El Pacto
El último transbordador había zarpado y todos los demás barcos del pequeño puerto estaban bien amarrados para pasar la noche. Todos menos uno. Cuando Buscador y Estrella Matutina llegaron a la base de los escalones, vieron un esbelto velero a punto de zarpar. La tripulación acababa de soltar amarras y la proa empezaba a apuntar hacia alta mar. Era una oportunidad, la única, de abandonar la isla esa noche. La lluvia empezaba a arreciar y ellos no querían permanecer en el lugar de su humillación. Fue así que, sin intercambiar una sola palabra, ambos echaron a correr por el muelle y, de un salto, salvaron la distancia que se iba ensanchando y aterrizaron en la cubierta de popa.
Toda la tripulación estaba reunida en un ruidoso grupo en la cubierta de proa, justo al otro lado del puente, de modo que la llegada de los dos nuevos pasajeros pasó inadvertida. Las voces eran airadas y el barco marchaba a la deriva. Había una gran conmoción. Buscador y Estrella Matutina se agacharon al abrigo del puente, que los protegía un poco de la lluvia, y por las ventanas vieron lo que parecía un motín.
—¡Mira! —dijo Estrella Matutina—. ¡Es él!
En el centro de la multitud vociferante estaba el bello joven que había irrumpido en la reunión de los seleccionadores y había sido rechazado lo mismo que ellos. Allí, en la cubierta de su propio barco, con el cuchillo en una mano y la pica en la otra, sin importarle la lluvia que caía, estaba otra vez combatiendo en el tipo de combate al que sabía enfrentarse.
—¿Ya no me amáis más? —gritaba, cortando el aire en un arrebato de rabia, obligándolos a replegarse contra las mismísimas barandillas—. ¿Es que ya no me amáis?
—¡Patrón! ¡Escúchame!
—¡Ya he escuchado bastante! ¡He escuchado demasiado! ¡Ahora os voy a cortar el cuello, gallinas!
—Sólo hemos dicho que no perdieras el tiempo con los encapuchados…
—¡No perdáis el tiempo conmigo, gallinas! ¿Queréis ver la que puedo armar?
Su espada arrolladora lanzaba estocadas y reveses, y arrancó un grito de dolor.
—¡No me amáis! ¡Fuera de mi barco! ¡Por la borda!
Volvió a la carga.
—¡Y tú, salta! ¡Y tú! ¡No os quiero, a ninguno de vosotros!
Jamás lo habían visto tan furioso, gritaba como un borracho, pero no estaba borracho, sus ojos se clavaban como picas y anhelaba sangre.
—¡He dicho que saltéis!
El que había sido herido fue el primero en saltar, con los ojos desorbitados por el terror y el brazo izquierdo empapado por la sangre y la lluvia. Tras él saltaron todos, escapando de la cortante espada y de la lacerante pica. Uno tras otro cayeron a las oscuras aguas y empezaron a nadar rápidamente para llegar a la cada vez más distante orilla.
No había nadie al timón, pero a Salvaje eso no le importaba. Que la corriente lo llevara a donde quisiera. Su tripulación, reunida ahora en la orilla, esperaba que diera la vuelta y los recogiera, pero el Dama Perezosa corría empujado por el viento, rumbo a mar abierto.
—¡No os necesito! ¡A ninguno! —gritaba Salvaje, solo en la cubierta de proa, brillante bajo la lluvia.
Volvía a sentirse fuerte. Se había renovado. Se había deshecho de los hombres que habían sido testigos de su humillación.
Entonces, como un puñetazo, el vendaval golpeó del este, enviando la lluvia por delante, y el barco se sacudió y empezó una veloz carrera sobre las aguas.
Buscador se puso de pie, sujetándose con fuerza al techo del puente.
—¡Seremos arrastrados mar adentro!
Salvaje se volvió y se lo quedó mirando.
—¡Tú! ¡Fuera de mi barco!
—Necesitas ayuda para gobernarlo —gritó Buscador— o te arrastrará mar adentro.
El viento racheado abofeteó la vela mayor y escoró peligrosamente el Dama Perezosa, empujándolo fuera de la bahía. El chico tenía razón. El viento era huracanado y soplaba de tierra.
—¿Sabes recoger una vela?
—No.
—¡Toma el timón!
Salvaje echó mano de las drizas y empezó a arrizar la vela mayor. Ahora el Dama Perezosa corría velozmente en la dirección del viento atravesando la intensa lluvia. Había que ajustar el foque. De repente se dio de bruces con una desconocida. No era momento para preguntas.
