La Selección
—Consultad vuestros corazones —dijo el maestro de novicios—. Preguntaos por qué deseáis ingresar en nuestra Comunidad.
Su mirada severa recorrió las filas de jóvenes, chicos y chicas, que tenía ante sí. La mayoría contaba apenas dieciséis años, y para ellos, lo mismo que para Estrella Matutina, ese era el momento para el que se habían estado preparando desde siempre.
—En lo más hondo de vuestro corazón, responded a esa pregunta con la verdad absoluta.
Sus ojos se detuvieron un instante sobre cada uno de ellos, sosteniéndoles la mirada un momento, exigiendo atención.
—Si buscáis la gloria, esta vida no es para vosotros.
Estrella Matutina buscó en su propio corazón y respondió que ella no quería la gloria.
—Si buscáis el dominio sobre los demás, esta vida no es para vosotros.
«No —pensó la muchacha—. No quiero el dominio sobre los demás».
—Si queréis ganaros el favor especial del Todo y Único, esta vida no es para vosotros.
«¿Es eso lo que quiero?». Estrella Matutina sintió un estremecimiento de duda. Ella sí quería estar cerca de la Madre Amantísima. ¿Estaba mal eso? ¿Significaba eso que era débil? ¿La rechazarían por desear eso? La perspectiva la inquietó. Era inconcebible. ¿Cómo podría volver a su vida de antes, seguir viviendo como antes, sin ninguna esperanza?
«¿Qué es lo que espero, entonces?».
—Pero, si en vez de buscar ventajas para vosotros mismos queréis vivir una vida al servicio de los demás…
«¡Sí! —pensó—. ¡Eso es lo que quiero! Servir. Ser útil. No dejar que mi juventud y mi talento, sea cual fuere, se pierdan como el agua derramada, se malgasten».
—… entonces, tal vez podáis seguir el camino de los nomanos, aunque es un camino difícil.
«¡No importa que sea difícil! —respondió Estrella Matutina gozosamente en lo más hondo de su corazón—. Cuanto más duro, mejor».
—Y solitario.
«¿Acaso no he estado sola toda mi vida?».
—Sin compensaciones materiales.
«No hay nada que desee tanto como servir a la Madre Amantísima».
—El día que ingreséis en el Nom como novicios, habrá acabado vuestra vida anterior y empezará otra nueva. Preguntaos si realmente es eso lo que queréis.
«¡Sí! ¡Sí! ¡Quiero que empiece una nueva vida para mí!».
—Aquellos de vosotros que estéis decididos, avanzad un paso con ánimo de humilde aceptación.
Oyeron que los cerrojos de la Puerta de los Peregrinos volvían a cerrarse.
—Pase lo que pase, es la voluntad del Todo y Único, y es para bien.
Buscador no se encontraba entre los aspirantes que se habían presentado a la selección, pero estaba cerca y no se perdió ni una de las palabras que dijo el maestro de novicios. Su padre le había soltado el brazo y ahora estaba rígido a su derecha, y su madre a su izquierda. Buscador permaneció en silencio, obediente. Observó cómo se abría la Puerta de los Peregrinos para recibir a los aspirantes.
«Seguro que ya sabes que si sigues tu camino, la puerta estará siempre abierta».
No fue la voz, sólo el recuerdo de la voz. Buscador se quedó mirando la Puerta de los Peregrinos. «El mundo está lleno de puertas abiertas —se dijo—. ¿Por qué estoy tan seguro de que esta se ha abierto para mí?».
Los aspirantes desfilaban bajo la arcada en una hilera que avanzaba despacio, guiados por los domésticos asistentes. Estrella Matutina avanzaba con ellos, trémula de anhelos y dudas. El momento de locura que antes la había asaltado en el Nom había hecho que su confianza vacilase. Tal vez hubiese en ella un defecto, una debilidad que la hacía indigna. Si no la aceptaban, se iría… se iría… a alguna parte… a cualquier parte, pero no regresaría, eso nunca. Había esperado demasiado esta nueva vida. Regresar significaría volver a su infancia, y a pesar de lo mucho que amaba a su padre, nunca volvería a ser una niña. No tenía elección. Debía seguir adelante.
