La Ciudad de los Vagabundos
Al sur del Imperio de Radiancia, siguiendo las orillas del gran río, había una sucesión de suburbios formados por chabolas y refugios improvisados conocidos como la Ciudad de los Vagabundos. El crepúsculo ya estaba cerca cuando el Dama Perezosa avanzó lentamente río arriba hasta el amarradero entre los juncos de lo que Salvaje llamaba su hogar. Una multitud de niños andrajosos se congregó para ver cómo amarraban, y desde una cantina cercana llegó el sonido cantarín de una concertina que acompañaba el canto de unos borrachos. Las lámparas brillaban en los estrechos y sinuosos callejones y el viento arrastraba el humo de cientos de fogones por el cielo, que se iba oscureciendo lentamente.
Buscador y Estrella Matutina jamás habían oído hablar de la Ciudad de los Vagabundos, y su extensión los dejó boquiabiertos.
—No sabía que hubiera tantos vagabundos.
—Hay más de los que puedes encontrar en la Ciudad de los Vagabundos —dijo Salvaje—. Hay vagabundos por todas partes. Cuando las personas tienen que abandonar su hogar, esté donde esté, se convierten en vagabundos.
—¿Es eso lo que son los vagabundos? ¿Personas sin hogar?
—Sin hogar. Sin tierra. Sin ley. Sin nada.
—Yo creía que los vagabundos eran ladrones y criminales.
—Tú también serías ladrón y criminal si tuvieras tanta hambre.
Salvaje propuso que sus nuevos compañeros permanecieran en el barco mientras él bajaba a tierra en busca de provisiones para cenar. Dijo que era por su seguridad, pero la verdad es que le daba vergüenza que lo vieran con ellos. Era muy conocido en la Ciudad de los Vagabundos, y sabía que le resultaría difícil explicar qué había sido de su tripulación y por qué viajaba en cambio con esos compañeros mucho más jóvenes.
Los puestos del mercado estaban casi todos cerrados, pero encontró uno donde todavía no habían guardado la jugosa tarta. Compró tres buenas raciones y un salchichón. Después hizo un alto en la taberna del gordo y pidió un vaso de un vino de jengibre peleón. El viento hacía gemir los aleros y parpadear las velas colocadas en jarras, y tres corpulentos mineros de las colinas cantaban una triste canción.
Triste, abandonada,
penas, penas, penas,
el amor no da nada,
tan sólo problemas…
Salvaje vació su copa en tres tragos, tomó su bolsa y se dispuso a marcharse. A la salida de la taberna, en el estrecho callejón abierto entre las chabolas, estaba una joven de sorprendente belleza. Tenía los brazos en jarras y era evidente que lo esperaba.
—¡Mira quién se ha dejado caer por aquí! —dijo.
—¿Qué hay, Caressa? —la saludó Salvaje.
—Venías a visitarme, ¿no?
—Hoy no, princesa.
La joven echó hacia atrás su pesada melena oscura y sus carnosos labios rojos dibujaron una sonrisa enfadada. Con sus dieciocho años y siendo hija de uno de los jefes bandidos de la Ciudad de los Vagabundos, estaba acostumbrada a conseguir lo que quería.
—No te vayas por mucho tiempo, chico. Shab vino por mí el otro día. Me pidió que me casara con él.
—Me alegro por ti.
—No, yo no me alegro. Me dan ganas de abofetearlo.
—Mira, princesa…
—No, mira tú. Sabes que me tendrás al final. Entonces, o me tienes ahora o lo lamentarás.
—¿Por qué lo lamentaré?
—Haré que los muchachos de mi padre te claven en una puerta.
—¡Vaya! Eso no es nada agradable, princesa.
—¿Quién ha dicho que haya de serlo?
—¿O sea que, o me caso contigo o termino clavado en una puerta?
—Así están las cosas.
Salvaje pareció sopesar sus opciones. Y después…
—¿A qué puerta, exactamente?
—¡Gusano! —Le dio una bofetada en una mejilla—. ¡Rata inmunda! —Otra bofetada.
—¡Eh, tú, no me pegues!
—¡Hago lo que me da la gana! —replicó ella, abofeteándolo otra vez.
Entonces él le devolvió el golpe, un bofetón en toda la cara con la mano abierta. Ella se le fue encima, le tiró del pelo y le dio golpes en todo el cuerpo que remató con un rodillazo en la ingle que hizo que saliera volando su bolsa de provisiones. Él trató de apartarla y la sujetó contra el suelo, pero la joven se desasió de un salto y lo inmovilizó rodeándolo con sus brazos y sujetando los de él a ambos lados del cuerpo.
