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Los Peregrinos

Con los primeros albores del que iba a ser el día más largo del verano los peregrinos empezaron a cruzar el río hacia la sagrada isla de Anacrea. Algunos habían acampado la noche anterior a orillas del mar, ansiosos de pasar todas las horas que pudieran de ese día en presencia del Todo y Único. Después, a medida que se fue desgranando la mañana, las gabarras de peregrinos empezaron a llegar, todas ellas atestadas de hombres, mujeres y niños, todos vestidos con sencillez, todos devotos del dios de los Guerreros Místicos.

El Nom no tenía un imperio. El Nom no tenía propiedades. Los nomanos jamás pregonaban su fe en público. Los cientos de personas que habían optado por seguir su ejemplo lo habían hecho movidas por la sencillez de la vida de los nomanos o admiradas tras haber visto a los Guerreros Místicos en acción. Esto atraía peregrinos de todas partes, de las montañas del este, de los bosques del oeste, y de las anchas y fértiles llanuras que se extendían entre unas y otros. Algunos llevaban acudiendo toda la vida. Otros acudían por primera vez, llenos de entusiasta curiosidad, y los había incluso que llegaban a la isla sagrada con la esperanza de ser aceptados en el seno de la Comunidad y que no se marcharían de Anacrea con el resto de los peregrinos cuando cayera la noche.

* * *

Estrella Matutina jamás olvidaría su primera impresión de la isla sagrada. El río se había ido haciendo más ancho a medida que se aproximaba al mar, siguiendo un camino sinuoso entre gargantas de granito y densos bosques. No se parecía mucho a su comarca de verdes colinas donde los árboles se agrupaban en los valles recogidos. Aquí la tierra estaba sembrada de imponentes peñascos que surgían en medio de los interminables bosques como las jorobas de alguna gigantesca bestia petrificada. No vio demasiadas muestras de vida en las orillas del río. El bosque era demasiado denso y los acantilados de piedra demasiado abruptos.

Después empezaron a verse en el cielo las gaviotas con sus lúgubres chillidos y el aire se cargó de olor a sal. La cadena de gabarras rodeó la abierta curva del río y ahí apareció, a menos de un kilómetro de distancia, en la ancha desembocadura donde el río se fundía con el mar, el gran promontorio de la isla de Anacrea. Llegando desde el norte, a media tarde del día más largo del año, la luz del sol iluminaba las formaciones rocosas y las murallas y torres del gran monasterio fortificado que lo dominaba todo, y hacía espejear las tejas plateadas de la cúpula en su punto más alto. Era un hermoso espectáculo, pero también hizo sonreír a Estrella Matutina porque se imaginó que la fortaleza estaba sentada encima de la ciudad como una gallina que acogiera bajo sus alas de un gris plateado las casas de tejas rosadas. Las calles cubrían escalonadamente las empinadas laderas de la isla, formando terrazas y transformando lo que otrora debía de haber sido un promontorio inaccesible en una pirámide de domesticidad.

En la costa oriental de la isla, donde el río se juntaba con el mar, había un pequeño puerto protegido por un rompeolas. En él ya habían atracado otros barcos de río de los que desembarcaban peregrinos. En una roca alta que dominaba el puerto se veía una figura solitaria vestida con una túnica: un vigía nomano.

—¡Mirad! ¡Es uno de ellos!

Los peregrinos que rodeaban a Estrella Matutina se llamaban los unos a los otros, señalando la solitaria figura, todos ansiosos de vislumbrar a los célebres nomanos. En el muelle, donde se dividía en grupos a los peregrinos que habían desembarcado para registrarlos, había otros nomanos, fáciles de identificar por el corro que se formaba a su alrededor. Permanecían inmóviles, alerta, listos para actuar si era necesario, aunque mientras tanto se limitaban a permanecer quietos.

Estrella Matutina también miró con admiración a los Guerreros Místicos. Le encantaba la sencillez de su atuendo y el simple badán gris con que escondían el rostro. Le encantaban su aire contenido y su silencio y también el suave brillo blanco que sólo ella podía ver rodeando sus siluetas, el color de la tranquilidad. Por fin estaba a punto de alcanzar su meta.

