Mamá Osa
El trabajo en los maizales se reanudó al amanecer. El capataz y sus tres fornidos ayudantes se pusieron a comer un sustancioso desayuno a la vista de los hambrientos trabajadores.
—Trabajad duro —dijo el capataz entre bocado y bocado—, ganad dinero y podréis comer cuando queráis.
A media mañana, otros dos trabajadores habían caído exánimes en los campos y los habían echado al camino con las manos vacías.
—Más injusticia —dijo Soren Similin—. A este paso, al terminar la semana no quedará nadie a quien pagar.
Resplandor siguió mirando a los hombres que se alejaban, mientras en sus ojos se advertía una furia cada vez más profunda y decidida.
—Mi nombre es Resplandor de la Justicia —se repetía en voz baja—. No puedo presenciar estas injusticias y quedarme sin hacer nada.
Se limitaba a reproducir las palabras que Similin había plantado en su mente.
—¡A cantar! —gritó el capataz.
Los trabajadores empezaron a cantar. El carruaje del amo de la plantación se aproximaba por la pista llevando esta vez sólo a la señora de la casa. Los trabajadores cantaban y sonreían, y cuando ella saludó con la mano, todos respondieron al saludo.
¡O-ho!, ¡o-ho! ¡A la cosecha voy!
El maíz madura bajo el cielo azul
y el más feliz de los hombres soy.
Resplandor fue el único que no cantó ni sonrió ni saludó.
—¡Resplandor! —susurró Similin—. Te están mirando.
Dio la impresión de que Resplandor no lo oía. Miraba fijamente a la dama vestida de blanco, que sonreía y saludaba desde el carruaje. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, abandonó el surco y se puso directamente en el camino del vehículo, obligándolo a detenerse.
—¡No! —gritó Similin—. ¡Vuelve aquí!
Pero Resplandor ni siquiera lo oyó. Había aprendido su lección demasiado bien y hervía por hacer justicia.
—Señora —dijo—, tus trabajadores no son felices.
La dama se lo quedó mirando y la sonrisa se le borró del rostro.
—Tus trabajadores reciben malos tratos y amenazas, y se mueren de hambre —añadió.
La señora se volvió como en busca de ayuda.
—¿Qué está diciendo?
El capataz acudió corriendo, llamando a sus ayudantes.
—Un rebelde, señora —gritó, y volviéndose hacia Resplandor ordenó—: ¡Fuera del camino!
—Ahora me van a golpear —prosiguió Resplandor—, y me despedirán sin pagarme, pero yo no puedo quedarme viendo estas injusticias sin hacer nada.
—¿Es eso posible? —preguntó la dama.
Miró a los demás trabajadores. Todos habían dejado de recolectar y no se perdían ninguno de sus movimientos. Algo en sus miradas temerosas le indicó que aquello era verdad. Los ayudantes vacilaron, sin saber muy bien qué hacer. Soren Similin también observaba a Resplandor, tan sorprendido como los demás.
—Nos ocuparemos de esto, señora —intervino el capataz, apoyando una mano sobre el brazo de Resplandor—. Lamento que te haya molestado.
Resplandor no se movió. Mantenía los ojos fijos en la dama. Ella volvió a mirarlo y vio que el capataz intentaba llevárselo mientras él seguía allí, quieto y firme. El hecho de que no se moviera la convenció.
—Ven conmigo —dijo, señalando el asiento vacío que había a su lado—. Cuéntamelo todo.
Resplandor ocupó el asiento que le indicaba.
—¡Volvemos a casa! —ordenó la señora al cochero.
—¡Señora! —protestó el capataz—. ¡Este hombre es un embustero y un rebelde!
Pero la señora ya le había dado orden al cochero de seguir adelante y el carruaje continuó su camino.
El capataz se volvió hacia los trabajadores que se habían quedado mirando y les habló con furia contenida.
—¿Alguien quiere seguirlo? ¡Sois libres de hacerlo! ¡Id ahora! ¡Por cada uno de vosotros puedo conseguir a otros cien! Siempre hay hombres dispuestos a trabajar honradamente a cambio de una paga justa. De modo que si no os gusta trabajar, ya podéis marcharos ahora. ¡No os quiero!
