9


El Consejo de la Despedida

El corredor de libros llegó con puntualidad a la mañana siguiente, encorvado bajo el peso de su fardo. Lo transportaba de una forma muy peculiar, cargando todo el peso en una correa que sujetaba a la frente. Cargado así, podía inclinarse hacia delante y equilibrarse con el peso que llevaba a la espalda para avanzar al trote, de modo que parecía que estuviera siempre corriendo para evitar caerse de bruces.

—Aquí estoy de nuevo —manifestó, dejando resbalar el fardo hasta el suelo—. Y contento de tomarme un pequeño descanso, no os engaño.

Lo acompañaba el hombre más corpulento que Estrella Matutina hubiese visto en toda su vida. El corredor de libros miró a Arkaty a la cara y vio con satisfacción su expresión de temor.

—Bueno, viejo amigo. ¿Te parece que he elegido bien?

—Más que bien.

El hombretón levantó una manaza y dijo con voz de trueno:

—Barbán a vuestro servicio.

—Entrenado como machetero —añadió orgulloso el porteador de libros—. Actualmente retirado del servicio activo.

—Nuestra más cordial bienvenida, señor mío —saludó Arkaty.

—Y esta debe de ser la joven señorita.

Barbán se inclinó hasta que su cara estuvo a la altura de los ojos de Estrella Matutina y esbozó una sonrisa que dejó al descubierto una brillante dentadura.

—Te llevaré a tu destino tan segura como si aún estuvieras en tu casa, joven dama.

—Gracias —respondió Estrella Matutina.

Para su consternación, se dio cuenta de que el hombretón le desagradaba profundamente.

—¿Se tomará un vaso de vino antes de partir? —preguntó el padre.

—Nunca rechazo un vaso de vino —respondió Barbán con una estentórea carcajada.

Entraron en la casa y Arkaty sirvió cuatro vasos de su vino más especial. Estrella Matutina sabía que la botella había estado guardada para bebería el día de su partida. Barbán, que lo ignoraba, se bebió su vaso de un solo trago, como si quisiera demostrar lo grande que tenía la garganta. El padre, deseando prolongar el momento, levantó su vaso en dirección a su hija y le dedicó una dulce sonrisa.

—Por ti, mi estrella.

Ella levantó el suyo y brindó por su padre.

—Y por ti, papá.

Barbán dejó su vaso sobre la mesa, se abrió la chaqueta y dejó el torso al desnudo.

—¡Golpeadme! —gritó—. ¡Vamos, golpeadme! Cualquiera de los dos. Golpeadme donde queráis.

Ambos lo miraron sorprendidos. Estaba de pie, con las piernas separadas y los hombros bien erguidos, invitándolos a que le golpeasen el pecho o el estómago desprotegidos. De su cuello colgaba una medalla de oro con la imagen de un sol.

—¡Duro como una roca! ¡Vamos! ¡Pegadme!

—Tengo la completa seguridad de que eres la escolta apropiada para mi hija —dijo Arkaty.

—Tienes que comprobar la mercancía antes de comprarla —respondió Barbán—. Estás pagando por lo mejor. Quiero que lo sepas.

—En realidad no estoy acostumbrado a golpear a la gente —insistió Arkaty.

Barbán se volvió hacia el corredor.

—Vamos, señor. Pégame un golpe. Golpea lo más fuerte que puedas.

—Bueno —dijo el corredor—. Si consideras que debo hacerlo…

Golpeó ligeramente al hombretón en el abdomen.

—¡No, no! —protesto Barbán—. No te he dicho que me hagas cosquillas, sino que me des un buen golpe.

A Estrella Matutina toda aquella exhibición le parecía algo grotesca. Dejó el vaso sobre la mesa. El porteador volvió a golpear a Barbán, pero esta vez más fuerte. El hombretón soltó una carcajada.

—¡Todavía no siento nada!

—Déjame probar a mí —intervino Estrella Matutina.

Estiró los dedos, eligió un grueso pliegue de carne justo por encima de las caderas de Barbán y pellizcó con todas sus fuerzas. El hombre soltó un agudo chillido de dolor.

—¡Ay! —gritó.

—Me parece que ahora sí que lo ha notado —dijo Estrella Matutina, poniendo cara de inocencia.

—¡Eso ha sido un pellizco! —protestó el forzudo, mirándola mientras se frotaba la zona dolorida—. No ha sido un golpe, sino un pellizco.

—Creo que deberías disculparte, querida.

—Lo siento, señor Barbán.

—Sólo las chicas pellizcan —dijo él con amargura.

—Entonces, está bien —observó Estrella—. Estoy completamente segura de que no seremos atacados por chicas en el camino.

