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Trabajadores Felices

Resplandor y su nuevo compañero de viaje, Soren Similin, llegaron al cruce de caminos a última hora de la tarde, y pasaron la noche en una de las chozas situadas al lado del camino que funcionaban como posadas. Allí se conseguían un camastro y un cuenco de estofado por seis céntimos y el precio incluía también el olor rancio de muchos más viajeros hambrientos y sucios, todos ellos en busca de trabajo. Al parecer, el capataz contrataba mano de obra todas las mañanas.

Soren Similin durmió mal sobre las tablas duras y se despertó mucho antes del amanecer. No había desayuno ni dónde lavarse, y le dolían todos los huesos, pero a pesar de todo se sentía satisfecho. Al compartir incomodidades con Resplandor estaba fortaleciendo el vínculo entre ambos. Al mismo tiempo, se estaba ganando la recompensa que habría de llegar. En su mente, en medio de la hedionda oscuridad, se oía contando la historia de aquellos días con una especie de orgullo: «Yo también he dormido vestido. Yo también pasé hambre y supe lo que se siente al ser lo más bajo de lo bajo».

Cuando los demás empezaron a levantarse, calzarse las botas y golpear puertas, despertó a Resplandor.

—Es hora de levantarse. Pronto estará aquí el capataz.

Resplandor se despertó confundido, sin saber dónde estaba.

—¿Quién eres?

—Soy tu amigo. Vamos a encontrar trabajo juntos.

El carro de bueyes del capataz llegó por fin y de él saltaron tres hombres provistos de látigos. Llevaban chalecos ajustados sin mangas que permitían apreciar su corpulencia. Montaron una mesa con caballetes frente a la posada y, de la mejor de las habitaciones, salió un hombre corpulento con el pelo muy corto y unos ojos pequeños y estrábicos. Llevaba un libro de registro que colocó abierto sobre la mesa a la vacilante luz de una lámpara. Similin condujo a Resplandor a la fila de hombres que se formó frente a la mesa. Uno por uno, el capataz los fue inscribiendo. Mientras lo hacía, sin dignarse levantar la vista en ningún momento, repetía en tono monótono y de una manera que más parecía que estuviera hablando para sus adentros, la misma fórmula.

—Se trabaja mientras haya luz, almuerzo al precio acordado, rigen las condiciones de la compañía. Pon tu nombre aquí, pago al finalizar la semana, dos escudos por hombre y por semana menos costes acordados. La violación de las condiciones de la compañía da lugar al despido, los despedidos pierden una semana de paga. Se trabaja mientras hay luz, almuerzo a precio acordado, rigen las condiciones de la compañía…

Y así una y otra vez. Similin y Resplandor firmaron el libro cuando les llegó el turno y se les indicó que subieran al carro de bueyes. En muy poco tiempo, el carro estuvo lleno. Los tres hombres musculosos subieron, bostezando todavía, y finalmente el capataz ocupó su sitio, en el único asiento que había en la parte delantera del carro.

—¡Hombres! —dijo en voz alta y clara—. ¡Dad las gracias! Ahora tenéis trabajo.

Los hombres permanecieron de pie, codo con codo, sin decir nada. El capataz no había hecho una pregunta y no parecía que fuera necesaria ninguna respuesta.

—¡He dicho que dierais las gracias! —gritó el capataz, y dirigiéndose a los tres hombres fornidos añadió—: ¡Ayudantes! ¡Mostradles cómo!

Sin una sombra de sonrisa, los tres fortachones respondieron con una sola voz.

—¡Gracias, Pelican!

—Ese es mi nombre. ¡Pelican! ¿Qué tenéis que decir, entonces?

Los hombres parecían confundidos.

—Gracias —murmuraron algunos débilmente.

—¡Ayudantes!

Los hombres musculosos hicieron restallar sus látigos contra el lateral de la carreta, sobresaltando a los hombres.

—¡Gracias, Pelican! —respondieron a coro.

La carreta se puso en marcha avanzando por el camino con un constante traqueteo.

—¡Sois todos hombres de suerte! —gritó Pelican—. ¡Trabajo significa paga! ¡Podéis estar contentos! ¡Al dueño de la plantación le gusta tener trabajadores felices! ¡De modo que vosotros seréis trabajadores felices! ¿Está claro?

—Sí, Pelican —respondieron.

—¿Y cómo saben que sois trabajadores felices? Porque os oyen cantar en los campos. Los trabajadores felices cantan. Mis ayudantes os cantarán ahora la canción de los Trabajadores Felices. Escuchad y aprended.

Los tres ayudantes levantaron la cabeza y, al igual que antes, sin asomo de sonrisa, empezaron a cantar la canción a pleno pulmón.

¡O-ho!, ¡o-ho! ¡A la cosecha voy!

