26


La Mordedura de Salvaje

La ciudad de Radiancia era oficialmente una ciudad cerrada, con un perímetro controlado por la guardia de fronteras. Los residentes tenían documentos de identidad que les permitían entrar y salir. Los visitantes debían solicitar permiso para entrar en la ciudad. Radiancia había crecido rápidamente en los últimos años y sus residentes se habían enriquecido, como resultado de lo cual se necesitaba un gran número de trabajadores para hacer los trabajos mal pagados que los ciudadanos de Radiancia despreciaban. A estos trabajadores temporeros se les daban documentos provisionales que debían ser ratificados por un empleador reconocido todos los días. Los que no conseguían trabajo o eran despedidos del suyo y, por lo tanto, no conseguían tener sus documentos firmados, estaban obligados a abandonar la ciudad ese mismo día. Los que eran pillados por las patrullas callejeras sin sus papeles en regla, eran enviados a los tanques públicos.

Buscador y Salvaje cruzaron la frontera de la ciudad cuando ya era de noche, y allí fueron abordados por dos policías de frontera. Declararon que estaban dispuestos a trabajar y les dieron los documentos temporales.

—Id por la orilla del lago —les aconsejó el primero de los policías—, hasta los huertos flotantes. Por allí siempre se ofrece trabajo. Llevad siempre los papeles encima y manteneos alejados de la zona del mercado: allí es donde hacen sus negocios los traficantes de tributos.

—Y un consejo más, gratis —dijo el segundo policía—. Dejad siempre paso a los sacerdotes y no os metáis en broncas. Supongo que no queréis acabar en los tanques. De allí sólo se sale de una manera.

Señaló con la cabeza hacia el gran promontorio de la roca del templo. No fue necesario decir más.

Mientras se internaban en la ciudad, Salvaje le dijo entre dientes a Buscador:

—Ya lo creo que habrá bronca. Cuando encontremos a esos gusanos, ya lo creo que la habrá.

—Tenemos que ir con mucho tiento —advirtió Buscador—. Sólo podremos ayudarla si conseguimos mantenernos libres.

Salvaje gruñó al recordar el espectáculo de Estrella Matutina atrapada en la red de los traficantes de tributos y desapareciendo río arriba.

—Debería haberlo sabido. En cuanto vi que el barquero se había ido, debería haberlo sabido.

—No te culpes por ello.

—¿Por qué no? Soy culpable. La puse en peligro. Por supuesto que me culpo.

Durante un momento, Salvaje guardó silencio. Después volvió a gruñir.

—¡Quiero sangre! —exclamó—. ¡Tengo ganas de matar a alguien!

—Hay otras formas de hacer las cosas —dijo Buscador.

—¿Qué otras formas? —Salvaje se volvió hacia Buscador con toda la fuerza descontrolada de su frustración—. Te diré cuál es la única manera que conozco: come solo, ten sueño ligero, golpea tú primero. No des oportunidades porque no te las darán a ti. Observa las manos de los hombres, son las manos las que hacen daño. ¿Sabes lo que se consigue a mi manera? Seguir vivo al final del día. No me hables de otras formas.

Buscador no respondió: tenía claro que la ira no era lo suyo. Salvaje era presa de una emoción que no había experimentado hasta entonces: la culpa. Agitó los brazos en el aire como si todavía tuviera que liberarse de las redes que lo aprisionaban.

—Hago lo que hago —gruñó—. Vivo como vivo. Estoy dispuesto a aceptar lo que viene. Pero esto otro, ¡uf! —Se estremeció de pies a cabeza—. ¿Qué debo hacer por ella?

—Ahí es donde las cosas se ponen difíciles —explicó Buscador—. Cuando ya no estás solo. Cuando debes ocuparte de otras personas. Cuando son ellas las que sufren y no tú.

—¡Uf! —bufó otra vez Salvaje, y escupió en el suelo—. Es como tener un mal sabor de boca que no se va.

—No creo que se vaya con nada.

