8


Estrella Matutina

La noche anterior a su decimosexto cumpleaños, Estrella Matutina estuvo con su padre en la ladera de la colina y juntos, mucho antes de que amaneciera, contemplaron la salida de su tocaya, la auténtica Estrella Matutina, conocida también como Lucero del Alba. La moteada perra ovejera de su padre, Amik, yacía enroscada a sus pies, resoplando suavemente mientras dormía. La única cría que quedaba de una carnada nacida hacía ocho semanas, un cachorrito de pelaje blanco llamado Lamb, dormía en el regazo de Estrella Matutina. Alrededor de ellos, las ovejas estaban tumbadas, quietas y tranquilas, calentando cada una de ellas un retazo de tierra con su cuerpo. La noche era clara y el aire frío. Luego, en la línea del horizonte, apareció la pequeña y segura luz que estaban esperando, e inició su vertiginosa subida, que a su vez quedaría absorbida por la luz más potente del nuevo día.

—Allí estás tú —le dijo su padre con su voz apagada—. Ven para decirme que la noche no durará eternamente.

—Desearía que así fuera.

—No, tú no quieres. Tú no quieres que sea así.

El cachorro se despertó con el sonido de sus voces, se desperezó y asomó la cabeza por debajo de la manta. Al ver a su madre, fue hacia ella y la hocicó ávidamente en busca de una ubre. Amik gruñó y se apartó. Se suponía que el cachorro había sido destetado. Estrella Matutina buscó la mano de su padre bajo la manta que los cubría a ambos. Estaba pensando: «No se lo voy a decir. ¿Cómo podría hacerlo? Le rompería el corazón».

Hasta donde alcanzaba su memoria, siempre había estado esperando a cumplir los dieciséis. Ahora ya podía unirse a los nomanos, como lo había hecho su madre. Pero ¿cómo soportaría su padre la soledad sin su compañía?

Interrumpido su sueño por el cachorro, Amik se puso repentinamente en pie, sacudió su tupida pelambrera marrón y blanca y empezó a corretear por la húmeda hierba. El cachorro se sentó con el morro muy empinado, mirándola con una expresión lastimera en su difuminada cara blanca. Las ovejas empezaron a levantarse. A medida que la luz del incipiente sol se hacía cada vez más intensa en el firmamento, el brillo de la Estrella Matutina empezó a desvanecerse. Contemplaron el amanecer en silencio, padre e hija, como lo habían hecho innumerables veces en los dieciséis años de la joven vida de Estrella.

—Entonces te vas —acabó diciéndole el padre.

La Estrella Matutina ya no era visible en el cielo del amanecer. Habitualmente, después de contemplar juntos la salida del sol, después de decir «entonces te vas», la hubiese mirado, le hubiese sonreído y le hubiese dicho «pero te quedas aquí», porque con ella permanecía el nombre de Estrella Matutina. Pero ese día no añadió nada más.

Era un hombre de las colinas, de los que desde hacía mucho tiempo habían hecho de la crianza de ganado en las estribaciones de las montañas su medio de vida. Eran gentes de hablar pausado. Viajaban en contadas ocasiones y tenían una economía autosuficiente. El padre se llamaba Arkaty. Su mujer, la madre de Estrella Matutina, procedía de las tierras bajas costeras, donde llamaban a la gente de otra manera. Su nombre era Misericordia y al darle nombre a su hija lo había hecho según sus costumbres, no según las de su marido, por eso la niña había recibido el de Estrella Matutina.

Estrella Matutina, por su parte, había puesto nombre a los cinco cachorros de Amik, ahora todos repartidos por las casas del vecindario menos Lamb, el más pequeño de todos. Lamb resultó tener un escaso sentido de la orientación y permanentemente se rezagaba y se perdía, así que, en esas tierras de perros activos, no hubo quien se quedara con él. Estrella Matutina lo quería todavía más por este motivo y estaba preocupada por lo que pudiera pasarle cuando ella se marchase.

En ese momento, abandonado por Amik, Lamb se dio media vuelta y corrió hacia Estrella Matutina. Saltó a su regazo y se puso a lamerle la oreja. Ella permaneció sentada y sentía cada lametón de la suave lengua del cachorro, percibía su libio aliento que olía a leche y se compadeció de él.

—¿Qué pasará con Lamb? —preguntó en voz alta.

Su padre la miró y luego apartó la mirada.

—Encontrará una casa.

—¿No se puede quedar?

—Ese nunca será un perro pastor. Todos mis perros deben ganarse su sustento.

—¿Qué pasará entonces con él?