El hombretón se abrochó la chaqueta. Se volvió hacia Arkaty, pero ya no sonreía.

—¿Tienes el dinero?

—Sí, aquí está.

Echó mano de una caja y puso su contenido en una pequeña bolsa. Estrella Matutina se dio cuenta de que se disponía a pagarle todo lo acordado en aquel momento.

—Papá —dijo—, tengo entendido que lo habitual en estos casos es entregar la mitad del pago al principio y la otra mitad cuando se haya realizado el trabajo.

—¿Es así? —inquirió su padre—. ¿Es esa la práctica habitual?

—Es lo habitual cuando no hay confianza —contestó Barbán, lanzándole una mirada de enfado a Estrella Matutina, mientras sus colores pasaban al naranja-rojo, la peor combinación posible.

—Tal vez no deberías aceptar el trabajo —intervino ella.

—¡De ninguna manera! ¡No vamos a entrar en ese juego! Yo he hecho un largo camino hasta aquí. Cumpliré con mi parte y espero que se me pague por ello.

—Recibirás tu paga —terció Arkaty.

—Me parece que no os dais cuenta —insistió Barbán, frotándose aún la marca del pellizco— de que estáis contratando lo mejor de lo mejor en protección personal.

Mostró la medalla que llevaba colgada.

—¿Ven esto? ¡Significa machetero! Sí, señor. ¡Fui uno de los poderosos macheteros del Imperio de Radiancia!

—Me temo que no sé lo que es eso —dijo Estrella Matutina.

—¡Machetero! —exclamó Barbán, indignado—. El nombre que infunde temor en el corazón de los hombres. ¡Machetero! ¡Machetero!

Estrella Matutina lo miró de nuevo sin dar muestras de estar amedrentada.

—Papá —dijo—, entrega al señor Barbán la mitad del dinero estipulado y dame a mí la otra mitad. Yo se lo entregaré cuando lleguemos a Anacrea.

El hombretón frunció el ceño, malhumorado.

—Como queráis. A mí me da lo mismo.

—Si nuestro amigo acepta de buen grado, el acuerdo está cerrado. La paga es generosa —intervino el corredor.

—Lo mejor es lo más caro —respondió Barbán, ceñudo.

De este modo quedó todo arreglado. Estrella Matutina observó cómo su padre contaba el dinero y quedó impresionada por la cantidad. ¡Doscientos escudos! Su padre ganaba un escudo a la semana por su trabajo de copia. ¿Cómo podía valer tanto aquel hombre?

Arkaty puso cien escudos de oro en un bolsillo de cuero y se los dio a su hija. El resto se lo entregó al forzudo.

—La cuidarás bien, ¿no es así?

—En la medida en que ella cuide bien de mi dinero.

—El mundo está lleno de peligros.

Arkaty y el corredor de libros resolvieron luego sus propios asuntos y, finalmente, llegó la hora de la partida. Estrella Matutina echó mano de su saco, que hacía días que estaba preparado. El corredor acomodó la ancha correa de cuero sobre la que apoyaba la carga, salió al camino y echó a andar, mientras padre e hija se quedaban a solas un momento.

—Bueno, parece que ya estás en tu camino —le dijo su padre.

—Pero volveré. Volveré para contártelo todo.

—En cuanto a lo de volver, deja que las cosas sigan su curso.

—Y hasta puede que traiga a mamá conmigo.

—Te digo lo mismo: deja que las cosas sigan su curso.

La miró con sus sagaces y pacíficos ojos.

—Algunos piensan que la gente de las colinas somos un poco tontos y que estamos un poco atrasados —dijo—. Y no digo que no sea cierto. Pero no te molestes en tratar de convencerlos de que se equivocan. Hay muchas formas de que los demás piensen que uno es tonto.

—Tú no eres tonto. Eres la persona más sabia que conozco.

—¿Y a cuántos conoces tú?

—Debes darme algún sabio consejo para que lo tenga presente siempre.

—¿De modo que ahora necesitas consejos?

El padre hizo el simulacro de estar concibiendo grandes pensamientos. Luego habló grave y lentamente, dándole su consejo.

—No te saltes nunca el desayuno. No digas todo lo que sabes. Abandona las habitaciones con tranquilidad.

Ella le dio un beso y él la abrazó unos instantes, y ambos tuvieron conciencia de que todo lo que era necesario decir ya estaba dicho. Porque, a pesar de aquel estrecho abrazo, se abría entre ambos una brecha. Para Estrella Matutina, aquel era el comienzo de lo que ella consideraba su vida real. Para su padre, aquello representaba un final.

De modo que se separaron. El padre buscó en los bolsillos y sacó un pequeño envoltorio de tela negra atado con un cordón.