—¡Salvo con la sangre! ¡Salvo matando! Déjame solo con esos traficantes el tiempo necesario para darles la mano… ¡Puf!

—¡Silencio!

Había gente en la calle, y Salvaje había empezado a levantar la voz otra vez.

—Lo primero que tenemos que hacer es encontrarlos —dijo Buscador.

Habló para calmar a su amigo y para que se olvidara un poco de la rabia y pensara en la táctica.

—Vamos a empezar por el mercado. Yo supongo que todavía están en la ciudad. Se quedarán aquí hasta que la hayan vendido… Hasta que cierren un trato.

Salvaje volvió a gruñir.

—¡Los voy a matar!

—Primero tenemos que averiguar dónde está Estrella Matutina. Eso es más importante que matarlos. Muertos no pueden decirnos nada.

Iban recorriendo las calles del centro de la ciudad, y aunque ninguno de los dos estuviera dispuesto a admitirlo, estaban admirados. Los edificios eran a cada cual más grande y más opulento, más que ninguna casa que hubieran visto hasta entonces. No sólo los tejados, sino las columnas y los arcos, los marcos de las ventanas y de las puertas estaban revestidos de oro. En cada esquina había fuentes para que la gente bebiera y abrevaderos para las bestias. Las piedras del pavimento por las que caminaban estaban limpias. Por todas partes había hombres con palas recogiendo el estiércol de los bueyes. La gente hablaba y reía por las calles, luciendo su lujosa vestimenta y haciendo tintinear sus joyas. Pasaban hermosos carruajes tirados por bueyes de pelaje lustroso. En todas las ventanas brillaban las lámparas. ¡Tanta gente, tantas casas!

—Me pregunto dónde estará —dijo Buscador en voz baja.

—¿Dónde estará qué?

—El arma que va a destruir Anacrea.

Salvaje miró hacia las ventanas que brillaban en la noche.

—¡Quiero cortar gaznates! —siseó—. ¡Necesito cortar gaznates!

—Ya llegará el momento —dijo Buscador.

En una esquina los detuvo un policía.

—¡Papeles! —exigió.

Le entregaron sus documentos y casi ni los miró.

—¿Recién llegados?

—Sí.

—Encontrad trabajo mañana o largaos.

—Por favor —dijo Buscador—. ¿Puede indicarnos dónde está el mercado?

—¿Para qué queréis el mercado? A estas horas todo está cerrado.

—Tenemos que reunimos con un amigo allí.

—Un amigo, ¿eh? —Estudió un momento a Salvaje, demorándose en su largo pelo rubio—. ¿Qué es lo que estáis buscando? No me fío de vosotros.

Buscador sintió que Salvaje se estremecía y que todo su cuerpo se preparaba para saltar. Recogió sus papeles y tiró de él.

—Se nos hace tarde.

—Seguid esta calle hasta el final. Lo encontraréis.

Buscador obligó a Salvaje a cruzar la calle. Oían al policía que reía mientras se marchaban.

—¡Olvídalo! —le susurró Buscador—. No hagas caso.

Salvaje se sacudió para librarse del brazo de Buscador y enderezó los hombros, refunfuñando mientras seguía caminando.

—Pronto —dijo—. Que sea pronto.

Un poco más adelante, la acera era más alta y más estrecha. El edificio por el que pasaban ocupaba toda una manzana y era todavía más imponente que el resto de las edificaciones. Del otro lado de sus altas puertas llegaban voces y risas, y por las cortinas echadas a medias se entreveían largas mesas donde hombres corpulentos comían y bebían a la luz de las velas. Eso les dio hambre y frío, ya que la noche caía fresca.

Por delante apareció una pequeña e iluminada procesión. Un sirviente con una linterna precedía a un sacerdote de túnica dorada a quien otro sirviente sostenía el manto. Cerraba la procesión un último sirviente con otra linterna. Los cuatro caminaban rápidamente por el centro de la estrecha acera, sin preocuparse de quién pudieran encontrar en su camino. Buscador metió a Salvaje en uno de los portales del largo edificio para permitir el paso de la procesión. En ese momento, la puerta se abrió y un tipo enorme salió dando tumbos y oliendo a vino.