—¡Asqueroso presumido! —lo insultó, jadeando—. ¡Me tendrás, quieras o no!
—¡No!
—No tienes nada mejor. Todos quieren tenerme. Sabes que es cierto.
—Yo no quiero a nadie —dijo Salvaje—. Al menos de momento.
Por fin consiguió sacarse a la chica de encima. Ella se quedó allí, mirándolo con la furia reflejada en sus hermosos ojos.
—Serás mío o de nadie —insistió—. Si te vas con otra chica, os mato a los dos.
—No tendrás que hacer eso, princesa. Me largo.
—Volverás.
—Tal vez tarde años.
—Te esperaré.
—No, no lo harás. Me olvidarás completamente. Un día volveré y ni siquiera sabrás quién soy.
—¿Y eso? —preguntó extrañada—. ¿Estás pensando en convertirte en otro?
—Es posible —respondió él.
—Me gustas como estás.
—Antes opinaba lo mismo, pero ya no.
Algo en el tono de su voz hizo que la chica se tranquilizara.
—¿Qué es lo que quieres, Salvaje?
—Eso todavía tengo que averiguarlo.
—¿Alguna otra chica?
—No. No es una chica.
—Si fuera una chica, ¿sería yo?
—Sí —contestó—. Si fuera una chica, serías tú.
Ya no podía preguntar más, Caressa lo sabía.
—Entonces, de acuerdo —dijo—. Te esperaré.
—Podría ser para siempre.
—Oh, no —replicó ella con tonillo burlón—. Al final los chicos siempre quieren chicas. Es sólo que tardan más en descubrirlo.
Se marchó y lo dejó allí. Él recogió la bolsa y siguió su camino hacia el barco.
Cuando llegó puso el budín de maíz y el salchichón sobre la mesa y él, Buscador y Estrella Matutina cenaron e hicieron planes.
—¿Cuánto falta para Radiancia?
—Está a dos días de navegación.
—¿Has estado allí alguna vez, Salvaje?
—No, yo no.
Tenían pensado entrar en la ciudad como trabajadores temporeros y empezar a buscar el arma secreta.
—Tiene que ser fácil —había dicho Estrella Matutina—, considerando que no sabemos nada en absoluto.
—Podríamos preguntárselo a la Profetisa del Río —dijo Salvaje.
—¿Quién es?
—Es una especie de adivina, pero de verdad sabe cosas. Sabe todo lo que hay que saber.
—¿También es una vagabunda?
—Oh sí, es una vagabunda. Hay de todo en la Ciudad de los Vagabundos.
Después de cenar, se acomodaron con mantas en el suelo del camarote para dormir. Estrella Matutina se encontró haciéndose preguntas sobre el pasado de Salvaje.
—¿Y tú de dónde venías, Salvaje? Antes de ser un vagabundo.
—Siempre he sido un vagabundo —respondió él.
—Tienes que haber tenido unos padres.
—No, que yo sepa.
—¿Y quién te cuidó cuando eras pequeñito?
—Éramos un montón y nos cuidábamos los unos a los otros. Había un chico que se llamaba Viborilla. Fue bueno conmigo y se ocupaba de mí. Lo primero que recuerdo es echarme a dormir donde pudiera ver a Viborilla y pensar: esta noche estoy a salvo.
—¿Cuántos años tenías?
—Cuatro. Cinco.
—¿Y cuántos tenía Viborilla?
—Ocho o nueve.
Estrella Matutina se quedó callada, pensando en que ella siempre había tenido a su padre cerca, todas las noches de su vida. Era algo que nunca había considerado un acto de bondad, pero ahora, escuchando a Salvaje, encontró un nuevo motivo para amarlo. Se preguntó cómo lo estaría pasando, solo en su casita, y supo que tenía que ser duro para él. Buscó en el bolsillo su pequeño vellón de lana de oveja y apretándolo contra su mejilla dijo mentalmente: «Te quiero, papá».
—¿Qué crees que les pasó a tus padres, Salvaje? —preguntó Buscador.
—Nunca lo he sabido —dijo Salvaje—. Nunca me ha importado.
—A lo mejor murieron.
—O simplemente me abandonaron.
Hablaba con despreocupación, como si la cuestión le resultara indiferente, pero Estrella Matutina percibió el débil brillo violeta sobre su cabeza y supo que le dolía más de lo que estaba dispuesto a admitir.