Nadie se fue. Similin regresó a los campos y volvió a recolectar mazorcas junto con los demás. Trabajaba distraído. Sus manos se movían automáticamente mientras su mente seguía ocupada con el giro imprevisto y molesto que habían tomado los acontecimientos. Había hecho su trabajo demasiado bien. Ahora tenía que encontrar una forma de volver junto a Resplandor y seguir adelante con su plan interrumpido.
La solución llegó al cabo de un rato. Un sirviente de la casa llegó para decirle al capataz que lo esperaban en la casa de la plantación. Similin dio un paso adelante sin vacilar.
—Señor —dijo—. Yo conozco al hombre que se ha marchado con la señora y sé por qué ha hablado así.
—¿De veras?
El capataz lo miró, entre furioso y desconfiado.
—Está lleno de ira, señor. Eso es lo que le hace decir esas mentiras.
—Esa es la palabra: mentiras. —El capataz se volvió hacia el sirviente—. ¿Lo oyes? ¡Todo son mentiras!
—¿Quieres que se lo diga a la señora de la casa? —se ofreció Similin.
—Puedo ocuparme de mis asuntos —gruñó el capataz, pero a continuación pareció cambiar de idea—, pero si quieres venir, puedes hacerlo.
Así pues, Similin siguió al capataz y al sirviente por el camino que conducía hacia el edificio principal. Mientras caminaban, iba repasando su plan. Resplandor haría algunas acusaciones confusas, entendidas a medias, y a él le pedirían que las desmintiera. En vez de eso, lo que haría sería confirmar la versión de Resplandor. Ambos serían despedidos, de eso estaba seguro, entonces los dos podrían salir de aquel lugar miserable y él le revelaría a Resplandor que había otra posibilidad de combatir una injusticia mucho mayor, cuya causa él podía destruir de una vez para siempre.
La casa estaba en medio de un bosquecillo que la ocultaba de la plantación. Cuando atravesaron la linde de los árboles y tuvieron el edificio a la vista, Soren Similin olvidó sus planes por un momento y quedó mudo de admiración. Era la mansión más hermosa que hubiera visto jamás. La construcción era larga y baja, de estructura de madera cubierta por tablones superpuestos y pintada de suave color blanco tiza. El tejado a dos aguas, no muy alto, estaba cubierto de tablillas de haya que, con el sol, se habían descolorido hasta adquirir una tonalidad grisácea. A lo largo de todo el frente había una ancha galería por la cual trepaba una enredadera dividida a intervalos regulares por postes que soportaban el techo y formaban una especie de miradores. Sobre cada uno de los miradores, a la sombra, se abrían puertas y ventanas con cortinas blancas de muselina agitadas por la brisa. Todo en la casa resultaba sencillo, generoso y refrescante. El secretario había visto el templo real en Radiancia, y sabía lo que era la magnificencia, pero esa era la casa donde le hubiera gustado vivir.
Siguió al capataz y al sirviente por la galería y entraron por una puerta que, evidentemente, era la entrada de servicio. Recorrieron un pasillo y entraron en una habitación tan ancha como la propia casa, con ventanas a ambos lados. Allí estaban sentados dos niños que repasaban las lecciones con su institutriz. Al igual que el exterior de la casa, todas las paredes interiores eran de madera pintada de blanco tiza. El suelo era de color gris pálido, el color de la madera de fresno de la que estaba hecho. Las cortinas que filtraban la luz del sol eran de fina gasa blanca. Los dos niños, un varón y una niña, también vestían de blanco. Sólo la institutriz iba de gris, pero su rostro era vital y joven. La mujer levantó la vista cuando pasaron los tres hombres y les lanzo una mirada inquisitiva, aunque no dijo nada.
Los hombres siguieron adelante, cruzando el salón principal. Más allá había otra habitación ancha y luminosa donde se desarrollaba una conversación.