Pero ¿la seleccionarían? Los demás aspirantes parecían mucho más confiados. Sabía que ella debía de parecer una ingenua. Muchas veces ni siquiera se le ocurría qué decir. Tenía una cara anodina. ¿Por qué habrían de seleccionarla? No podían ver en su interior. No tenían forma de saber cómo era realmente… Luego pensó que les diría que su madre era una de ellos. «Les diré que puedo ver los colores. Entonces me tendrán en consideración. Dirán que hay en mí más de lo que se observa a simple vista. Verán debajo de la máscara».
El último de los aspirantes acababa de pasar por la Puerta de los Peregrinos cuando oyó el ruido de pasos de alguien que corría, y un muchacho chocó de lleno con ella y a punto estuvo de derribarla. Sus colores la sobresaltaron: chispeaba como unos fuegos artificiales, rojo intenso, verde y dorado. El rojo y el verde eran señal de pura juventud, pero el dorado era raro. Tan raro que no sabía con certeza qué significaba.
—¡Lo siento! —dijo el chico, jadeante y mirando con temor hacia atrás.
Antes de que Estrella Matutina pudiera preguntarle qué estaba haciendo, apareció un hombre bajo la arcada, detrás de él, y señalando con el dedo al chico que corría lo llamó con voz autoritaria.
—¡Vuelve aquí ahora mismo!
El chico se situó detrás de Estrella Matutina, como si esperara que el hombre le lanzara algo.
—¡No!
—¡No seas tonto! ¡Nunca te admitirán!
El hombre lo fulminó con la mirada. El chico no se movió. Entonces el hombre dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas. El chico soltó un suspiro estremecido y prolongado. Los colores que fulguraban a su alrededor eran tan intensos que Estrella Matutina estaba casi asustada. Daba la impresión de que era más joven que ella, pero tenía tal expresión de vivacidad, tal rapidez de movimientos, que incluso sin los colores ella reconoció su rabia y supo que era más fuerte que el miedo. Los ojos oscuros del chico se cruzaron con los suyos durante una fracción de segundo, y tuvo la sensación de que estaba a punto de decir algo, pero luego se arrepintió. Bastó una mirada a su ancha cara y al pañuelo campesino que le cubría la cabeza; seguramente pensó que ella no lo entendería. Eso la desanimó y la irritó, y eso fue lo que la llevó a hablar primero.
—¿Quién era ese hombre?
—Mi padre.
El chico se puso en la fila junto a ella, sin apartar la mirada del suelo.
—Es reconfortante ver que tiene fe en ti.
Él levantó la mirada.
—Pero no es así.
Aguijoneada por la sorpresa que notó en la voz del chico, Estrella Matutina se permitió una broma.
—Cuanto sucede es voluntad del Todo y Uno. ¡Con cuánta humildad lo aceptamos!
Eso dejó al chico sin habla. Se daba cuenta de que ella se burlaba, pero ¿de quién?
La fila de aspirantes fue encauzada entonces a través del Patio de las Sombras hasta una puerta situada a la derecha. En la puerta decía: «SÓLO COMUNIDAD».
La habitación en la que entraron era una estancia alargada de alto techo iluminada por lámparas que colgaban en el centro, con bancos a lo largo de las paredes laterales. En los bancos había sentados entre treinta y cuarenta miembros de la Comunidad, todos con los badanes sobre los hombros, como era costumbre en el interior del Nom. Los ojos de Estrella Matutina escudriñaron las caras silenciosas, buscando a su madre. Había muchas mujeres entre los nomanos, pero ninguna miraba a los aspirantes. Estuviera donde estuviese, seguro que su madre cuidaba de ella.
En el otro extremo de la sala, en una mesa perpendicular a los bancos, estaban sentados los dos seleccionadores. Un sirviente del noviciado, apostado junto a la puerta, indicó a los aspirantes que debían esperar a que se los llamara. Después habían de recorrer la sala entre las dos filas de nomanos y decir su nombre a los seleccionadores. El maestro de novicios, que era uno de los seleccionadores, señalaría entonces a la izquierda o a la derecha. La puerta de la izquierda conducía al noviciado. Por la de la derecha se volvía al Patio de las Sombras. Debían ir enseguida y en silencio en la dirección indicada. No debían discutir la decisión de los seleccionadores, que era definitiva.
—¿No debemos decir nada?
