23


Traficantes de Tributos

Allí donde el camino vecinal se cruzaba con el camino real del norte que iba hacia Radiancia, Salvaje dijo que hicieran un alto.

—Es mejor que esperemos la próxima caravana —dijo—. Habrá traficantes de tributos vigilando el camino.

—¿Qué son los traficantes de tributos? —preguntó Buscador.

—Ladrones de personas.

Estrella Matutina se estremeció al recordar a Barbán.

—¿Usan redes? —preguntó.

—Así es —dijo Salvaje con un gesto de desprecio—. Redes y mantas. Te enredan y te asfixian. No es trabajo de hombres.

—¡Redes y mantas! —se sobresaltó Estrella.

—Quieren atraparte vivo. Un tributo muerto no sirve para nada. No te pueden sacrificar si ya estás muerto.

—¡Sacrificar!

—Es lo que hacen en Radiancia. Arrojan a la gente desde una roca alta. Todos los días, para hacer que vuelva a salir el sol.

—Pero eso es una estupidez —dijo Buscador.

Salvaje se encogió de hombros.

—Los dioses hacen a la gente estúpida.

Buscador frunció el ceño.

—No todos los dioses son iguales.

—Sea como fuere —dijo Estrella Matutina, que no quería entrar en una discusión sobre dioses—, que no nos cojan los traficantes de tributos.

—Por eso esperaremos a que pase una caravana.

No tuvieron que aguardar mucho antes de que apareciera camino arriba el siguiente grupo nutrido de viajeros. El grupo se había reunido algunos kilómetros más al sur y estaba formado por un número aproximado de treinta viajeros y cinco carretas tiradas por bueyes. Los bueyes marchaban a paso de hombre, y en las cuestas todavía iban más lentos. Los tres compañeros se unieron a ellos y acompasaron su paso al de la caravana. Caminaban con el fresco de la mañana, descansaban a mediodía y seguían caminando hasta que se hacía de noche.

Dos veces por día paraban para comer algo. Se habían ido formando pequeños mercados al lado del camino, precisamente en los puntos en los que un viajero podía empezar a sentir la necesidad de tomarse un descanso. En esos sitios, a la sombra de unos toldos, había puestos que vendían tortas fritas y jarras de té dulce, el almuerzo del pobre, por dos o tres céntimos.

Se planteó entonces una dificultad. Buscador y Estrella Matutina estaban dispuestos a pagar, pero no tenían dinero. Salvaje tenía dinero, pero no estaba dispuesto a pagar.

—Yo no pago nunca —declaró con orgullo—. Lo que quiero, lo cojo.

Apuntando con su aguzada pica al hombre que estaba detrás del puesto de las tortas fritas le ordenó:

—¡Empieza a freír, chaval!

—¡Aparta eso! —exclamó Estrella Matutina—. ¿Se puede saber qué estás haciendo?

—Tengo hambre. Quiero comida.

—Pues paga por ella.

—¿Por qué?

—Porque robar está mal.

Salvaje se encogió de hombros y apartó la pica.

—¿También tengo que pagar por vuestra comida?

—Si quieres hacerlo.

Salvaje descubrió que no quería comerse solo sus tortas fritas, de modo que también les pagó a ellos el almuerzo. Comieron en silencio, ya que tenían demasiada hambre para pensar en otra cosa, pero cuando la caravana volvió a ponerse en marcha, Salvaje volvió a expresar su desacuerdo con renovada energía.

—No veo qué tiene de malo que coja lo que quiero.

—Pertenece a otra persona —dijo Buscador.

—Pues que trate de detenerme.

—¿Y si es más débil que tú y no puede detenerte?

—Peor para él.

—Si fueras un nomano —le explicó el chico—, querrías que los débiles tuvieran tanto como los fuertes.

Esa idea hizo reír a Salvaje.