—No temas, querida —resonó una voz masculina—, llegaremos hasta el fondo de la cuestión. No toleraré la injusticia en mis tierras.
Entraron en la habitación. El amo de la plantación estaba de pie junto a una ventana, con los brazos cruzados y reafirmando sus palabras con movimientos de su cabeza calva.
—Todos trabajamos juntos, y Mamá Osa nos da de comer a todos.
Era un hombre corpulento, de unos sesenta años, con una voz rica y un rostro con las manchas propias de la edad. Ante él estaba sentada su esposa, la señora de la casa, y junto a ella, de pie, estaba Resplandor.
—¡Ajá! ¡Aquí está mi capataz! ¡Adelante, Pelican, adelante!
Resplandor ni siquiera se volvió para mirar. Si estaba sorprendido de que Similin hubiera acudido también, no lo demostró. La señora de la casa alzó la vista. Su bello rostro estaba velado por la tristeza. Tenía la piel muy pálida, lo que le daba un aire de fragilidad, impresión acentuada por la finísima tela de su vestido blanco. En la habitación blanca, donde hasta la luz del día se volvía blanca por las cortinas, se perdía en el resplandor y parecía difuminarse.
El amo se dirigió a su capataz.
—¡Quiero que me escuches bien! —exigió con voz tonante—. No quiero problemas en la plantación. ¿Qué es todo esto de las amenazas y las palizas?
—Son mentiras —replicó el capataz—. Tus empleados son felices en su trabajo, y los que no lo son, señor, son libres de marcharse.
La dama se volvió hacia Resplandor.
—Habla —indicó.
—Los trabajadores no son felices —explicó Resplandor, como si repitiera algo aprendido de memoria—. Tienen hambre.
—¿Hambre? —rugió el amo—. ¿Es que no se les da de comer?
—Dos buenas comidas al día, señor —aseguró el capataz.
—Realmente, no veo dónde está el problema —observó el amo, dirigiéndose a su esposa—. Sólo tienes que recorrer los campos durante la cosecha para ver lo felices que son los hombres. Me alegra el corazón oírlos cantar mientras trabajan.
—Tus trabajadores no son felices —repitió Resplandor obstinadamente—. Trabajan demasiado por muy poco dinero. Sólo cantan porque si no lo hacen los despiden sin retribución alguna.
—A mis hombres se les paga el salario adecuado por su trabajo. Insisto en ello.
—¿Y eso cómo se determina? —preguntó la dama.
El amo se volvió hacia el capataz en espera de una respuesta.
—¡Pelican! Explícalo.
—Bueno, señora, eso se determina por las consecuencias naturales de los hechos. Si pagáramos muy poco no habría quien quisiera hacer el trabajo. Del mismo modo, si pagáramos demasiado, la plantación se arruinaría y nadie tendría trabajo. Así, por las consecuencias naturales de los hechos, estamos en el término medio.
—¡Exacto! —concluyó el amo—. El término medio.
—Esto no es más que una treta para ganarse la simpatía de la señora, con la esperanza de ganar más y trabajar menos —prosiguió el capataz—. Nos topamos con uno de estos de vez en cuando. Son perezosos, señor, y envidiosos, y hacen todo lo que pueden por sembrar la insatisfacción entre los hombres. La única solución es dejar que se marchen.
—Creo que tienes razón —asintió el amo, y se volvió hacia Resplandor—. Si no estás contento aquí, buen hombre, es mejor que vayas a trabajar a otra parte. Aquí en Mamá Osa formamos un equipo feliz. Si algo he aprendido en mi vida es que la felicidad trae la prosperidad.
—Y, señor —dijo el capataz, indicando a Similin que se adelantara—, si le queda alguna duda…
—No, no. Ya he oído suficiente. Ya podéis iros, todos.
El capataz hizo un gesto a Resplandor.
—Vámonos. Ya has dicho cuanto tenías que decir.
Condujo a Similin y a Resplandor hacia la salida. Mientras se marchaban, oyeron que el amo le decía a su esposa:
—Bueno, querida, espero que te hayas dado cuenta. Es mejor dejar los negocios en manos de los hombres que tienen la mente preparada para cuestiones tan complejas.