—Podéis formular una sola pregunta si queréis, pero sólo una.
—¡Una pregunta! ¿Nada más?
El sirviente del noviciado tocó al primer aspirante en el brazo y este avanzó por la sala hacia la mesa de los seleccionadores. Estrella Matutina, que permanecía atenta, vio que los nomanos lo estudiaban y después volvían sus rostros silenciosos, uno por uno, hacia los seleccionadores. Enseguida comprendió que ese veredicto sin palabras era el auténtico proceso de selección. Cuando el aspirante llegó a la mesa, la decisión ya estaba tomada.
Las palabras que se intercambiaron sentados a la mesa fueron dichas en tono demasiado bajo para que los demás las oyeran, y fueron de una brevedad sorprendente. El maestro de novicios señaló hacia la derecha y el aspirante fue rechazado. Al ver esto, Estrella Matutina empezó a temblar otra vez de miedo. ¿Qué podía hacer para que la aceptaran? ¿Podía depender todo su futuro de un corto desfile ante los ojos de unos desconocidos?
Buscador, de pie a su lado, también esperaba su turno con creciente nerviosismo. El maestro de novicios conocía bien a su padre y sin duda lo reconocería cuando lo tuviera frente a él. ¿Sabría que estaba allí sin el permiso paterno? ¿Importaba eso? Era mayor de edad. Por otra parte, el maestro de novicios sabría que era hermano del malhadado Resplandor. ¿Influía eso en su contra?
A su alrededor, los demás aspirantes discutían en un susurro nervioso cuál era el tipo de pregunta más oportuno. Tanto Buscador como Estrella Matutina sospechaban que eso no tenía nada que ver con el proceso de selección. Buscador no sabía en qué consistía la auténtica prueba, pero dada su fe instintiva en los ideales de los nomanos, daba por sentado que acertarían. Lo que él tenía que hacer era simplemente presentarse ante los seleccionadores y confiar en la sabiduría de un proceso que estaba fuera de su comprensión. Si lo rechazaban aceptaría que era lo mejor para él, pero temía el rechazo, ya que eso significaba volver a casa, con su padre.
¿Quiénes de entre ellos serían aceptados? Miró a su alrededor y vio que Luchador lo miraba con expresión de alegre sorpresa. Desvió la vista y se encontró con los ojos de la chica con la que había tropezado, la que había dicho unas cosas tan extrañas. Al cruzarse sus miradas, ella puso una cara graciosa. Era una sonrisa, pero lo que significaba era: ¿no es esto insoportable? Buscador meneó la cabeza, confundido. La sonrisa de ella implicaba que ya lo conocía, pero no era así.
En ese momento se oyó un golpe muy fuerte a sus espaldas. La puerta se había abierto de repente. Una voz joven y vigorosa sonó, estridente, rompiendo el silencio.
—¿Hola, encapuchados, me a-a-máis?
Todos volvieron la cabeza, sorprendidos. Allí, de pie, estaba un agraciado joven vestido de colores chillones y con los brazos adornados con brazaletes de plata. Buscador, que lo miraba como todos los demás, se dio cuenta de que no había visto a nadie como él en toda su vida. No se trataba sólo de la llamativa vestimenta y el largo pelo rubio, sino de la actitud arrogante, la sonrisa y la forma estentórea de hablar. Salvaje era todo lo que los nomanos no eran.
El sirviente del noviciado salió presuroso a su encuentro.
—¡No, no, no! —dijo.
—¡Sí, sí, sí! —dijo Salvaje, apartándolo con el brazo.
Recorrió la sala, dedicando reverencias y sonrisas a los nomanos situados a ambos lados.
—Hola, encapuchados —los saludó—. ¡Quiero ser como vosotros!
Cuando llegó a la mesa de los seleccionadores, metió una mano en el bolsillo y arrojó un puñado de monedas de oro sobre los papeles que tenían ante sí.
—Os pagaré mi admisión —dijo con orgullo—. Quiero vuestro poder y vuestra paz.
El maestro de novicios miró primero el oro y después al joven sonriente que tenía ante sí. Después habló con suavidad.
—¿Cómo te llamas?
—Me llaman Salvaje.
—Aquí el dinero no sirve para nada, Salvaje.
