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Entrenamiento en el Odio

—¡Uh! ¡Uh! ¿A quién odiamos?

«¡Pom-pom! ¡Po-po-po-pom!».

—¡Nomanos! ¡Nomanos!

«¡Po-po-pom! ¡Po-po-pom!».

Visión Radiante, hijo de Fruto Radiante, heredero del trono imperial, sacerdote-rey del Imperio de Radiancia e hijo predilecto del Gran Poder de lo Alto, estaba de pie con las piernas separadas, golpeando un tambor con los nudillos, con el rostro enrojecido y sudoroso por el esfuerzo, y gritando con todas sus fuerzas.

—¡Uh! ¡Uh! ¿A quién mataremos?

«¡Po-po-pom! ¡Po-po-pom!».

—¡A los nomanos! ¡A los nomanos!

«¡Po-po-pom! ¡Po-po-pom!».

Sólo había otra persona en la sala con el rey, y no era otro que su secretario personal, Soren Similin, un hombre joven asombrosamente feo, de enorme y afilada nariz, ojos saltones y grandes orejas. Su cara daba la impresión de haber sido formada a piezas, ninguna de las cuales combinaba con las demás. Pero cuando hablaba, tal como hizo en ese momento, poseía una voz inesperadamente dulce y musical.

—Arranquémosles los ojos, Vuestra Radiancia.

El rey repitió el estribillo, golpeando el tambor.

—¡Uh! ¡Uh! ¡Arranquémosles los ojos!

«¡Pom-pom! ¡Po-po-po-pom!».

—¡Muerte a los nomanos! ¡Muerte a los nomanos!

«¡Po-po-pom! ¡Po-po-pom!».

Este entrenamiento en el odio era una idea que el secretario había puesto en práctica poco después de su llegada a la corte de Radiancia Similin era extranjero, procedente del norte pobre, sin los derechos ni privilegios de los ciudadanos del Imperio. Su rápido ascenso en el favor del rey había asombrado a la corte. El sumo sacerdote, en particular, había hecho todos los esfuerzos posibles para prevenir al rey de depositar excesiva confianza en el nada agraciado joven.

—No sabemos nada de él, Radiancia. Ignoramos qué lo ha traído aquí y qué desea.

—Sí, es cierto —replicó el rey—. Quiere que se destruya a los nomanos. No es ningún secreto.

—Pero ¿por qué, Radiancia?

—Ellos no quieren rendir culto al Poder Radiante. Se creen superiores a los demás. ¡Pero pienso enseñarles quién es aquí el superior!

El sumo sacerdote frunció el ceño y meneó la cabeza.

—Hemos llegado a la conclusión de que lo mejor es dejar tranquilos a los nomanos, Radiancia. Tienen poderes…

—¡Trucos! —gritó el rey—. ¡Sólo trucos! ¡Ya les voy a enseñar yo trucos!

De modo que el sumo sacerdote y el resto de la corte no tuvieron más remedio que ver cómo la semilla sembrada por el desfavorecido joven extranjero crecía hasta convertirse en una obsesión para el rey. Fueran cuales fuesen las dudas e interrogantes que tuviesen sobre esto, no podían negar que el entrenamiento en el odio había obrado maravillas en la moral del rey. De cada sesión salía entusiasmado y revitalizado.

—¡Uh! ¡Uh! ¡Arranquemos sus corazones!

«¡Pom-pom! ¡Po-po-po-pom!».

—¡Nomanos morid! ¡Sufrid y morid!

«¡Po-po-pom! ¡Po-po-pom!».

A las tres semanas de la llegada de Soren Similin a Radiancia, el sacerdote-rey declaró que era su imperial voluntad que Anacrea fuese destruida.

El día en que se hizo pública esta nueva política, Soren Similin se retiró a sus humildes aposentos y cayó de rodillas. Inclinó la cabeza hasta tocar el suelo con la frente y dijo en voz alta:

—¿Lo he hecho bien, Señora?

Lo has hecho bien, fue la respuesta que sólo él pudo oír.

—Todo lo que hago, lo hago por ti.

Eres la copa en la que vertemos nuestro vino.