Al atravesar el vestíbulo se encontraron con la hermosa institutriz, que ahora estaba sola. Al verlos, se puso en pie de un salto y dio un paso hacia ellos, pero cuando apareció el sirviente de la casa refrenó su impulso.
Una vez en el camino hacia los maizales, el capataz se volvió hacia Resplandor con aire satisfecho.
—Has dicho lo que has querido. Has hecho todo lo posible por arruinarme y has fracasado.
Resplandor permaneció en silencio.
—Este tipo —añadió el capataz, señalando con la cabeza a Similin— estaba dispuesto a llamarte embustero en tu propia cara, pero yo estaba casi seguro de que podría manejar la situación. Entiendo a estas damas y caballeros bastante bien. Tú no te has dado cuenta de una cosa: es cierto que tienen muy buen corazón, el mejor del mundo, pero cuando se trata de entrar en detalles, prefieren no enterarse. ¿Y sabes una cosa? Ahí es donde está el dinero. En los detalles.
Estaba sumamente satisfecho de sí mismo. Soren Similin, en cambio, se encontró pisando terreno resbaladizo. Ahora Resplandor supondría que lo había seguido para traicionarlo.
—No es un embuste —replicó Similin—. Todo era verdad, hasta la última palabra.
—¿Ah, sí? —El capataz estaba muy sorprendido—. Entonces estás de su parte, ¿no es cierto? ¿Es una especie de complot?
—Quería apoyarlo —dijo Similin.
—Ya tendrás ocasión de apoyarlo —se mofó el capataz—. Podréis apoyaros el uno al otro porque tengo pensado enseñaros lo que les pasa a los rebeldes.
Habían vuelto al grupo de trabajo en los campos de maíz y Pelican ordenó a sus ayudantes que se acercaran.
—Sujetad a estos dos —dijo—, y llamad a todos los hombres para que oigan lo que tengo que decir.
Los corpulentos ayudantes sujetaron a Resplandor y Similin. Resplandor no opuso resistencia. El secretario se encontró con los brazos sujetos a la espalda y se dio cuenta de que, aunque hubiera querido, no habría podido zafarse. Los trabajadores acudieron presurosos abandonando los campos para saber lo que había pasado, dando gracias de poder hacer un alto en el arduo trabajo.
—¿Veis a este hombre? —gritó Pelican, señalando a Resplandor—. Le ha ido al amo con el cuento de que no era feliz en su trabajo. Ha dicho que yo lo amenazaba. ¿Y sabéis lo que ha contestado el amo? Pues ha dicho que si no es feliz que deje que se vaya. Y es lo que voy a hacer. Y a este otro también —señaló a Similin—, porque tampoco es feliz. Por eso también voy a dejar que se vaya. ¿Hay algún otro que no sea feliz?
Nadie dijo una palabra.
—¿Debo entender que sois felices?
Hubo una tímida respuesta afirmativa.
—No os oigo.
—Sí —dijeron los hombres—. Sí. Sí.
—Muy bien.
Apretó el puño e hizo una señal con la cabeza al hombre que sujetaba a Resplandor, al tiempo que llamaba al grupo de trabajadores.
—Cuando un hombre me llama tramposo, yo digo…
Lanzó un poderoso puñetazo directo al estómago de Resplandor, que dio una boqueada y se dobló sobre sí mismo. Los ayudantes lo obligaron a erguirse otra vez. Similin sabía que después le tocaría a él. Cerró los ojos y se preparó para soportar el dolor, pero Pelican todavía no había acabado con Resplandor. Volvió a disparar el puño, esta vez contra la cara de Resplandor; el golpe hizo que sangrara profusamente por la nariz.