—¡Fuera de mi camino, escoria de las calles! —vociferó, al tiempo que empujaba a Buscador y lo hacía caer de la alta acera a la calle.

Al caer, la mano de Buscador tropezó con la linterna que sostenía el sirviente que cerraba la procesión del sacerdote, haciéndola caer también sobre el empedrado, donde se rompió.

Buscador se dio un buen golpe. Unos instantes estuvo allí aturdido y magullado, con la cara contra el suelo. Al abrir los ojos, medio mareado todavía por el golpe, se dio cuenta de que no veía con claridad. Cerca de él había una luz brillante. Cuando logró enfocar la mirada, vio la linterna rota a escasos centímetros de su cara. El aceite ardiendo escapaba por una grieta del reservorio de la linterna y formaba un reguero entre las piedras del pavimento como un pequeño río llameante. Incapaz de moverse, observó, indefenso pero fascinado, cómo la llama avanzaba hacia él. Como tenía los ojos a la altura del suelo, parecía tan alta como él y daba la impresión de que se movía con un propósito terrible y deliberado. Entonces, en el preciso momento en que iba a llegarle a la cara, el chorrillo de aceite ardiente se desvió entre las piedras y pasó de largo. La llama pasó tan cerca que notó su calor en las mejillas. Siguió con la vista su trayectoria y tuvo la sensación de que no había sido un accidente. Era una señal. En cuanto esa idea empezó a rondarlo, recordó la voz que había oído en el Nom, tan claramente como si le estuviera hablando de nuevo.

Seguro que ya sabes que eres tú quien me salvará a mí.

Todo esto debía de haber transcurrido en cuestión de segundos, porque en cuanto consiguió ponerse de pie se encontró con que el tipo enorme estaba todavía en la acera y Salvaje lo estaba atacando.

—¡Eh, tú, montón de estiércol de cerdo! ¡Ven y atácame a mí! ¡Te mostraré cómo muerdo!

El hombretón miraba a Salvaje como si no diera crédito a sus ojos.

—¿Estás mal de la cabeza, muchacho? —dijo—. ¡Soy un machetero! ¡Ahí dentro —señaló con un gesto la puerta abierta— hay otros cincuenta macheteros!

Salvaje iba desarmado, pero sabía usar sus poderosos puños. Hizo un amago con la izquierda al tiempo que con la derecha asestaba un golpe contundente en la garganta del machetero. El hombre soltó un quejido ahogado y se quedó sin respiración. Salvaje volvió a golpearlo, esta vez con el pie derecho, alcanzando a su adversario en la ingle, lo que hizo que vacilara y cayera de rodillas.

—Y ahora, ¿quién es el que está mal de la cabeza? —cacareó Salvaje.

Buscador extendió una mano y tiró de él.

—¡Salvaje! ¡Corre!

Había visto que otros macheteros se ponían de pie atraídos por los ruidos de la calle.

—¡Corre! ¡No puedes enfrentarte a todos!

Juntos salieron disparados calle abajo. A sus espaldas se oía el ronco rugido de rabia del machetero herido que, finalmente, había recuperado la voz. Por delante se acercaba otra patrulla callejera.

—No corras —dijo Buscador—. Camina.

Aminoraron el paso y consiguieron pasar al lado de la patrulla sin llamar la atención. Salvaje aún seguía presa de su impulso agresivo.

—¡Si hubiera tenido mi pica, ese buey sería hombre muerto!

—¡Era un monstruo! —dijo Buscador.

—¡Y yo soy Salvaje y puedo con él!

Iba dando saltitos y lanzando puñetazos al aire de la noche.

—Claro que puedes —dijo Buscador—. De hecho, lo has derribado.

A pesar del peligro en que se encontraban, Buscador estaba impresionado y se le notaba en la voz. A Salvaje le gustó.

