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Un Éxito Científico

En el otro extremo de la ciudad, en el laberinto de callejones que mediaba entre el mercado de la carne y la orilla del lago, había habitaciones baratas para pasar la noche y cantinas para echar un trago a cambio de unas monedas. Era precisamente allí donde se encontraba la población flotante de trabajadores poco cualificados, pequeños rateros y borrachos. Allí, la elegancia y la opulencia de la ciudad imperial daba paso a malolientes casas de vecindad, cuyos habitantes defecaban directamente en las cloacas abiertas. Y fue allí, justamente, a donde se encaminó Soren Similin al día siguiente, en busca de lo que necesitaba.

Podría haber pedido que le enviasen uno de los prisioneros de los tanques, dado que la autoridad que le otorgaba su posición se lo permitía. Pero los prisioneros de los tanques eran principalmente vagabundos que habían sido apresados mientras buscaban trabajo en la ciudad sin permiso, y estaban medio desnutridos incluso antes del encarcelamiento. El secretario tampoco quería que los sacerdotes que sacaban el tributo diario de los tanques empezasen a husmear haciendo preguntas. Por eso decidió comprar lo que necesitaba en el mercado negro.

Soren Similin se preocupó de informarse bien previamente. Sabía que había un mercado de esas características que proporcionaba tributos a las familias principales de Radiancia para que pudieran presentar uno en el día de su onomástica. En el lejano pasado, todos los tributos habían sido prisioneros capturados vivos en las batallas, y la ofrenda de un tributo había sido un signo de valor. Pero hacía mucho que habían quedado atrás esos tiempos belicosos. Radiancia era muy rica y demasiado poderosa para necesitar que sus ciudadanos prominentes empuñaran la espada. De modo que cuando un rico magnate quería impresionar al rey con la ofrenda de un tributo, tenía que comprarlo.

El secretario del rey dirigió sus pasos hacia una posada de mala fama conocida como El Hueso de Jamón, y allí ocupó una mesa en el atestado patio para tomarse una cerveza. Cuando se la sirvieron, agarró de la mano al mesonero y le dijo:

—Estoy aquí por negocios.

El mesonero asintió con la cabeza y se marchó. El secretario se tomó su cerveza y esperó pacientemente. Al cabo de un buen rato dos hombres que no llamaban la atención aparecieron en el patio y se sentaron en el banco de enfrente.

—Nos han dicho que quieres hacer negocios, capitán.

Similin asintió.

—¿Y qué desearías?

En ese lugar y en semejante compañía, Soren Similin no se molestó en hacer gala de su pretendida humildad. Habló sin ambages y fue directo al grano.

—Varón. Fuerte. Estado físico de primera.

Los dos hombres intercambiaron una mirada y simularon estar sorprendidos.

—¿Has oído eso, Sol?

—Sí, lo he oído.

—¿Te parece una simple coincidencia?

—Es como si el capitán nos hubiera leído el pensamiento.

—Ayer mismo conseguimos uno de estas características. Varón, como usted dice. Fuerte, como usted quiere. Estado físico inmejorable, como le conviene. —Se inclinó hacia delante por encima de la mesa y exhaló su fuerte aliento a licor en plena cara de Similin—. ¿Qué te parecería un machetero?

—¡Un machetero!

—Retirado, por supuesto. Pero no desde hace mucho. ¡Un verdadero toro salvaje!

—¿Cuánto?

—¿Por un ejemplar perfecto como ese? Cinco mil escudos.

Soren Similin se puso en pie, como si se dispusiera a marcharse.

—Os daré quinientos.

Los dos traficantes se levantaron a la vez, movieron la cabeza negativamente y dijeron en voz baja:

—No queremos hacerte perder tiempo, capitán.

El secretario habló con suavidad amenazadora.

—No se trata de un regateo.

Soren sacó el medallón real y los traficantes palidecieron. El poder del rey era absoluto, incluso en aquel sórdido rincón de la ciudad.

—Tendrías que haberlo dicho antes, capitán. Siempre estamos encantados de complacer a un servidor del rey.

—¿Dónde está ese hombre?