—¡Agarra eso! —gritó, arrojándole un cabo—. ¡Tira!
Buscador se había hecho con el timón.
—¡Hazlo virar! —le gritó Salvaje—, ¡despacio y con fuerza!
Buscador aplicó todo su peso al timón, sin saber qué rumbo tomar. La vela mayor se estaba recogiendo, y la velocidad del barco aminoraba. Salvaje vio que el foque se aflojaba y le gritó a Estrella Matutina.
—¡Tira! ¡Más fuerte!
Necesitaban la velocidad que les quedaba para hacer la maniobra de giro. Ahora que tenía recogida la vela mayor, Salvaje corrió para hacerse cargo del timón.
—¡Ayuda a la chica con el foque!
Buscador y Estrella Matutina consiguieron mantener tenso el foque, y Salvaje accionó el timón, conduciéndolos en anchas bordadas contra el viento y la lluvia de vuelta hacia la costa. Despacio, con pericia, llevó el Dama Perezosa a una pequeña ensenada bordeada de árboles donde, al abrigo de la tierra, el zarandeo cesó por fin y el barco se enderezó permitiéndoles deslizarse sin tropiezos hacia aguas menos profundas.
La lluvia pertinaz de las tormentas de verano seguía cayendo con fuerza. Salvaje dejó que la quilla de la embarcación rozara la arena del fondo del río. Allí estarían seguros hasta la mañana. Entonces se volvió hacia los dos desconocidos.
—Hala, ya os podéis marchar.
—¿Adónde? —preguntó Buscador.
—Me da lo mismo.
—Gracias —dijo Estrella Matutina—. Estaremos muy a gusto en tu camarote.
—Yo no he dicho…
—Eres muy amable. Seguramente tienes un montón de amigos.
Salvaje se la quedó mirando a través de la lluvia. Estrella Matutina ya estaba bajando la escalerilla hacia el camarote, y Buscador iba tras ella.
—¡Será tonta! —exclamó Salvaje, lanzando golpes al aire con su pica.
En el camarote, Estrella Matutina escurrió el agua de su ropa empapada y se puso a buscar algo para comer.
—No sé tú —dijo—, pero lo que es yo, tengo hambre.
—Me muero de hambre —dijo Buscador.
Salvaje bajó la escalerilla pisando fuerte y entró en el camarote.
—¡Fuera de mi barco! —exigió.
Estrella Matutina había encontrado la alacena.
—Queso —dijo, poniéndolo sobre la mesa—. Galletas.
—¿Y qué, os vais o no? —dijo Salvaje—. ¿Preferís que os corte el gaznate?
—Yo no me voy —replicó Estrella Matutina—. O sea que si piensas cortarme el gaznate, será mejor que empieces.
Salvaje la miró fijamente, resoplando. Tanto Estrella Matutina como Buscador habían empezado a comer y no le prestaban atención. Esto le planteaba a Salvaje un problema. Hubiera sido muy capaz de matarlos a los dos de haber estado lo bastante furioso, pero el caso es que no lo estaba. No le obedecían, pero tampoco se burlaban de él ni lo provocaban. No sabía por qué, pero no le resultaba posible inclinarse sobre la mesa y cortarles el cuello así, sin más, mientras estaban sentados comiéndose sus mantecadas.
—¡Son mis galletas!
—¡Seguro que se las robaste a alguien! —adujo Estrella Matutina.
—¡Claro que sí! Por eso ahora son mías.
—Prueba una. Están buenas.
Eran unas excelentes galletas, y Salvaje se dio cuenta de que él también tenía hambre.
—Esto no significa que no os corte el gaznate más tarde —dijo.
—Vale.
Fue así que también él se sentó a la mesa y se puso a comer. Todo el mundo sabe que el hambre lo pone a uno de mal genio, y que satisfacer el apetito hace cambiar el humor con una rapidez increíble. Eso fue lo que sucedió con los tres que habían huido de la isla sagrada en medio de la tormenta. Se comieron todas las galletas y todo el queso y se sintieron inclinados a la amistad.
La lluvia seguía repiqueteando en el techo del camarote.
—A lo mejor podríais quedaros hasta que pase la tormenta —dijo Salvaje—. Así me ayudaríais a sacar el barco.
—¿Puedes gobernarlo solo? —preguntó Buscador, sabiendo que no podía.