—Antes no me creías, ¿verdad? Tú pensabas: ¡bah, perro ladrador, poco mordedor! ¡Pero tengo dientes, y muerdo!

La ancha calle por la que avanzaban se fue estrechando y las casas eran más humildes. Por fin la calle se convirtió en poco más que un camino lleno de baches. A uno y otro lado se abrían callejones que se adentraban en la noche. La gente con la que se cruzaban era silenciosa y evitaba mirarlos a la cara. La iluminación se fue haciendo cada vez más espaciada, hasta que llegó un momento en que, entre una y otra luz, avanzaban en la oscuridad más absoluta.

Entonces, justo cuando empezaban a dudar de las indicaciones del policía, se encontraron en el mercado. Era un espacio largo y abierto rodeado por puestos de madera, todos ellos vacíos. El espacio entre unos y otros estaba sembrado de desperdicios de la actividad del día, y había algunas figuras oscuras que revolvían en ellos buscando algo que sirviera para comer o para vender. Unas cuantas linternas colgaban de los aleros de las casas que rodeaban el mercado, pero en el centro reinaba la oscuridad, y los basureros se guiaban sólo por el tacto y el olfato.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Salvaje.

—A preguntar.

Buscador abordó a uno de los que buscaban en la basura.

—¿Puede ayudarnos, señor?

El basurero se enderezó y se lo quedó mirando. Era un hombre viejo con la cara desfigurada por una ancha cicatriz que le partía una mejilla del ojo a la barbilla y le desfiguraba la boca en una mueca permanente.

—No, señor —dijo, y volvió a rebuscar.

Salvaje lo agarró por el cuello y volvió a enderezarlo.

—Sí, señor —le corrigió.

El basurero gimió y se quedó paralizado.

—Estamos buscando traficantes de tributos —dijo Buscador.

Al oír eso, el basurero hizo un gesto de complicidad.

—¿Compráis o vendéis?

—Sólo andamos mirando.

—¡Mirar! —dijo el viejo con sorna—. ¡Pues seguid mirando! ¡Seguid mirando! ¡Seguid!

Salvaje lo sacudió hasta que su voz sonó como una matraca. El basurero gritó aterrorizado.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!

Nadie le escuchó. Nadie acudió.

—¿Dónde tenemos que mirar? —preguntó Buscador.

—¿Cómo voy a saberlo? Mirad allí donde se gastan el dinero. Los tributos son un buen negocio. Dejan buenos beneficios.

—¿Y dónde van a gastarse el dinero? —insistió Buscador.

—A cualquier lugar donde haya vino y mujeres. Claro que tú de eso no debes de saber nada, ya veo que eres un crío.

—¿Quieres que te corte el gaznate, gallina? —intervino Salvaje.

—Suéltalo —le dijo Buscador.

Salvaje lo soltó. El viejo se tambaleó un poco, pero no se cayó. Se frotó el cuello.

—Los traficantes de tributos tienen a una amiga nuestra —dijo Buscador—. Queremos encontrarla.

—Y si la encontráis, ¿tenéis dinero para comprarla?

—No.

—Entonces, salvad el pellejo. Cuando volváis a verla, estará cantando con los pajarillos.

Movió los brazos como si fueran alas y señaló al lejano promontorio.

—El dinero no es lo único que convence —dijo Salvaje, apretando sus poderosos puños.

—Sois nuevos aquí, ¿no es cierto?

—Sí —dijo Buscador.

—Como le pongáis una mano encima a alguien, acabaréis en los tanques. Aquí nadie saca nada con la violencia. Toda la violencia que hay se desencadena a la puesta del sol, allá arriba, en la gran roca. Con eso les basta a todos. ¿Oís bien lo que os digo?

—Vamos —le dijo Salvaje a Buscador—. Este viejo tonto no nos sirve para nada.

—Espera —dijo Buscador—. Nos está diciendo algo.

—Ah, veo que tú eres rápido.

—Dinos dónde buscar.

