10


La Liquidación del Machetero

—Bueno, ahora que has visto a un machetero en acción —se jactó Barbán—, espero que estés satisfecha.

—Lo estoy —asintió Estrella Matutina—. Gracias.

Esto no le bastó al hombretón.

—Me sorprende que por aquí no hayáis oído hablar de los macheteros —insistió—. Los macheteros son famosos a todo lo largo y ancho del imperio.

—El Imperio de Radiancia está muy lejos —respondió Estrella Matutina—. Los de las colinas vivimos de nuestros propios recursos.

Avanzaron rápidamente por el sinuoso camino, subiendo y bajando las pendientes de las colinas. A sus espaldas, a gran distancia, se erguían las montañas. Ante ellos se extendía la llanura. En ese momento, Estrella Matutina estaba más al oeste de lo que había estado jamás. Trataba de no mirar hacia atrás, de no pensar en su hogar; proyectando hacia delante tanto su mirada como su pensamiento, más allá de esas llanuras que tenía delante hasta alcanzar las arboladas riberas del Gran Río, y río abajo hasta desembocar en el mar. Había visto ríos, pero nunca el mar. Era difícil imaginar un espacio sin límites, que parecía extenderse en todas direcciones por igual. Y también le costaba imaginar el lugar hacia el cual estaba viajando, la isla rocosa en la desembocadura del río donde la estaba esperando su madre.

«Hasta que volvamos a encontrarnos».

—El Imperio de Radiancia nunca está lejos —informó Barbán—. Si fueras a la ciudad del lago, verías una o dos cosas que no has visto nunca. No hay nada comparable en todo el mundo. ¡Hay casas con el tejado de oro!, ¡tejas fabricadas con auténtico oro!

Estrella Matutina no respondió nada a esto. No estaba interesada en el Imperio de Radiancia ni en la ciudad del lago del norte. Pero después de casi una hora de caminar en silencio, su escolta había empezado a hablar y desde entonces no había cesado su parloteo.

—Supongo que estarás preguntándote si los ladrones no van de noche a robar el oro de los tejados. Pero ¿qué pensarías si te dijese que en Radiancia no hay ladrones?

Estrella Matutina no respondió, pero Barbán ni siquiera reparó en ello. Siguió haciéndose cargo de las dos partes del diálogo.

—Y te preguntarás, ¿cómo es posible? Y yo puedo decirte que eso es así porque en Radiancia nadie transgrede la ley. Y tú me dirás, sin duda: Barbán, pero hay malhechores por todas partes, ¿por qué no habrían de cometer sus fechorías en Radiancia? ¡Y yo tengo que decirte que eso se debe a la presencia de los macheteros!

Esta era siempre su conclusión para todo: la temible fama de los poderosos macheteros de Radiancia.

—Los macheteros nos entrenamos todos los días —le contó Barbán—. Hacemos rocarreras, es decir, carreras en las que transportamos grandes rocas. Y practicamos el resquebrajamiento de troncos, pero no con nuestras hachas, qué va: ¡a puñetazos!

—¿Habéis perdido las hachas?

—¿Perdido? No, ni hablar. Eso es sólo un entrenamiento. ¡Golpear con el puño, pero con la potencia de un hacha!

Lanzó unos golpes al aire mientras avanzaba.

—Los macheteros podemos tumbar a un buey de un solo puñetazo.

—¡Pobre buey! ¿Por qué hacéis eso?

—¡Como entrenamiento! ¡Todo como entrenamiento! ¿Tienes idea de los arreos que componen la armadura de un machetero? ¿O de lo pesada que es?

—En absoluto.

—La coraza pesa más que tú. Está hecha de gruesas placas de hierro, superpuestas como tejas, y fijadas a un pesado cañamazo. Es como llevar a cuestas a dos adultos canijos. ¡Imagínate!

—Realmente curioso —convino Estrella Matutina.

—Y el casco. ¡Si te lo pones ya sabrás lo que es bueno! Hierro macizo que se apoya sobre los hombros, tan pesado como un niño.

—Entonces, ¿vas cargado con dos adultos canijos y un niño?

—Ahora ya te vas haciendo una idea.

—Muy, pero que muy curioso, desde luego.