Su viaje había durado casi dos días completos. Tras la captura de su escolta, había hecho el camino sola, sin protección y sin dinero, pero ninguna de las dos cosas le habían hecho falta. Otros viajeros que recorrían el camino le habían permitido unirse a ellos y habían compartido con ella sus víveres, y cuando por fin había llegado al Gran Río, otros peregrinos habían apartado dinero para pagarle el viaje en una de las gabarras que partían hacia la isla sagrada. Le había bastado decir cuál era su destino para encontrarse entre amigos.

Cuando las gabarras llegaban al muelle, los peregrinos desembarcaban en ordenadas filas. Estrella Matutina puso los pies en el suelo pavimentado del muelle con un estremecimiento de admiración, un poco abrumada al pensar que después de todos estos años de espera estaba por fin en la isla sagrada. Alzó la vista hacia las ventanas de la fortaleza y se preguntó si su madre estaría allí.

Había mayordomos esperando en el muelle a la llegada de cada barco para comprobar que los peregrinos no llevaban armas y para indicarles cómo debían comportarse. Estrella Matutina y el resto de su grupo, formado por más de cien personas, fueron conducidos hacia un cobertizo abierto donde había bancos alineados a la sombra. Allí, uno de los mayordomos pronunció lo que evidentemente era el discurso habitual.

—En nombre del Todo y Único —dijo—, la Comunidad del Nom os da la bienvenida a la sagrada isla de Anacrea. Os rogamos que respetéis el suelo sagrado, sigáis los senderos señalados para los peregrinos y vayáis descalzos, como nosotros. No se admiten armas en Anacrea. No está permitido el consumo de alcohol. Aquí no se sacrifican ni se consumen animales. Se os ofrecerá una frugal comida después de la Congregación. No se os cobrará nada por ello. No utilizamos dinero en la isla sagrada.

Todas las palabras que dijo, aunque pronunciadas con el sonsonete típico de quien repite algo rutinariamente, llenaron de gozo el corazón de Estrella Matutina. Todo era tal como había esperado, tal como debía ser. Esta vida que estaba a punto de empezar sería diferente de la que había llevado hasta entonces en todos los sentidos.

—Al Nom sólo se puede llegar a pie —continuó el mayordomo—. Hay cuatrocientos doce escalones hasta la Puerta de los Peregrinos. Utilizad este largo ascenso para vaciar vuestros corazones de todo atisbo de amargura, ira, avaricia y miedo. A cada escalón que subáis, sacudid la tierra de vuestros pies, y llegad a la presencia del Todo y Único con el corazón ligero y pletórico de amor.

* * *

Hubo un movimiento generalizado cuando todos los que llevaban zapatos o sandalias se los quitaron, y después, acompañados por los mayordomos y vigilados por los silenciosos nomanos, los peregrinos empezaron su ascenso de los escalones. Estrella Matutina siguió a los demás en completo silencio; lo único que se oía era el golpeteo de los pies desnudos y el chillido de las gaviotas en lo alto. Estrella Matutina subía hacia su añorada madre. Subía hacia la Madre Amantísima de Todos, que la aguardaba en el Jardín. Subía hacia su nueva vida.

La embarcación rápida que llevaba a Soren Similin río abajo llegó al almacén de ribera donde el barquero solía hacer un alto en su camino.

—¿Paramos para tomar un pequeño refrigerio? —preguntó el barquero a su pasajero.

—Mejor que no —dijo Similin.

—No querrá hacer todo el camino hasta el océano sin una sola parada —dijo el barquero.

—Pues sí —respondió Similin.

—Todavía nos quedan otras cuatro horas de viaje, noble señor. Más si el viento amaina.

—Entonces suelta más vela si quieres y viajemos más rápido.

De modo que el barquero saludó al viejo propietario con la mano, como dándole a entender que lo sentía. Y lo sentía por lo que le iba en ello.

