15


La Expulsión

Para Buscador, los días que precedieron a la Congregación fueron insoportables: se sentía al mismo tiempo tenso por la ansiedad y dolorosamente vacío. En casa no se volvió a decir nada más sobre la inminente desgracia. En realidad, apenas se hablaba. Las comidas transcurrían en silencio. Su padre se refugiaba cada vez más en las tareas de la escuela y su madre en sus libros. Todos esperaban que llegara el golpe, reuniendo fuerzas para soportar las miradas y los comentarios de los vecinos.

También se estaban preparando para el desconsuelo de ver a Resplandor una última vez, antes de que saliera de sus vidas para siempre. Una expulsión no era cosa frecuente, y cuando se producía, tenía lugar ante la Congregación reunida en pleno como ejemplo para todos.

Buscador se guardaba en la medida de lo posible lo que sentía. Luchaba con sentimientos contradictorios. Trataba de recordar la voz que le había hablado en el Nom, pero con el transcurso de las horas las dudas no habían hecho más que aumentar. ¿De dónde había salido la voz? Seguramente, no del dios hacedor de todas las cosas. ¿No era mucho más probable que lo hubiera imaginado? Y con respecto a su certeza de que Resplandor no podía haber quebrantado sus votos: ¿qué sabía él del cambio que podría haberse obrado en su hermano a lo largo de los tres últimos años? ¿Qué sabía realmente de él? Siempre había sentido cariño y admiración por Resplandor, pero entonces los dos tenían tres años menos. Tal vez había cambiado. Al fin y al cabo, ¿por qué iba el Nom a mentir deliberadamente?

Todo aquello era absurdo. Cuantas más vueltas le daba, me nos seguro estaba de nada. Al final, igual que su padre y su madre, bajaba la cabeza y esperaba en silencio a que terminara la pesadilla.

La embarcación rápida que transportaba a Soren Similin atracó en el muelle de la isla apenas media hora antes de que se pusiera el sol. Similin despidió al barquero y se sumó al último de los peregrinos a tiempo de oír al cansado mayordomo dar su discurso de bienvenida por última vez. Mientras pronunciaba las palabras «vaciad vuestros corazones de toda amargura e ira, de todo resto de codicia y miedo», el secretario adoptó una expresión beatífica, como si también para él la única ambición fuera la de rendirse al orgulloso dios. Mientras subía los cuatrocientos doce escalones hasta el Nom se mantuvo en un silencio reverente, como los demás. Y cuando le tocó el turno de caminar arrastrando los pies entre los pilares de mármol hasta la celosía de plata, también se postró en actitud de respetuosa plegaria. Sin embargo, no estaba orando; estaba pensando en lo fácil que resultaría arrasar aquel antro de superstición cuando hallara al portador adecuado.

Cuando el sol poniente tocó el horizonte del océano y la gran campana del Nom empezó a tañer, Soren Similin había ocupado su lugar entre la muchedumbre de peregrinos en el espacio adoselado, frente a la Puerta de los Peregrinos. Los visitantes, los isleños y los sirvientes que servían en el Nom ocupaban sus respectivos sectores con el rostro expectante, iluminados por hileras de llameantes antorchas. Había más de cinco mil personas apiñadas en los bancos escalonados. La Congregación estaba a punto de empezar.

Entonces, el canto sonoro de la campana cesó y todos los que esperaban oyeron un nuevo sonido: una salmodia que llegaba flotando desde el interior del edificio. Se acercaban los miembros de la Comunidad. Todos se pusieron de pie. Buscador, entre sus padres, tomó la mano de su madre y la apretó con fuerza. Estrella Matutina, situada más abajo, entre los peregrinos, fijó los ojos en la puerta rematada con una alta arcada y sintió que se le secaba la boca de expectación. La salmodia se oía más fuerte: un canto sin palabras, de profundas armonías, el que se entonaba siempre al comienzo de la Congregación anual. Era la Salmodia de los Nomanos.

Pasaron por la arcada, desfilando despacio, con las cabezas cubiertas por los badanes, en fila de a dos. A la luz del sol poniente y el resplandor de las antorchas, sus ropajes ceremoniales de un blanco puro adquirían una tonalidad rojiza. Los nomanos salían del Nom cantando para presentarse ante el pueblo al que servían.

Buscador intentó localizar a su hermano y se estremeció pensando en la inminente desgracia. Bajo la tenue luz y con el rostro semioculto bajo el badán, era imposible distinguirlos. Más nomanos seguían entrando por la Puerta de los Peregrinos, sabios venerables, famosos guerreros y jovencitos que acababan de ganarse su badán. La salmodia subía de volumen. Buscador volvió a apretar la mano de su madre y respiró hondo, permitiéndose, al menos hasta que cesó el canto, sentir el temor reverencial que siempre le inspiraba el poder que se congregaba ante él. Esos hombres y mujeres que no tenían nada, que se vestían todos igual hasta el punto del anonimato, eran los salvadores del mundo. Si había justicia era porque los nomanos la administraban. Si había libertad era porque los nomanos la hacían respetar. Esos hombres y mujeres que no llevaban armas ni vestían armadura eran los Guerreros Místicos del Camino Verdadero, y nadie podía oponerse a ellos.