—De ese modo, cuando uno entra en la refriega, nadie puede tocarlo. ¡Gran Sol, es algo digno de verse! Cuando un machetero está en plena lucha con su grupo alrededor, ¡es como un dios que descendiese a la tierra! Una sola pasada de la cadena y no queda nada en pie. La pobre gente grita y huye, ¡te lo aseguro! El avance de un machetero es todo un espectáculo.

Avanzó a grandes zancadas reviviendo el momento, barriendo el aire de frente con una imaginaria cadena.

—Imagínate lo que pesa la cadena, que va cortando las cabezas de la gente que se pone por delante, «¡plop!, ¡plop!, ¡plop!».

—Seguro que te lo has pasado genial con eso —dijo Estrella Matutina.

—Ha sido la mejor época de mi vida —respondió él—. Nunca he sido más feliz.

—Entonces, ¿por qué lo dejaste?

Se le borró la sonrisa de los labios. El brazo barredor se desplomó sobre su costado.

—La jubilación —respondió él.

—Oh, ya veo. Ya eres demasiado mayor.

—¡Yo no soy mayor! —gritó con repentina acritud—. ¡Mírame! ¿Te parezco viejo? ¡Estoy más fuerte que nunca! ¡Mira esto!

Se salió del camino de un salto y se plantó delante de un árbol que crecía en la cuneta. Levanto el puño derecho y lo dirigió contra una de las ramas más bajas.

—¡Ya-ha! —grito.

Su puño golpeó la rama casi en la unión con el tronco, donde era tan gruesa como su propio muslo. Con un crujido sordo, la rama se desgajó del árbol y cayó al suelo.

—¿Puede hacer esto una persona mayor? ¿Puede hacerlo?

Observó a Estrella Matutina, que estaba mirándole la mano derecha. Tenía los nudillos desollados y le sangraban.

—Debe de haberte dolido —afirmó ella.

—No he sentido nada. ¡Mira eso! ¡Míralo! —exclamo, recogiendo la pensada rama y acercándosela a la cara—. ¿Podría hacer esto un hombre mayor?

—No.

—Pues claro. A lo mejor ahora ya estarás de acuerdo en que me merezco los doscientos escudos.

—A ese acuerdo llegó mi padre. Yo no tengo nada que ver.

—Pero el caso es que tienes la mitad de mi dinero.

—Llévame sana y salva hasta Anacrea, y será todo tuyo.

Siguieron andando. Barbán, con suma discreción, se iba acariciando la mano derecha despellejada. Cuando llegaron a un arroyo, Estrella Matutina le aconsejó:

—Harías bien en lavarte esa mano.

Él se arrodilló y se lavó las magulladuras, conteniendo una mueca de dolor.

—Claro que de haber sido un machetero en lucha —se justificó—, habría llevado guantes reforzados de metal.

—¿Significa eso que cuando os jubilan no os permiten llevaros la armadura?

—Claro que no —respondió—. Nos otorgan una medalla.

La sacó de debajo de la chaqueta colgada de una cadena que llevaba al cuello: el sol en su esplendor, lanzando sus rayos sobre el mundo.

—Ese es el sol, ¿no es así?

—Es el Poder Radiante. La fuente de la vida.

—¿Tú crees eso?

—Desde luego. ¡Mira!

Se puso la mano de visera y señaló el ardiente sol en un cielo sin nubes.

—¿Qué puede ser más poderoso que eso?

—El que lo hizo.

—¿Quién podría haber hecho el sol? No, créeme. Ahí es donde empieza y termina todo. El Poder Radiante gobierna el mundo, y el rey y los sacerdotes de Radiancia son sus hijos favoritos. ¿Sabes cómo lo sé?

—¿Cómo?

—¡Porque no hay nada tan poderoso ni tan rico ni tan glorioso como el Imperio de Radiancia!

—Ya veo.

—Esa es la prueba. El pueblo más fuerte tiene el dios más fuerte. Es pura lógica.

—Ya veo.

Siguieron andando en silencio un corlo trecho. Barbán ya empezaba a sentirse mejor. Le parecía que esa extraña niña con cara de luna llena empezaba a entender las realidades del ancho mundo.

—Mira qué tenemos aquí —le dijo.