El viejo tendero devolvió el saludo del barquero con un leve movimiento de la mano. Estaba dormitando en el amplio porche con su picudo birrete militar caído sobre los cansados ojos. Por encima de su cabeza un cartel de madera rezaba: «ALMACÉN GENERAL». Aquel cartel era el responsable de que todo el mundo lo conociera como el General. Evidentemente, muchos años antes su padre le había puesto algún otro nombre, pero hasta donde recordaba cualquier ser vivo, el viejo había llevado siempre su gastado gorro de soldado y saludado desde su porche a las embarcaciones que pasaban, y todos lo habían conocido como el General.

Aunque casi imperceptible, el movimiento de la mano con que había saludado al barquero había puesto en marcha cierta actividad en sus tripas que llegó a convertirse en una especie de retortijón. Eso le hizo tomar conciencia de que pronto tendría que abandonar la comodidad de su asiento para atender una importante necesidad fisiológica. Esta llamada imperiosa se había vuelto demasiado frecuente en los últimos meses, y ningún remedio conocido había conseguido modificar aquello que ya había empezado a obsesionarlo.

—¡Muchacho! —llamó—. ¡Llévame al retrete!

Su dependiente salió del almacén. Últimamente, la de llevar a su viejo jefe de la mano por el sendero del río hasta el retrete se había convertido en una de sus funciones más importantes. Sin embargo, mientras salía al porche vio un esbelto velero que avanzaba por el ramal izquierdo del río hacia el amarradero del almacén y supo enseguida que no traería más que problemas.

—¡General! —gritó.

Al General ya lo habían informado sus propios sentidos del inminente problema. Cuáles eran exactamente esos sentidos, no sabría decirlo. Ya no oía bien, sus ojos estaban empañados por la edad y llevaba años sin oler nada nuevo. Tal vez fuera un cambio en el movimiento del aire, una agitación que llegaba hasta su orilla del río por la aproximación del barco de vela. Las gabarras eran buenas, las embarcaciones de río también lo eran, pero los veleros no acarreaban nada bueno.

—¡General! —gritó el muchacho—. ¡Vagabundos!

El viejo maldijo en su fuero interno, escupió por encima de la borda en el agua turbia y se puso en pie con dificultad. Echo un vistazo con los párpados entornados al barco que ya estaba amarrando y reconoció al Dama Perezosa. No había nada que hacer. El patrón del Dama Perezosa estaba loco y no se podía llegar a ningún trato con él.

—¡Hola, General! ¿Me amas?

—No, no te amo, loco vagabundo —farfulló el General—. Si vienes a cortarme el gaznate, hazlo de una vez y te lo agradeceré.

Sintió un amenazador retortijón.

—¡Vaya! Yo no les corto el gaznate a mis amigos.

—¿De modo que ahora soy tu amigo? ¿O sea, que robas a tus amigos lo poco que tienen y dejas que se mueran de hambre?

Salvaje rodeó con un brazo cargado de brazaletes los hombros del anciano y le dio un afectuoso abrazo.

—¡Comparte y compartirán contigo, valiente! Mis muchachos necesitan alimentarse, lo mismo que los tuyos.

Toda la tripulación de Salvaje había bajado ya a tierra, se había acomodado en las sillas de caña del almacén y empezaba a hacer circular botellas de licor de la misma procedencia. El dependiente se había refugiado en un rincón, observándolos, pero sin hacer nada por detenerlos. El viejo contemplaba todo esto con expresión de disgusto.

—Un día te tropezarás con la justicia, Salvaje, y cuando te hayan ahorcado iré al lugar donde te entierren y mearé sobre tu tumba.

—No me olvidarás, viejo amigo, ya lo sé, pero no vengo en busca de provisiones. —Vio que sus hombres se pasaban cigarros y pensó que no era probable que los hubieran pagado—. Bueno, no de gran cosa, al menos. Tal vez de un refrigerio para mí y para mis muchachos. No, General, sólo pasamos por aquí de camino hacia el mar.

—¿Y qué se te ha perdido en el mar?

Salvaje acercó una silla a la del anciano porque sabía que el General estaba sordo.

—En el mar nada, General. Lo que yo quiero es encontrar a los encapuchados.

—¡Ajá! ¡Los encapuchados!

El General resopló divertido.

—¿Has visto alguna vez a los encapuchados, General?