Resplandor emitió un quejido, después un aullido y por fin un rugido. De repente, como un gigante que se despereza, flexionó los brazos y se liberó. Enseguida, rugiendo todavía más, se volvió contra los dos hombres y, usando su antebrazo derecho como un garrote, los derribó al suelo. Los ayudantes eran más corpulentos que Resplandor, pero a él lo movía una rabia incontrolada, una especie de locura, y sucumbieron a sus golpes. El capataz aún no había acabado de asimilar lo que estaba pasando cuando Resplandor lo agarró por los hombros y lo arrojó al suelo con tal fuerza que salió rodando. Resplandor fue tras él, rugiendo.
—¡Hombre malvado! ¡Mal hombre! ¡Malvado!
Mientras el capataz se agazapaba en el suelo, Resplandor lo molía a golpes, machacándolo con los puños de un lado y de otro. Los hombres que sujetaban a Similin lo soltaron para acudir en ayuda de su jefe, pero entonces los trabajadores, perplejos y enardecidos, también empezaron a gritar:
—¡Mátalo! ¡Pisotéalo! ¡Aplástalo!
Los ayudantes retrocedieron.
—¡Mátalos a todos! —gritaron los trabajadores.
Los ayudantes dieron media vuelta y salieron huyendo.
El rugido de Resplandor era más sordo ahora. El aterrorizado capataz no intentaba resistirse. Los golpes empezaron a ser más espaciados hasta que por fin cesaron. Temblando por la violencia de la tempestad que se había apoderado de él, desconcertado, como quien sale de un trance, Resplandor se apartó y se quedó allí de pie. Todavía sangraba por la nariz.
Los trabajadores formaron un corro en torno al capataz.
—¡Sacadle el dinero! ¡Haced que pague! ¡Haced que el perro tramposo pague lo que debe!
Empezaron a desgarrarle la ropa hasta dejarlo medio desnudo y finalmente encontraron la bolsa del dinero. Al poco tiempo las monedas empezaron a volar en todas direcciones, y los trabajadores se lanzaron al suelo para recogerlas. Al encontrarse solo, el capataz se puso en pie con dificultad y se alejó por el camino, renqueando.
Soren Similin se acercó a Resplandor y le enjugó la sangre del rostro. Ahora veía con claridad cuál era su camino. Veía cómo sacar ventaja de la explosión de ira de Resplandor.
—Eres un héroe —le dijo.
—¿Un héroe?
—Has luchado contra la injusticia.
—¿De veras?
—El capataz nos engañaba, nos pegaba. Es un mal hombre.
Entonces Resplandor lo recordó.
—¡Es cierto! ¡Es un mal hombre! ¿Debería matarlo?
—Se ha ido.
Se oyó un estruendo. Los trabajadores de la plantación habían irrumpido en el cobertizo que el capataz usaba como almacén y allí encontraron sus reservas de licor.
—¡Nosotros hacemos todo el trabajo —gritaban— y todas las ganancias son para el amo!
—¡El amo! —coreaban los demás, sin saber muy bien por qué.
—¡Vamos a darle su merecido!
Empezaron a circular las botellas de coñac.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Su merecido!
Así, gritando, bebiendo y cantando, los trabajadores se dirigieron hacia la casa de la plantación. Mientras iban andando, cantaban la canción de los Trabajadores Felices.
—Ahora son felices —dijo Resplandor.
—Gracias a ti. Tú eres un auténtico Guerrero Místico.
—¿Un guerrero místico?
Resplandor frunció el ceño, como si hubiera oído antes esas palabras pero no pudiera recordar dónde.
—Tú eras un nomano.
—¿Un nomano?
—Pero te expulsaron. Dijeron que no eras bueno.
El gesto de Resplandor se acentuó.
—¿Soy malo?
—Eso fue lo que dijeron los nomanos.
—Pero yo no soy malo. Soy Resplandor de la Justicia.
—Es cierto. Entonces los nomanos se equivocan.
—Los nomanos se equivocan.
Lo afirmó con vehemencia. Lo ponía furioso que dijeran de él que era un mal hombre. Similin tomó nota.
—Los nomanos dicen que eres un mal hombre, pero no lo eres.
—Los nomanos son malos.
—Los nomanos son fuertes —dijo Similin—, igual que el capataz.
—Yo lo he vencido y era un mal hombre.