—¿Cómo van a tener los débiles tanto como los fuertes? Los fuertes se apoderarían de todo lo que tuvieran los débiles y entonces volveríamos a estar como ahora.

—A menos que los fuertes decidieran no hacerlo.

—Nadie elige ser débil —replicó Salvaje, que se sentía como un hombre hecho y derecho que explicara a un niño cómo es el mundo—. O eres fuerte, o mueres.

—Entonces, ¿por qué los nomanos andan por ahí ayudando a los débiles? —preguntó Buscador.

—Y yo qué sé. A lo mejor es que los hace sentirse grandes.

—No —puntualizó Buscador—. Lo hacen porque creen que todos estamos unidos los unos a los otros. La desgracia de los demás los hace desgraciados. La felicidad de los demás los hace felices.

—¿Qué dices? ¿Todos?

—Sí —respondió Buscador—. Todas las personas del mundo.

Salvaje meneó la cabeza, pero no dijo nada más.

* * *

Al oscurecer, agotados por las largas horas de marcha, los viajeros hicieron un alto para pasar la noche. Prepararon y encendieron una hoguera para tener luz, y los distintos grupos escogieron lugares para dormir y aplastaron la hierba alta y seca para improvisar un lecho. Antes de dormir, Buscador y Estrella Matutina permanecieron un rato sentados, sin moverse y con los ojos cerrados. Sus labios se movían en una plegaria silenciosa. Salvaje asistió a ello sorprendido.

—¿Estáis rezando?

No le contestaron hasta que hubieron terminado. Después fue Buscador quien respondió.

—Sí. Estaba rezando.

—Pero no se ve a nadie.

—¿Qué quieres decir?

—Aquí no es necesario que disimuléis. No hay ningún encapuchado mirando.

—No disimulamos.

—¿Ah, no? —Los miró, primero a uno y después a la otra—. ¿Le rezáis a vuestro dios incluso cuando nadie os ve?

—Sí —dijo Buscador.

—Sí —confirmó Estrella Matutina.

—¡Pero los dioses son para los tontos!

—El dios real no. El Todo y Único, no.

—¡Vaya! —Salvaje agitó las manos como si quisiera borrar tamaña tontería—. Sabía que queríais ser encapuchados, pero no que creíais. ¡No que creíais realmente!

—Si quieres ser un nomano, tú también tendrás que creer.

—¿No puede haber encapuchado sin dios?

—No lo creo.

—Entonces tendré que fingir.

—Eso es un absurdo —dijo Estrella Matutina—. ¿Por qué vas a unirte a los nomanos si no crees en lo que ellos creen?

—Quiero el poder —explicó Salvaje con obstinación—. Y quiero la paz.

Un poco más tarde, cuando los tres se hubieron acomodado sobre la hierba pisoteada y miraban al cielo sembrado de estrellas, Salvaje exigió sin contemplaciones:

—Habladme de ese supuesto dios vuestro.

—¿Qué quieres saber? —preguntó Estrella Matutina.

—No lo sé. Cualquier cosa. Por qué creéis en él.

—Yo creo porque mi madre y mi padre creían y me enseñaron a creer —explicó Estrella Matutina con sencillez.

—Y yo igual —añadió Buscador—. Mi vida no tendría sentido sin el Todo y Único.

—¿Por qué no? —preguntó Salvaje—. Mi vida tiene sentido.

—Pues yo no opino lo mismo. A mí me parece que tu vida se reduce a tomar todo lo que puedes para ti y a tener que pelear para conservarlo —dijo el chico.

—¿Qué es tu vida, entonces?

—Tengo la sensación de que mi vida aún no ha empezado —respondió Buscador—, pero te puedo decir lo que quiero que sea. Quiero ser uno de los Guerreros Místicos. A veces tengo la sensación de que en el mundo hay mucho mal y que el mal nace de la oscuridad. Tengo la sensación de que si puedo hacer que haya luz, en lugar de oscuridad, podré poner fin al mal que hay en el mundo, o al menos hacer que haya menos. Y también quiero esa luz. Quiero acercarme a ella tanto que me deslumbre y me inunde, quiero acercarme tanto como para dejar de ser yo.