* * *
Los que buscaban información en la Ciudad de los Vagabundos, y los que necesitaban orientación, y todos los que querían que les leyeran el futuro, recorrían el sendero del río para consultar a la anciana que se hacía llamar la Profetisa del Río.
Para más comodidad, su casa y su lugar de trabajo eran una misma cosa, y estaban en una barcaza amarrada junto a un recodo del río, en la linde de la ciudad. La parte baja de la estructura era un templo minúsculo, de madera y pintado de blanco.
Tenía un bonito pórtico con cuatro pilares, muy juntos por razones de espacio, con un frontispicio triangular como remate. Al fondo un par de puertas de madera pintadas de blanco daban acceso al propio templo, cuyas dimensiones eran apenas suficientes para contener el trono de la Profetisa del Río y un espacio delante de este en el cual los visitantes podían arrodillarse a sus pies.
Encima del templo, como un maltrecho sombrero de ala blanda, había una choza con techo de paja. Esta cómica estructura hacía que la embarcación fuera más alta que larga, totalmente inservible para la navegación. Claro que la Profetisa del Río no tenía la menor intención de salir a navegar. Era allí donde desarrollaba su actividad, y para eso le servía a las mil maravillas.
En uno de los blancos pilares había una campanilla y, junto a ella, un cartel que decía: «PARA LA PROFETISA, TOQUE LA CAMPANILLA». A este lugar llegaron a la mañana siguiente Salvaje, Buscador y Estrella Matutina. Había un segundo cartel junto a la campanilla que decía: «LA PROFETISA HA SALIDO».
—Ella nunca sale —dijo Salvaje, frunciendo el entrecejo.
Hizo sonar la campanilla con todas sus fuerzas y largo rato.
—¡Marchaos! —gritó una voz chillona desde la habitación de arriba—. Es mi día libre.
—¡Tenemos noticias frescas! —gritó Salvaje—. Sobre los encapuchados.
El silencio fue la única respuesta.
—Esperad —dijo Salvaje—. No puede resistirse a las noticias frescas.
Estaba en lo cierto. Los postigos de la ventana superior se abrieron y la propia Profetisa asomó su cara redonda surcada de arrugas y enmarcada por una maraña de pelo blanco.
—Ah, eres tú —dijo—. ¿Y bien? ¿Qué es lo que traes?
—Si te damos las noticias que traemos, tienes que responder a nuestras preguntas —dijo Salvaje.
—Las respuestas cuestan dinero —señaló la anciana—. No puedo comer información, ¿sabes? Y lo más probable es que yo ya la conozca.
—Son noticias de anteayer. De la reunión de los encapuchados.
—¿Los encapuchados? —La Profetisa dejó de lado su tono irritado para decir—: Sigue.
—¿Contestarás a nuestras preguntas?
—Si pagáis.
Así pues, Salvaje le contó lo de la expulsión de Resplandor. La Profetisa escuchó y después hizo un gesto afirmativo para mostrar su satisfacción.
—Ya bajo.
Un momento después, las puertas del templo se abrieron y apareció una niña pequeña. Tenía unos cuatro años y una cara llena de pecas enmarcada por un pelo ensortijado de color anaranjado.
—Arrodillaos ante la Profetisa del Río —exigió, repitiendo una frase aprendida. A continuación, estropeando el efecto, añadió—: Los fieles me suelen traer dulces.
La Profetisa ya se acercaba arrastrando los pies a su trono de color dorado.
—Arrodillaos, arrodillaos —dijo—. Si no me mostráis respeto, es que no soy nadie especial. Si no soy nadie especial, no puedo ayudaros. Ya os las podéis arreglar solos.
Se arrodillaron.
—¿Por qué no tienen ningún dulce? —preguntó la niña del pelo anaranjado.
—Qué dulces ni qué niño muerto —replicó la Profetisa—. ¿Y por qué fue expulsado ese nomano?
—No lo sabemos.
—¿Lo habían lavado?
—Sí. —Fue Buscador el que respondió, parpadeando para contener las lágrimas—. Era mi hermano.
—¿Eres de Anacrea?
—Sí.
—¿Está muerto tu hermano?
—No.
—Entonces consideraremos que todavía es tu hermano.
Buscador se mordió los labios. Ya hablaba de Resplandor como si perteneciera al pasado.
—Cuéntame cosas de tu hermano.
La Profetisa del Río era una especie de esponja para la información. Cualquier pequeño detalle que circulara por las acequias de los días iba a parar a su enorme depósito de memoria. Mientras la niña pecosa se retorcía y protestaba para llamar la atención, Buscador contó todo lo que recordaba sobre Resplandor: que siempre había sido el preferido de su padre; que era bueno y honrado y fuerte; que nunca había deseado otra cosa que ser un nomano y servir al Todo y Único.