—Es cierto. Tú has vencido a ese mal capataz. Ahora son los nomanos los que son malos.
—Los venceré a ellos también.
—Son muy fuertes.
—No me importa, también los venceré.
—¿Te gustaría vencerlos a todos?
—Sí. Los venceré a todos. Soy Resplandor de la Justicia.
—¿Y si te hacen daño?
—No me importa.
—¿Y si te matan?
—No me importa.
—Estás dispuesto a dar tu vida por una causa justa.
—¿Dar mi vida? —A Resplandor se le iluminó la cara. Ya había oído eso antes, de modo que tenía que ser verdad—. Sí, daría mi vida.
—Eres un verdadero Guerrero Místico.
—Un verdadero Guerrero Místico… —Aunque: eso era algo que no acababa de entender, le gustaba—. Sí, lo soy. Daré mi vida porque soy un Guerrero Místico.
Soren Similin no lo exteriorizó, pero para sus adentros se regocijaba. Había llevado a ese pobre muchacho engañado exactamente a donde quería. En gran medida gracias al lavado.
Entonces se oyó detrás de ellos el chirrido de unas ruedas de hierro y el rápido golpeteo de unos cascos. Era el carruaje de la plantación, conducido por el propio amo a toda velocidad. Lo acompañaban, pálidos y silenciosos, los dos niños y la institutriz. El amo iba gritando:
—¡Ladrones! ¡Saqueadores! ¡Me las pagarán! ¡Los voy a colgar a todos!
Resplandor se quedó mirando el carruaje que desaparecía en medio de una nube de polvo.
—No es asunto nuestro —dijo Similin, pero la mirada de Resplandor reflejaba preocupación.
—¿Dónde está la señora?
—¿Qué señora?
—La señora que ha sido buena conmigo. Debe de estar todavía en la casa.
—No le van a hacer daño.
—Pero él ha dicho que había saqueadores.
Resplandor se puso de pie y vaciló un momento, con expresión ceñuda. Luego, sin mediar palabra, se dio la vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la casa de la plantación.
Frustrado, el secretario maldijo para sus adentros. Había estado tan cerca… Todo lo que necesitaba era llevar a Resplandor a Radiancia. De modo que, con un suspiro, también él se puso en marcha para recuperar a su portador perfecto.
Cuando tuvo la casa a la vista, se encontró a los antiguos trabajadores de la plantación que salían muy animados, llevándose todo tipo de objetos.
—¡Llegas tarde! —le gritaron—. ¡Ya no queda nada que valga la pena!
Similin subió despacio los escalones. Todas las puertas estaban abiertas. Muchas de las ventanas aparecían rotas y había cristales esparcidos por el suelo de madera gris. Las sillas y las mesas estaban volcadas. Las delicadas cortinas blancas, desgarradas, colgaban en jirones de sus soportes. Los montones de fino lienzo yacían donde habían caído, como cúmulos de nieve llevada por el viento. Los trabajadores las habían destrozado porque eran parte tangible de la elegancia con que habían vivido los amos; las habían roto como lo hubieran hecho con el vestido de una dama para dejarla tan andrajosa como ellos mismos.
Soren Similin fue recorriendo la casa, una habitación tras otra, hasta que por fin encontró a Resplandor en la que había sido la sala de estudio de los niños. Allí, entre el deprimente caos sembrado por el saqueo, estaba la señora de la casa, sentada en una silla escolar de madera, y Resplandor estaba inclinado sobre ella hablándole en voz baja. Las lágrimas bañaban las mejillas de la señora, que meneaba la cabeza.
Resplandor levantó la vista cuando Similin entró.
—Te han dejado aquí —dijo.
—No —respondió ella—. Ha sido decisión mía. Estarán mejor sin mí.
—Tú eres buena —dijo Resplandor—. Cuidaremos de ti.
A Soren Similin se le cayó el alma a los pies al oírlo, pero pensó que era mejor apoyar a Resplandor en su acto compasivo.
—¿Sabes adónde ha ido tu esposo?
—Tiene una casa en la ciudad.