—No es que me importe mucho —contestó Salvaje encogiéndose de hombros—. No creo que vaya a ir a ninguna parte.
—Tú querías ingresar en el Nom, ¿no es cierto?
Salvaje se puso rojo como un tomate. Estrella Matutina no necesitó leer sus colores para saber que lo que sentía era la furia de la humillación.
—¿Quién lo dice?
—Te hemos visto. También nosotros hemos tratado de ingresar, pero nos han rechazado.
—¿Os han rechazado?
—Ya ves —dijo Estrella Matutina—, en realidad, todos estamos igual y no será necesario que nos corten el gaznate.
—¡Rechazado! —repitió Salvaje con creciente amargura—. ¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué no me quieren?
—Contigo pasa de todo —dijo Estrella Matutina—. Eres violento y cruel y egoísta e ignorante.
—¡No soy ningún ignorante!
—Sí que lo eres. ¿Qué sabes de los nomanos?
—¡Sé que tienen poder! Y sé lo que tienen en su Jardín.
—¿Qué tienen en su Jardín?
—Paz.
—¿Qué clase de paz?
—¿Y cómo voy a saberlo?
—Entonces no sabes mucho.
—Nosotros no podemos hablar —dijo Buscador—. También nos han rechazado.
—¡Eso es cierto! —Salvaje echó una mirada furiosa a Estrella Matutina—. ¡Será tonta!
—Es cierto, soy una tonta —reconoció Estrella Matutina, sintiendo que la tristeza volvía a invadirla—. ¡Deseaba tanto ingresar en la Comunidad!
—Y yo —dijo Buscador—. Es lo que he deseado toda mi vida.
—No me quieren a mí del mismo modo que no quisieron a mi madre —añadió la muchacha.
—Ni a mi hermano —apuntó Buscador.
Salvaje tuvo la sensación de que se estaba perdiendo algo.
—¿Qué madre? ¿Qué hermano?
Buscador explicó lo de Resplandor, y cómo lo habían expulsado. A Salvaje lo impresionó más el hecho de que primero lo hubieran admitido.
—¿Tu hermano es un encapuchado?
—Lo era.
—¿Le enseñaron los poderes?
—Sí.
—Entonces ¡él puede enseñarme!
—No lo creo. Ya no.
Pero a Salvaje lo traían sin cuidado las necesidades de los demás. Ni remotamente se le pasaba por la cabeza que Buscador estuviera sufriendo por la desgracia de su hermano. Estrella Matutina se dio cuenta y quedó asombrada. Era una especie de monstruo humano: una persona sin corazón ni conciencia.
—A ti la vida debe de parecerte muy sencilla —observó.
—¿Sencilla? ¿Qué es sencillo? —se extrañó Salvaje.
—Ves algo que quieres y lo pides.
Salvaje quedó desconcertado.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—No tiene importancia. Es una historia muy larga.
—No te necesito, niña. Fuera de mi barco. —Se volvió hacia Buscador—. Tal vez tu hermano encapuchado pueda decirme lo que tengo que hacer para que los encapuchados me acepten.
—No sé adónde ha ido —objetó Buscador—. Además, no podría decirte nada. Le han hecho el lavado.
El recuerdo de la cara inexpresiva de Resplandor le ensombreció el rostro y apartó la vista. No quería llorar delante de aquel vagabundo.
—Pero tú lo vas a buscar —intervino Estrella Matutina—. Eso fue lo que dijiste.
—¿Qué es eso del lavado? —preguntó Salvaje.
—Le han quitado sus poderes, y también le han borrado los recuerdos.
—¡Qué me dices! —exclamó Salvaje, impresionado—. ¡Vaya con los encapuchados!
—Vas a ir a buscarlo, ¿verdad? —insistió Estrella Matutina, observando atentamente a Buscador.
Por sus colores dedujo que algo extraño estaba sucediendo en su interior. A su alrededor se veía un resplandor de un suave color lavanda que indicaba ensoñación y anhelo, y en su interior aparecían aquellos destellos dorados tan poco comunes.
—Sí —respondió Buscador lentamente—. Pero antes tengo que hacer algo.
Estrella Matutina leyó su mente. No era difícil. Por sus colores vio que estaba lleno de añoranza y sabía, porque él mismo lo había dicho, que lo que más deseaba en el mundo era ser aceptado en la Comunidad.
—Tú conoces otra forma de llegar a ser un nomano.
Buscador levantó la vista, sobresaltado.
—¿Cómo sabes eso?
—Simplemente, lo sé.
