18


Dadivoso

Dadivoso llevaba todo el día hecho una furia. Lo que lo ponía doblemente furioso era que se lo había advertido a su esposa, le había rogado, la había amenazado, pero ella no le había hecho ni caso. Había sido como hablarle a una pared. Le había dicho repetidamente que dejara solo al tributo, que no se sentara con él, que no le hablara, pero había hecho ambas cosas: había pasado horas con él, siempre encontraba el momento para entrar en su habitación y decirle unas palabras de aliento. Y había sucedido lo inevitable: había olvidado cerrar la puerta al salir y el tributo se había ido.

—Estoy segura de haber cerrado la puerta —dijo su esposa con voz lastimera—. Siempre cierro la puerta, pero si no lo hice y se marchó, a eso lo llamo yo ingratitud. ¡Después de todo lo que he hecho por él…!

Era el tipo de observación que hacía que Dadivoso se subiera por las paredes.

—¡Un ingrato! ¡Era un maleante! ¡Un vagabundo desarrapado e ignorante! ¿Qué sabe de agradecimiento la escoria de las calles?

—Si valía tan poco, ¿por qué pagaste mil escudos por él?

—¡Porque debo ofrecer un tributo en el día de mi onomástica! ¡Por el Gran Sol! ¿Has perdido la razón? ¿Quieres que nuestra familia caiga en desgracia?

Su esposa empezó a llorar, como de costumbre. Se llamaba Bendición. Había momentos, como este, en el que llegaba a desear que prodigara su bendición a otro, a cualquier otro.

—No sé por qué tienes que ser tan duro conmigo —protestó ella, lloriqueando—. He hecho lo que he podido. Ya sabes cuánto admira todo el mundo a un tributo voluntario. Y yo creí que lo estaba haciendo muy bien con él. Realmente había empezado a apreciar el gran honor de ser un tributo, y ahora tú no haces más que gritarme.

¿Qué podía hacer Dadivoso? No tenía elección. Esa misma tarde había dejado caer, discretamente, que buscaba en el mercado otro tributo de alta calidad. Tendría que encontrar el dinero. Mientras tanto, el día tocaba a su fin y tenía asuntos pendientes.

Había sido un caluroso día de verano y ahora, por fin, mientras el sol descendía hacia las quietas aguas del lago, el aire estaba refrescando hasta una temperatura soportable. Por toda la ciudad, la gente se encaminaba hacia la plaza del templo para la ofrenda crepuscular. Bendición, que tenía una preciosa voz de contralto, seguramente ya estaría en el templo, ocupando su lugar en el coro.

Dadivoso, precedido de sus dos hijos pequeños, tomó un camino entre la ciudad propiamente dicha y los huertos flotantes. A los chicos les gustaba correr por los paseos de los huertos flotantes, saltando sobre las tablas unidas con cuerdas para hacer que se balancearan. A esta hora del día, los temporeros se habían retirado a sus campamentos junto a la orilla del lago, donde se reunían en fatigados grupos vigilados por los oficiales de la patrulla urbana.

El lago tenía un aspecto apacible a la luz del atardecer. La cadena de montañas que se levantaba al este reflejaba los rayos dorados del sol poniente. Dadivoso pensó que vivía en una ciudad hermosa y sintió que se disipaban las frustraciones del día. Por este motivo le gustaba ir al templo por ese camino. Un hombre de negocios ocupado y próspero como él tenía muchas preocupaciones, pero al final del día podía permitirse el lujo de gozar de un momento de solaz.

En ese instante vio a Pequeño Sueño que lo esperaba en un recodo del camino. Pequeño Sueño era otro comerciante y Dadivoso tenía la secreta opinión de que era un individuo rastrero e hipócrita capaz de cualquier cosa con tal de ganarse el favor real. El día de su onomástica había ofrecido como tributo a una bella joven virgen de la que se rumoreaba que no era ni bella, ni joven, ni virgen. Según las habladurías, había pagado dos mil escudos por ella.

—Tengo entendido que has perdido a tu tributo —dijo Pequeño Sueño con una odiosa sonrisa de fingida comprensión—. Qué desastre.

—Sí, bueno, he perdido a uno de ellos —contestó Dadivoso, simulando un bostezo—. De verdad, yo diría que este ha sido el día más caluroso en lo que va de año.

—¿Es que tienes más de un tributo?

—Claro. ¿Y tú no?

—¿Cuántos más?

—Tenemos dos. Por fortuna, el que escapó fue el viejo, pero todavía nos queda la virgen.

