25


Sosiego y Solaz

La canoa en que llevaban a Estrella Matutina llegó a la ciudad de Radiancia con la caída del sol, deslizándose desde el río propiamente dicho hacia los estrechos canales que conducían al laberinto de calles de la ciudad. Estrella Matutina ya no estaba cubierta por la pesada manta, pero no emitía ni el menor sonido porque sus captores le habían tapado la boca con una gruesa mordaza. Tampoco se movía, porque tenía las muñecas estrechamente atadas al cinturón y una segunda cuerda sujetaba este al asiento de la canoa en el que iba sentada. Sin embargo, podía mantenerse erguida y ver a su alrededor, de modo que se dedicó a mirarlo todo por el camino y a memorizar cuanto podía. Vio las bonitas calles por las que circulaban los sacerdotes, acompañados de sus sirvientes y vestidos con relucientes túnicas doradas. Vio a los oficiales de la patrulla en todas las esquinas. Vio a los rollizos y orondos ciudadanos y los gatos amarillos muertos de hambre.

Los dos traficantes de tributos que la habían capturado respondían a los tristemente irónicos nombres de Sosiego y Solaz, pero Estrella Matutina no estaba para risas. Era evidente que sabían lo que se hacían y que esperaban venderla aquella misma noche. Durante todo el camino no hicieron más que felicitarse y discutir sobre la mejor manera de actuar.

—¡Es una belleza! ¡Superaremos todo lo visto con ella!

—¿Cuánto dinero tiene nuestro hombre, Sosiego? ¿Hasta dónde podrá llegar?

—Dicen que suministra todo el aceite del templo, y que también abastece la casa real. Tiene mucho.

—Ah, entonces lo exprimiremos. ¿No le parece, Sosiego?

—¡Y no empezarás a ablandarte!

—¿Cuándo me he ablandado? ¡Cuando se trata de una negociación soy tan firme como una roca! ¿Por qué te crees que me llaman el Hombre de Piedra?

—Nadie te llama el Hombre de Piedra. Te llaman Sol el Angelito.

—¡Sol el Angelito! ¡Jamás en mi vida he oído eso!

—De modo que no me vengas con blanduras. Esta nos hará ricos si sabemos jugar bien las cartas.

—¿Sol el Angelito? ¿Quién me llama Sol el Angelito?

—Tengo intención de hacer que el vendedor de aceite pague cinco mil escudos.

—¡Cinco mil escudos! ¡Oh, Sosiego! ¡Es magnífico! ¡Oh, soñador de poderosos sueños! ¡Cinco mil escudos!

—Ya verás. Y limítate a no tratar de ablandarme.

Estrella Matutina iba sentada muy quieta, observando y escuchando. Estaba terriblemente asustada, pero el miedo aguzaba su concentración. Todos sus sentidos estaban centrados en encontrar una forma de escapar. Sus ataduras eran firmes. Le resultaba completamente imposible pedir ayuda. Al pequeño canal por el que navegaban daban las ventanas de las casas, iluminadas por lámparas, pero si alguien observaba su paso no daba muestras de ver nada fuera de lo común. Era indudable que prisioneros atados y amordazados surcaban esas aguas noche tras noche. No, su oportunidad llegaría más tarde, lo sabía: cuando por fin la hubieran desatado y vendido. Resultaba muy extraña la idea de ser vendida como una hogaza de pan. Entendía perfectamente la finalidad para la cual iba a ser vendida, pero le resultaba difícil imaginar lo que significaba ser un tributo, de modo que optó por no pensar en ello. Entonces, en el preciso momento en que la canoa se acercaba a una serie de oscuros escalones y le aflojaban las ligaduras, miró hacia arriba y vio a lo lejos un saliente rocoso. Estaba muy lejos y su contorno oscuro se recortaba contra el cielo estrellado. Desde la distancia a la que se encontraba no parecía muy alta, pero al verla se le heló la sangre en las venas.

Los traficantes de tributos la empujaron para que subiera los escalones y la hicieron entrar en un edificio que olía a cerveza rancia y a manteca de cerdo frita. La empujaron por un pasillo sin luz hasta una habitación que tampoco estaba iluminada, donde la sentaron en una silla de madera y volvieron a atarla, esta vez sin dejarle la menor libertad de movimientos. La silla, como no tardó en descubrir, estaba fijada al suelo. Sólo cuando estuvo bien sujeta en su sitio encendieron una lámpara de aceite y la colgaron de un gancho del techo. Después se fueron, y oyó que giraban la llave en la cerradura de la puerta después de salir.