Frente a ellos, aproximándose por el camino, avanzaba una familia de vagabundos: una escuálida mujer y un hombre de mirada cansada con un carretón de dos ruedas tirado por un buey famélico. En el carro iban dos niños, subidos encima de lo que parecían ser todas las pertenencias de la familia.

—¡Escoria de los caminos! —dijo Barbán con desagrado.

Cuando pasaban, golpeó el toro para obligarlo a salirse del camino.

—¡Fuera de nuestra vista!

—¡No hagas eso! —lo increpó Estrella Matutina—. ¡Déjalos tranquilos! El camino es tan suyo como nuestro.

—¡Son vagabundos! ¡Basura de cloaca sin hogar!

—Perdonad la brutalidad de mi acompañante —se disculpó Estrella Matutina con los vagabundos—. Es un ignorante.

Volvió a conducir el buey hasta el camino, mientras los vagabundos la observaban acobardados y en silencio. No tuvo necesidad de estudiar sus colores para darse cuenta de que estaban amedrentados y hambrientos.

—¿A quién estás llamando ignorante? —gruñó Barbán.

—A ti —respondió ella.

Sacó su bolsita y entregó a la mujer vagabunda un escudo de oro. El hombre inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. La mujer apretó fuertemente la moneda y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no articuló ni una sola palabra. ¿Quién sabe de qué lejanas tierras procedían? Era posible que hablasen una lengua distinta. Los caminos estaban llenos de pequeñas familias tristes como aquella, expulsadas de sus hogares por la guerra o las epidemias o las hambrunas.

Barbán no podía creer lo que estaba viendo.

—¡Ese dinero es mío! ¡Estás regalando mi dinero!

—No es tuyo.

—¡Has dado dinero a los vagabundos!

—Es mi dinero y hago con él lo que me place.

Estrella Matutina siguió andando para obligar al hombretón a seguirla y que dejara en paz a la familia de vagabundos. Un escudo de oro era una suma muy apreciable para aquella pobre gente. Podrían conseguir comida y alojamiento una semana entera.

—¡Estás loca! —dijo Barbán.

—Prefiero estar loca que ser una despiadada.

—¡Quiero mi dinero! ¡Ahora mismo!

—No.

—¡Entonces me quedo aquí!

No dio ni un paso más y se quedó de pie con los brazos como leños cruzados sobre el pecho, congestionado de rabia y herido en su orgullo. Estrella Matutina se limitó a seguir andando.

—¡Vuelve aquí!

Ella ni siquiera se dio la vuelta para mirarlo.

—¡Tú, niña estúpida y malvada!

Echó a andar a paso vivo tras ella y la agarró con su manaza.

—¡Dame mi dinero!

Ella apretó la bolsa de cuero fuertemente contra su pecho. Él la sacudió con violencia.

—¡Eso es mío y me lo quedaré!

Le retorció el brazo con su potente tenaza, pero ella soportó el dolor sin dejarse arrebatar la bolsa.

—¿Tendré que arrancarte el brazo?

—¡Sí! ¡Adelante! ¡Arranca el brazo!

—¡Podría aplastarte como a una hormiga!

—¡Vamos! ¡Aplástame! ¡Mátame!

Por un instante pareció que se disponía a hacerlo. Luego le dio un empujón que la envió a trompicones camino adelante.

—¡No creas que no puedo hacerlo! —le gritó con furia.

Estrella Matutina calmó su agitado corazón y suavizó la expresión de su rostro. Mantuvo la cabeza erguida para demostrarle que no la había asustado.

—Ahora ya puedes irte —le dijo—. Ya no necesito tu protección.

—Iré a donde tú vayas —replicó el machetero—, hasta que me des mi dinero.

Después de eso, siguieron andando a cierta distancia el uno del otro y sin hablarse. Barbán iba delante, sin hacer concesión alguna a las corlas piernas de la chica, y de vez en cuando ella se veía obligada a corretear un trecho para no perderlo de vista. Pero era demasiado orgullosa y estaba demasiado enfadada como para pedirle que la esperara.