—¿En la ciudad? ¿En Radiancia?
—Sí.
Eso sí que era un golpe de suerte. Con bastante más entusiasmo, Similin le dijo a Resplandor:
—Será mejor que escoltemos a la dama hasta Radiancia.
—Sí —convino Resplandor—. Ella es buena.
Similin se volvió hacia la dama.
—Me temo que no tenemos carruaje, pero si te sientes capaz de hacer el viaje a pie, nos complacería acompañarte.
—¿A pie? Por supuesto. ¿Por qué no? Puedo caminar.
Se puso en pie, como para demostrarlo; pero se quedo allí, inmóvil, mirando a su alrededor los destrozos de la sala de estudio. Habían partido la mesa en dos. Los libros de texto aparecían esparcidos por el suelo. Una vaca de balancín de los niños había sido arrancada de sus muelles con el solo objeto de dejarla inservible.
—Lo siento mucho —dijo Resplandor.
Se volvió a mirarlo, sorprendida.
—¿Por qué habrías de sentirlo? Tú no has hecho nada de esto.
—Los trabajadores no eran felices. Le he dado una paliza a ese mal hombre, pero ahora…
Abarcó con un gesto el panorama de destrucción.
—¿Crees que los culpo? —La dama pareció animarse de repente—. ¿Crees que no lo sé? Todo esto… —Con una mano señaló hacia el pasillo, hacia las otras habitaciones—. ¡Todo esto para una familia! ¡Para mí! Está claro que no lo merecía, que debían quitármelo todo, que merecía un castigo. Y eso es lo que ha pasado: ahora no tengo nada ni a nadie. Soy una criatura innecesaria. Cuanto antes acabe mi vida, tanto mejor.
Había dejado de llorar. Sus hermosos ojos brillaban cuando hablaba, y en su voz suave había un ansia, como si esperara la confirmación de sus palabras. Resplandor estaba hipnotizado.
—No —dijo—. Cada uno de nosotros tiene un trabajo que hacer, un trabajo que sólo él puede hacer.
—¿Quién te ha dicho eso? —La señora le lanzó la pregunta con aire acusador, como si le hubiera robado la idea—. Así es como hablan los nomanos.
Resplandor parpadeó y pareció confundido.
—Él era nomano —explicó Soren Similin.
—¿Fuiste un nomano… y ya no lo eres? —Ella rompió a reír, con una risa que tenía más de dolor que de felicidad—. ¿Y te sometieron al lavado? —Se quedó contemplando su mirada, perpleja—. Lo hicieron, ¿verdad?
—No lo sé —dijo Resplandor, espaciando las palabras—. Sólo sé que me expulsaron.
—Ah, pobre chico. Y dices que yo soy buena.
—Lo eres.
—Yo también soy una exiliada, igual que tú.
Empezó a caminar por el pasillo, repentinamente activa. Resplandor y Similin la siguieron.
Caminando delante de ellos, fue bajando los escalones hasta el sendero que se abría entre los árboles. Todavía llevaba el largo y elegante vestido blanco de dama ociosa, y las zapatillas de tafilete, inapropiadas para la tierra reseca y los guijarros del camino, pero nada de esto la disuadió. Caminaba como en un sueño por la pista abierta entre el maíz que ya nadie recogería.
Soren Similin caminaba también con expresión irritada.
Había estado muy cerca de su meta y ahora aquella mujer tonta e irrelevante se interponía entre Resplandor y su destino. Sin embargo, también tenía aspectos aprovechables. Le había dado un pretexto oportuno para hacer lo que quería, es decir, ir a Radiancia.
—Tenemos que cuidar de ella —dijo Resplandor.
—Es una dama delicada —observó el secretario—. No está acostumbrada a andar. ¿Cuánto tiempo piensas que podrá aguantarlo? Una hora a lo sumo. Después se vendrá abajo.
—Es hermosa —dijo Resplandor—. Es buena. Tenemos que cuidar de ella.
«Lo que me faltaba —pensó Similin—, ahora el muy tonto va y se enamora».