Entonces tomaré al Niño Perdido en mis brazos y el Padre Sabio me tomará en los suyos y me tendrá a salvo para siempre. Entonces viviré en el Jardín.

Guardó silencio. Salvaje no había entendido nada, pero se quedó maravillado por la intensidad de los sentimientos de Buscador. Eso no tenía nada que ver con el culto a los dioses que había visto hasta entonces.

—¡Vaya! —dijo—. ¡Deslumbrarme e inundarme! ¡Eso ya es algo!

Estrella Matutina también estaba conmovida por lo que había oído. Allí, echada de espaldas, mirando las estrellas, supo que sentía lo mismo. Sin embargo, tenía miedo, no había olvidado lo que había sucedido cuando se acercó a aquella deslumbrante celosía de plata. Tenía miedo de aquella explosión de colores, tenía miedo a la locura.

—Hay misterios en el Nom —dijo—. ¿Quién sabe lo que sucede cuando penetras en los misterios?

—Cuando penetras en ellos —dijo Buscador—. Y cuando los atraviesas y sales al otro lado, donde está la luz clara.

La chica volvió la cabeza para verlo, allí tendido en la hierba junto a ella. A su alrededor, tan tenue como antes pero mucho más visible en la oscuridad, estaba el destello dorado, esas partículas de polvo reluciente que parecían bailar. Mientras lo observaba sintió que la inundaba una oleada de ternura e instinto protector, como si él fuera infinitamente valioso e infinitamente vulnerable.

«Debo cuidar de ti, Buscador. Eres el mejor de nosotros».

Qué pensamiento tan extraño. Tan pronto como se le ocurrió, sonrió para sus adentros y pensó: ¡Ridículo! ¿Quién soy yo para protegerlo a él? Y sin embargo… sin embargo… se sentía mayor que Buscador, mucho más vieja. Tal vez se debiera a todos aquellos largos días de soledad pasados en las montañas.

—Eso ha sido bonito, Buscador-dijo en voz queda.

—No lo pillo —dijo Salvaje.

—Nadie lo pilla —explicó Estrella Matutina—. Te pilla a ti.

Allí estaban los tres, tendidos en la noche tibia, sin poder dormir aunque cada uno por diferente razón. Estrella Matutina pensaba en su padre, que estaría tan solo sin ella, y en el pequeño Lamb, al que todavía había que encontrarle un hogar.

Buscador pensaba en la tierra bañada por el sol donde todo sería claro algún día. Tuvo la sensación de que esa tierra no estaba muy lejos, que era el mismo mundo que los rodeaba sólo que ahora era como si estuviera velado. Era como estar ante una ventana abierta cubierta por un visillo blanco que revoloteara movido por la brisa. El visillo brillaba con el reflejo del sol, y era hermoso a su manera, pero toda su belleza se debía al viento y al sol que lucía más allá. Le entraron ganas de desgarrar la tela traslúcida y ver para siempre.

En cuanto a Salvaje, sentía que el suelo se movía bajo sus pies y que las simples certidumbres con las que había vivido hasta entonces ya no le bastaban, y eso lo llenaba de entusiasmo.

—¡Deslumbrarme e inundarme! —musitó para sí—. ¡Esos encapuchados! ¡Ellos sí que son salvajes!

Al fin el cansancio del día los venció, y aunque pensaban que sus mentes febriles nunca se apaciguarían, uno por uno fueron cayendo en el sueño.