—Bueno, veamos. Si siguierais esa calle de allí, la de la esquina, hasta llegar al canal, y si encontrarais una posada que se llama El Hueso de Jamón, sería muy probable que encontrarais a los tipos a los que buscáis. Y si lo hicierais y tuvierais unas palabras con ellos, y si tu amigo aquí presente —dijo dirigiéndose a Buscador y señalando con un gesto a Salvaje— consiguiera lo que quiere mediante la violencia, bueno… eso sí que sería una sorpresa para todos. Una gran sorpresa. Toda una novedad.

Buscador miró fijamente al viejo.

—Te gustaría que así fuera, ¿no es cierto?

—¿Que si me gustaría? Acabaréis en la roca, por supuesto, pero a mí me gustaría ver que les arrancaban unas plumas a esos buitres. Me gustaría oírlos graznar.

—El Hueso de Jamón. Junto al canal.

—Será mejor que tengáis dinero. En El Hueso de Jamón hace falta dinero.

Dicho esto, volvió a rebuscar en la basura. Buscador y Salvaje cruzaron la oscura plaza del mercado y se metieron en otra calle estrecha siguiendo las instrucciones que les habían dado.

—¿Te crees lo que ha dicho? —preguntó Salvaje.

—Pronto lo comprobaremos.

El callejón realmente desembocaba en un canal, y allí, a un lado, al otro lado de un arco estrecho, se veía un patio bien iluminado del que provenía una algarabía de gente reunida. El patio estaba lleno de mesas y entre ellas circulaban mesoneros sudorosos que sostenían en alto por encima de sus cabezas bandejas de vasos llenos a rebosar. Casi todas las sillas estaban ocupadas, y todos los clientes gritaban pidiendo que les sirvieran.

Buscador y Salvaje entraron en el patio y encontraron un banco en un rincón desde donde estudiar a los presentes sin llamar la atención. Los clientes eran todos hombres, y todos estaban bebiendo. Los ojos de Buscador escudriñaban un rostro tras otro, buscando a los dos que los habían atacado en el transbordador.

—¿Los reconocerás? —le preguntó a Salvaje.

—Los reconoceré —dijo Salvaje—. Y ellos, sin duda, me reconocerán a mí.

—Recuerda. Queremos información, no venganza.

—Primero información, después venganza.

Buscador terminó de estudiar todas las caras. No estaban allí. De eso estaba seguro. Sintió un frío que lo invadía. ¿Qué harían ahora?

—Podríamos comer algo. ¿Te queda dinero?

—Todo el que quieras.

Pidieron vino y agua, y pan y carne fría de buey. Cuando les trajeron lo pedido, habían empezado a darse cuenta de lo hambrientos que estaban. Luego, mientras comían, los dos traficantes de tributos entraron pavoneándose en el patio. Su aparición fue saludada con cierto entusiasmo desde una de las mesas.

—¡Mirad quiénes vienen! ¡El lobo vuelve a su guarida!

—¡Eh, mesonero! ¡Coñac para este atajo de villanos!

—¿He oído bien? ¿He oído que Solaz se ofrece a pagar los tragos? ¡Pellizcadme! Debo de estar soñando.

—¿Has encontrado comprador para tu vagabundo cojo, Sol?

—Reíd cuanto queráis, amigos, y bebed, que corre a cuenta nuestra. Estamos de celebración.

—¿Qué celebráis?

—Llamémoslo un pequeño negocio. Llamémoslo el cobro de un precio satisfactorio.

—¿Satisfactorio? Si Sosiego lo llama satisfactorio debe de ser lo bastante jugoso como para que se atragante un sacerdote.

—No creo que sea para tanto. Le ató una pata de madera al vagabundo lisiado y lo vendió en la oscuridad por cien escudos.

—Si tú lo dices…

Sosiego sonrió dando unos golpecitos a la bolsa del dinero. Todos oyeron cómo sonaba.

—Tiene más de mil escudos ahí dentro.

—Mil escudos no está nada mal, pero nadie viene al Hueso de Jamón pavoneándose por mil escudos. ¡Mirad esa sonrisa de satisfacción! Se diría que ha batido un récord.