—¿De modo que no tienes la menor idea de qué puede haber hecho ese hermano tuyo para ser expulsado?
—Ni la menor idea.
—Vaya. —La Profetisa adoptó un aire de extrañeza—. Muy extraño.
—Quero mimir— gimoteó la niña.
—Te hemos proporcionado noticias frescas —dijo Salvaje—. Ahora tienes que responder a nuestras preguntas.
La Profetisa le dirigió a Salvaje una mirada insidiosa.
—Las respuestas cuestan dinero.
Salvaje sacó un escudo de oro.
—Vamos a ello, pues —accedió la Profetisa—. Hoy es mi día libre.
—Hemos oído algo de un arma secreta que se está construyendo en Radiancia. Queremos saber qué es y dónde podemos encontrarla.
—Arma secreta, ¿eh?
—¡Quero mimir!
—Cállate.
La Profetisa cerró los ojos.
—Dejadme sola —ordenó—. Os llamaré cuando esté lista.
Todo ese tiempo, los tres visitantes habían estado de rodillas. Se pusieron de pie y volvieron a salir al pórtico. Las puertas se cerraron tras ellos.
—Hay algo raro en ella —dijo Estrella Matutina.
—Espera y verás —dijo Salvaje.
Cuando habían transcurrido unos cinco minutos, las puertas se abrieron y allí estaba la Profetisa del Río encorvada en su trono, con la niña del pelo anaranjado acurrucada a sus pies, chupando el extremo de una manga y con expresión triste. Los visitantes olvidaron arrodillarse.
—Bueno —dijo la Profetisa—. ¿Es que no me tenéis ningún respeto?
Se arrodillaron.
—No se puede decir que tenga una respuesta para vosotros. Esta arma secreta debe de ser muy secreta. No sé dónde está. Sólo puedo deciros que es un arma explosiva, que la están probando y que es muy potente.
—¿Quién la ha probado? —preguntó Salvaje.
—No lo sé.
Estrella Matutina la miró fijamente. Desde la primera vez que había visto a la Profetisa no había hecho más que aumentar su perplejidad. Esa perplejidad surgía de sus colores, o más bien de su ausencia de colores. Todo lo que podía detectar era una débil tonalidad verde, y ese no era precisamente el color que hubiera esperado encontrar en una persona tan sabia, tan llena de conocimientos. Ahora, mientras les hablaba, aparecieron unos destellos de color naranja en torno a su blanca cabeza.
—Diles que se vayan —gimoteó la niña de las pecas—. Estoy cansada.
Estrella Matutina prestó atención a la niña. Buscador estaba planteando una segunda pregunta.
—¿Puedes decirme adónde ha ido mi hermano Resplandor?
—No, basta de preguntas. Ya habéis tenido lo vuestro. La información que me habéis dado no era gran cosa, y es mi día libre. Id ahora y dejadme en paz.
—¡Es la niña! —gritó Estrella Matutina. Alrededor de la niña había un resplandor de color azul profundo, tan denso que parecía casi índigo. Estrella Matutina había visto pocas veces ese color y siempre en gente muy mayor. Era el color del conocimiento—. ¡Las respuestas provienen de la niña!
—¡Tonterías! —dijo la Profetisa.
—¡Ella no sabe nada! —insistió Estrella Matutina—. ¡La niña es la que tiene los conocimientos!
—¡Mentira! —exclamó la Profetisa.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó la niña.
La Profetisa tomó a la niña y la acunó en sus brazos con aire protector.
—¡No os la podéis quedar! —se lamentó con voz quebrada por la emoción—. ¡Fuera! ¡Dejadnos solas! ¡No voy a dejar que os la llevéis! ¡Tendréis que matarme a mí primero!
—No queremos llevárnosla —aseguró Buscador, sorprendido.
—¡Habéis traído aquí a ese asesino! ¡Queréis matarme y llevaros a mi pequeña!
Se estaba poniendo frenética. La niña no parecía preocuparse.
—Dile que no nos llevaremos a la niña, Salvaje.
—No la queremos. Queremos conocimiento.
Poco a poco, consiguieron que la anciana se fuera calmando. Por fin, agachó la cabeza avergonzada.
—No es más que una manera de ganarme la vida —explicó, acongojada—. No culpéis a una anciana por querer vivir.
—Entonces, a fin de cuentas, ¿tú no tienes conocimientos?
