19


Resplandor

Soren Similin abandonó la isla sagrada en la misma gabarra que Resplandor. En la oscuridad de la atestada cubierta, entre el montón de peregrinos, podía pasar desapercibido y así consiguió observar a Resplandor sin que nadie lo observara a él. Cuando llegó la lluvia y todos los demás se refugiaron bajo las lonas extendidas precipitadamente, Resplandor permaneció a la intemperie, solo. Daba la impresión de que no sentía ni veía nada. Instintivamente, los demás peregrinos lo evitaban. Eso convenía a los intereses del secretario. Se convertiría en el único amigo del joven solitario. Enseñaría a aquel pobre cerebro lavado a odiar a la Comunidad a la que antes había servido y que lo había expulsado.

Mientras lo estaba observando, vio que Resplandor se llevaba una mano a la cara y se cubría la boca. ¿Sería para calentársela con su aliento? Entonces Resplandor se volvió ligeramente hacia un lado, siguiendo el balanceo de la embarcación, y Similin vio la razón: se estaba chupando el dedo.

Cuando la tormenta nocturna barrió el río, los gabarreros amarraron la gabarra a la orilla y los peregrinos se reunieron bajo las lonas y durmieron lo mejor que pudieron. Cuando el viento amainó y la lluvia cesó, la luz empezaba a asomar por el este y la gabarra continuaba su marcha río arriba hacia el amanecer.

El sol acababa de despegarse del horizonte cuando llegaron al almacén del muelle. Los gabarreros tenían un acuerdo con el General, el propietario del local. A cambio de hacer que sus pasajeros pararan en el almacén una hora aproximadamente, ellos disfrutaban de una comida gratis. Esa mañana, sin embargo, el viejo no estaba precisamente satisfecho.

—¿Qué me traéis? ¡Más peregrinos piojosos! ¡Los peregrinos nunca tienen dinero! ¡Traedme viajeros con dinero!

—Cierra la boca, viejo gorrón, y fríe unos huevos.

—¡Esta multitud no vale el precio de un solo huevo!

Los peregrinos desembarcaron. Resplandor siguió a los demás al interior del almacén. El porche que daba al río, donde el General pasaba casi todo el día meciéndose en su silla, no era mayor que una casa pequeña, pero el almacén que había detrás era de grandes dimensiones. Había en él tres largos pasillos de estanterías repletas de todo tipo de productos, que se perdían en unas sombras cada vez más profundas. La luz entraba por unas claraboyas, que con el correr de los años se habían cubierto de polvo y mugre y de hojas en descomposición, de modo que la iluminación que por ellas se filtraba era débil e irregular. Esto daba al interior del largo cobertizo un aspecto moteado, y ciertas mercancías recibían la luz aleatoriamente: aquí un haz de velas deformadas por el calor, allá un sombrero impermeable, brillante, que no se había usado jamás. El resto de los artículos se desvanecían en la semipenumbra. Martillos y clavos, teteras de hierro negro, arena para limpiar, especias, piedras de afilar, polainas de goma, tirantes, fruta en conserva, mapas del río, lapiceros, crema perfumada para el pelo: el viejo tenía de todo en su almacén.

Las largas estanterías centrales estaban abiertas por ambos lados, de modo que los clientes que recorrían los pasillos podían entrever, entre montones de platos de latón o a través del cristal rojizo de los collares de cuentas, a los clientes del pasillo contiguo. En este camino, Soren Similin siguió a Resplandor, sin perderlo de vista y sin dejarse ver.

A Resplandor lo habían despojado de su badán, pero seguía vistiendo la sencilla túnica gris de los nomanos. Similin lo vio ante un perchero de ropa de trabajo, y supo tan exactamente como si se lo hubiera dicho con palabras lo que en ese momento pasaba por su mente. Resplandor deseaba despojarse de todo lo relacionado con su pasado; pero no tenía dinero para comprarse ropa nueva. Similin decidió que había llegado el momento de entablar conocimiento.

—Perdóname —dijo, colocándose al lado de Resplandor—. Estuve en la Congregación anoche y vi lo que pasó.