Era mentira, y Pequeño Sueño lo sabía, pero Dadivoso lo afirmó con tal seguridad que Pequeño Sueño sólo pudo sacudir la cabeza.

—Entonces te deseo suerte en tu negocio.

Esta era su manera de dejar bien claro que sabía que Dadivoso tendría que rascarse el bolsillo.

—Tal como están los precios hoy en día, no lo tenemos nada fácil —añadió el comerciante.

—¡Niños! —llamó Dadivoso bruscamente—. ¡Parad ya!

Los chicos corrían por los caminos, entre los huertos flotantes, persiguiendo gatos carroñeros. Dadivoso miró cómo jugaban mientras la luz del poniente proyectaba largas sombras sobre las hileras de calabazas y tomates que ya iban tomando color. Reflexionó amargamente sobre lo rico que debía de ser Pequeño Sueño para poder fingir sin problema que era pobre.

—¡Niños! ¡Haced lo que os digo!

—¡Ufa, papi! Teníamos a uno acorralado.

—Bueno, pero sólo uno. Llegaremos tarde.

* * *

En la planta más alta del templo, el rey estaba en medio de su sesión de entrenamiento en el odio. El redoble del tambor y los rítmicos aullidos de rabia se oían a través de las puertas cerradas mientras los funcionarios de la corte se reunían para la ofrenda vespertina. El sumo sacerdote todavía no había llegado. Había sido retenido en uno de los pisos inferiores por un visitante que traía información de considerable interés.

—¿Y dices que el rey no sabe nada de esto?

—Sabe algo en términos generales, Santidad, pero no conoce los detalles.

Sentado en una silla baja, en la oficina privada del sumo sacerdote, retorciéndose las manos de nerviosismo y resentimiento, se encontraba el enclenque pero eminente profesor Evor Ortus.

—O sea, que nuestro joven y poco agraciado secretario espera ofrecer al rey una victoria por sorpresa.

—De la cual se llevará todos los honores, Santidad. Los honores que por derecho corresponden al Poder Radiante en lo alto y a mí aquí.

—Desde luego. Ese al que llaman secretario, sea lo que fuere, no es ningún científico. ¿Cómo puede tener el descaro de arrogarse la creación de semejante arma?

—Es un joven muy astuto, Santidad.

—Pero no es el único astuto, ¿no te parece, profesor? Creo que tú y yo sabemos un par de cosas.

—¿Me ayudará entonces, Santidad?

—A la mayor gloria del Poder Radiante al que ambos servimos, profesor. Sí, claro que te ayudaré. Dices que quiere un voluntario. Dime qué clase de voluntario estás buscando.

—Uno que pueda entrar en Anacrea sin despertar sospechas y que además sienta un odio feroz por los nomanos.

El sumo sacerdote adoptó una expresión grave.

—No es fácil.

—Ese joven detestable dice que donde hay poder, hay odio.

—¿Y dices que él mismo ha ido en busca de una persona así?

—Sí, Santidad. Podría volver en cualquier momento.

Desde arriba le llegó al sumo sacerdote el tintineo de las campanillas de plata del grupo de sacerdotes que se iba a hacer cargo del tributo del día. Se levantó de su butaca.

—Veremos qué se puede hacer. —El profesor Ortus también se puso de pie—. No hables de esto con nadie, profesor. Así es posible que seamos tú y yo los que le ofrezcamos al rey una sorprendente victoria.

* * *

Dadivoso conducía presuroso a sus hijos a través de la atestada plaza del templo, temiendo, encima, llegar tarde a cumplir con sus deberes. Los niños se detenían a cada momento para ver la primera aparición del tributo que se divisaba en lo alto de la roca.

—¿Será de los que gritan, papi?

—No tengo la menor idea. Vamos. Daos prisa.

—¿Puedo comerme una manzana de caramelo, papi?

—No, no puedes.

Los vendedores de manzanas de caramelo ofrecían su mercancía en la plaza, como los de nueces garrapiñadas y los de buñuelos de maíz y rosquillas. Bajo los soportales que sombreaban tres lados de la plaza se apiñaban puestos donde se vendía vino y coñac directamente de la bota, a un penique el trago, y patas de pollo asadas y pescado cocido en sal, y todas las últimas canciones. Todo lo que se podía vender y comprar podía encontrarse entre la mercancía de aquella tarde.