Ya se veía el final de la larga procesión y los últimos nomanos ocupaban sus lugares. Colocados en filas de a diez seguían con su salmodia y llenaban el cuarto lado de la planta de la Congregación, al pie de las imponentes murallas del Nom.

Las filas se partieron en dos y entre ellas apareció, en silla de ruedas y empujado por su antiguo y fiel sirviente, el decano de la Comunidad. La silla llegó rodando al espacio abierto del centro, y allí el sirviente asistente retiró el badán del decano para que pudiera verse su rostro surcado de profundas arrugas.

El decano alzó una mano marchita. La salmodia cesó y el silencio reinó sobre todos los allí reunidos. Entonces, de las filas de los nomanos salió una joven que, con andar leve y los ojos bajos, avanzó hasta colocarse al lado del decano en el centro del espacio abierto. Una vez allí hizo una pausa antes de levantar la vista y empezar a cantar sin acompañamiento. Tenía una voz potente y bella, y cada palabra llegaba pura y nítida a la multitud que escuchaba bajo el cielo iluminado por las antorchas.

Madre que nos hiciste,

Padre que nos guías,

Niño que nos necesitas,

luz de nuestros días y paz de nuestras noches,

razón y meta de nuestras vidas,

despertamos a vuestra sombra,

seguimos vuestros pasos,

dormimos en vuestros brazos…

Constantemente y en todas partes,

hoy y por siempre,

guiadnos al Jardín,

a descansar en el Jardín,

a vivir en el Jardín

con vosotros…

Al apagarse la última nota, la cantante volvió a bajar la cabeza y regresó a las silenciosas filas de los nomanos. El decano se aclaró la garganta con un seco carraspeo.

—En nombre del Todo y Único —dijo—, nosotros, sus siervos, estamos aquí dispuestos a rendir cuentas.

Con su voz quebrada pronunció las palabras que exigía la Regla impuesta por su fundador, Noman. A pesar de todo su poder, los nomanos no representaban la ley. Los que tenían quejas contra ellos tenían derecho a acudir a la Congregación y exponerlas. Sin embargo, nadie lo hacía. Ese día había uno que podría haber hablado de haber sido el momento adecuado, pero Soren Similin guardó silencio, porque sabía que todavía no había llegado el día y que, cuando llegara, su intervención sería más contundente que las palabras.

El decano esperó un tiempo prudencial. Los ojos de Buscador se pasearon por todo el lugar y vieron a los guardianes en lo alto de las murallas del Nom, y supo que aunque la Puerta de los Peregrinos se había cerrado, toda la Comunidad permanecía en estado de máxima alerta.

Entonces el decano hizo una señal con la cabeza al prior, que desplegó un papel y pasó revista en voz alta, como todos los años, al número de los ingresados en la Comunidad. En el curso del año anterior, treinta y cinco miembros se habían retirado, doce novicios habían hecho sus votos perpetuos. Se invitó a que nuevos aspirantes se presentaran esa noche para su selección, pero antes, por desgracia, uno de los miembros de la Comunidad la abandonaría.

Un murmullo sordo se propagó entre la multitud que escuchaba. ¿Un nomano se marchaba? Eso no era habitual.

—Apelo a esta Congregación —dijo el prior con voz grave—, para que haga que se cumpla la decisión de la Comunidad, de acuerdo con la Regla de los Nomanos.

El silencio se cargó de electricidad. ¡Una expulsión! Buscador sintió que la mano de su madre temblaba en la suya. De las filas salió un nomano solitario. A Buscador el corazón le dio un vuelco. Aquella forma de andar arrastrando los pies, aquella cara franca… Sólo que ahora no sonreía. Miraba al frente con expresión vacía.

«¡Oh, hermano mío! ¿Qué te han hecho?».

De repente, Soren Similin observó con mayor atención.

Buscador se volvió a mirar a su madre y vio que tenía los ojos empañados por las lágrimas contenidas. Miró a su padre y vio la expresión grave y tensa de su cara, que no expresaba ninguna emoción.

—Resplandor de la Justicia —dijo el prior—, has sido declarado culpable de transgredir la Regla de nuestra Comunidad.

Hubo una pausa en la que pareció que todos los allí reunidos contenían el aliento. Resplandor miraba sin ver lo que tenía delante, como si no fuera consciente de la gravedad del momento.

—Es voluntad de esta Comunidad, en castigo por tu gravísima trasgresión, que seas expulsado.