—Yo reboso con tu abundancia.

El tiempo de la cosecha se avecina. La pobre gente se arrodillará ante ti y te llamará señor.

—Mi poder será tu poder, Señora. Soy tu siervo. Tú mandas en mí como el corazón manda en la mano.

Tu obediencia nos complace, dijo la voz con dulzura.

¿Lo merezco, Señora?

Lo mereces.

Cuando descendió sobre él la dulzura, inundándolo de felicidad, recibió su recompensa.

* * *

Se acercaba el momento de la ofrenda vespertina. El sol empezaba a descender sobre el Lago de la Gran Cuenca. En el templo real de Radiancia, los sacerdotes y los funcionarios de la corte acudían para cumplir con sus deberes rituales. El conservador de la Corona estaba colocando los girasoles en la gran estructura en forma de abanico que se asentaría sobre los hombros del rey. Las esposas del monarca entraban de una en una, conduciendo cada una de ellas a su único hijo. La reducida procesión de los tres sacerdotes vestidos de rojo, que hacían sonar sus pequeñas campanillas de plata, se aproximaba al gran contenedor para recibir las ofrendas de la tarde. Y seis pisos más abajo, en la plaza del templo, la gran plaza que conducía hasta las orillas del lago, se reunía el pueblo de Radiancia para parlotear y gastarse el dinero en las baratijas que ofrecían los vendedores ambulantes.

El sumo sacerdote, ataviado con sus galas de oro, esperaba impaciente a que terminase la sesión. Oía los rugidos de rabia del rey que le llegaban a través de las puertas cerradas. Inconscientemente, el sumo sacerdote hizo una mueca al tiempo que murmuraba:

—¡Peligroso sinsentido! ¡Feo, muy feo!

Un grito sobrecogedor procedente del otro lado de las puertas marcó el clímax de la sesión. Las puertas se abrieron y el rey salió cojeando. Pesaba demasiado y le dolían las rodillas; pero a pesar de ello estaba radiante.

—Pronto los veremos retorcerse —dijo, frotándose las manos—. ¡Les tenemos reservada una sorpresa! ¿Eh, Similin?

—Sí, Radiancia —respondió el secretario, varios pasos por detrás y con la mirada fija en el suelo.

—¡Que sea pronto! —insistió el rey.

—No tardará mucho, Radiancia —murmuró el secretario.

El rey saludó con una inclinación de cabeza a sus esposas, que hicieron una profunda reverencia a su paso, y abriendo los brazos, se dispuso a vestir su atuendo ceremonial. El sumo sacerdote interrogó en voz baja al secretario.

—¿Cuál es la sorpresa?

—Sólo soy un humilde siervo del rey —respondió Soren Similin.

—Supongo que tiene algo que ver con los nomanos.

—Perdóname, Santidad. El rey me ordena guardar silencio.

El repiqueteo de las campanillas de plata volvió a sonar al paso de los sacerdotes vestidos de rojo, que ahora eran portadores del tributo de la tarde: un hombre vestido de blanco, los ojos también en blanco y el andar vacilante. Los sacerdotes lo sostenían por los brazos desde ambos lados para ayudarlo a avanzar. El sumo sacerdote lo vio y meneó la cabeza. Habían vuelto a drogar al tributo. Habían quedado atrás los días gloriosos en que los tributos eran prisioneros de guerra que llegaban al sacrificio con la cabeza erguida, gritando desafíos al mundo.

En cuanto al secretario del rey y a su devoto silencio, el sumo sacerdote estaba seguro de poder adivinar el secreto con bastante facilidad. La única sorpresa de la que podría estar tan ávido el rey en ese momento eran las noticias sobre la destrucción de los nomanos. Otro asunto era cómo podía aquel joven sapo dar esperanzas al rey de semejante cosa. Los nomanos no eran tan fáciles de destruir.

El conservador de la Capa presentó la pesada prenda bordada en oro al manipulador de la Capa, que la colocó sobre la espalda del rey. Luego el conservador de la Corona pasó el pesado objeto al manipulador de la Corona, que la depositó sobre los hombros del rey. La rígida estructura en abanico sobresalía por detrás de la cabeza del monarca como un halo magnificente de girasoles recién cortados, con sus pétalos de oro y sus semillas color miel.

