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El Arma Secreta

El gran templo de Radiancia estaba construido en seis niveles superpuestos, desde el gran santuario público de su base, pasando por las oficinas y aposentos del rey y los sacerdotes, hasta la gran terraza que lo coronaba. El templo era un mundo en sí mismo. Disponía de cocinas, almacenes colmados de provisiones, armerías donde los herreros trabajaban ante los ardientes hornos, salas de baño y lavanderías, mataderos para la obtención de carne y ganado para obtener leche y producir quesos. Había en él un sastre y un barbero y un sombrerero para las esposas del rey. Y en el nivel más elevado, fuera de la vista, en la parte trasera, una prisión, convenientemente ubicada para albergar a los tributos vespertinos. Allí se mantenía a cientos de prisioneros en pozos abiertos en la roca conocidos como «tanques». Asesinos, ladronzuelos y vagabundos estaban mezclados indiscriminadamente y sujetos mediante pesados grilletes de hierro, esperando su turno para ser drogados y arrojados desde lo alto de la roca del templo. Así pagaban por sus crímenes o por su insensatez o simplemente por su mala suerte, despeñándose sin esperanza de salvación ante la mirada indiferente del pueblo de Radiancia.

Cuando Soren Similin abandonó la terraza real esa tarde, encaminó sus pasos directamente a los tanques. Delante de ellos se abría un desolado patio rodeado por un muro de piedra al que salían los prisioneros para hacer ejercicio. Estos desdichados seres que afrontaban sus últimas semanas de vida ni necesitaban ni querían hacer ejercicio, de modo que apenas hubo oposición cuando el secretario del rey solicitó el uso de ese patio. Eso había sido hacía cinco meses. Desde entonces, cuadrillas de carpinteros, vidrieros y cerrajeros habían transformado el patio en un laboratorio con claraboya, y un equipo de científicos había construido dentro un notable artefacto; todo ello en el más absoluto secreto.

La única manera de acceder al laboratorio era a través de la larga sala donde estaban los tanques. Esta circunstancia aseguraba el secreto del proyecto y lo protegía de la curiosidad ociosa. Los guardias que estaban a cargo de la vigilancia de los tanques conocían perfectamente al secretario y a su equipo por sus idas y venidas. Era un asunto del rey y, en Radiancia, la palabra del rey tenía el valor de ley.

Una pasarela de hierro cubría la superficie del enrejado, elevada algunos centímetros sobre las barras que impedían que los prisioneros alcanzasen los tobillos de los que la cruzaban. Allí no se corrían peligros. Los prisioneros no tenían modo de escapar y sabían que sólo abandonarían los tanques para precipitarse a la muerte; por eso pasaban los días amodorrados, sin esperanza alguna.

Los guardias de vigilancia saludaron a Similin, que pasó a toda prisa. En el otro extremo de la pasarela había una puerta cerrada cuya llave estaba en poder del secretario. Detrás había una segunda puerta, cerrada por dentro y con mirilla en el centro. Esa puerta sólo se abría para los miembros del equipo.

Cuando Soren Similin entró en el laboratorio fue rápidamente abordado por el profesor Evor Ortus, un hombre de corta estatura, calvo y de mediana edad, cuya cara, ojerosa y con la barba crecida, indicaba que había dormido muy poco aquella última semana.

—¡Se me ha ocurrido una nueva idea! —anunció el profesor en voz alta—. A ver qué piensas de esto.

El laboratorio estaba atiborrado de aparatos. Alineados en las paredes, estante sobre estante, había cientos de tubos de vidrio, en el ángulo apropiado para recibir la luz que se filtraba de día por el techo acristalado. De los tubos salían tracerías de finos tubos de cobre que alimentaban un cilindro alargado también de cobre del que brotaban chorros de vapor. Este cilindro alimentaba una serie de probetas de vidrio todavía más pequeñas, la última de las cuales, de menor tamaño, tenía todo el aspecto de ser una simple; botella de agua.

El profesor llevó a Soren Similin a una mesa situada en un rincón en torno a la que se congregaban los demás miembros del equipo. Allí, en un colgador de ropa, una extraña prenda holgada goteaba humedad. Era una chaqueta sin mangas y de doble capa formada por cuadrados cosidos entre sí; cada cuadro hinchado por la presión del relleno.

—Se me ocurrió por la noche —dijo el profesor—. Por supuesto que es sólo un prototipo. La auténtica chaqueta tendría que ser completamente hidrófuga.