En ningún momento le habían hablado directamente ni la habían mirado a los ojos. Entendió que para ellos se había convertido en un objeto, en un bulto, en una promesa de riqueza. Había estudiado sus colores buscando alguna señal de compasión, de humanidad, un destello de los tonos más suaves de rosa o de azul, pero todo lo que vio fue el descarnado brillo anaranjado de la codicia. Ya habían llevado a cabo transacciones como esta demasiadas veces.

Empezó a pensar entonces en el que iba a comprarla. A lo mejor, si le quitaban la mordaza, lograría conmover su corazón. Tal vez pudiera convencerlo de que era un ser vivo, igual que él; cuando realmente sintiera eso, no sería capaz de enviarla a la muerte.

* * *

Dadivoso se cambió de ropa en cuanto recibió el mensaje. Se puso su traje más humilde, con la esperanza de convencer a los traficantes de que no era un hombre rico. Atravesó la ciudad a pie, sin la compañía de ningún sirviente. Sin embargo, como esperaba volver con una compra de vital importancia, dio instrucciones a uno de sus hombres de que lo siguiese en el carruaje de su esposa.

Cruzó, pues, el mercado desierto y se dirigió por una de las estrechas y malolientes callejas que había al otro lado hasta la posada llamada El Hueso de Jamón. Allí lo estaban esperando los traficantes. Sintió que el corazón se le aceleraba. Faltaban sólo tres días para su onomástica y era urgente encontrar un tributo, pero trató de mantener la calma y aparentar indiferencia.

Todo su plan se vino abajo cuando los traficantes le dijeron cuál era su precio.

—¡Diez mil escudos! —exclamó.

—Para ti, señor, propietario de todos los campos de aceite que hay entre el río y el lago, proveedor de aceite del templo y del palacio, ¿qué son diez mil escudos?

—¡Diez mil escudos! ¿Pensáis que estoy loco?

—Es una jovencita, buen señor. Una virgen auténtica y garantizada, sana y oronda, y agradable a la vista.

—Y tranquila —añadió su compañero—. Obediente como un cachorrillo.

Dadivoso miró alternativamente al uno y al otro y sintió náuseas. ¿Por qué tenía que tratar él con esos descarados parásitos? Eso ofendía su dignidad casi tanto como su bolsillo.

—Mi tope son dos mil —dijo—, pero primero tengo que verla.

—Es una pena, buen señor, pero me parece que no podremos llegar a un acuerdo. ¿A qué hora tenemos que ver al próximo caballero, Solaz?

—Creo que dijo que vendría dentro de una hora, Sosiego.

Dadivoso sabía casi con certeza que estaban representando un papel, pero ¿qué podía hacer?

—Debo verla primero —repitió.

—¿Qué te parece, Solaz? ¿Debemos dejar que el perro vea a la liebre?

—¿Cómo sabemos que va en serio? —preguntó Solaz.

—Esa es la cuestión —dijo Sosiego, y ambos volvieron su mirada falsamente humilde hacia el mercader de aceite.

—Muy bien. Tres mil.

Eso significaba triplicar la cifra más alta que había pagado jamás. Si el tributo era realmente una joven virgen y sana, casi valía la pena.

—Tres mil te colocan en la línea de salida —dijo Sosiego—. Diez mil te ponen la liebre en las manos.

Para Dadivoso esa vulgar metáfora de las carreras fue casi más de lo que podía soportar. No formaba parte de sus costumbres asistir a las carreras de perros.

—Jamás compro sin ver —añadió, tratando de aparentar que todo aquello le era indiferente.

—Y nosotros no mostramos nunca la mercancía sin ver antes el dinero.

Esta réplica debió de parecerles muy ingeniosa y los dos se miraron con expresión satisfecha. Dadivoso se mantuvo inexpresivo y guardó silencio.

—¡Te diré lo que vamos a hacer, señor! —dijo Sosiego como en un rapto de inspiración—. Tú nos das la seguridad de que estás abierto a negociar el precio, y nosotros te mostramos la liebre.

—Abierto a negociar —aprobó Solaz—. Bien dicho.

Dadivoso vaciló un momento muy, muy largo, en la vana esperanza de que esto contribuyera a reforzar su posición.