—Alguien se encariñará con el cachorro. No hay muchos que nazcan totalmente blancos como él.

El sol ya asomaba. Se levantaron, doblaron la manta y enrollaron su saco de dormir, luego caminaron pendiente abajo cruzando los pastos en dirección a la casa. Arkaty silbó a Amik, que obedientemente lo siguió de cerca mientras Estrella Matutina llevaba al cachorro en brazos.

Cuando salieron al camino vecinal se encontraron con Filka el cabrero, que sacaba a sus cabras para todo el día. Filka los saludó, observando fijamente a Estrella Matutina con su lenta mirada, y luego se acercó para ver mejor al cachorro.

—¿De modo que todavía os queda uno? —preguntó.

—Sólo uno —respondió Estrella Matutina, abrazando al cachorro.

No le gustaba Filka: era demasiado alto y delgado, y se quedaba demasiado boquiabierto, y ella desconfiaba de su sonrisa. En una ocasión, hacía de aquello muchos años, lo había sorprendido cazando tijeretas y quemándolas luego en la llama de una vela. A ella no le gustaban las tijeretas, pero odió la mirada absorta de sus ojos mientras observaba cómo ardían.

—¿Macho o hembra? —preguntó.

—Perro.

—Me vendría bien un buen perro.

—No te lo puedes llevar —intervino ella enseguida, cubriendo con una mano la cabeza del cachorro.

De haberlo pensado un instante, hubiese encontrado una excusa. Le habría dicho que no servía para perro pastor, que ni siquiera era capaz de encontrar el camino a casa. Pero en su apresuramiento por despedir a Filka le soltó lo que pensaba. Eso a Filka no le gustó nada.

—¿Por qué no? —preguntó—. ¿Acaso no soy digno de él? —Nos lo vamos a quedar.

—No, eso no es cierto. Ya tienes un perro.

—No te lo puedes llevar —insistió Estrella Matutina.

—Tengo derecho —se obstino Filka, volviéndose hacia Arkaty—. ¿Verdad que sí?

Arkaty captó la mirada implorante de Estrella Matutina.

—Mi chica se ha encariñado con el cachorro —le respondió en tono amable, esperando disuadir al cabrero.

—También yo —insistió Filka—. Ella no necesita un perro, y yo puedo sacarle partido. Lo pagaré.

Buscó en su bolsa y sacó algunas monedas.

—¡Mira! ¿Qué me dices a esto?

Miró de reojo a Estrella Matutina con expresión triunfante, como si las monedas constituyesen un argumento irrefutable.

—No queremos tu dinero —replicó ella.

La mirada jubilosa dejó paso a un gesto ceñudo.

—¿Acaso mi dinero no sirve?

—Vámonos, papá —urgió ella, echando a andar camino abajo—. Tenemos que llegar a casa.

—¡Crees que no soy digno de ti! —le gritó Filka, ruborizándose—. ¡No me conoces! ¡No sabes absolutamente nada de mí!

Estrella Matutina siguió avanzando por el camino sin mirar atrás. Su padre hizo una avergonzada inclinación de cabeza al cabrero, a modo de disculpa, y siguió a su hija.

—¡Tu madre te abandonó! —gritó Filka—. ¡No te quería y se marchó!

Era lo peor que se le ocurrió gritarle por haberle dado la espalda. Ella no respondió. El cabrero se dio media vuelta y siguió su camino colina arriba detrás de sus cabras, hablando muy enfadado consigo mismo.

Pero Estrella Matutina lo había oído y sus ojos se inundaron de lágrimas. Sacudió la cabeza para reprimirlas y luego se inclinó para besar el hocico húmedo de su cachorro.

—No tenía derecho a decir eso —la consoló su padre, que ahora caminaba a su lado—. Además, ya sabes que no es cierto.

—Sí, papá. Lo sé.

Finalmente llegaron a su casa, situada en las afueras de la población y cuya parte trasera daba al río de la colina. El rescoldo del luego del día anterior todavía brillaba en la estufa. Arkaty trajo leña de la leñera protegida por el alero posterior, mientras Estrella Matutina colocaba al cachorro en la cesta de debajo de la mesa y se disponía a preparar el desayuno. ¿Quién le prepararía las gachas de avena a su padre cuando ella se hubiese ido? Ella se había ocupado de las labores de la casa desde que tenía cinco años.