El sumo sacerdote comprobó que el tributo ya estaba en el lugar indicado e hizo una señal al coro del templo. Los cantantes estaban situados en la parte posterior de la gran terraza abierta desde donde el rey se mostraría en breve a su pueblo. Los miembros del coro empezaron a cantar, las caras bañadas por la luz del sol poniente que se sumergía despacio en las aguas del Lago de la Gran Cuenca.

¡Oh, Radiancia! ¡Oh, Radiancia!

¡Nuestro señor, nuestra vida, nuestra luz!

¡Acepta de tus siervos!

¡Acepta de tus siervos la ofrenda de esta noche!

Abajo, en la gran plaza empedrada, el pueblo enmudeció de repente y centró su atención en la roca del templo. Aquella enorme mole granítica se elevaba alrededor de ciento cincuenta metros por encima de la superficie del lago, ligeramente inclinada sobre sus aguas hacia el oeste. Sobre la cara este se había construido el gran templo, terraza a terraza, hasta llegar al nivel más alto, que quedaba justamente por debajo de la cima de la roca. En la mismísima cumbre estaban los tres sacerdotes vestidos de rojo sosteniendo a la ofrenda. En pocos instantes, cuando el sol poniente tocase las aguas, se haría la ofrenda. Luego caería la noche. Pero el pueblo de Radiancia no tenía por qué sentir miedo. Mientras se realizase la ofrenda, el sol volvería a salir. El Poder Radiante volvería a brillar sobre ellos y les proporcionaría riqueza y victorias. ¿Acaso no había sido así durante los últimos cien años? ¿Acaso no era Radiancia el imperio más poderoso de la Tierra?

El séquito real apareció en la elevada terraza entre las aclamaciones del pueblo que ocupaba la plaza. El rey saludó a la multitud y luego adoptó su posición ritual, de cara al sol poniente, y extendió los brazos. La capa de oro se abrió como si de las alas de un pájaro celestial se tratara, brillando con destellos de oro y rojo en medio del torrente de luz que el sol derramaba sobre la superficie del lago.

En pleno éxtasis el coro cantó.

¡Oh, Radiancia! ¡Oh, Radiancia!

¡Esta vida que humildemente te entregamos!

¡Devuélvenosla! ¡Devuélvenosla!

¡Solo vivimos por ti!

El sol tocó el agua. Los sacerdotes situados en la cumbre del peñasco acercaron el tributo al borde. La tarde era tibia y calma, apenas corría una ligera brisa.

El secretario del rey permaneció de pie en la última fila, detrás del grupo de sacerdotes y funcionarios, cerca del guardián del rey, que era un fornido y bien armado machetero. El guardián había visto aquello cientos de veces y bostezaba abiertamente. Similin tampoco le prestaba mayor atención. Estaba reflexionando sobre un problema especialmente complicado.

A Soren Similin le gustaban los problemas. Tenía un cerebro sutil y poderoso y confiaba en encontrar finalmente una solución. Cuanto más difícil el problema, más satisfacción le proporcionaba el resolverlo, porque eso lo situaba muy por encima del común de los mortales. Pero para sus adentros seguía siendo uno más de ellos. Su padre, y también el padre de su padre, habían sido humildes tejedores de pueblo. De niño, Soren Similin se había familiarizado con los comerciantes que iban a comprar tejidos, y había visto cómo su padre se sentaba con la mirada fija en el suelo mientras los comerciantes lo estafaban sin que él protestara. Entonces se había dado cuenta de que su padre era una persona humilde más.

Luego todo había cambiado. Él había sido elegido.

Cuando la voz sonó por primera vez en su cabeza, no se sintió sorprendido.

Tú eres más inteligente que los que te rodean —le había dicho la voz—. Tú mereces más. Ayúdanos y tendrás lo que siempre has deseado.

Nunca supo quiénes le daban las instrucciones; sólo sabía que eran superiores a él y a toda la gente que conocía. Su única limitación, al parecer, era la debilidad de sus cuerpos.

