necesario, ¿querrás ir tú solo a donde está Estrella Matutina?
—Por supuesto.
Buscador estaba en lo cierto. Tan pronto como saltó de la movediza pasarela a la orilla del lago, el supervisor se le acercó y lo tomó del brazo.
—Buscador de la Verdad —dijo—. Tengo aquí a un hombre santo al que le gustaría conocerte.
El sacerdote era de mediana edad y tenía una cara anodina. Estudió a Buscador con desconfianza.
—¿Eres de Anacrea?
—Sí.
—¿Y estás resentido con los nomanos?
—Me gustaría matarlos a todos. Si eso es estar resentido…
—Eres joven para hablar de matar.
—¿Sólo matan los viejos?
El sacerdote asintió con la cabeza.
—A lo mejor te gustaría conocer a otros que piensan como tú.
Salvaje se quedó observando mientras Buscador se marchaba con un extraño. Buscador se fue sin dirigirle una sola palabra, ni siquiera una mirada, y no tardó en perderse de vista. Había un gran trasiego de gente, ya que se acercaba la hora de la ofrenda. Solo y lleno de inquietud, Salvaje atravesó la ciudad hasta la casa donde permanecía prisionera Estrella Matutina.
Como la vez anterior, esperó a que todos se hubieran marchado y se acercó a la rejilla por la cual podía hablar con la chica.
—¡Hola! —gritó—. ¿Todavía estás ahí?
—Claro que estoy aquí. —En la voz familiar había una cierta irritación—. ¿Dónde está Buscador?
—Se ha ido con alguien que odia a los encapuchados.
—¿De veras?
Siguió un silencio. Salvaje estaba a punto de preguntar otra vez si seguía allí, pero cambió de idea.
—¿Tienes un plan? —le preguntó.
—¿Te ha dicho Buscador dónde os volveríais a ver?
—No. Se ha ido sin más.
—Entonces sólo quedas tú.
—Sí.
—Supongo que tendré que conformarme.
—¿Quieres que te corte el gaznate, nenita?
—Calla y escucha.
Salvaje obedeció. Después de todo, pensó, era por su culpa que estaba encerrada en aquel sótano.
—La ciudad está llena de gatos salvajes. ¿Los has visto?
—Sí.
—¿Crees que podrías cazar uno?
—¿Cazar un gato? Claro que puedo.
—Entonces, caza uno esta noche. Un gato amarillo.
—Un gato amarillo.
—Arráncate un cabello, uno largo y rubio.
—¿Uno mío?
—Sólo uno. Átalo alrededor de la pata derecha delantera del gato.
—¿Por qué?
—Tú haz lo que te digo. Asegúrate de que esté bien apretado. No quiero que el gato se lo quite.
—Al gato no le va a gustar nada.
—Dale de comer. Que coma todo lo que pueda, así se quedará dormido.
—Le doy de comer al gato.
—Y lo atas a la verja de la casa.
—Como anoche.
—Sólo que esta vez no es una hoja enrollada. Es un gato.
—Sí, ya sé.
—Era para asegurarme.
—¿Vuelvo mañana a la misma hora?
—Tú o Buscador. Buscador sería mejor. Pero me arreglaré contigo si no hay más remedio.
—¿Quieres que te…?
—Sí, ya sé. Ojalá viva lo suficiente para que me cortes el gaznate.
* * *
El sacerdote condujo a Buscador a una zona de la ciudad donde la mayoría de los edificios eran casas de huéspedes. Como casi todos los que allí vivían no eran ciudadanos de Radiancia y no asistían al oficio vespertino, había más vida que en otros barrios de la ciudad. Las tabernas estaban llenas y se veían lámparas encendidas en las ventanas. Buscador acompañó al sacerdote a una de esas tabernas y allí le dijeron que se sentara y esperara. El sacerdote volvió a salir a la calle.
La taberna no tenía ningún atractivo, era un lugar adonde iban a beber los pobres, pero estaba limpia y ordenada. El tabernero saludó a Buscador con una inclinación de cabeza y él le devolvió el saludo. Al poco rato le trajeron lo típico: una rebanada de pan blanco y una jarrita de vino tinto. No le pidieron que pagara. Buscador comió y bebió en silencio.
Poco después regresó el sacerdote seguido de otro hombre de escasa estatura y calvo, con unos ojos curiosos.
—Aquí está —dijo el sacerdote—. Nacido en Anacrea.
—Nacido en Anacrea. —El hombrecillo estudió a Buscador casi con avidez—. Joven —dijo.
—¿Demasiado joven?
—No, no. Podría servirnos. Si tiene lo que necesitamos.
—Pregúntaselo.
El hombrecillo en ningún momento había apartado la vista de Buscador.
—Veamos, joven —dijo—, tengo entendido que te llamas Buscador de la Verdad, pero la verdad no es lo que más te interesa.
Buscador no parpadeó ni apartó la vista.
—Todo lo que quiero —dijo— es que mueran los nomanos.
—Los nomanos son poderosos. ¿Qué puedes hacer tú contra ellos?
—He oído que hay un arma capaz de destruir incluso a los nomanos.
—¿Ah sí?
—Si pudiera encontrar esa arma, la usaría.
—Si un arma así existe, debe de ser algo muy notable, sin duda. No eres más que un muchacho. ¿Por qué iban a concederte el honor de usarla?
—La isla sagrada está bien guardada, pero nadie sospecharía de mí. He estado en el corazón mismo del Nom muchas veces. He mirado a través de la celosía de plata el propio Jardín. Puedo volver a hacerlo.
El hombre de la calva asintió despacio, indicando que por el momento estaba satisfecho.
—La cuestión es —dijo dirigiéndose al sacerdote— si el chico es lo bastante valiente.
—Póngame a prueba —le desafió Buscador.
—Sí. Posiblemente tengamos que hacerlo. —Se frotó la barbilla con una mano mientras sopesaba la cuestión, después se volvió otra vez hacia el sacerdote—. Tengo que asegurarme.
—Quizá deberíamos consultar al Gran Poder de lo alto —dijo el sacerdote.
—¿Qué tienes en mente?
El sacerdote se llevó aparte al hombrecillo y le habló en un susurro. El otro asentía mientras lo escuchaba. Después se volvió hacia Buscador.
—Te volverán a traer aquí mañana, a la misma hora. Entonces, cuando las buenas gentes de la ciudad estén durmiendo, haremos una prueba para saber si estás destinado a realizar esta misión histórica.