—¡Yo diría que sí! ¡Lo único que impide que este mundo malvado se deslice definitivamente hacia el lodo del que salió son los encapuchados!

—Entonces sabrás que tienen poder. Pues eso es lo que quiero de ellos.

El anciano volvió a resoplar. ¡Qué gracioso! Salvaje quería encontrar a los encapuchados. Pues allá él: cualquier cosa con tal de poner fin a aquellas incursiones de pillaje. Cualquier cosa con tal de que el General quedara libre para visitar la caseta que había junto al río.

Corriente abajo se deslizaba una barcaza cargada de peregrinos. El vagabundo había elegido el mejor día para ir en busca de los encapuchados. El General saludó, más que nada por costumbre, y el barquero le devolvió el saludo.

—Peregrinos —dijo—. Ellos también van a ver a los encapuchados.

Los ojos sagaces de Salvaje siguieron la gabarra de los peregrinos hasta que se perdió de vista.

—Me han dicho que tienen su propio dios en la isla.

—Eso dicen.

—¿Qué clase de dios será, General?

—Hay dioses por todas partes, pero algunos afirman que el suyo es el único dios. El que creó el mundo y el que gobierna sobre todos los hombres, incluso sobre los vagabundos que no sirven para nada y andan por ahí cortando gaznates.

—Pues creo que será muy apropiado que yo le haga una visita —dijo Salvaje en voz baja.

Se puso de pie y gritó a sus hombres que volvieran a bordo.

—Una pregunta más, General. Todos queremos algo. Estos encapuchados ¿qué es lo que quieren?

—Pregúntaselo a ellos.

—Te lo pregunto a ti.

—Que hagas una pregunta no significa que te vayan a contestar.

En los ojos oscuros de Salvaje hubo un destello de ira. Empuñó su pica y apoyó la punta aguzada como una aguja en las arrugas que había bajo la barbilla del General.

—Para mí, sí —dijo—. Si no consigo lo que quiero, corto gaznates.

El viejo suspiró. En una ocasión había hablado con un encapuchado que le había contado algo de sus sueños y sus esperanzas con palabras difíciles de entender. Si este loco vagabundo quería saber, que supiera, y que le aprovechara.

—Quieren vivir en el Jardín —dijo. Le gustó cómo sonaba, de modo que lo repitió—. Quieren vivir en el Jardín.

Salvaje apartó la pica. En voz baja repitió las palabras del extraño de pelo blanco que había encontrado en la aldea junto al río. El sonido de aquella voz apacible nunca lo había abandonado desde entonces.

—Encontrarás la paz —dijo— cuando vivas en el Jardín.

—¿Paz? —gruñó el viejo—. ¿Qué tienes que ver tú con la paz?

—¿Y yo qué sé? —replicó Salvaje—. Pero ¿a que suena dulce?

Giró en redondo, saludó al viejo con una gran sonrisa en su agraciado rostro y de un salto se encaramó a la barandilla del porche para llamar a sus hombres.

—¡Eh, valientes! ¡Bailad por última vez con Salvaje! ¡El rumbo es río abajo!

El General se quedó mirando hasta que el Dama Perezosa se alejó lo suficiente como para que se sintiera a salvo. Sus tripas ya no podían esperar más. Tendió una mano.

—Acompáñame al retrete, chico.

* * *

Cuando Estrella Matutina llegó al último peldaño y avanzó entre los viejos pinos hasta la amplia plaza que se extendía ante las murallas del Nom, los muchos peregrinos que habían llegado antes que ella ya estaban ocupando sus sitios. Se habían dispuesto gradas de bancos en tres de los lados de la plaza, a la sombra de unos toldos verdes descoloridos, frente a la Puerta de los Peregrinos, que ocupaba el cuarto. Estrella Matutina siguió hacia la entrada del Nom, donde se encontró con otros peregrinos que salían. El sol estaba bajando en el cielo, pero todavía quedaba una hora larga antes del crepúsculo y del comienzo de la Congregación. Ella no tenía prisa. No quería perderse un solo detalle.