Mientras las gachas de avena se cocían en la sartén, su padre colocó sobre el escritorio los útiles para escribir. Plumas, tinta, secante, cuadernillo de papel, todo alineado a la izquierda. Abrió sobre un atril colocado delante de la silla en la que estaba sentado el texto del día. Arkaty tenía dos trabajos: era pastor y copista. El dinero que ganaba con este segundo trabajo lo guardaba para su hija. De modo que todas aquellas horas que había pasado inclinado sobre el escritorio dibujando las letras con su limpia y cuidadosa pluma eran para ella, y ahora ella estaba planeando abandonarlo.

Estrella se dijo que después del desayuno sacaría el tema. Pero Amik entró en la casa y el cachorro hizo un nuevo intento de mamar, y la perra lo evitaba arrastrándose de la manera más cómica para evitar que el cachorro alcanzase las tetas. La situación provocó la risa de ambos y acabaron hablando de los perros.

—A pesar de todo —le dijo su padre—, tendremos que buscarle un hogar al cachorro.

—Lo sé. Pero no el de Filka, precisamente.

—Tú sabes que tu mamá te adoraba, cariño. Tienes su carta.

—Lo sé, papá. Tengo su carta.

Su madre la había dejado cuando Estrella Matutina tenía apenas tres años, en la época de las lluvias de verano. Cuando tuvo la edad suficiente para entenderlo, su padre le dio la carta que su madre había escrito para ella y que él había conservado. La carta decía así:

Mi única y querida hija:

Estoy llorando mientras te escribo estas líneas. Al dejarte dejo lo mejor de mí misma. Poro he sido llamada a otra vida por una voz que debo obedecer. Te dejo bajo la protección de la Madre Amantísima de todos nosotros. Ojalá vele por ti y te conceda la felicidad. Olvídame si puedes. Si no, ten misericordia de mí. Mi corazón está partido. Te beso mientras estas durmiendo. Adiós, corazón de mi corazón. Todos los días al amanecer te enviaré mi amor hasta el día de mi muerte. Adiós, hermosa niña de mi juventud. Hasta que volvamos a encontrarnos.

Se sabía la carta de memoria, la conocía palabra por palabra. Sólo tenía un vago recuerdo de su madre, pero en ese recuerdo era hermosa y su presencia inundaba a la niña con un amor dulce y protector. El nombre de su madre, Misericordia, que se mezclaba con las palabras de la carta —«ten misericordia de mí»— le había parecido siempre hermoso, cariñoso y frágil.

Como es natural, había preguntado a su padre por qué su madre los había dejado. Él le había contestado:

—Nos dejó para servir al Todo y Único, que es más grande que tú y que yo.

Con el tiempo, Estrella Matutina había llegado a comprender que su madre había entrado en una comunidad de gente santa llamada los nomanos.

—Es la vocación más excelsa de todas —le dijo su padre—. Son muchos los que acuden, pero pocos son los elegidos. Debemos sentirnos muy orgullosos de que tu madre esté entre ellos.

Estrella Matutina estaba más que orgullosa. En secreto se había prometido que tan pronto como tuviese edad suficiente, también ella se uniría a los nomanos. Tenía dos razones para creer que la aceptarían. Una era que su madre ya había sido elegida antes que ella. La otra era que ella veía los colores.

Estrella Matutina había podido ver los colores toda su vida. Cuando era más joven había tratado de explicar a los demás cómo eran, pero nunca lo habían entendido. Ni siquiera su padre lo había entendido. Todos pensaban que estaba hablando de sensaciones, utilizando el nombre de los colores, del mismo modo que la gente dice «tengo un día negro». Pero lo que ella veía eran los colores reales. No los veía constantemente y, en general, eran muy desvaídos, pero ahí estaban, como los pañuelos de cabeza rojos de las mujeres de las colinas. Los colores procedían de la gente, salían de la gente, como una niebla levemente coloreada que flotaba a su alrededor. A lo largo de los años, se había dado cuenta de que los colores tenían un significado. La gente enfadada estaba orlada de rojo. La gente triste o enferma emitía un color amarillo pajizo o algunas veces azul pálido. La gente que estaba engañando o mintiendo irradiaba un color naranja. Las personas amables tenían un aura rojiza, de una tonalidad diferente de los airados, un rojo rosado suave. Había cientos de colores, todos con sus sombras de sentimientos, más de los que ella podría expresar jamás; aunque no era necesario expresarlo. Todo lo que tenía que hacer era ver y sentir.

Sabía que esto era un don, pero era un don que no le reportaba ninguna ventaja. Sus amigos y vecinos de la remota aldea de las colinas donde ella vivía no sabían nada de ello. Por eso se sentía rara, como si no perteneciera del todo a aquel lugar.