* * *

Al día siguiente tomaron rumbo al norte, siguiendo el largo camino que culebreaba entre campos de maíz muy crecido. Estaban en zona de plantaciones y, ocasionalmente, se encontraban con cuadrillas de trabajadores que recogían las espigas maduras, sudando bajo el sol ardiente. A primera hora de la tarde del segundo día cruzaron un sendero que se internaba en los campos de maíz hacia el oeste. No tenían razón alguna para fijarse en él y no tardaron en dejarlo atrás. De haberse desviado y seguido esa pista, hubiesen llegado a dos altos postes que marcaban la entrada a la plantación de una rica familia, rematados con dos piedras talladas en forma de oso.

Mientras iban andando, hablaron un poco del único tema que tenían en común: los nomanos. Estrella Matutina había estado dándole vueltas a lo del hermano de Buscador, Resplandor, que había sido expulsado. Recordaba cuando lo había visto atravesar la plaza completamente solo abandonando la Congregación. Una idea la iba rondando.

—Cuando Resplandor fue lavado, ¿lo despojaron de sus poderes? —le preguntó a Buscador.

—Y también de todo lo demás —respondió él.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo de su pasado, de sus sentimientos, de su identidad.

—De modo que no le haría daño —conjeturó Estrella Matutina—. Quiero decir que si lo despojaron de sus sentimientos, ya no habría dolor.

—Hay cosas peores que el dolor —dijo Buscador.

Estrella Matutina guardó silencio, pero había algo que no encajaba. Si podía seguirle la pista…

Culminaron la suave pendiente que habían estado subiendo y el camino empezó a descender, con igual suavidad, entre más campos de maíz, hacia el ancho río que se veía a algo más de un kilómetro por delante de ellos. Absortos en la conversación, los tres se habían distanciado del grueso de la caravana que se mantenía próxima a las carretas que subían la cuesta con dificultad. Ahora, al empezar a bajar la pendiente, perdieron de vista al resto de los viajeros.

Estrella Matutina les llamó la atención sobre ello.

—Tal vez deberíamos esperar a los demás.

—¿Y si esperamos junto al río? —dijo Salvaje—. Allí podremos darnos un baño.

La perspectiva de un chapuzón en el agua fresca era completamente irresistible. Siguieron andando, incluso apuraron el paso. Así que cuando llegaron a la orilla del río la caravana estaba a un kilómetro o más de distancia.

Había allí un transbordador para vadear la corriente, pero estaba amarrado a la otra orilla y el barquero no se veía por ninguna parte.

—¡Menudo gandul! —dijo Salvaje—. Estará durmiendo a la sombra de los sauces.

En la otra orilla crecía un bosquecillo de sauces cuyas ramas desmayadas acariciaban el agua. El río se veía de color marrón y reluciente al sol de la tarde, una ancha extensión de agua en apariencia completamente quieta.

—Deberíamos tener cuidado —dijo Estrella Matutina, recordando el vado del río al que había llegado con Barbán.

—Voy a despertarlo —dijo Salvaje.

Tiró al suelo su bolsa, su cuchillo y su pica y, tomando carrerilla hasta la orilla, se zambulló describiendo un arco perfecto.

Cuando volvió a salir a la superficie estaba en mitad de la corriente, y unas cuantas brazadas le bastaron para llegar al otro lado, donde subió con facilidad al transbordador chorreando agua.

Llamó a gritos al barquero, pero no hubo respuesta. Soltó las cuerdas de amarre y, sujetando con fuerza la caña del timón, señaló a los demás un lugar corriente abajo al que se dirigiría. A continuación se internó en aguas profundas.

—Esperemos que sepa lo que está haciendo —dijo Buscador.

El transbordador parecía demasiado grande como para que lo manejara una sola persona, pero Salvaje había visto muchas veces al barquero llevarlo por el río. Hizo girar el timón con pericia y empezó a cruzar la ancha corriente. El bandido de rubia cabellera, fresco por el reciente chapuzón, se erguía alto, reluciente y hermoso bajo el sol. Vio que sus compañeros estaban impresionados, y eso le gustó.

—¡Eh, valientes! —les gritó—. ¿Me a-a-máis?