—¿En este momento? En este momento diría que está descansando después de sus viajes. ¿No es así, Sol?

—Profundamente dormido, capitán.

—Quieres decir que está drogado.

—Tú habrías hecho lo mismo, capitán. De lo contrario estaría agitándose y bramando.

—Enviaré una carreta a buscarlo. Aseguraos de tenerlo listo.

Echó mano de dos jóvenes del equipo del profesor Ortus para trasladar el machetero narcotizado hasta el laboratorio. No hicieron más que quejarse durante todo el camino.

—¡Basta ya! —se enfadó Ortus—. La verdadera ciencia es un trabajo duro. ¡Por el gran Sol! ¡Es magnífico!

Barbán yacía sobre un colchón, las muñecas y los tobillos atados, la boca amordazada. Estaba despierto, pero demasiado drogado para hacer otra cosa que revolver los ojos. Fueron necesarios los esfuerzos conjuntos de todo el equipo para levantarlo del colchón y sentarlo en la silla. Una vez allí, le cortaron las ligaduras y le aseguraron bien los brazos y las piernas con correas a la silla, que estaba firmemente atornillada al suelo.

Soren Similin pasó revista a las mejoras que se habían hecho al aparato. En las veinticuatro horas transcurridas desde que había hablado con ellos la última vez, el equipo había hecho unos progresos impresionantes. Encima de la silla, que era un elemento de nueva factura, habían colgado un arnés de hierro y caucho, del que salían finos tubos de goma, correas y agujas.

—Nunca creí que esto pudiera hacerse —dijo—. Realmente sois unos operarios milagrosos.

Ortus no respondió, listaba examinando al hombretón de la silla. Barbán, inclinado hacia delante, era incapaz de controlar su postura. El científico pasó una mano por delante de los ojos del machetero. No hubo reacción.

—Está muy drogado —dijo.

—¿Y eso es un problema?

—En estas condiciones ni siquiera es capaz de obedecer la instrucción más sencilla.

—¿Significa eso que no puede llevar a cabo la prueba?

—Oh, la prueba no será ningún problema. Lo tenemos bajo nuestro absoluto control. Pero cuando lleguemos al momento de la verdad, vamos a necesitar un portador en plenas facultades.

—Entonces será eso lo que encontremos —lo tranquilizó Soren Similin.

«Eso y más», pensó para sus adentros. Desde el primer momento supo que debía resolver el problema final de que el portador fuese un voluntario… y un voluntario muy especial. Pero guardó silencio al respecto.

—Volviendo a lo que estamos, profesor, ¿puedes poner en marcha el experimento?

—Sin ninguna duda. Tengo muchísima curiosidad por saber si mis teorías se confirman en la práctica.

—Estoy seguro de que así será, profesor —lo alentó el secretario—. Sería el primer error que cometieras.

Hicieron descender el arnés hasta los decaídos hombros de Barbán y se lo ajustaron convenientemente. En el cuello y en los brazos se le insertaron las finas agujas, que se conectaron a los tubos de goma suspendidos.

El propio profesor Ortus comprobó cada conexión para confirmar que el circuito fuese estanco. Luego hizo una rápida señal y comenzó el proceso de carga.

La máquina emitió un suave ronroneo. Los tubos y las tuberías empezaron a vibrar y a palpitar. El drogado machetero se puso rígido, pero no dio signos de resistencia. Parecía que no experimentaba dolor alguno.

Ortus vigilaba atentamente.

—La sangre del sujeto está pasando ahora a través de los gases cargados —informó.

Uno de los ayudantes empezó a sentirse inquieto. Algo del experimento lo preocupaba.

—Profesor —dijo—. Creo que puede haber algún aspecto del experimento que no hayamos tenido en cuenta.

Ortus sonrió. No era el momento para descubrir errores en el proceso experimental. Por otra parte, siempre insistía a su equipo en que la ciencia se hace con evidencias, y las evidencias eran producto de una estrecha atención a los detalles.

—Bueno, está bien. ¿De qué se trata?

El ayudante no estaba muy seguro. Luchaba para expresar su pequeña duda.