Resplandor volvió su cara ancha y sus ojos inexpresivos hacia el hombre que lo había abordado.

—No te conozco.

—La Comunidad no dio razón alguna para su decisión, y yo no puedo condenar a un hombre por un delito que no conozco.

—¿Qué delito?

Resplandor hablaba con una entonación monótona. No se manifestaba ofendido ni pedía respuestas. Soren Similin insistió, sabiendo que cada palabra que él pronunciara sería nueva para su mente recién nacida y pasaría a formar parte del nuevo personaje que se estaba formando.

—Has sido tratado injustamente —dijo, hablando con lentitud y escogiendo muy bien las palabras—. Me gustaría ayudarte.

—¿Ayudarme?

Similin le tendió la mano con unas cuantas monedas.

—Aquí tienes —dijo—. Son para ti.

Resplandor aceptó las monedas sin una palabra de agradecimiento. Similin se apartó. Un poco más tarde, cuando Resplandor salió del almacén, ya no vestía el hábito gris de los nomanos. Llevaba la ropa de trabajo color azul desteñido de un campesino. Con el dinero que le quedaba se pagó el desayuno. Similin reparó, sonriendo para sus adentros, en que había pedido tocino ahumado. Los nomanos jamás comían carne.

Los peregrinos de la gabarra no eran los únicos clientes del almacén. Había también un grupo de jóvenes vagabundos, descalzos y vestidos con ropa andrajosa atada con cordeles. Pasaban el tiempo a la orilla del río, evidentemente sin una moneda, y aunque no pedían abiertamente, miraban las salchichas y las patatas que se cocían en el fogón con ojos codiciosos.

Los gabarreros volvieron por fin a su embarcación y empezaron a golpear el tubo de hierro que usaban como campana. Los peregrinos subieron a bordo en tropel. Resplandor hizo un alto junto a la silla en la que el viejo general Store silbaba y farfullaba algo en su estado casi permanente de duermevela.

—Busco trabajo —dijo.

—¿Trabajo? —preguntó el General—. ¿Eres un vagabundo?

—¿Qué es un vagabundo?

—¡Los vagabundos son ladrones, tramposos y vagos! —Echó una mirada a Resplandor por debajo de sus abultados párpados—. No tienes pinta de vagabundo. ¿Qué clase de trabajo quieres?

—Cualquiera.

—Cualquiera siempre que sea por dinero, ¿eh? El dinero está todo río arriba, en las ciudades del lago, pero allí vive una gente despiadada. Demasiados sacerdotes. Podrías intentarlo en las plantaciones. Siempre hay trabajo en las plantaciones. Acaba de empezar la cosecha del maíz.

—¿Dónde están las plantaciones?

—Sigue el camino. No pierdas el tiempo yendo a las casas de las plantaciones. Los amos y amas con sus trajes de lino y sus finos modales no tienen nada que ver con los trabajadores del campo. Tienes que ir a donde están los capataces. Ellos se encargan de todo.

—¿Y dónde están los capataces?

El viejo sacó un mapa muy gastado de la región y mostró la carretera que se internaba tierra adentro y formaba un cruce con otra a unos cuantos kilómetros de allí. A ese lugar acudían cada mañana los capataces a contratar mano de obra para las plantaciones cercanas.

Resplandor le dio las gracias con su voz inexpresiva.

—Oh, no me lo agradezcas. Es trabajo, eso es cierto, y te pagarán por él, sin duda, pero no es vida. Esos capataces saben calcular hasta el último grano de maíz cuánto deben darte para que sigas trabajando, ni un bocado de más. Pero si lo que quieres es trabajo, ahí lo tienes.

Resplandor echó a andar. Soren Similin se quedó observándolo hasta que se perdió de vista y entonces llamó a tres de los vagabundos. Se ocultaron con él entre los árboles, donde nadie pudiera oírlos, y allí Similin les enseñó el dinero que llevaba y les hizo una propuesta. Al hacer esto, corrió cierto riesgo. Los vagabundos podrían haber optado por atacarlo allí mismo, entre los árboles, en vez de tomarse el trabajo de llevar a cabo su plan. Pero no eran muy agudos, lo vio enseguida, y una vez que se hicieron a la idea de ganar dinero fácil, ya no pensaron en nada más.