La segunda seleccionadora, una mujer joven y huesuda, empezó a recoger las monedas una por una para devolverlas. A Salvaje se le borró la sonrisa.
—¿No vais a aceptar mi regalo?
—No.
—¡Cochino encapuchado!
Trató de agarrar al maestro de novicios por el cuello con la mano derecha. Salvaje tenía una mano vigorosa, y el maestro de novicios un cuello delgado. Salvaje había arrebatado la vida a cuellos mucho más robustos que ese, pero en este caso calculó mal la distancia y sus dedos se cerraron en el vacío.
Volvió a intentarlo, lanzando la mano derecha directa a la garganta. Los ojos de lechuza del maestro de novicios lo miraron fijamente, sin hacer el menor movimiento. Una vez más, Salvaje se quedó corto.
La mujer seleccionadora se inclinó hacia delante y le ofreció sus monedas de oro. En el reverso de su mano, Salvaje vio los tendones que movían sus dedos como cables.
—Todavía no es tu momento —dijo la mujer.
Él recogió las monedas. Ella entonces levantó la mano con que se las había entregado, y con la palma vuelta hacia fuera impulsó apenas el aire hacia él. Salvaje retrocedió dando tumbos, como si hubiera recibido un golpe leve pero irresistible. A continuación sintió como un tirón en las piernas, e incapaz de detenerse, empezó a caminar hacia la puerta que lo condujo al Patio de las Sombras. Pie izquierdo, pie derecho se fueron moviendo alternativamente, y el resto de su cuerpo no pudo evitar que lo transportaran. La situación era ridícula, humillante. Era exactamente como si lo hubieran echado, aunque era él mismo quien se iba.
—¡Cochinos encapuchados! —gritaba mientras se marchaba, sacudiendo sus monedas de oro—. ¡Esta me la vais a pagar!
El sirviente que se encontraba junto a la salida abrió la puerta y allá fue Salvaje. La paz volvió a reinar en el proceso de selección.
* * *
Uno tras otro, los aspirantes fueron desfilando por la sala, y la mayoría fueron rechazados. A la vista di: esto, y sin saber cómo evitar el mismo destino, la moral de los que quedaban era cada vez más baja. Cuando por fin le llegó el turno a Buscador, estaba tan convencido de que también él sería rechazado que se acercó a la mesa en actitud de orgulloso desafío.
—Mi nombre es Buscador de la Verdad.
El maestro de novicios lo miró en silencio. Buscador miró fijamente los grandes ojos inexpresivos y vio que la decisión ya estaba tomada. No lo habían aceptado. No había necesidad de hacer ninguna pregunta. Ya le habían dado la respuesta.
—No sois justos —dijo.
Sabía que no era lo correcto, pero no pudo contenerse. De todos modos, sabían lo que sentía, lo veía en sus ojos. Entonces, ¿para qué disimular?
—Tampoco lo fuisteis con Resplandor —añadió.
El maestro de novicios inclinó levemente la cabeza, lo que podría haber equivalido a un reconocimiento de injusticia, y después levantó la mano derecha y señaló la puerta con un movimiento mínimo.
Buscador sabía que estaba al borde de las lágrimas. No siguió discutiendo. Sólo le quedaba su orgullo. Con la cabeza bien alta se encaminó hacia la puerta que el sirviente abrió para que pasara y cerró a sus espaldas.
En cuanto estuvo fuera, sintió que las lágrimas le quemaban en los ojos. Eran lágrimas de vergüenza, de amargura. Se sentía tan expulsado como Resplandor. ¡Lo habían rechazado sin una palabra! Les había bastado con mirarlo para saber que no era digno de ingresar en el Nom.
«¡Pero sí que soy digno! ¡Yo oí la voz! ¿Por qué no pueden darme por lo menos una oportunidad? ¡No es justo!».
Esto era lo peor. La injusticia lo indignaba. Le parecía oír a su padre: «Ya te lo había dicho. ¿Me crees ahora?». Pero Buscador no le creía, ni tampoco al maestro de novicios. Creía al espíritu que había en su interior y a la voz que le había hablado. Sabía que había nacido para ser un nomano. ¿Cómo era posible que no lo vieran? Les demostraría que estaban equivocados. Les…
¿Qué podía hacer? ¿Adónde iría? A casa no. ¿A la escuela, al día siguiente? No. No volvería al plan que su padre había trazado para su vida.