—Esto es para ti —dijo.

Ella lo desató y se encontró con un vellón de pura lana blanca de oveja. La apretó contra su cara y sintió su suavidad y aspiró su olor.

—Es un recuerdo del hogar —le dijo—. Para que no te olvides.

—No me olvidaré.

Salió al camino. Allí estaba el corredor de libros, con el fardo a la espalda y la correa sujeta a la frente; se inclinó hacia delante y ya no tuvo más remedio que emprender el camino. Barbán echó a andar guardando su derecha. Estrella Matutina lo seguía.

La joven miró una vez más hacia atrás y vio a su padre aún de pie en la puerta, firme y silencioso como siempre, mirando la, ron Amik a su lado. Levantó la mano para saludarlo, pero él no le devolvió el saludo. Se mantuvo allí, iluminado por el resplandor rosa-rojo de su amor por ella, pero el reborde de su aura era de un violeta oscuro, porque tenía el corazón roto; pero ella no podía hacer nada. De modo que bajó la mano y siguió andando.

* * *

En las afueras del pueblo, donde se bifurcaba el camino, el corredor de libros se despidió de ellos y tomó hacia el norte. Estrella Matutina y su escolta siguieron por el camino que se dirigía hacia el oeste.

Mientras avanzaban, oyeron el balido de cabras, y allí, en la ladera de la colina que dominaba el camino, estaba Filka, guiando su rebaño montaña abajo. Llevaba un zurrón al hombro y asomada al borde se veía la cabecita peluda y blanca del cachorro. El cabrero apuró el paso al ver a Estrella Matutina, con el fin de llegar al camino antes de que ella pasara de largo.

Al principio Estrella Matutina fingió que no lo había visto, porque no quería darle la satisfacción de que supiera cuánto la molestaba. Pero él la miró fijamente hasta que estuvo más cerca y puso una mano sobre la cabeza del cachorro, como diciendo: «No, no te lo puedes llevar». Luego, al no obtener respuesta, agarró la cabeza del cachorro con la mano y la movió de lado a lado, de tal modo que Lamb parecía estar diciéndole: «No, no, no».

Estrella Matutina se dio cuenta de que estaba temblando por la intensidad de la cólera que se había despertado en ella. Silbó bajo en dirección a la aldea. Luego se fue directa hacia Filka, procurando no hacer gestos amenazadores, y le habló con voz humilde, suplicante.

—Lo tratarás bien, ¿verdad? —preguntó.

—En la misma medida en que los demás me traten bien a mí —contestó Filka sonriendo.

A su espalda, Estrella Matutina escuchó el trote de un perro que se aproximaba cruzando el pueblo. Miró a su derecha y vio a Barbán que esperaba.

—Oh, yo le voy a tratar bien —le respondió ella.

De repente se abalanzo sobre Filka. cayó sobre él y empezó a gritar como si el cabrero la hubiese golpeado.

—¡No me pegues! —gritaba—. ¡No me hagas daño!

Barbán actuó con contundencia y rapidez. Agarró con ambas manos al cabrero y lo levantó.

—¿Buscas problemas?

—¡No, no, no! —gritaba el aterrorizado Filka.

—¡Si la vuelves a tocar, te parto en dos!

Luego lo tiró al suelo. El cabrero cayó con un ruido sordo y se quedó allí tendido, quejándose. Estrella Matutina le quitó el zurrón y sacó de él al cachorro, justo en el momento en que Amik llegaba dando saltos a su lado.

—¡Vete, Lamb, chiquitín!

Empujó al cachorro hacia su madre.

—¡A casa, Amik! ¡A casa!

Obediente, la perra ovejera se dio la vuelta y enfiló el camino hacia la aldea. El cachorrito corrió gimoteando tras ella.

—¡A casa, Lamb! ¡A casa!

Estrella Matutina no apartó los ojos del cachorro hasta que lo vio a salvo en la aldea. No era mucho trecho. Por un instante sintió la tentación de abandonar su proyecto y volver con el cachorrito a su casa. Su padre no la juzgaría mal; sólo se alegraría de tenerla de nuevo a su lado. Aquel puñado de sencillas casas, desperdigadas a lo largo del curso del río, al pie de las montañas, eran todo el mundo que conocía. Pero allí estaba Barbán, de pie ante el cabrero, ceñudo y dándole golpecitos con la punta de una bota.

—¿Puedo dejarlo marchar?

—Sí, déjalo que se vaya.

La aldea era el pasado; como lo eran el cabrero e incluso el pequeño Lamb. Sabía que no podía dar marcha atrás, del mismo modo que no podía recuperar el día anterior. De modo que miró hacia el oeste y reemprendió el camino.