Con nuestros cuerpos, poca cosa podemos hacer —le habían dicho—. En cambio, con nuestra inteligencia podemos hacer mucho. Pero muy pronto esto va a cambiar y nos convertiremos en seres perfectos.

Plasta que ese día llegara, conseguían sus objetivos a través de vicarios. Similin no tenía la menor idea de cuántos vicarios había además de él, ni qué meta trataban de alcanzar. Todo cuanto sabía era que los obedecía y recibía su recompensa: no sólo la dulce felicidad que había aprendido a desear fervientemente, sino también el éxito generalizado. Su invisible Señora lo había guiado en cada paso del camino y había apartado todos los obstáculos que se le habían presentado. Y allí estaba, en el corazón de la corte de Radiancia, a punto de cumplir su más importante misión. Resolvería el último problema importante, con lo que complacería a la que trataba de complacer por encima de todos los demás, y ella le otorgaría el poder.

Ahora la multitud de la plaza inferior se quedó en silencio y la voz de un cantante solista se elevó sobre los tejados dorados de la ciudad: «¡Recibe nuestro tribu-u-uto!».

Los sacerdotes ataviados de rojo arrastraron al hombre vestido de blanco hasta el borde del precipicio y, una vez allí, lo soltaron. El tributo no debía ser empujado bajo ningún concepto. Debía parecer que se precipitaba hacia la muerte por su propio deseo.

Cuando el sol se hundió en el lago, el tributo se arrodilló y, desde esa posición, despacio, irremisiblemente, se dejó caer y empezó a dar vueltas y más vueltas mientras se iba despeñando.

El solista cantó: «¡Vuelve a nosotros!».

El tributo iba cayendo más y más, negro sobre el cielo rojo. Sus brazos se agitaban, pero no emitió sonido alguno. La sincronización era perfecta. Justo cuando el último segmento del sol desapareció en el horizonte, el cuerpo se estrelló contra el agua con un sonoro chasquido. Luego se oyó el sonido de un impacto más amortiguado cuando chocó contra las rocas apenas cubiertas por las aguas del lago. Un ligero susurro, como un soplo de brisa, recorrió la multitud. Era el final de otro día. Se había pagado un nuevo tributo. Estaba asegurado el amanecer, el sol volvería a salir y la vida continuaría.

La multitud empezó a dispersarse.

Cuando los infantes reales desfilaban con sus madres, uno de ellos se lamentó:

—¡No he visto la sangre! ¡Nunca veo la sangre!

Soren Similin, de pie ante la ancha escalinata que conducía a los pisos inferiores, oyó la queja, y de pronto se le ocurrió una brillante idea. «¡Pero claro!», se dijo. En todo momento había tenido la solución delante de las narices.

El rey llamó al manipulador de la Corona.

—¡Quítame este condenado armatoste de encima! ¡Me está rompiendo el cuello!

El manipulador de la Corona, un rico comerciante de aceite orgulloso de realizar esta tarea ceremonial, se apresuró con las manos extendidas.

—¡Ya voy, Radiancia! —Mientras desmontaba la Corona, susurró al oído del rey—: Pronto será el día de mi onomástica, Radiancia. Y me cabe el honor de aportar el tributo para ese día.

—Espero que represente una mejora respecto al tejemaneje que se traen estos días —dijo el rey—. Creen que no sé que están drogados, pero lo sé perfectamente.

—Tengo confianza en que os sintáis orgulloso de mi tributo —añadió el comerciante de aceite.

—Esperemos que así sea. Ya ha habido demasiados tributos narcotizados.

—Me llamo Dadivoso, Radiancia —dijo el comerciante, dudando de que el monarca supiera de quién se trataba.

—Bien, bien.

Haciendo un vago saludo con la mano mientras se alejaba, el rey se retiró a sus aposentos situados un piso más abajo. Su secretario lo esperaba, absorto en la idea que se le acababa de ocurrir. Era una solución sencilla y elegante y, como tal, profundamente satisfactoria. Si funcionaba, estaría en condiciones de dar el primero de los poderosos golpes que lo elevarían a la gloria.