Entonces se le ocurrió: lo simple, lo obvio, lo imposible, el único camino. Era una locura, pero al menos abría una esperanza.
Olvidando las lágrimas que corrían por sus mejillas, las miradas de curiosidad o comprensión de los peregrinos en retirada, fue bajando los escalones. Su nueva meta resplandecía ante sus ojos como una luz distante que lo guiara.
* * *
—Mi nombre es Estrella Matutina.
Los dos seleccionadores la miraron en silencio. Sintió que le ardían las mejillas. ¿Era el momento de hacer su pregunta? ¿Debía esperar a que ellos hablaran primero?
En ese momento, el maestro de novicios tenía la mirada baja. Vio que su mano empezaba a moverse. ¿Se había acabado? ¿Estaba decidido? No podía ser que esa mano empezara a moverse hacia la derecha.
—Por favor —dijo—. Tengo una pregunta.
La mano del maestro de novicios se quedó quieta. Volvió a levantar la vista. Estrella Matutina tenía preparadas varias preguntas, pero la que realmente hizo no fue ninguna de esas.
—¿Dónde está mi madre?
Captó una chispa de sorpresa en los ojos saltones del maestro de novicios. Por supuesto, su pregunta no tenía sentido en sí misma. En cierto modo, había supuesto que ellos lo sabrían.
—Mi madre ingresó en los nomanos hace doce años.
—¿Tu madre es miembro de la Comunidad?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Misericordia.
El maestro de novicios tomó un libro que tenía ante sí mientras hablaba con su colega:
—¿Conoces ese nombre?
La segunda seleccionadora negó con la cabeza.
—En la Comunidad no hay nadie con ese nombre.
El maestro de novicios recorrió con los ojos la lista del libro.
—No —dijo—. Tu madre no es miembro de la Comunidad.
Estrella Matutina, que ya se había puesto muy nerviosa con el proceso de selección, no entendía lo que le estaban diciendo.
—¡Claro que lo es! ¡Fue por eso que nos dejó! Para servir al Todo y Único.
—Tal vez tuviera esa intención —dijo el maestro de novicios—. Pero parece que no fue aceptada.
Estrella Matutina vio por sus colores que decían la verdad, pero ¿cómo podía ser?
—¡Imposible! ¡Tiene que estar aquí! Si no está aquí, ¿dónde está?
—Lo siento, no lo sé.
Alzó la mano y señaló hacia la derecha. Aturdida, Estrella Matutina salió por la puerta al Patio de las Sombras.
Por el momento, la conmoción de saber que su madre no era una nomana superó la de su propio rechazo. Se quedó inmóvil en el patio oscuro, lleno de ecos. A través de las puertas abiertas de la alta arcada vio a los últimos peregrinos que abandonaban sus puestos y emprendían el camino a casa. La Congregación había acabado. También ella debía irse.
Todos estos años había creído que su madre era uno de esos seres superiores llamados nomanos, que por eso había abandonado a su esposo y a su hija. Era lo único que tenía sentido, y se habían sentido orgullosos de ella por eso. Estrella Matutina había crecido deseando seguir su camino. Y ahora… ella no estaba allí. ¿Qué camino había tomado? ¿Adónde había ido? ¿Por qué no había vuelto a casa?
Cuando esta idea cobró forma en su mente, sintió que la invadía una oleada de horror absoluto que llenaba su corazón y su mente y la hacía sentir mareada y débil. Era tal como había dicho Filka. Su madre no había vuelto a casa porque no la quería. ¿Qué otra cosa podía creer? ¿Que estaba muerta?
¡Sí! ¡Era mejor que estuviera muerta! ¡Así podría seguir creyendo en su amor! ¡Mejor muerta que viva y sin que le importara volver a buscar a su hija!
Uno de los sirvientes tosió suavemente a su espalda y le indicó que debía bajar los escalones junto con el resto de los peregrinos. Estrella Matutina ya no tenía fuerzas para resistirse. Obedeció. Ya no le importaba lo que fuese de ella.
«Soy una chica mala —pensó—. Quiero que mi propia madre esté muerta. No es extraño que los nomanos me hayan rechazado. ¿Cómo llegué a creer que sería digna de tan alto honor? Soy fea y tonta y mala, y ni siquiera mi propia madre quiso volver a mi lado».