Soren Similin estudió la empapada prenda. Supo enseguida que no era útil, pero también tuvo conciencia de que debía actuar con mucho tacto. El profesor era un extranjero, como él, pero de una categoría muy superior. Había adquirido un gran prestigio en las academias de Radiancia y, en aquellos momentos, era su científico más eminente. Sin embargo, también era un hombre orgulloso que se ofendía con facilidad. El profesor Ortus se consideraba a sí mismo no sólo el jefe del equipo, sino el único creador del notable artilugio que había tomado forma en el antiguo patio de ejercicios. Esto le venía muy bien a Soren Similin. Él no buscaba la gloria, no quería ningún reconocimiento por la invención científica. Era feliz pasando desapercibido, en segundo plano.

—¡Fascinante! —exclamó—. Qué mente tan fértil tienes, profesor.

—El modelo de demostración está relleno sólo con agua común, desde luego. Contiene exactamente cuatro litros. Más que suficiente para la tarea.

—La cantidad perfecta —dijo Soren Similin—. Y supongo que no será más pesado que un abrigo de invierno. ¿Lo ha probado alguien?

Lo preguntó como si se tratase de mera curiosidad. Ortus hizo una señal a uno de sus ayudantes.

—Póntelo y colócate donde podamos verlo.

El ayudante se situó a la luz de las lámparas principales y el profesor estudió el efecto, sonriente. Similin miró al suelo. Sabía que no necesitaba decir nada más. La abultada chaqueta no sólo atraía de inmediato la atención; incluso inducía al observador más desinteresado a preguntarse de qué estaba rellena.

—Ah —dijo Ortus, desvanecido su entusiasmo.

—¿Crees que podría levantar sospechas? —preguntó Similin con su voz suave.

—Podría.

—Me temo que tienes razón. Pero no importa. Seguiremos pensando.

—¡Seguir pensando! —exclamó el científico que, en su disgusto, dejó traslucir la frustración—. ¡He estado pensando día y noche! ¡He rezado al Poder Radiante de lo Alto para que me iluminase, pero esto es todo lo que tengo! ¡Te digo que es imposible!

—Nada es imposible —repuso el secretario— para una mente tan brillante como la tuya.

—¿Qué me aporta la brillantez?

—¡Por favor, profesor! ¡No digas eso! ¿Quién ha hecho todo esto? ¿Quién encontró el modo de captar el poder radiante del sol y almacenarlo en forma líquida?

Señaló los aparatos que los rodeaban, desde la sencilla botella de agua hasta las tuberías, los tubos y la claraboya que estaba sobre sus cabezas, a través del cual estaba brillando en ese instante la luna.

—Es cierto —dijo Ortus, recuperando en alguna medida su ánimo—. Admito que es un hito histórico. Algunos podrían llamarlo un triunfo de la investigación científica pura. Y eso que nadie sabe nada de ello todavía.

—Paciencia, profesor. El mundo conocerá tu avance histórico cuando esté perfeccionado. Tenemos que superar una última dificultad.

—¡Una última imposibilidad! —gritó el científico en su desesperación.

Soren Similin creía tener la respuesta. Pero quería hacer creer al orgulloso científico que hacía el descubrimiento final por su cuenta.

—Mi mente no es más que la de un hombre común, profesor —murmuró—. No tengo ni tu brillantez ni tu originalidad. Pero puedo oír y repetir. Tal vez si yo hiciese un repaso de todos los elementos del problema, su agudo intelecto podría arrojar nueva luz sobre el dilema que se nos plantea.

—Ya lo he repasado hasta la saciedad —objetó el científico con un suspiro.

—Hagámoslo por mí, para asegurarme de que he comprendido la situación antes de presentar mi próximo informe al rey.

—Al rey. Sí, claro. Muy bien.

—Empecemos por los logros… —El secretario empezó a enumerarlos valiéndose de los dedos—. Usted y su equipo han encontrado un modo de almacenar la energía del sol en agua común, en recipientes sellados.

—Lo he denominado «agua cargada» —dijo Ortus, con cierto orgullo.

—Un nombre muy adecuado, profesor. Esta «agua cargada» puede liberar su energía en forma de explosión. Creemos que una cantidad lo suficientemente grande podría lograr nuestro objetivo, que es destruir la isla de Anacrea.

—Cuatro litros o más.

—Eso es. Y en eso radica la brillantez de su descubrimiento. El «agua cargada» es inofensiva mientras se mantenga sellada. Una vez que se la expone al aire, se activa la explosión. Esto significa que el arma debe transportarse a la isla con todo tipo de medidas de seguridad y activar la explosión a la conveniencia del portador.