Los chicos salieron corriendo para aporrear los postigos de madera que cerraban las casetas de los perros. Las puertas de las casetas tenían respiraderos y por ellas asomaban los hocicos de los perros del templo que olfateaban y babeaban, tratando de abrirse paso por los agujeros. Los chicos daban patadas a los perros y trataban de meter palos por los agujeros, desafiándose unos a otros a ver quién tocaba los hocicos húmedos. Los perros emitían gruñidos sordos y algún que otro gañido cuando los golpes los alcanzaban. Eran enormes perros lobo a los que se mantenía permanentemente hambrientos y, por lo tanto, resultaban sumamente peligrosos. Sus cuidadores, todos ellos hombres de ancho pecho y brazos musculosos protegidos con manguitos de cuero, miraban a los chicos apoyados contra las puertas de las perreras, con expresión aburrida.

—¡Niños, no hagáis daño a los perros! —advirtió Dadivoso mientras empezaba a subir la escalinata—. Esperadme aquí.

—Quien hace daño a los perros —dijo el jefe de los cuidadores—, acabará siendo carne de perro.

Dadivoso subió por la ancha escalinata hasta la terraza real y llegó jadeando cuando el rey todavía no había acabado su entrenamiento en el odio. La Corona estaba dispuesta en su pedestal, con su conservador al lado, retocando ligeramente unos pétalos.

El sumo sacerdote, que entraba casi al mismo tiempo, volvió su cara rechoncha hacia él y arqueó sus pobladas cejas. Dadivoso musitó el saludo obligatorio.

—Guíame con tu sabiduría, Santidad. Protégeme con tu poder.

—Me he enterado de que se te ha extraviado tu tributo. Lo siento.

—Sólo era un viejo vagabundo, Santidad. Tenemos un tributo mucho mejor listo para mi onomástica.

Para sus adentros maldijo a su esposa y su estúpida irresponsabilidad, pero no tenía la menor intención de que el sumo sacerdote supiera que se hallaba en un brete.

El rey fue el último en unirse a los presentes, justo en el momento en que los sacerdotes pasaban con el tributo del día. La túnica blanca que llevaba el tributo no conseguía disimular el hecho de que era un anciano debilitado que respiraba con dificultad. El rey, enardecido por su sesión de odio, hizo un gesto de disgusto.

—Al menos podríais esforzaros un poco —se quejó a los oficiales allí reunidos—. ¿Es así como honráis al Poder Radiante de lo alto? ¿Con vagabundos que apenas pueden arrastrarse?

El sumo sacerdote, que era el último responsable del abastecimiento de tributos, acudió presuroso.

—Será tenido en cuenta, Radiancia.

—¡Miradlo! ¡Es inaceptable! Y no creáis que no sé lo que está pasando.

—Sí, Radiancia.

El rey se refería al rumor de que los sacerdotes vendían los mejores ejemplares de las reservas y se embolsaban el dinero. El sumo sacerdote sabía cuál era la mejor manera de tratar con el rey en ocasiones como esta: no discutir y dejar pasar el tema. El rey tenía muy mala memoria.

Sin embargo, contribuyendo a la irritación del sumo sacerdote, Dadivoso también había oído al rey, y volvió sobre la cuestión mientras colocaba la corona sobre los hombros del monarca.

—Dentro de cuatro días será mi onomástica, Radiancia. Entonces podré ofreceros un hermoso tributo.

—Bien, bien —dijo el rey—. El sol está bajando. Que prosiga la ceremonia.

Dadivoso se retiró una vez cumplido su deber ceremonial. Interiormente estaba más decidido que nunca a no reparar en gastos. Compraría el mejor tributo de todos, y el día de su onomástica marcaría un hito al que los demás tendrían que aspirar.

El sumo sacerdote echó una mirada a la multitud de funcionarios para localizar al poco agraciado secretario, pero entonces recordó que había dejado la ciudad con un objetivo secreto. Frunció el ceño y se complació en sus pensamientos. Había hecho bien en no confiar en el extranjero. Lo había descubierto a tiempo.

El sol se puso en el horizonte. El tributo cayó en silencio. La ofrenda estaba hecha y el sol volvería a salir al día siguiente.

El séquito real se dispersó. Cuando Dadivoso volvió a reunirse con sus hijos en la plaza se dio cuenta de que no habían quedado impresionados por el tributo de ese día.

—Ha sido una birria, papi.

—¿Cuándo va a haber otro de los que gritan, papi? Esos son los mejores.

—¡No, no es cierto! ¡Los gordos son los mejores! ¡Los que son muy, muy gordos! ¡Los que rebotan!

—Tengo hambre, papi.

Dadivoso pasó un brazo por encima de los hombros de cada uno de sus hijos y juntos emprendieron el camino a casa. Eran buenos chicos, pensó, altos para su edad y también agraciados.

—Esperad al día de mi onomástica, muchachos. Vuestro padre hará que os sintáis orgullosos.