—El sujeto de la prueba —dijo—. Quiero decir… puede decirse… ¿está…?

—¿En perfectas condiciones? —lo interrumpió el profesor—. No, en absoluto. Pero podemos permitírnoslo.

—Lo que quiero decir, profesor, es… bueno… ¿está todo correcto?

—¿Qué tiene que estar correcto?

—Quiero decir… desde el punto de vista de él mismo.

—¿Desde su punto de vista? Eso no es problema nuestro.

Se dio la vuelta para comprobar el estado del corpulento machetero amarrado a la silla. Dirigiéndose a Similin, dijo:

—Como puedes ver, ahora la sangre cargada vuelve a entrar en su cuerpo.

Luego, para calmar la inquietud de su alterado ayudante, añadió:

—Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros. ¿Queremos que este enorme poder acabe en manos de nuestros enemigos? ¡Piensa en la destrucción que podría desatarse! ¡Podría significar la destrucción del mundo que conocemos! Hagamos lo que hagamos, vosotros o yo, la ciencia sigue adelante. Tenemos el deber de mantener encendida la llama del conocimiento, nos lleve a donde nos lleve. Portar la antorcha… hacer los sacrificios que sean necesarios… servir, proteger e iluminar…

El machetero emitió un prolongado y gorgoteante gruñido. Abrió y cerró la boca y las piernas le temblaron. El equipo de científicos se apiñó a su alrededor.

—No podrá admitir mucho más.

Barbán empezó a sacudirse violentamente. Revolvió los ojos en las órbitas. La lengua le colgaba por la comisura de la boca.

—Está bien. Manos a la obra.

El equipo paró las bombas y desató al machetero. Todos se habían puesto guantes flexibles y manejaron el cuerpo con sumo cuidado.

—¿Cuánto ha durado?

—Doce minutos, profesor.

—No tanto como yo esperaba.

—¿Bastará con eso, profesor? —preguntó el secretario.

—Pronto lo sabremos.

* * *

El lugar de la prueba era una cantera abandonada en el extremo más alejado del cinturón de los campos de girasoles. Allí, rodeada de escarpados peñascos, se abría una extensa zona sembrada de rocas a la que Ortus y su equipo llevaron al tembloroso machetero, alumbrando el camino con sus lámparas. En el centro se había clavado en el suelo un grueso poste de hierro al que ataron al sujeto de la prueba, y no porque hiciese intento alguno de escaparse. El prisionero se deslizó hasta quedar sentado en el suelo, estremeciéndose. A una docena más o menos de postes como aquel habían atado otras tantas vacas, que mugieron ansiosas cuando los miembros del equipo encendieron, una por una, las antorchas sujetas en sus lomos.

—¿Vacas? —preguntó Soren Similin.

—Son parte de la prueba.

Cuando todo estuvo dispuesto, Ortus, el secretario y el resto del equipo se retiraron a una base situada tras una roca que servía de escudo. Luego el profesor se volvió al ayudante que había expresado sus dudas en el laboratorio.

—Tú —le dijo, alcanzándole un pequeño cuchillo muy afilado—. Demuéstranos que eres un verdadero científico.

El ayudante empuñó el cuchillo.

—Sí, profesor. —Lo dijo en voz demasiado alta, como si quisiera reafirmar su compromiso con su profesión—. ¿Ahora, profesor?

—Ahora.

El ayudante se dirigió a través de la cantera hasta donde estaba atado el machetero.

—¿Corre algún peligro? —preguntó Similin.

Ortus se encogió de hombros.

—Desde luego, desconocemos el tiempo que transcurrirá hasta la detonación. Sólo hace falta un corte superficial en cualquier parte del cuerpo que sangre. La sangre cargada reaccionará al entrar en contacto con el aire e iniciará una reacción en cadena. La energía almacenada se liberará en forma de onda expansiva. Lo que no sabemos es con qué rapidez y con qué potencia.

—La antorcha del conocimiento a veces quema la mano que la sostiene —dijo Similin con una sonrisa.