—Muy bien —dijo por fin—, pero eso no significa que haya elevado mi oferta en un solo escudo.

—Entendido, buen señor. Abierto a negociar, es todo lo que pedimos.

Suspirando amargamente, Dadivoso siguió a los dos traficantes a una habitación del fondo de la posada.

Allí, firmemente sujeta a una silla, había una chica menuda tocada con el pañuelo rojo de los montañeses. La tenían amordazada, de modo que sólo se le veía la parte superior de la cara. Estaba tranquilamente sentada y volvió los ojos hacia ellos cuando los oyó entrar. Los traficantes de tributos volvieron a cerrar la puerta tras de sí. Dadivoso examinó a la chica de cerca, sin mirarla a los ojos en ningún momento. Se cuidó muy bien de no dar ninguna señal a los traficantes, pero lo que vio lo complació mucho. Evidentemente no era una vagabunda. Su piel no tenía llagas ni excoriaciones de las que se asocian con la mala alimentación. Su pelo, que asomaba apenas del pañuelo, era abundante y bonito. Estaba seguro de que la ciudad de Radiancia hacía años que no veía un tributo tan perfecto.

—Es demasiado pequeña —objetó, apartando la vista—, casi parece enana.

—¡Oh, no, buen señor! Recuerda que la estás viendo sentada. Cuando se pone de pie no tiene nada de pequeña. ¿Qué dirías tú, Solaz?

—Tiene unas bonitas formas —afirmó Solaz—, y es bien proporcionada.

—Siempre se te han dado bien las palabras —lo alabó Sosiego con admiración.

—Quedamos en tres mil, entonces —dijo Dadivoso—. Y es el triple de lo que he pagado jamás.

—¿Y si decimos tres mil, por qué no diez mil? —apuntó Sosiego—. Ahora que hemos abierto la mano, como suele decirse.

—¡Tres mil escudos! —zanjó Dadivoso, dando un puñetazo en la pared de madera, como cuando cerraba un acuerdo en los campos de aceite—. Es mi última oferta. La tomáis o la dejáis.

De modo que pagó cinco mil escudos y la chica fue suya. Valiéndose de algún misterioso sexto sentido, los traficantes de tributos habían adivinado la suma exacta que había traído consigo y se la hicieron pagar hasta la última moneda. El único consuelo que le quedaba a Dadivoso era que nadie sabría jamás lo que había pagado. El precio era tan generoso que podía llegar a convertirlo en el hazmerreír de la ciudad en caso de que llegara a saberse. Por supuesto, él nunca lo diría, y los traficantes de tributos juraron mantenerlo en secreto.

—Es mejor así para el negocio, buen señor. Nadie sabe con certeza lo que se ha pagado o lo que no. Después de todo, ¿quién puede asegurar que no pagaste diez mil?

Dadivoso tuvo que conformarse con eso.

El carruaje estaba esperando a la puerta de la posada y él y el tributo hicieron el viaje a casa sin que nadie los viera. El carruaje entró en el patio de su amplia casa, se cerraron las puertas y se hizo salir a los sirvientes antes de sacar al tributo del vehículo. Dadivoso llevó a Estrella Matutina en brazos hacia la habitación sin ventanas del sótano en la que hasta hacía poco habían alojado al tributo evadido. Su esposa lo siguió.

—¡Oh, esposo mío! —exclamó—. ¡Es hermosa! ¡Qué listo eres! ¡Es perfecta! ¡Eres un hombre realmente bueno!

—Y un hombre realmente pobre ahora, gracias a ti.

—¿Podemos quitarle las ataduras?

—Déjame que le ponga antes la cadena. No voy a correr más riesgos contigo ni con las puertas abiertas.

—Yo no dejé la puerta abierta. No soy tan tonta como crees. Fue esa llave. No gira del todo.

—No, si tú no la giras del todo, no cierra.

Atornilló una pulsera de hierro en la muñeca del tributo hasta ajustarla bien. La pulsera tenía soldada una cadena ligera pero muy resistente que terminaba en una anilla empotrada en la pared del sótano. Durante todo este proceso, el tributo se estuvo quieto y no ofreció resistencia.

—Ahora —dijo Dadivoso, dirigiéndose por primera vez al tributo, aunque sin mirarla a los ojos—, voy a quitarte la mordaza. Pero si gritas o me causas algún problema, te la pongo otra vez. Di que sí con la cabeza si has entendido.