Se colocó delante de la Puerta de los Peregrinos y alzó la vista para abarcar las altas murallas de piedra del Nom. Ahora que estaba tan cerca se dio cuenta de que era un edificio realmente imponente. Nadie sabía cuántos nomanos había en la Comunidad, pero se decía que había más de mil. Aquel gran monasterio que constituía todo su mundo durante sus años de formación en el noviciado, era en sí una pequeña ciudad, pero, a diferencia de las demás ciudades del mundo, en su centro mismo estaba… Su corazón empezó a latir tan rápido que a duras penas podía expresar su admiración… Esa puerta ante la cual se encontraba… llevaba al auténtico lugar físico donde…

No pudo hacer otra cosa que rezar. Sus labios se movían pronunciando en voz apenas audible su plegaria.

—Madre Amantísima, hazme digna de tu amor. Padre Sabio, enséñame a conocerte. Mi Todo y Único, deja que me pierda en ti.

La Puerta de los Peregrinos era una arcada alta sin decoración. Todo en Anacrea se caracterizaba por su sencillez y belleza, como una demostración de que todo lo que se necesitaba para alcanzar la verdad era hacer lo correcto. El arco se elevaba formando una suave curva que soportaba a la perfección el inmenso peso de lo que había encima, y daba la impresión de no ser ni más grande ni más pequeño de lo necesario. No obstante, era muy grande.

Por todas partes había mayordomos vigilantes, y muchos nomanos. Estos permanecían en silencio, con el rostro oculto por el badán, listos para acudir si se los llamaba.

Estrella Matutina siguió la riada de peregrinos que cruzaba la puerta y entraba en el Patio de las Sombras. Enseguida comprendió la función de ese espacio grande y oscuro. La luz entraba sólo por la arcada, proyectando su sombra muy por delante de ella, pero una vez en el interior, todo era crepuscular. Los latidos de su corazón se hicieron más lentos, y también su respiración. Caminó despacio sobre el suelo de granito, debajo de la sencilla bóveda de piedra, y procuró desprenderse de la confusión del día. Pretendía hacerlo como le habían dicho que lo hiciera y llegar a la presencia de quien había creado todas las cosas con un corazón ligero y pletórico de amor.

Pasó por las puertas abiertas que daban al Patio de la Noche. Allí estuvo un rato sin moverse en la oscuridad, mirando cómo los puntos de luz que se filtraban por la cúpula perforada se proyectaban sobre los vigilantes mayordomos, y sobre los peregrinos, y también sobre las paredes y el suelo, difuminando a la gente. Extendió una mano y los puntitos de luz que la alcanzaron se unieron con los que había a uno y otro lado de ella, y la forma de su mano dejó de percibirse. Supo lo que significaba decir eso. Nadie se lo había dicho, pero ella lo supo de todos modos: los que llegaran a la presencia del Todo y Único debían llegar despojados y vacíos, sin expectativas. Era imposible, por supuesto, pero debían dejar atrás todo lo que pudieran, allí, en esa moteada oscuridad.

Fue pasando por otras puertas y penetrando en la blancura: el bosque de relucientes columnas que formaban el Patio del Claustro. No entró sola y ya había otros allí, una gran masa de peregrinos, pero avanzaban despacio y aparecían y desaparecían entre las columnas, de modo que para todos ellos era como si estuvieran casi solos. El aire reluciente se iba poblando de murmullos a medida que los peregrinos se acercaban a la brillante presencia en una oleada de plegarias.

«Qué hermoso —pensó Estrella Matutina—, qué sencillo y qué hermoso». Las hileras de columnas estaban dispuestas como peregrinos que avanzasen hacia la luz. Alzó los ojos y vio el tenue brillo del techo de perlita, el veteado color crema de la piedra traslúcida: luego miró al frente, entre las columnas guardianas, y captó el brillo y se sintió desfallecer maravillada por lo que veía.

—Madre Amantísima, acógeme en tus brazos. Madre Amantísima, acúname en tus brazos. Madre Amantísima, dame la paz.

Oraba sin dejar de avanzar, deslizando los pies desnudos sobre el terso mármol blanco, sin querer perturbar el leve suspiro que era la plegaria de los peregrinos. Sintió que su respiración se hacía más pausada, que una nueva y tranquila fuerza empezaba a instalarse en su interior. Al frente, entrevió algo deslumbrante, un destello de plata. Se estaba acercando.