Mientras hablaba, de debajo de los sauces salió como un rayo una estrecha y larga canoa ocupada por dos hombres. Estrella Matutina los reconoció. La canoa avanzaba veloz, movida por remos accionados con la fuerza de la práctica. Alcanzó al transbordador grande y pesado cuando acababa de superar el centro del río, y los dos hombres saltaron a bordo, dejando que la canoa flotara libremente al costado. Cada uno llevaba una red en una mano y un garrote en la otra.

—¡Traficantes de tributos! —gritó Estrella Matutina.

Buscador recogió el cuchillo que había dejado tirado Salvaje y Estrella Matutina hizo otro tanto con la pica.

Salvaje estaba solo en el transbordador, y desarmado. Podía echarse al agua, pero la canoa avanzaría más rápido que él nadando, y no le apetecía que lo pescaran en el agua, de modo que soltó el timón y se dispuso a luchar.

Los traficantes de tributos no tenían prisa. Lo querían vivo e intacto. Avanzaron con precaución hacia Salvaje, arrinconándolo en una esquina. El transbordador iba a la deriva arrastrado por la corriente, y la canoa vacía bajaba a su lado. Buscador y Estrella Matutina, corriendo por la orilla, le gritaban que saltara, que nadara, pero Salvaje cerró los poderosos puños y retó a sus atacantes.

—¡Hala, gallinas! ¡Venid por mí! ¡Dejad que os corte el gaznate!

Desplazaba su peso de un pie al otro, acumulando rabia para la pelea, pero los traficantes de tributos no tenían intención de pelear con él. Se limitaron a desplegar las redes.

Buscador recorría la orilla, blandiendo el cuchillo de Salvaje, midiendo la distancia entre el transbordador y la orilla. Notaba el corazón desbocado y sabía que estaba aterrorizado, pero también que tenía que hacer algo para ayudar a su amigo.

—¡Voy a saltar! —gritó para no poder echarse atrás—. ¡Voy a saltar!

Estrella Matutina corría a su lado, sosteniendo la pica de Salvaje y calculando también el momento en que el transbordador se pondría a tiro. Sus pensamientos se volvieron tan aguzados y afilados como la pica. Tenía claro que iba a atacar, pero no sabía cómo. El traficante de tributos más próximo a Salvaje hizo su jugada, batiendo el aire con su pesada red y desplegándola sobre su presa. Salvaje echó mano de ella con la derecha, y al tirar hizo caer de rodillas al traficante, pero al mismo tiempo el segundo hombre arrojó la suya, que cayó sobre él con un tintineo metálico cuando sus diminutos pesos chocaron sobre la cubierta. La red se cerró con gran rapidez alrededor del joven que, por primera vez en su vida, se encontró inmovilizado.

—¡Ay! —gritó.

Buscador saltó. Al aterrizar sobre el transbordador se cayó, se incorporó y se colocó al lado de Salvaje blandiendo el cuchillo. El traficante que había apresado a Salvaje lo atacó con su garrote, pero en ese preciso instante Estrella Matutina saltó sobre la plataforma, con un movimiento más airoso que el de Buscador, y lo atacó con la pica. Tomado por sorpresa, el hombre dio un salto y cayo al agua.

Buscador empezó a cortar la red que tenía preso a Salvaje. Estrella Matutina se volvió hacia el otro traficante, que se disponía a atacar con la red recogida una vez más en la mano.

—Eres sólo una chica dijo despectivamente el traficante de tributos, haciendo amago de atacar con su garrote.

Ella se lanzó hacia delante con la pica, que golpeó el garrote en movimiento y se quedó clavada en la madera. El traficante tiró y le arrebató la pica de las manos, entonces arrojó la red y Estrella Matutina quedó atrapada.

—¡Socorro! ¡Me ha pillado!