El ayudante hizo el corte con el cuchillo y retrocedió a la carrera hasta el refugio tras la roca. No bien había caído al suelo cuando se produjo un sonido sordo y profundo como un cañonazo. A continuación se produjo un estremecimiento del aire, una distorsión en oleadas. Luego llegó una fuerte ráfaga de viento. La onda expansiva surgió desde el centro, barriendo los fragmentos de roca que sembraban el suelo de la cantera y de los peñascos circundantes. Las vacas atadas quedaron carbonizadas en los pocos casos en que siguieron de pie. La explosión golpeó los peñascos e hizo que el mismísimo suelo temblase bajo los pies de los componentes del equipo, acuclillados todos ellos. Luego, como un trueno lejano, la explosión se extendió por encima de los campos y del lago.

Con sumo cuidado, los miembros del equipo salieron de su refugio, volvieron a encender sus lámparas, apagadas por la explosión, y se encaminaron hacia la cantera. El suelo había sido barrido y aparecía limpio, como si hubiera pasado por allí una escoba gigante. En el centro, el poste de hierro se había fundido en un montón de metal al rojo vivo. De Barbán, ni trazas. No había quedado ni un solo fragmento.

—¡Magnífico! —exclamó Soren Similin.

—Y esto —agregó Evor Ortus, con exultante orgullo— es sólo una pequeña muestra de la potencia que podemos liberar.

—¡Qué arma! ¡Profesor, lo felicito!

Ortus no cabía en sí de gozo.

—Amigos míos, lo que acabamos de presenciar es, sin el menor género de duda, un éxito científico de primerísima línea, Podéis estar todos muy orgullosos. En cuanto a mí, no me avergüenza decir que es mi hora de mayor gloria. ¡Mi descubrimiento cambiará la faz del mundo!

Los miembros del equipo, tan entusiasmados como su jefe, chocaban los cinco con evidente satisfacción.

—¡La ciencia avanza! —gritaban.

Soren Similin se limitaba a mirar, muy complacido. Los nomanos no podrían detectar aquella arma porque no había nada a la vista. El portador podría caminar desnudo por el Nom y sólo tenía que arañarse un dedo para desencadenar una explosión que barrería la isla sagrada de la faz de la Tierra. Luego, el rey, agradecido, elevaría a su secretario a un puesto de poder, y Soren Similin estaría en condiciones de abordar la etapa final de su plan largamente acariciado.

—Debemos presentarnos ante el rey —dijo Ortus, ansioso de recibir su recompensa—. Debemos comunicarle nuestro éxito.

—Por supuesto que debemos hacerlo —asintió el secretario—. Pero ¿no sería aconsejable esperar hasta que estemos listos para actuar?

—¡Estamos preparados! ¡La prueba ha sido todo un éxito!

—Sigue pendiente la cuestión del portador.

—¡Bah! Eso no es problema. Saca a un tributo de los tanques de la cárcel pública.

—Profesor, nuestro portador debe viajar solo y sin ayuda a la isla. Estarás de acuerdo conmigo en que un vagabundo cualquiera no lo hará. Necesitamos a un portador especial. Necesitamos a un voluntario.

—¿Un voluntario? —El científico frunció el ceño valorando la opción—. Es cierto, sería deseable que fuera un voluntario.

—Y necesitamos a una persona que tenga acceso a la isla sagrada, algo en lo que también estarás de acuerdo. Tal vez alguien que viva allí. O un peregrino.

—Sí. Reconozco que sería una ventaja.

—Alguien que tenga la valentía suficiente como para llegar hasta el corazón mismo del Nom.

—Sí…

—Y, finalmente, alguien que odie tanto a los nomanos como para morir con la alegría de haber acabado con su poder.

El ánimo del profesor se había ido esfumando con cada nuevo requisito. Ahora ya no quedaba nada de su entusiasmo inicial.

—Pero ¿cómo vamos a encontrar a una persona así?

—Donde hay poder —respondió Soren Similin—, hay odio.

—Me parece que está fuera de nuestro alcance. ¿Por qué habría de querer destruir la isla, y de paso destruirse a sí mismo, alguien que viva en Anacrea o que acuda allí como peregrino a rendir culto a su dios?