El maíz madura bajo el cielo azul

y el más feliz de los hombres soy.

Las horas pasan rápidas mirando al sur.

¡O-ho!, ¡o-ho! ¡A la cosecha voy!

Mientras los bueyes arrastraban la pesada carreta por el camino blanco y largo, flanqueado ahora por árboles altos, por fin empezó a despuntar el alba. Similin y Resplandor y el resto de los recién reclutados cantaron la canción lo mejor que pudieron. El capataz no quedó demasiado satisfecho.

—¡Escuchadme bien! Todo lo que pido es que parezcáis felices. No es necesario que lo seáis. Quiero trabajadores felices en campos felices. Así, el amo también es feliz. Si el amo es feliz, yo soy feliz, y si yo soy feliz, vosotros sois felices. Si alguno de vosotros estropea la fiesta por no cantar como si fuera feliz, fuera con él. Así están las cosas, de modo que oigamos otra vez la canción.

Volvieron a cantar y el capataz tampoco quedó satisfecho.

—Pero ¿se puede saber qué os pasa? Los trabajadores felices no cantan así. Ese es el sonido de un atajo de miserables bastardos que preferirían no haber nacido. Si es así como os sentís, volveos a casa. No os quiero.

—Por favor, señor —dijo uno—, es que no hemos desayunado.

—Los trabajadores felices no necesitan desayunar. Ya comeréis al mediodía.

La senda desembocó frente a un par de hermosos pilares de piedra rematados con la figura de un oso agazapado tallado en piedra. La carreta pasó traqueteando entre ellos y enfiló un camino largo y sinuoso. A uno y otro lado, los campos estaban llenos de maíz maduro, y las hojas de un gris polvoriento chasqueaban movidas por la brisa matutina.

—Bienvenidos a la plantación Madre Osa —dijo el capataz.

La carreta se detuvo junto a un largo granero ya medio lleno de maíz. Contra la pared del granero había una hilera de carretillas de dos ruedas. El sol ya asomaba por encima de las montañas y derramaba torrentes de luz sobre los montones de maíz.

—Abajo todo el mundo.

Similin y Resplandor formaron fila con los demás. El capataz empezó a pasearse por delante de ellos, dando instrucciones con voz tonante.

—Cuatro reglas muy sencillas. Recoged sólo las mazorcas maduras. No paréis. No habléis. Sed felices.

Soren Similin advirtió que debería aguantar los rigores de un largo día de arduo trabajo. Se consoló diciéndose que el trabajo compartido reforzaría sus vínculos con el nomano expulsado, y que en las horas de descanso tendría tiempo para influir sobre Resplandor y transformarlo en el instrumento perfecto para su plan.

Al comienzo corría un airecillo agradable y el trabajo físico no superaba el límite de sus fuerzas, pero no tardó en sentir que le dolían los brazos y las manos le ardían. El trabajo seguía un ritmo constante: pasar a la planta siguiente, alargar la mano, agarrar la espiga de ásperas hojas, desprenderla con una torsión hacia abajo, echarla a la carretilla y volver a empezar. Una sencilla secuencia de movimientos, pero al cabo de una hora ya estaba sudando y le sangraban las manos. ¿Quién iba a suponer que las espigas de maíz fueran tan ásperas? Miró a su alrededor. Resplandor no parecía tener problema alguno, trabajaba a ritmo constante en su surco. Los demás sudaban, pero no sangraban. Similin sabía que eso era porque él tenía las manos menos curtidas, las suyas no eran manos de jornalero. Esto hacía de él alguien superior, pero de momento implicaba un mayor sufrimiento.

Miró el sol que iba subiendo en el horizonte y se preguntó si podría sobrevivir a ese día. El único alivio les llegó a sus cansadas manos cuando la carretilla estuvo llena y pudo llevar su carga hasta el granero. Empujar la carretilla vacía de vuelta fue una auténtica bendición. Cuando terminó la segunda hora empezó a tener miedo de no llegar a la pausa del almuerzo. El calor ya era insoportable.

A tres surcos de donde él estaba, un trabajador se tambaleó y cayó al suelo, debilitado por el calor y la falta de alimento. Los ayudantes llegaron enseguida y se lo llevaron. Se recuperó, e insistió en que era capaz de seguir trabajando, pero el capataz no quiso saber nada.

—El que no cumple las reglas, fuera. Sin excepciones.

—¿Y el trabajo hecho?

—Pago a final de semana.

—Pero no estaré aquí a final de semana.

—Son las condiciones de la compañía.

Al hombre no le quedó más remedio que ponerse en marcha por el largo camino hacia la carretera, sin nada para aliviar sus males. Soren Similin miró en derredor y vio que Resplandor observaba la triste figura que se alejaba pero, como todos los demás, seguía recogiendo maíz mientras lo hacía.