—No, yo no. Nada de nada. Pero mi pequeña lo sabe todo. Decidle lo que queráis, que ella nunca lo olvidará. ¿No es cierto, mi flor? Decían que era una Rara, pero no es una Rara. Sólo es diferente. ¿No es verdad, mi flor?
—¿Cuándo se van a ir?
—Pronto, mi amor. Muy pronto.
Había una especie de extraña desafección por parte de la niña. Ahí estaba su protectora, casi llorando, confesando su engaño, y la niña no parecía consciente de ello.
—Entonces, ¿ella da respuestas verdaderas?
—Oh, sí. Todo lo verdaderas que cabe esperar. Viene gente de todas partes y nos dice lo que sabe, y mi flor lo recuerda todo. Después, cuando alguien viene y hace una pregunta, como habéis hecho vosotros, ella lanza la pregunta como si fuera un anzuelo al pozo de su memoria y saca lo que pilla el anzuelo.
—¿O sea, que fue la niña la que dijo que el arma había sido probada?
—Claro.
Miraron a la niña, que otra vez estaba chupando la manga sin prestarles la menor atención. Parecía imposible.
—¿Y cómo lo sabe?
—Hubo una historia sobre ganado quemado vivo en los campos de las afueras de Radiancia. Otra, sobre una ola anormal en el lago que hundió a un barco de pescadores. Ella reúne todas las piezas, sin saber siquiera lo que hace ni qué es lo que ha resultado.
La niña se recostó y siguió chupando la manga haciendo caso omiso de ellos.
—¿Es tu nieta?
—No exactamente.
—¿Qué es, entonces?
—Bueno, podría decirse que la encontré, pero vivimos contentas juntas. ¿No es cierto, mi flor?
—Me gusta cuando me das dulces —contestó la niña.
La anciana los miró con aire implorante.
—Ella no podría arreglárselas sin mí. Es nuestra forma de ganarnos la vida, ser profetisas. Por favor, no se lo digáis a nadie.
—De acuerdo, pero has de responder a nuestras preguntas —dijo Buscador—. Quiero decir que ella ha de responder.
—¿Qué más queréis saber?
—Adónde ha ido mi hermano.
—¿El nomano que fue expulsado? Eso es demasiado reciente. No puede saberlo.
Entonces fue Estrella Matutina la que habló. Su voz temblaba un poco.
—Pregúntale dónde está mi madre. Se fue hace doce años.
La Profetisa frunció el ceño.
—Tendrás que darle más datos para empezar.
—El nombre de mi madre es Misericordia. Este verano hará doce años que nos dejó para entrar en la Comunidad en Anacrea. Ellos la rechazaron, pero no volvió a casa.
—¿Algo más sobre ella?
—Yo era muy pequeña. No lo recuerdo. Mi padre siempre me dijo que era muy hermosa, y que el verano en que se marchó fue un verano muy lluvioso, el más lluvioso en años.
—Bueno, podemos intentarlo.
—¿Se lo digo a la niña?
—Ya lo has hecho. Ella lo oye todo y nunca olvida nada. —Acarició la cabeza de la pequeña—. Echa una mirada, mi flor.
La extraña niña hizo un mohín, para demostrar que no tenía ganas de hacer el esfuerzo.
—¿Aunque me estén mirando?
—Sí, mi amor.
Entonces se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y cerró los ojos. Empezó a farfullar algo hasta que surgieron palabras reconocibles a medias y frases sin ninguna conexión lógica.
—Anacrea… Bonita dama… ¡Lluvia! ¡Tanta lluvia!… Muerte en la familia… Llanto, mucho llanto… El camino a Mamá Osa… Alguien tiene que hacerse cargo… ¿Has visto a la nueva institutriz?… ¡Niños maleducados! ¡Haced lo que os dicen!… No es mejor que una criada… Blancas cortinas agitadas por el viento… Algunos tienen toda la suerte, no es que ella lo sepa… Y la pequeña y bonita institutriz, llorando tras las puertas cerradas… Bueno, bueno, bueno…
Lentamente, el murmullo se fue apagando. Estrella Matutina miró a la anciana con los ojos llenos de lágrimas, sin saber exactamente por qué.
—¿Significa algo todo eso?
—Un poco —contestó—. Creo que tu madre está trabajando como institutriz de una familia rica y que es muy desgraciada.
—¡Oh, mamá! —dijo Estrella Matutina sin poder reprimir un sollozo—. ¿Dónde puedo encontrarla?
—El camino de Mamá Osa. Cortinas blancas agitadas por el viento.
—No lo entiendo.
—Lo siento. Yo tampoco.