Un suspiro recorrió la conmocionada multitud de peregrinos e isleños. ¡Expulsado! Todos los ojos se fijaron en el malhechor. Su rostro inexpresivo lo revelaba todo: había sido sometido a un lavado. Seguramente apenas recordaba su nombre. El prior desató con una mano el badán que le cubría la cabeza mientras pronunciaba las terribles palabras del veredicto.

—Todo lo que te hemos dado vuelve a nosotros. Al irte no te llevas nada.

Buscador vio que las lágrimas surcaban las mejillas de su madre. «¡Hermano! —gritó su corazón—. ¡Habla! ¡Diles que están equivocados!».

—Ahora eres como un niño que ha vuelto a nacer. Vuelves a ser inocente y, por lo tanto, has sido perdonado.

Buscador sintió que su padre se estremecía y volvía a quedarse quieto. El propio Resplandor permanecía inmóvil. Sin su badán parecía muy joven, sumamente vulnerable. Buscador lo miró con lágrimas en los ojos.

«¡Resplandor! ¿Qué te han hecho? ¿Por qué? ¡Dime que se equivocan!».

—Fuiste nuestro hermano, y por eso siempre serás bienvenido aquí, pero ha llegado el momento de que inicies una vida nueva en un lugar nuevo. Ahora vete, y que el Uno que todo lo comprende se apiade de ti.

Silencioso hasta el final, Resplandor obedeció. Avanzó hacia los escalones sin volverse ni una sola vez para despedirse de su familia. Buscador intentó correr tras él, pero la mano de su padre lo sujetó con tanta fuerza que le hizo daño. Alzó la vista para mirar a su padre a la cara, esperando ver en él dolor, o al menos piedad, pero todo lo que vio fue un férreo autocontrol.

—Padre, es Resplandor. ¡Tu hijo!

—Ahora tú eres mi único hijo.

Al oír las palabras de su padre, Buscador sintió que la niebla lo envolvía. ¿Qué obediencia le debía a este padre que era capaz de repudiar a su propio hijo?

«Tu vida es tuya —le había dicho el nomano la mañana de su cumpleaños—. Si no es la vida que deseas, sólo tú puedes cambiarla».

Si alguna vez tenía que cambiar su vida, aquel era el momento.

Sólo si ingresaba en el Nom llegaría a entender el mal que le habían hecho a Resplandor. Sólo convirtiéndose en un Guerrero Místico tendría poder para rectificarlo.

El anhelo soterrado explotó en su interior. Lo que siempre había sido imposible ahora, de repente, parecía factible. El deseo se avivó con tanta intensidad que apenas podía hablar. Era el momento inadecuado, el momento de la caída en desgracia de Resplandor. Era el deseo inadecuado, no lo que su padre tenía pensado para él. Pero lo sentía con demasiada intensidad como para guardárselo.

—Padre —dijo, tartamudeando—. Padre… solicito tu permiso… Me gustaría ingresar… Solicito ocupar el lugar de Resplandor.

—¿Tú? —Su padre se volvió y lo miró con desapasionada sorpresa. Creía que eso había quedado descartado.

—Sí, padre, lo sé, pero ahora que… ahora que…

No tenía palabras. Ser un guerrero del Todo y Único, no pedir nada y no poseer nada, proteger al Niño Perdido y obedecer al Padre Sabio, convertir mente y cuerpo en un instrumento del Camino Verdadero, eso era todo lo que quería en la vida. No deseaba ser un maestro: ese era el sueño de su padre para él, pero no el suyo propio. ¿Qué sabía su padre de su naturaleza cuando le puso aquel nombre? ¿Cómo podía leer en el corazón de un recién nacido? Claro que no era en el corazón del recién nacido en el que había leído, sino en el suyo.

—¡Deja que lo intente! ¡Por favor!

—Los nomanos nunca te aceptarán —adujo su padre sujetándole el brazo con más fuerza aún—. Tú tienes otro camino en la vida. No te atormentes con lo que jamás podrá ser.

Su mirada firme, inflexible, se volvió hacia la plaza atestada para seguir a Resplandor hasta que se perdió de vista.

Estrella Matutina también estaba observando la partida del exiliado. No entendía demasiado bien lo que estaba pasando, pero por los colores que reverberaban en torno a él —azul y violeta— comprendió que soportaba un gran dolor. Seguía esperando que alguien le tendiera la mano, que lo llamara, que le dijera alguna palabra de despedida, que rompiera el cruel silencio, pero no se elevó ninguna voz.

Una vez que Resplandor se hubo marchado, y viendo que la Congregación seguía con sus asuntos, una segunda figura se separó sigilosa de la muchedumbre y se dirigió hacia los escalones. Soren Similin ya había visto bastante. Había encontrado a su hombre.