Buscador oyó su grito cuando acababa de hacer un corte suficiente en la red para liberar los brazos de Salvaje, pero ya el traficante de tributos que había caído al agua había vuelto a la canoa y su compañero estaba arrastrando a Estrella Matutina fuera de la balsa. En cuanto la tuvieron en la canoa, la cubrieron con una pesada manta y se lanzaron a los remos. Antes de que Buscador lograra llegar a la canoa, esta desaparecía corriente arriba en una vuelta del río. Ya no se podía hacer nada por Estrella Matutina.

Buscador y Salvaje se quedaron paralizados mirando hacia el punto por donde había desaparecido, jadeantes todavía por el esfuerzo de la lucha. Hubo unos momentos de silencio. Perplejos por lo que había pasado ni se miraban ni hablaban. El transbordador chocó por fin contra la orilla y se detuvo con una sacudida.

—¿Por qué ha hecho eso? —estalló por fin Salvaje—. ¡Ahora está en manos de los traficantes! ¡Debería haberse mantenido apartada de ellos! —Parecía más enfadado con Estrella Matutina que con sus captores—. ¡Ahora la arrojarán desde la roca! ¿Por qué tenía que hacer eso?

Buscador habló con más calma.

—La encontraremos.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¡Ya me dirás cómo! ¡Debería haber cuidado más de sí misma! ¡Si lo hubiera hecho, ahora no estaría empaquetada como un pollo!

—Lo ha hecho por ti, Salvaje.

—¡Yo no se lo había pedido! ¿Se lo había pedido, acaso? ¿Eh? ¿Eh?

—No.

—Entonces, ¿por qué tenía que hacerlo?

En ese momento llegó el resto de la caravana y ellos les contaron lo del ataque. Muchos menearon la cabeza al enterarse.

—Puede darse por muerta —dijeron—. Ni un solo tributo ha salido vivo de Radiancia.

En un silencio que tenía mucho de luctuoso, la gente y las carretas de la caravana montaron en el transbordador que los llevó al otro lado del río. Desde allí siguieron su camino hacia la ciudad. La canoa hacía tiempo que había desaparecido. Buscador estaba sumido en amargos pensamientos. Una y otra vez repasaba en su mente la lucha sobre la balsa, pensando qué podría haber hecho para salvar a Estrella Matutina, pero todo había sucedido con demasiada rapidez. Salvaje tenía razón. La muchacha no debería de haber asumido ese riesgo, pero lo había hecho por el mismo motivo que él, en un instintivo impulso de ayudar a un amigo en apuros.

Claro que Salvaje era un amigo dudoso. No compartía ninguna de sus creencias, no eran parientes, ni siquiera pensaban lo mismo sobre nada. Lo único que los vinculaba era la admiración de todos ellos por los nomanos y la esperanza de ser uno de ellos algún día. Un objetivo común no era una base muy sólida para una amistad. ¿Por qué habían arriesgado su vida por él, entonces?

Le echó una mirada: caminaba a grandes zancadas, con el pelo dorado flotando al viento. Salvaje fue consciente de que lo miraba.

—La encontraré —dijo.

—Sí —reafirmó Buscador.

—La liberaré.

—Sí —repitió el muchacho.

El sueño de incorporarse a los nomanos tendría que esperar. Había que salvar a Estrella Matutina.

Salvaje no dijo nada más, pero se debatía entre ideas contradictorias. Por un lado quería decirle a Buscador que él no le había pedido ningún favor a la chica, que ahora tenía que atenerse a las consecuencias y que a él no le importaba si vivía o moría. Pero el hecho era que sí que le importaba. Era como si, al haber acudido en su ayuda, ella le hubiera puesto un collar y una cadena y ahora se viera arrastrado hacia ella, fuera donde fuera.

—¿Por qué habrá tenido que hacer eso? —repetía enfadado para sí mientras avanzaba por el camino hacia Radiancia—. ¿Acaso le pedí yo que me ayudara?