El corpulento machetero iba al menos cien pasos por delante de Estrella Matutina cuando llegaron al río. No se trataba aún del gran rio que desembocaba cerca de la isla de Anacrea, pero era demasiado ancho y profundo para vadearlo a pie. Amarrada en una de las orillas había una barca y dos barqueros descansaban a su lado, bajo un sombrajo que los protegía del sol. Aunque estaban lejos, Estrella Matutina supo por sus colores que había algo raro en aquellos hombres.

Vio que Barbán se acercaba a ellos y les hablaba, y ellos asentían con la cabeza como respuesta y desataban la barca. Cuanto más se acercaba, más segura estaba de que los barqueros no eran lo que pretendían ser.

Barbán se volvió hacia ella, esperando con notoria impaciencia a que llegase. Alargó la mano y chasqueó los dedos.

—¡Dinero! —urgió él.

Se refería a dinero para pagar a los barqueros, como muy bien entendió ella. Pero se detuvo poco antes de estar a su altura.

—No —dijo—. Aquí hay algo raro.

El resplandor naranja que circundaba a los barqueros se había intensificado de repente.

Barbán se acercó a ella.

—¿Algo raro? —interrogó él—. No te entiendo.

Estrella Matutina retrocedió, pero Barbán era mucho más rápido que ella. Alargó la mano y se apoderó de la bolsa, aflojando el cordón que la ataba. Volvió corriendo a la orilla del río y saltó a la barca. El barquero que había soltado el cabo de amarre saltó tras él. La barca avanzó hacia el centro de la corriente.

Barbán levantó triunfante la bolsa.

—¡Nadie da mi dinero a los vagabundos! —le gritó—. ¡Nadie se burla de un machetero!

Estrella Matutina se quedó sin habla. Se había centrado tanto en los barqueros que había bajado la guardia con respecto a Barbán.

—¡La próxima vez sé más respetuosa! —volvió a gritar este desde la barca—. ¡Nadie insulta a un machetero!

El barquero que llevaba los remos cambió el rumbo de la barca río arriba, mientras el otro revolvía en el fondo de la embarcación. Estrella Matutina seguía estupefacta. Los colores de los barqueros eran intensos y claros aun antes de que Barbán hablara con ellos. ¿Cómo podía haber malinterpretado la situación hasta tal punto?

—¡Pequeña bruja endemoniada! —volvió a gritar Barbán—. ¡Ojalá tropieces con los vagabundos!

El segundo barquero dio un golpe con el brazo para desatar el fardo y de él surgió una red como una ola que fue a caer sobre Barbán mientras lanzaba sus pullas. La red tenía los bordes lastrados y el hombre que la había lanzado era un experto en este menester.

Antes de que Barbán se diese cuenta de lo que estaba pasando, la red lo envolvió apretadamente y acabó arrastrándolo al fondo de la barca. Allí, los dos barqueros trabajaron juntos, con movimientos rápidos y bien estudiados: lo cubrieron con una pesada manta y lo aherrojaron con gruesas barras de hierro. Atado, enfardado y aherrojado, el sorprendido machetero gritaba rabiosamente su impotencia mientras la barca lo llevaba río arriba.

Estrella Matutina no tenía ni idea de quiénes podían ser los barqueros ni de por qué se llevaban a Barbán; pero aquello restableció su fe en los colores. Barbán había planeado robarle, sin la menor duda, pero los barqueros eran tramposos y ladrones más listos que él. Ya había perdido de vista la barca. Poco a poco se fue normalizando el latido de su corazón y pudo centrarse en reflexionar acerca de su propia situación.

No lamentaba en absoluto haber perdido al escolta. Tampoco tenía miedo de continuar el viaje sola. No temía a los vagabundos viajeros, y en cuanto a los ladrones, confiaba en que sus afinados sentidos la mantuvieran a salvo de problemas. Pero al mismo tiempo que Barbán, había desaparecido todo su dinero. Todo lo que le quedaba era la ropa que llevaba puesta, y el pequeño vellón de lana que había recibido de su padre como regalo de despedida.

En ese momento lo sacó del bolsillo y lo apretó contra su mejilla.

—Siento haber perdido tu dinero, papá —musitó—. Sé lo mucho que has tenido que trabajar para conseguirlo. Pero no tienes por qué preocuparle por mí. Encontraré el camino a Anacrea como sea. Y entonces me reuniré con mama.