A continuación despachó a los vagabundos por entre los árboles mientras que él mismo se ponía en marcha por el mismo camino que había tomado Resplandor. Ya era bien entrada la mañana y el sol calentaba de lo lindo, pero el joven caminaba lo más rápido que podía. Al poco tiempo vio a Resplandor que avanzaba más despacio delante de él. Al cabo de unos minutos consiguió adelantarlo.

Lo saludó con la cabeza al pasar, y Resplandor le devolvió el saludo, pero Similin no trató de entablar conversación sino que siguió adelante hasta rodear la curva del camino donde, según lo acordado, lo estaban esperando los vagabundos.

Allí hicieron lo convenido poniendo en ello más energía de la que era estrictamente necesaria. Uno agarró a Similin por detrás y lo sujetó con un brazo por el cuello, obligándolo a inclinarse hacia atrás. Otro le dio varios golpes en el estómago mientras el tercero buscaba su bolsa.

—¡Socorro! ¡Ladrones! —gritó Similin.

Resplandor apareció en el recodo del camino, que estaba a unos quince metros de la gresca, y vio que estaban asaltando al hombre que lo había ayudado. Se quedó mirando sorprendido, como si nunca hubiera visto a un hombre atacar a otro.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó.

Los vagabundos, siguiendo las instrucciones que les habían dado, retrocedieron, llevándose la bolsa de Similin. Resplandor se acercó a ellos.

—¿Qué estáis haciendo? —repitió.

No hizo ningún gesto amenazador, pero los vagabundos habían hecho lo que les habían pedido y habían obtenido su recompensa, de modo que se metieron entre los árboles y desaparecieron. Soren Similin se puso en pie con dificultad.

—¿Estás bien? —preguntó Resplandor.

—Estoy bien. Nunca podré agradecértelo lo suficiente.

—¿Agradecérmelo? ¿Por qué?

—¡Me has salvado la vida!

—¿Yo?

—De no haber acudido en mi ayuda, me habrían degollado y me habrían dejado muerto en el camino. Eres un hombre valiente. Deja que estreche tu mano.

Resplandor le permitió que le estrechara la mano, todavía claramente perplejo porque no entendía lo que había hecho.

—¿Puedo hacer el camino contigo, ya que vamos en la misma dirección?

—Sí. Por supuesto.

Siguieron caminando juntos, hablando mientras andaban.

Soren Similin era hábil y paciente, como un pescador que espera a que un pez muerda el anzuelo. Habría tiempo suficiente para conseguir su verdadero objetivo. Por ahora, lo que necesitaba era que Resplandor lo aceptara como su único amigo verdadero y su compañero de viaje.

—¿Puedo saber el nombre del valiente que me ha salvado la vida?

—¿Y quién es ese?

—Tú.

—¿Yo?

—Me gustaría saber tu nombre.

—¿Mi nombre? Sí. —El entrecejo sin sombra de Resplandor se frunció mientras le daba vueltas a la pregunta. Después de mucho buscar, encontró la información solicitada—. Resplandor —dijo—. Resplandor de la Justicia.

—¡Resplandor de la Justicia! Sin duda haces honor a tu nombre.

—¿Sí?

—Tu valentía ha sido un acto de justicia. Veo que eres un hombre dispuesto a corregir las cosas que están mal en el mundo.

—¿De veras lo crees así?

—Estoy seguro. Vamos, no me sorprendería descubrir que eres el tipo de hombre dispuesto a dar su vida por una causa justa.

—Dar mi vida… —Al parecer, la idea le resultó interesante a Resplandor, y volvió a repetirlo como para dar forma a la idea—. Dar mi vida…

—Pero por ahora, estás buscando trabajo.

—Sí, así es. Como ves, no tengo nada.

—Yo también estoy buscando trabajo.

El rostro inexpresivo de Resplandor se fue iluminando lentamente hasta acabar en una sonrisa complacida.

—Entonces —dijo—, ¿por qué no buscamos trabajo juntos?

—¡Excelente idea! —exclamó Soren Similin, sonriendo a su vez.