—¿Te parece? —se jactó Solaz, con sonrisa igualmente satisfecha.

—¡Por el Sol que lo ha hecho! ¡Ha batido el récord!

—¿Es cierto? ¿Cuánto te han pagado? ¿Cuatro mil?

Solaz miró a Sosiego y Sosiego miró a Solaz y ambos se limitaron a alzar una ceja y a sonreír.

—¿Más? ¡Imposible!

—Si te parece imposible, entonces lo será —dijo Sosiego.

—¡No! ¿Cinco mil?

—Sin cifras, amigos. Sin cifras.

—¡Por el Sol ardiente, tienen cinco mil!

Buscador y Salvaje comieron y bebieron mientras mantenían la vista baja y escuchaban.

—Son ellos —musitó Buscador.

—Ya lo creo que son ellos.

Salvaje se había apoderado del cuchillo que les habían traído con la hogaza de pan y no hacía más que acuchillar la corteza, cortando el pan en trozos cada vez más pequeños.

—Todavía no —le advirtió Buscador.

Pasó otra hora antes de que uno de los dos traficantes de tributos se levantara de la mesa. Fue ese al que llamaban Solaz, que anunció que tenía una necesidad urgente que atender.

—¡Si no voy a mear ahora, me…, me voy a mear encima!

—¡Ve! ¡Ve! ¡Por nosotros que no quede!

Fue así que Solaz salió a grandes pasos del patio camino de la calle, donde era costumbre que los huéspedes de la posada vaciaran la vejiga en el canal. Buscador y Salvaje lo vieron pasar muy cerca y luego se pusieron de pie y lo siguieron.

Saliendo del patio iluminado, la calle parecía oscura como boca de lobo. Por lo que vieron, no había nadie más que Solaz. Se detuvo junto a la barandilla del canal, sosteniéndose en ella con una mano mientras se inclinaba hacia delante y, con más de un suspiro de alivio, disfrutaba de una larga y copiosa meada.

—¡Hagámoslo ahora! —bisbiseó Salvaje.

—No. Espera.

Salvaje quería venganza. Buscador quería cooperación. A pesar de que el bandido lo superaba en edad y en fuerza, Buscador se había convertido en el que tomaba las decisiones.

El traficante había acabado y en ese momento se estaba acomodando la ropa.

—¡Ahora, Salvaje!

Salvaje atravesó de un salto la calle oscura, silbando con la intensidad de su rabia. El traficante de tributos lo oyó acercarse y se volvió hacia él.

—¿Eres tú, Sosiego?

No tardó en descubrir su error.

Salvaje lo agarró por la garganta, medio asfixiándolo con una mano mientras con la otra le daba tres golpes contundentes en el estómago. Solaz cerró los ojos y se dobló como el maíz segado. Salvaje saltó sobre su cuerpo postrado, le sujetó la cabeza por el pelo y se la golpeó contra el pavimento, en el charco de su propia orina, hasta que el traficante volvió a abrir los ojos. Al ver que había conseguido su atención, Salvaje se agachó para susurrarle al oído.

—¡Te voy a arrancar la piel de la cara con los dientes! ¡Vas a sufrir tanto que me vas a rogar que te mate!

El traficante estaba tan paralizado por el terror que no era capaz de articular una respuesta. Lo único que hacía era ahogarse y gemir en la oscuridad. Entonces intervino Buscador. Se arrodilló junto al traficante y le habló muy cerca del oído.

—Escúchame bien. Esta mañana has secuestrado a una chica. Es nuestra amiga. No queremos tu dinero. No queremos hacerte más daño. Sólo queremos saber dónde está.

Solaz lo oyó, puso los ojos en blanco y borboteó.

—Suéltale la garganta, Salvaje.

Salvaje aflojó su presa.

—¡Quiero arrancarle la cara!

—Ya lo sé. Pero veamos primero si puede ayudarnos.

El traficante tragaba aire con avidez.

—¡No me matéis! —suplicó—. ¡No dejes que me mate!