Después del desayuno quitó la mesa y arregló la cocina, su padre se puso a trabajar en su copia, y ella seguía sin hablar con él. Se sentó en el suelo al lado de la estufa y se puso a jugar con el cachorro. Tenía un pequeño trozo de cuerda lleno de nudos que arrastraba por el suelo. El cachorro lo perseguía, lo cazaba y lo zarandeaba por la garganta hasta matarlo. Mientras jugaban, la muchacha dejó volar sus pensamientos. Pensaba en cuál sería el rompecabezas de la máscara.

Estrella Matutina pensaba que su interior era muy diferente de lo que se veía por fuera. En cierto modo era como si llevase puesta una máscara. Su madre la había llamado «hermosa» en la carta, y su padre también le decía a menudo que era hermosa, pero ella sabía que no era así. Tenía la cara ovalada y pálida, la nariz y la boca pequeñas y unos tímidos ojos azul claro. La enmascarada Estrella Matutina era dócil y servicial y vivía su vida sin que nadie reparase en ella. Pero en su interior, la auténtica Estrella Matutina era muy diferente: mucho más sagaz y penetrante y crítica. No se podía decir que fuera inteligente en el sentido de que hablase inteligentemente. Pero le bastaba con mirar a alguien y ya sabía qué era lo que más quería o lo que más temía. Gran parte de lo que la gente decía era mentira, o en el mejor de los casos era una especie de pantalla cuyo objetivo era distraer. Lo que realmente hacían dependía de lo que necesitaban y de lo que temían.

Por ejemplo, el cabrero Filka. Cuando preguntó por el cachorro, sus colores habían cambiado a un rojo pardo, una de las primeras etapas de la ira. Ella lo había identificado como resentimiento, propensión a la ofensa, miedo al rechazo. Todo estaba en sus colores. Él no necesitaba un perro, quería que le demostrasen el respeto que en su opinión sus vecinos le negaban.

Todo esto lo entendió Estrella Matutina porque había aprendido a confiar en los colores y a prescindir de la palabrería. Pero, salvo su padre, nadie más sabía de esta capacidad que ella tenía. Pensaban que era callada a causa de su timidez. Pensaban que era dulce pero tonta, como un pan.

—¿Qué sabrán ellos, Lamb? —le dijo al cachorro, que en respuesta al tono afectuoso de su voz se irguió sobre sus patitas traseras para tratar de lamerle la cara—. Tal vez tú veas los colores —insistió al tiempo que se inclinaba—. Puede que los animales los vean.

Estrella Matutina se preguntaba si su madre podía ver los colores. Su padre le había dicho que no, que nunca le había hablado de este don, pero lo dijo con cierto tono de reserva. Cuando ella lo presionó, le confesó que había habido épocas en que su madre había tenido perturbaciones y había hablado de una oscuridad que se le echaba encima de día. Era como si para ella las sombras de la noche lo envolviesen todo en pleno día y ella sola estuviera perdida en la oscuridad. Luego las sombras acababan disipándose, como las nubes empujadas por el viento, y ella volvía a sonreír.

—Cuando la oscuridad se cernía sobre ella, yo no podía hacer nada. Creo que ni siquiera me oía.

—Pobre mamá. ¿Por qué estaba tan triste?

—Eso nunca lo supe. Tal vez sabía que no era en esta casa donde se suponía que debía estar.

—Entonces ahora es feliz.

—Oh, ahora estará cantando como un pájaro. Eso era lo que siempre había querido.

A Estrella Matutina también le parecía que eso era cuanto deseaba. Había aprendido todo lo necesario de los viajeros que pasaban por la aldea. Sabía que tenía que hacer la larga marcha hasta la santa isla de Anacrea. Sabía que debía presentarse allí el día de la Congregación anual. Sabía que para ese día faltaban tres. Por lo tanto debía emprender el camino al cabo de dos, por la mañana.

Su padre esperaba que pronto abandonase la casa paterna, bien para buscarse un trabajo o para casarse. La mayoría de las chicas de la aldea se casaban a los dieciséis. Aun así, ella retrasó el momento de comunicárselo y se guardó de hacerlo durante todo ese día.

Finalmente, la jornada tocó a su fin y el sol empezaba a ocultarse tras las colinas. Su padre se estaba preparando para subir hasta los pastos de la colina a vigilar las ovejas.

—Me parece que voy a ir otra vez contigo, papá —le dijo.

No era habitual que ella subiese dos noches seguidas a la colina. Pero su padre asintió y dijo:

—Como quieras.

La joven se llevó consigo el cachorro, como la noche anterior, y los dos emprendieron el camino con las mantas y los sacos ladera arriba.