—¿Otra forma de ser un encapuchado? —gritó Salvaje—. ¿Qué otra manera?
—No puedo decírtelo.
—Dímelo, valiente, si no quieres que te corte el gaznate.
—¿Tú vas por ahí cortando el gaznate a los que no hacen lo que tú quieres? —preguntó Estrella Matutina.
—No siempre, sólo a veces.
—¿Y después de cortarles el gaznate hacen lo que quieres?
—¿Siempre habla tanto? —protestó Salvaje.
—No lo sé —dijo Buscador—. Acabo de conocerla.
—Intenta pedirlo de otra manera —insistió Estrella Matutina—. Tal vez yo pueda ayudarte.
—¿Tú? —dijo Salvaje con tono despectivo—. ¿Qué puede hacer una chiquilla tonta?
—Más que un tonto imberbe —replicó Estrella Matutina.
—Tal vez tengas razón —dijo Buscador.
Tras pensarlo un momento, había llegado a la conclusión de que su plan quizá tuviera más posibilidades de éxito si contaba con ayuda. Además, también se dio cuenta de que prefería tener compañía, así que decidió contárselo todo.
—No todos los nomanos ingresan en la Comunidad de la manera que nosotros lo intentamos, presentándose como aspirantes y siendo seleccionados. Algunos son invitados.
—¡Invitados!
—Algunos de los nomanos más célebres fueron invitados porque habían hecho algo digno de elogio, o algo de gran valor para la Comunidad. Algo que los propios nomanos no podían hacer.
—¿Algo que los nomanos no podían hacer? —Estrella Matutina se desanimó—. Nosotros no tenemos los poderes que tienen ellos. ¿Cómo vamos a hacer algo que ellos no puedan hacer?
Buscador había estado pensando en eso y había ideado una estrategia, aunque por el momento prefería guardarse la idea. Bastaba con decirles cuál era el objetivo.
—Hay un arma secreta —dijo—. Va a destruir toda la isla de Anacrea.
—¡Vaya! —exclamó Salvaje, impresionado.
—Está en algún lugar de la ciudad de Radiancia, aunque nadie sabe con exactitud qué es ni dónde está.
—¡Radiancia! —Estrella Matutina sintió un escalofrío al pronunciar el nombre—. Es un mal lugar.
Por una vez, Salvaje estuvo de acuerdo con ella.
—No juegues con Radiancia —dijo—. Allí están todos locos. Tiran a la gente desde altos promontorios.
Buscador no prestó atención a sus palabras.
—Si pudiéramos encontrar esa arma —prosiguió— y destruirla antes de que destruya Anacrea, creo que los nomanos nos darían lo que queremos.
—¿Los poderes de los encapuchados? ¿La paz que tienen en el Jardín?
—Todo.
—¡Formidable!
A Salvaje se le encendieron los ojos con la perspectiva.
—Pero ¿cómo? —preguntó Estrella Matutina—. Nosotros no somos nadie.
—Es posible —dijo Buscador—, precisamente por eso podemos hacer lo que los nomanos no pueden. Somos personas corrientes. No llamaremos la atención. Podríamos ir a Radiancia y nadie nos haría preguntas. Y una vez allí podríamos empezar a buscar.
—¡Formidable! —repitió Salvaje—. Encontramos el arma y… ¡Formidable! ¡Vaya! —Cortó el aire con su pica—. ¡Entonces te alegrarás de tener a Salvaje a tu lado!
—Creo que sí —convino Buscador.
—Pero no necesitamos a la chica —adujo Salvaje—. No nos servirá para nada.
—Te equivocas —dijo Buscador—. Ella sabe cosas.
—No sabe nada que valga la pena.
—Sé lo que estás pensando —intervino Estrella Matutina.
—¿Y qué estoy pensando?
Estudió sus colores atentamente. En su mayor parte, el brillo que había a su alrededor era el amarillo vivo del ensimismamiento, como era de esperar. Las personas con ese brillo amarillo simplemente no podían ver nada y a nadie más, pero había trazas de otros colores: destellos de rojo, listos para transformarse en llamaradas de rabia, y destellos de violeta que denotaban la tristeza de su corazón y, rodeándolo todo, una orla inesperada de suave azul lavanda como la que había visto en Buscador, el color del anhelo y la esperanza. Lo interpretó todo instintivamente, sin intentar un análisis.