—Ahora mi humilde tarea es encontrar a una persona así. Convencerla de su misión. Tú tienes tu talento, profesor. Nos lo has demostrado al idear esta arma. Mis facultades son más modestas; pero poseo cierta perseverancia en la consecución de metas sencillas. Tú has definido lo que se necesita. Yo me pondré ahora a buscar al portador perfecto. De este modo, entre los dos, conseguiremos la victoria definitiva.

Mientras Soren Similin decía esto, el científico no pudo por menos que estar de acuerdo. Se dijo a sí mismo que con la ayuda de aquel joven tan poco agraciado tenía la gloria al alcance de la mano. Pero apenas se marchó Similin, empezó a albergar sospechas. Cuanto más le decía el secretario que estaba a un paso de alcanzar la justa recompensa por el trabajo de su vida, más dudaba de ello. En su cabeza resonaba la voz suave de Similin que le decía: «Entre los dos conseguiremos la victoria final». ¿Entre los dos? El secretario no había hecho nada. Sin embargo, tenía mucha influencia sobre el rey. Y se había hecho cargo de la etapa final de la operación: la búsqueda de un portador.

Por eso Ortus le daba vueltas al asunto, y cada vez aumentaba más su indignación, hasta que logró convencerse a sí mismo de que estaba a punto de ser víctima de una gran injusticia. Habló del asunto con su amigo más antiguo, un colega científico, que se mostró de acuerdo.

—Yo en tu lugar no lo esperaría.

—Entonces, ¿qué hago?

—No sé qué estará haciendo ese tipo para robarte el descubrimiento, pero sea lo que fuere, hazlo tú primero.

—¡Yo! ¿Cómo?

—¿Cómo voy a saberlo? Lo mantienes todo tan en secreto que no tengo ni la menor idea de qué se trata. Pero supongo que tú sí. Esta etapa final, que vale todos los aplausos, ¿no puedes realizarla tú solo?

Ortus se quedó muy tranquilo después de aquello. Empezó a reorientar sus pensamientos en una dirección más práctica.

Tal vez hubiera una forma. Si él se fuera de la lengua, discretamente por supuesto, e hiciese saber lo que estaba buscando… a lo mejor podría darle una sorpresa al secretario.

Entretanto, Soren Similin seguía adelante con su plan, ignorante de que había dejado a un socio enfadado y suspicaz. Aquel era un error que Similin no solía cometer. Siempre tenía mucho cuidado en no herir la vanidad de aquellos a los que trataba de utilizar. Y lo había cometido movido por la impetuosidad. Tan pronto como vio con sus propios ojos que la bomba humana era una realidad, su mente febril había dado un salto hacia la siguiente etapa del plan largamente concebido. Sabía que debía buscar al portador perfecto en la propia Anacrea. Y sólo faltaban dos jornadas para el día más largo del año. El viaje río abajo le llevaría una jornada entera y no tenía tiempo que perder.

Esa tarde pidió permiso al rey para ausentarse de Radiancia, atreviéndose a asegurarle que el día que le venía prometiendo desde hacía tanto tiempo se aproximaba.

—¿Quieres ir tú mismo a Anacrea?

—Sí, Radiancia. En esta etapa final, debo estudiar el santuario yo mismo y hacer los planes adecuados.

—¡Etapa final! ¡Hagámoslo así! Todos los días ruego al Poder Radiante de las Alturas que te guíe y te dé fuerzas.

—Vuestras plegarias están surtiendo efecto, Radiancia. Soy fuerte.

—¿Falta poco para destruir a los nomanos?

—Ya falta poco, Radiancia.

* * *

Esa noche, en la soledad de su aposento, el siervo cayó una vez más de rodillas.

—¿Lo he hecho bien, Señora? ¿Me lo merezco?

Te lo mereces.

En ese momento descendió la dulzura y su mente enfebrecida se quedó en calma. Cerró los ojos, movió suavemente la cabeza de un lado a otro, como si estuviera buscando a ciegas la tibia caricia del sol, y se sintió invadido por una oleada de felicidad.