—Entonces, ¿dónde está la chica?

—El proveedor de aceite. Se la hemos vendido al proveedor de aceite.

—¿Dónde está su casa?

—No lo sé.

Buscador miró a Solaz con conmiseración.

—Ya hemos quebrantado la ley. Nos pueden arrojar desde la roca sólo por asaltarte, o sea que nos damos por muertos y nos da lo mismo matarte. El castigo sería el mismo.

—¡No! ¡Por favor! Su casa está en la calle que va hacia el templo. Sobre la puerta hay una imagen del sol.

—Deja que se vaya.

—¿Por qué? —preguntó Salvaje.

—Nos ha dado lo que le pedíamos.

—Entonces, si ya no lo necesitamos, podemos matarlo.

—No. Hemos hecho un trato.

—Yo no he hecho ningún trato. Nunca hago tratos.

—Pero yo sí, y cuando hago un trato lo cumplo.

A regañadientes, Salvaje soltó al tembloroso traficante. Solaz se puso de pie con dificultad.

—Ten esto presente —le dijo Buscador—, tú no sabes quiénes somos, pero nosotros sí que sabemos quién eres. Si nos causas problemas, volveremos por ti, yo me llevaré tus cinco mil escudos y mi amigo te desollará vivo. Pero si no dices nada, nosotros tampoco lo haremos, tú conservarás tu dinero y lo que suceda entre el proveedor de aceite y nosotros no es asunto tuyo.

El traficante asintió. Su mirada se volvió anhelante hacia las luces y la seguridad de la posada.

—Ahora puedes irte.

Solaz salió corriendo. Salvaje lo vio irse con una mirada ciega de ira.

—No entiendo por qué no podía matarlo.

—Después te lo explico. Vamos.

Atravesaron la ciudad oscura, procurando no correr, y tras buscar un poco dieron con la calle que llevaba al templo. En esa calle había una casa de más empaque que las otras que encima del arco de la puerta lucía una imagen del sol. Se quedaron en la calle, ocultos en la oscuridad de un portal, frente a la casa, y la estudiaron minuciosamente. Tenía estrechas y altas ventanas con pesados postigos. Las copas de los viejos árboles que asomaban por encima de los muros indicaban que tenía un patio interior. La única entrada era la puerta en arco, y las verjas eran pesadas y estaban claveteadas con tachones de hierro. No había esperanza de entrar en un edificio tan bien construido como ese.

Recorrieron la calle oscura arriba y abajo examinando el edificio desde todos los ángulos. Por un lado daba a un estrecho callejón que bordeaba el alto muro de la casa hasta la parte trasera de la misma. Tras el examen llegaron a la conclusión de que era impenetrable por los cuatro costados.

—¿Y cómo sabemos que está ahí?

—No lo sabemos.

—¿Qué hacemos, entonces?

—Volver cuando sea de día. Esperar a que abran la verja.

—¿Y entonces, qué?

—Pues ver lo que podemos ver.

Buscador no tenía ningún plan. Se limitaba a responder instintivamente a lo que iba surgiendo, pero se daba cuenta de que Salvaje quería creer que sí lo tenía. A esas alturas había aprendido que todo lo que se necesita para que los demás te sigan es llevar la delantera. También había otra cosa que estaba seguro que Salvaje había notado. Ya no tenía miedo. Era muy extraño. Estaba en un lugar lleno de peligros y a punto de afrontar todavía riesgos mayores. Nunca se había creído poseedor de un coraje natural como el de su hermano Resplandor, y sin embargo lo sostenía una poderosa convicción íntima que era como un acto de fe. No creía que estuviera protegido o que fuera a librarse del dolor o el sufrimiento, sino que su viaje no había hecho más que comenzar. No terminaría allí, no podía terminar allí. Por muchos terrores que le salieran al paso, él sobreviviría.

No había ninguna prueba externa que sustentara su convencimiento; tal vez no fuera más que producto de su imaginación, pero le hacía sentirse fuerte.