Sintió una tristeza tan honda que ya no pudo reprimirla. Cuando los sollozos se hicieron incontenibles, avergonzada de su pena, se alejó de la escalera y se internó en una de las calles de la isla hasta encontrar un rincón oscuro junto a una pared donde nadie pudiera verla. Allí se agachó, se rodeó las rodillas con los brazos y lloró y lloró hasta que ya no le quedaron más lágrimas. Rebuscó en su bolsa y sacó el vellón de lana que su padre le había dado y lo apretó contra su mejilla húmeda.
—Oh, papá —musitó—. ¿Cómo voy a decírtelo?
Habló bajito, pero en voz audible. Alguien la oyó.
—¿Quién está ahí? —preguntó una voz.
Había alguien al otro lado de la pared. No era un muro alto, apenas un cercado que señalaba los límites entre dos propiedades. Se puso de pie y se dio la vuelta para mirar. Allí, abandonando una postura acurrucada muy parecida a la suya, estaba el chico que había tropezado con ella. Sus colores se habían vuelto azul y violeta, aunque conservaba todavía el débil resplandor dorado que había captado antes. Un lejano farol callejero proyectaba un haz de luz común que le permitió ver en su rostro el surco de las lágrimas. Entonces lo recordó: también a él lo habían rechazado.
El chico tenía exactamente la misma expresión de pérdida que ella. Fue como mirarse en un espejo. Instintivamente, como si fuera a tocar su propia imagen reflejada, levantó una mano. Él hizo lo mismo y sus manos se encontraron, palma con palma. El brillo de luz dorada que él irradiaba se hizo más intenso. Ese brillo la fascinó. Era como… ¿como qué? No tenía nombre. Era como polvo solar. Estrella movió la mano para palpar el aire cerca de la mejilla de él, sin tocar su piel, tratando de tocar los colores. El chico se apartó, como si temiera que ella quisiera hacerle daño.
Desde el muelle llegó el triste ulular de una sirena. El último barco estaba a punto de partir.
—Estás llorando —dijo él.
—Pensaba que mi madre estaba aquí, pero la rechazaron.
—Igual que a mi hermano.
—¿Tu hermano?
—Era el que han expulsado —explicó Buscador.
—¿Ese era tu hermano?
—Sí.
—¿Por qué no te has acercado a él? —preguntó la joven—. Ni siquiera le has dicho adiós.
—No.
—¿Qué hizo que fuera tan imperdonable?
—No lo sé.
Por sus colores veía que estaba avergonzado, pero ella no pudo evitar decir lo que pensaba.
—Si hubiera estado allí cuando expulsaron a mi madre, habría ido tras ella.
—Ojalá yo lo hubiera hecho. —Nuevas lágrimas asomaron a los ojos del muchacho—. Ojalá le hubiera dicho que no creo que lo mereciera. Ojalá me hubiera despedido de él.
—Todavía puedes. No debe de andar muy lejos.
—Tengo otra cosa que hacer. Algo más importante.
—No da la impresión de que lo estés haciendo.
Él se la quedó mirando y no dijo nada, pero Estrella vio que a su alrededor los colores cambiaban, tan claramente como si estuviera hablando en voz alta. El azul se volvió púrpura y luego rojo. Buscó en un bolsillo y sacó lápiz y papel. Escribió algo.
—Espérame aquí —le pidió.
Echó a correr calle abajo. Estrella Matutina vio que deslizaba una nota por debajo de una puerta cerrada. Luego volvió.
—Vámonos.
Juntos bajaron los escalones. Corrieron tan rápido como pudieron, pero mucho antes de llegar al fondo vieron la última gabarra deslizándose río arriba. Siguieron bajando, pero ya sin prisa. Se había levantado un viento nocturno que trajo consigo los primeros goterones de lluvia.
* * *
La nota que Buscador había dejado para que sus padres la leyeran a la mañana siguiente quedó sobre la alfombra del lado interior de la puerta. Decía: «Me he ido a buscar a Resplandor. No os preocupéis por mí. Buscador».
No decía nada sobre la otra parte de su plan. Sabía que no lo hubiesen entendido.