Pasó una tercera hora. Similin empezó a temer que también él caería desfallecido en el campo. Le dolía todo, el brazo le temblaba cuando lo levantaba, tenía la boca seca, el cuero cabelludo le picaba por el calor y la sangre de las manos le corría hasta los codos. Entonces oyó la orden de los ayudantes.

—¡Cantad!

Lentamente, de un extremo de los surcos al otro, los trabajadores empezaron a cantar. Los ayudantes recorrían los surcos para dirigir el canto, pronunciando las palabras para los que las habían olvidado:

¡O-ho!, ¡o-ho! ¡A la cosecha voy!

El maíz madura bajo el cielo azul…

Se oyó el pesado andar de los bueyes y apareció un pequeño carruaje montado sobre muelles y con un toldillo para proteger a los pasajeros del sol. En él iba una dama vestida de blanco con un sombrero de ala ancha y dos niños a su lado, también vestidos de blanco. En el asiento supletorio de la parte trasera, sin protección contra el sol, iba una institutriz vestida de gris. Al pasar junto a los trabajadores que cantaban, la dama y los niños los saludaron con la mano y los jornaleros devolvieron el saludo sin dejar de recoger ni de cantar.

… y el más feliz de los hombres soy.

Las horas pasan rápidas mirando al sur.

¡O-ho!, ¡o-ho! ¡A la cosecha voy!

La señora era hermosa y tenía la tez muy blanca. Los niños repitieron la canción y se pusieron de pie en el carruaje, simulando que recogían maíz mientras cantaban. La institutriz extendió los brazos para sujetarlos, temiendo que se cayeran del vehículo.

¡O-ho!, ¡o-ho! ¡A la cosecha voy!

Así hasta que el carruaje se perdió de vista. En cuanto también dejó de oírse el carruaje, los ayudantes avanzaron a grandes zancadas por los surcos, agarraron a uno de los trabajadores y lo sacaron a rastras de allí.

—¡Pero si he cantado! —gritaba—. ¡Yo he cantado!

—No has saludado —dijo el capataz.

—¡Nadie había dicho nada de saludar!

—He dicho: sed felices. Cuando los hijos del amo saludan, los trabajadores felices les devuelven el saludo.

—¡No lo habías dicho!

—Quedas despedido.

—¡No es justo!

El capataz ya le había dado la espalda, pero entonces se volvió hecho una furia.

—¿Que no es justo? ¿Has dicho «no es justo»?

—Quería decir que…

—Te doy trabajo. Te digo cuáles son las reglas. Al terminar la semana, te pago. Eso es justo. Pero si quieres injusticia también puedo demostrarte lo que es eso.

Hizo una seña a sus ayudantes. Uno de ellos sujetó al desdichado por detrás mientras el otro lo golpeaba con fuerza en el estómago y después en la cara. El trabajador cayó al suelo gimiendo. Los ayudantes se turnaron para darle patadas, crueles patadas que le arrancaron gritos. Los otros trabajadores lo observaban sin abandonar su labor. Poco después cesaron las patadas y el hombre quedó tirado en el suelo hecho un guiñapo, sollozando y escupiendo sangre.

—Eso es la injusticia —dijo el capataz—. Así ya lo sabrás para otra vez. Ahora, lárgate.

En vista de aquello, Soren Similin decidió que podía seguir, pero también quedó convencido de que un día de trabajo feliz era todo lo que podría soportar. Miró a Resplandor, que estaba mirando al trabajador que se marchaba renqueando camino adelante. En los ojos inexpresivos de Resplandor advirtió una mirada dolida, perpleja.

—Ya me imagino cómo te sientes —dijo Soren Similin.

—¿De veras? —preguntó Resplandor—. ¿Y cómo me siento?

—Te enfadas. Te pones furioso. Por eso te llamas Resplandor de la Justicia.

—Tienes razón. Me enfado.

—Claro que sí. Eres la clase de hombre que no puede quedarse con los brazos cruzados mientras se comete una injusticia. Eres la clase de hombre que quiere hacer algo para remediarlo.

—Tienes razón. Esa es la clase de hombre que soy.

A Similin le pareció casi demasiado fácil, era como educar un cachorrito. La mente de Resplandor era una hoja en blanco en la que podía escribir lo que quisiera. Pronto empezaría a escribir: «No hay mayor injusticia que un dios falso». Sin embargo, sabía que no debía precipitarse. Tenía que preparar bien su instrumento antes de ponerlo a trabajar.

—¿Sabes lo que pienso? —anunció Resplandor sin necesidad de que le dijera nada.

—¿Qué piensas?

—Pienso que aquí los trabajadores no son felices en absoluto.