—Piensas que en el mundo todos están contra ti. Estás cansado de eso. Piensas que te has metido en más líos por los encapuchados de lo que merecen, pero no puedes evitar un anhelo cuando piensas en ellos.
Salvaje dio un salto como si lo hubiera atacado.
—¡Vaya! —gritó—. ¿Cómo sabes todo eso?
—Simplemente, lo sé.
—Fuera de mi cabeza. ¡Nadie se mete con Salvaje!
—¿Ves? —dijo Buscador—. La chica sabe cosas.
—Y os diré algo más que sé —añadió Estrella Matutina—. Los encapuchados no usan sus poderes para sus propios fines, sino que los usan al servicio de otros.
—¿Para qué hacen eso?
—Son sus votos. Es por eso que la gente quiere sumarse a ellos, para poder ayudar a las personas y que no haya tanto sufrimiento en el mundo. Para cambiar las cosas y que todo sea mejor.
—Entonces no lo han hecho demasiado bien hasta ahora, ¿no te parece? —replicó Salvaje—. Yo no veo que las cosas mejoren en absoluto.
—Es posible que no hagan mucho, pero menos es nada.
Buscador citó las palabras de la Leyenda.
—«Lo poco que podamos hacer, debemos hacerlo, para que otros sepan que los hombres buenos pueden ser fuertes».
—Y hasta que no entiendas eso —dijo Estrella Matutina—, nunca serás uno de ellos.
—Bueno, eso me tiene sin cuidado.
Salvaje lo dijo con aire desafiante, pero Estrella Matutina estaba observando sus colores y vio cómo se extendía una tonalidad verde. El verde era el color de la incertidumbre. Si empezaba a saber que no sabía, entonces había esperanza para él.
Salvaje se volvió hacia Buscador.
—Tú y yo —dijo—. Vamos fuera.
La lluvia amainaba. Buscador siguió a Salvaje hasta la cubierta reluciente.
—Hay cosas que no se pueden decir delante de una chica —declaró Salvaje.
—Tiene una lengua afilada.
—Lo de afilada no me importa, pero las chicas nunca son la misma cosa. Un día dulces, al día siguiente agrias. En un momento se están riendo y al siguiente lloran. A mí me gusta que la gente sea siempre lo mismo. Cuando un hombre se planta, está ahí y en ningún otro sitio. ¿Me sigues?
—Sí. Creo que sí.
—Vale. Pues esto es lo que necesito saber. Si hacemos esto de lo que hemos estado hablando… ya sabes, encontrar el arma, salvar a los encapuchados… ¿qué pasa si te aceptan a ti y a mí no?
Su voz de pronto se empequeñeció. Buscador entendió entonces qué era lo que temía Salvaje. El bandido sabía muy bien que no entendía a los nomanos. Tenía miedo de ser rechazado por segunda vez.
—No puedo asegurarte lo que harán ellos —contestó Buscador—, pero puedo asegurarte lo que haré yo.
—¿Qué harás?
—Si vienes con nosotros, y si juntos llevamos a cabo este plan, entonces les diré que o nos aceptan a los tres o a ninguno.
—¿Dirías eso?
Sus ojos escudriñaron la cara de Buscador, buscando una señal de engaño.
—Sí. Lo haría. Lo haré.
—¿No me la jugarías?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque es lo que hace la gente.
—Pues no.
A pesar de todo, Salvaje se quedó mirándolo. Su expresión denotaba que se estaba debatiendo entre la duda y las ganas de creerle.
—En toda mi vida no he confiado en nadie. Gracias a eso sigo vivo. De modo que si voy contigo, y hacemos eso y me la juegas, te mataré.
Buscador lo vio muy claro: Salvaje le proponía un pacto de fe. A pesar de su juventud, Buscador sabía que eso era un compromiso muy serio, pero también sabía que, a pesar de su vida azarosa y de su descaro, Salvaje deseaba dolorosamente confiar en alguien aparte de sí mismo. Saliendo de la soledad en que había vivido toda su vida, había elegido a Buscador, y le pedía ayuda, además en sentido literal, pues tenía la mano tendida hacia él.
Buscador no sabía casi nada de él, pero respondió instintivamente y sin vacilar. Estrechó la mano de Salvaje y sintió la fiereza de su apretón cuando le habló con los ojos oscuros muy brillantes.
—Di: estaré a tu lado.
—Estaré a tu lado.
—Desde ahora hasta el fin del mundo.
—Desde ahora hasta el fin del mundo.
Salvaje le soltó la mano.
—No es necesario decírselo a ella —añadió.