El tributo asintió.

Dadivoso desató la mordaza. El tributo se pasó la lengua por los labios resecos y movió la mandíbula. Luego habló, dirigiéndose a Bendición.

—Gracias, señora —dijo.

—¡Oh! —gritó Bendición—. ¡Es muy hermosa!

Dadivoso estudió con mirada crítica la compra por la que tanto había pagado. Tuvo que admitir que había hecho bien. El tributo tenía un aire de inocencia que sería muy apreciado cuando llegara la ocasión.

—¿Cómo te llamas, pequeña? —dijo Bendición.

—Estrella Matutina —respondió el tributo.

—Lamento que hayas tenido que tener la boca tapada. Te traeremos algo de comer y de beber. Estoy segura de que te vendrá muy bien. Querido —dijo, volviéndose a su marido—. ¿Querrás ocuparte de ello?

—Se queda con la cadena —advirtió Dadivoso, y salió del sótano.

Bendición se acercó un poco y extendió la mano con cierto nerviosismo.

—¡Eres un verdadero encanto! ¡Me apetece mucho consentirte! ¡Me apetece tanto!

—¿Quién eres? —preguntó el tributo con su encantadora vocecita—. ¿Dónde estoy?

—Estás en la casa de una familia muy respetable. Mi esposo es portador de la Corona Real. Yo misma soy la solista principal del coro del templo. Creo que tienes motivos para sentirte orgullosa.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

—Pequeña —dijo Bendición con solemnidad—, vas a realizar un servicio maravilloso y de gran pureza. ¿Puedo tomarte la mano? —Estrella Matutina dejó que le tomara la mano. Bendición se la quedó mirando extasiada y empezó a hablar mientras se la acariciaba—. ¡Vas a traer nueva vida! ¡Vas a salvar a todo el mundo de la negra garra de la noche! ¡Gracias al puro y maravilloso servicio que tú vas a prestar, crecerán las cosechas y los hombres y las bestias tendrán qué comer! ¡Gracias a ti, la vida se renovará!

—Creo —dijo Estrella Matutina un poco dubitativa—, que se refiere a que voy a morir.

—¡Vas a dar tu vida por todos! —gritó Bendición tan fervientemente como si ella misma fuera a hacer el sacrificio—. ¡Vas a ser recibida en el seno del Poder Radiante! ¡Vas a saltar al corazón mismo de la vida!

Estrella Matutina observó a la mujer regordeta y de cara redonda que tenía ante sí, con los grandes ojos vueltos hacia lo alto, igual que las palmas de las manos, como en comunión con su dios, y rápidamente repasó las posibilidades que se le presentaban. Ya había examinado discretamente la anilla de hierro que rodeaba su muñeca y sabía que no podía liberarse sin ayuda. Buscador y Salvaje vendrían en su busca, no tenía la menor duda, pero no veía cómo podrían encontrarla. Eso significaba que su salvación dependía de sí misma.

Había podido hacer una minuciosa evaluación del jefe de la familia durante las negociaciones para su compra. Sus colores lo delataban como una persona vana y vengativa. Su esposa era distinta. Tenía un halo de color turquesa pálido que Estrella Matutina había visto antes y que le daba una leve esperanza: demostraba que era una tonta confiada. Manipulándola un poco conseguiría que creyera casi cualquier cosa. Por lo tanto, Estrella Matutina decidió que lo primero era hacerse amiga suya.

—Tú no me conoces —dijo con vocecita humilde—, y sin embargo sientes una corriente de simpatía hacia mí. Debes de tener mucho amor dentro.

—¡Criatura! —gritó Bendición—, ¡qué bien me entiendes!

—Tengo la sensación… de que sólo quieres lo mejor para mí.

—¡Oh! ¡Claro que sí!

—Supongo —concluyó Estrella Matutina, con expresión algo sorprendida— que la vida de una persona ha de terminar un día, y tú me ofreces un final que tiene un propósito.

Bendición la observó admirada. Toda su vida había soñado con un momento como aquel. ¿Podía estar sucediendo realmente?

Su esposo regresó con una bandeja de comida y bebida. Había decidido que ningún sirviente debía entrar en el sótano.

—¡Querido! —gritó su esposa, corriendo a su encuentro—. ¡Mi tan querido, bondadoso y generoso esposo! ¡Creo, creo sinceramente, que por fin, después de tantos años, tenemos un tributo voluntario!