—¡Sí, sí, sí! —gritó Ortus—. Pero aquí es donde falla todo. La isla está cerrada a los extranjeros. Está vigilada y defendida. ¿Cómo se puede transportar el arma hasta la isla? Por la noche, como no podía dormir, se me ha ocurrido lo de la chaqueta rellena de agua. Pero ¡mírala! ¡Da risa!

—Permíteme, profesor —dijo Soren Similin con voz meliflua—. Permíteme, a mi manera torpe y lenta, enumerar los obstáculos que todavía se interponen en nuestro camino.

Una vez más volvió a utilizar los dedos.

—Estos autodenominados Caballeros Místicos tienen ciertos poderes limitados que les han permitido rechazar el ataque directo de los macheteros imperiales. De modo que nuestra nueva estrategia es meter de contrabando una gran bomba en la isla. Anacrea es una isla cerrada, como usted dice; salvo, por supuesto, para los que viven en ella. Sólo una vez al año, y durante un día, está abierta a los peregrinos. Sin embargo, a los peregrinos los registran. No está permitido llevar bolsas. Los santos lugares están siempre vigilados por los nomanos. ¿Cómo puede entonces nuestro porteador transportar nuestra bomba, cuatro litros de agua cargada en un recipiente sellado, hasta el corazón del Nom?

—¡Esa es la cuestión! Todos conocemos la pregunta, pero ¿quién puede dar una respuesta?

El científico lanzó una mirada desesperada a su equipo, que observaba con atención. Similin volvió a plantear la pregunta, como si tratase de ayudar en la deliberación.

—¿Dónde podría ocultar un porteador cuatro litros de agua cargada con tal disimulo que los nomanos no lograran descubrirla?

—¿Dónde, pues? No puede bebería, puesto que el estómago no tiene capacidad para cuatro litros.

—Sólo si el cuerpo tuviese cavidades huecas capaces de albergar líquido en todas partes —murmuró el secretario—. En los brazos… en las piernas… en él…

—¡Por el Sol bendito! —gritó Ortus—. ¡Ya lo tengo!

—¿A qué te refieres, profesor?

—¡La sangre!

—¿La sangre, profesor?

—¡La sangre! ¡La sangre! —gritó el científico cada vez más entusiasmado—. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? ¡El cuerpo es un contenedor sellado por el que corren más de cuatro litros de líquido en forma de… sangre!

—¡Notable! —exclamó el secretario. Hay que ser un genio para ver algo tan sencillo.

—Desde luego, tendríamos que modificar el aparato. —Ahora Ortus estaba hablando consigo mismo en voz alta—. Un sistema para pasar la sangre a través de vasos cargadores. Creo que el problema no es insuperable.

—¿De modo que la sangre se cargaría del mismo modo que usted carga el agua?

—Sí, sí. Déjame pensar. ¡Sí, se puede hacer! ¡El Sol sea loado! ¡Nada es comparable con los placeres mentales de la ciencia pura! ¡Método, perseverancia, una pizca de genio y… éxito seguro! Por supuesto que habrá que hacer una prueba para asegurarse.

—En resumen: estás proponiendo una bomba humana.

—¿Una bomba humana? Sí, por así llamarlo. Primero debemos hacer una prueba. Desde luego, necesitaremos un sujeto.

Soten Similin estaba satisfecho. Había conseguido su objetivo. Ahora podía volver al segundo plano de la acción.

El científico había recobrado los ánimos con su descubrimiento y estaba dispuesto a ponerse a trabajar. Empezó a barbotar órdenes a su equipo.

—Tú, busca un modo de establecer un flujo de retorno en el conjunto. Quiero un circuito bombeado. Tú, construye una silla robusta. Puedes cortar madera, ¿no es cierto? Tú diseña las entradas y las salidas. No es tan sencillo como parece. No debe entrar en contacto con el aire, ¡recuérdalo! Sigue siendo un sistema estanco.

Soren Similin se encaminó a la puerta.

—¿Cuándo espera estar preparado para la prueba, profesor?

—¡Pronto! ¡Muy pronto! Mañana, al final del día. No necesitamos dormir, ¿no es cierto, muchachos?

Los miembros del equipo esbozaron una sonrisa y movieron negativamente la cabeza. El entusiasmo también había prendido en ellos.

—Ahora sólo tienes que proporcionarnos un sujeto. Nosotros haremos el resto.

—Muy bien, profesor.

—Ah, y procura que sea muy fuerte. —El profesor Ortus estaba de nuevo al mando, demostrando por el tono imperativo de su voz que el secretario del rey era sólo un miembro secundario de aquel equipo—. Tendrá que ser adecuado, saludable y fuerte para soportar la carga que le vamos a poner.

—Haré todo lo que pueda —respondió Soren Similin.