Ahora, a uno y otro lado, iba dejando atrás a otros peregrinos que yacían postrados en el suelo. Abrumados por la proximidad del Todo y Único, se habían detenido entre las blancas columnas para prosternarse y pedir mercedes, para sollozar y orar. De ellos emanaba un pálido brillo azulado, el color de la devoción y la plegaria. Estrella Matutina estaba tan admirada como ellos, pero no sentía miedo. ¿Acaso su madre no había llegado allí antes que ella? ¿No llegaba por fin a casa?

Se iba acercando. Distinguió las luces y sombras entrelazadas de la etérea celosía de piala. No estaba todavía lo bastante cerca como para mirar por los orificios en forma de estrellas el espacio sagrado que quedaba al otro lado, pero sabía que allí, bañado por los postreros rayos del poniente, estaba el Jardín.

De repente el corazón empezó a latirle tan rápido que casi le dolía. Se detuvo, se apoyó en una columna y cerró los ojos. Sentía que las piernas a duras penas la sostenían, de modo que se fue deslizando hasta quedar de rodillas. Así, prosternada, abrió los ojos y miró el tenue resplandor de la celosía de plata y una vez más elevó sus oraciones.

—Madre Amantísima, no tengo nada especial que darte. No soy hermosa, no soy inteligente, pero soy trabajadora y voluntariosa, y todo eso lo pongo a tu servicio.

Entonces, ante sus ojos, las formas y los colores empezaron a oscilar y a bailar. Los brillantes puntos de luz plateada se expandieron y en torno a ellos surgieron auras de color violeta y del violeta se desprendieron hilos de un brillante carmesí, y de cada hilo carmesí brotaron pétalos de oro. Los colores fluían desde el Jardín y estallaban clamorosos a su alrededor, completamente fuera de su control, derramándose como pintura vertida cada uno sobre el siguiente en una renovación infinita. Asustada, sobrecogida, elevó las manos como para poner una barrera a los colores, pero enseguida perdió el sentido de dónde estaba y se encontró nadando, o cayendo, entre estallidos en los que se mezclaban el rojo y el dorado. Por primera vez en su vida, los colores habían trascendido sus límites y toda la creación era un mar de color, y cada ola era tristeza y pérdida, y anhelo y gozo, estrellándose por encima de su cabeza hasta que tuvo la certeza de que iba a ahogarse en ellos.

Cerró los ojos y bajó la cabeza, y poco a poco, la vertiginosa marea fue retrocediendo. Ya no se atrevió a seguir acercándose a la celosía de plata. Se puso en pie y, tambaleándose, salió a la fresca oscuridad del Patio de la Noche, donde respiró hondo repetidas veces hasta que consiguió calmarse.

Estaba perpleja por su propia pérdida de control.

«¿Realmente soy tan débil? ¿Estoy tan indefensa?».

Porque el torbellino de colores que la había abrumado no había sido una visión de la gloria. Se había sumido en el caos, en la ausencia absoluta de forma, en un mundo donde nada tenía ya sentido. Ni el bien ni el mal, ni el arriba ni el abajo: todo estallaba, todo se hacía trizas, todo giraba vertiginosamente, todo caía. Un descenso hacia la locura.

«Pero ¿está la locura en mi interior o fuera de mí?». Poco a poco, los latidos fueron recuperando el ritmo normal dentro de su pecho y se secó el sudor que le perlaba la frente. Ya restablecida se atrevió a volver al Patio de las Sombras. Allí, a través de la alta arcada de la Puerta de los Peregrinos, vio que las gradas bajo el toldo se iban llenando de peregrinos a medida que se acercaba la hora de la Congregación. Vio a los silenciosos nomanos montando guardia, y recordó que su madre estaba cerca, que tal vez incluso estuviera buscándola. Sin duda su madre adivinaría que ella iba a ofrecerse a los nomanos, ya que había cumplido los dieciséis años.

Fortalecida por este pensamiento, Estrella Matutina salió a la plaza y ocupó un lugar entre los demás peregrinos.