Cerca de la majada, a la luz difusa del atardecer, volvieron a cruzarse con el cabrero. El hombre estaba de pie en el sendero, quieto como una estatua, con la mirada perdida en el infinito. Pareció no darse cuenta de la proximidad de ambos. Estrella Matutina percibió a su alrededor un color que no le era familiar, un resplandor plateado que la hizo estremecerse. Intrigada, mantuvo la mirada fija en él mientras se cruzaban. Seguía mirándolo cuando de pronto él volvió la cabeza y la miró directamente a los ojos.

—¡Párate! —le gritó—. ¡Quédate quieta donde estás!

Ella se detuvo. Su orden era tajante, impropia de él. Tenía los ojos fijos en ella, pero la invadía la extraña sensación de que seguía sin verla.

—Ellos quieren verte —le dijo.

—¿Quién? ¿Quién quiere verme?

—Están interesados en ti.

La observaba sin parpadear, con los ojos desorbitados, resplandeciendo con ese inquietante brillo plateado.

—Estás loco —le respondió.

Estrella sintió que el cachorro se agitaba en sus brazos, y estaba a punto de seguir adelante cuando el cuerpo de él se estremeció de arriba abajo y su expresión cambió por completo. Era como si estuviese despertando de un trance. Él vio la mirada desconcertada de la chica y la miro de reojo.

—¿Has visto? —dijo—. No sabías nada sobre ellos, ¿no es cierto?

—¿Sobre quién?

—Tengo unos amigos especiales.

El cachorro soltó un agudo gemido. Filka parpadeó. Antes de que ella se diera cuenta de lo que pasaba, el cabrero había tendido una mano para agarrar al cachorro y se alejaba por el camino saltando. Fue todo tan rápido e inesperado que Filka ya estaba del otro lado del camino antes de que ella pudiese reaccionar.

—¡Devuélvemelo! —le gritó.

—¡Ahora lo tengo yo! —respondió él, burlándose mientras levantaba al tembloroso cachorro en el aire por encima de su cabeza.

Ella avanzó unos pasos hacia Filka, que no dejaba de hacer cabriolas alejándose.

—¡Si me persigues, lo aplasto! —gritó—. ¡Le aplasto la cabeza con una piedra!

—¡No! —volvió a gritar Estrella Matutina, y se detuvo—. ¡No le hagas daño!

El cachorro se revolvía y luchaba en la enorme mano del cabrero. Amik se quedó quieta, con las orejas erguidas, gruñendo sordamente. Estrella Matutina, presa del miedo y de la ira, se volvió hacia su padre.

—¡Papá! ¡No puede hacerlo!

—Déjame en paz —terció Filka—. Tú ya tienes un perro. Ahora este perro es mío.

Arkaty trató de calmarlo con su voz amable.

—Vamos, Filka. No es así como se hacen las cosas. Todos somos amigos y vecinos.

—No, pensáis que yo no estoy a vuestra altura —replicó Filka—. No creas que no lo sé. Me llamáis Filka el Chalado. Pero tengo amigos especiales.

Arkaty inició una aproximación.

—¡No te acerques —advirtió Filka—, o mato al perrito!

Y al decirlo hizo ademán de golpear al cachorro contra un saliente de roca, pero se detuvo en seco cuando Estrella Matutina gritó. Arkaty bajó la mano.

—Esta no es una actitud amable —le reprocho.

—¡No es amable! —se burlo Filka—. ¿Y cuándo ha sido amable la gente con Filka? Pero ahora tengo amigos especiales. ¡De modo que ya no os quiero!

Con estas palabras, dio inedia vuelta y echó a correr colina abajo hasta desaparecer en la creciente oscuridad del crepúsculo.

Estrella Matutina estalló en amargos sollozos.

—¡Es un chico horrible! ¡Totalmente horrible!

Su padre le pasó un brazo por los hombros y la animó lo mejor que supo. Ella se abrazó a él y lloró desconsolada.

—Mañana iré a verlo y tendré unas palabras con él —le aseguró.

—Es odioso, odioso, odioso.

—Es un chico enfermo, ya lo sé. Pero es bueno con sus cabras y también lo será con el cachorrito.

—Ni siquiera me había despedido de él.

De momento no había nada que hacer. Subieron la empinada cuesta hasta la majada. Allí el padre la sentó, la tapó con la manta y la dejó llorar cuanto quiso. Cuando se quedó callada, le besó las húmedas mejillas y le dijo:

—¿De quién más tienes que despedirte, entonces?

Ella lo miró fijamente, parpadeando, con los ojos aún llorosos.

—¿Me lo vas a decir, o hemos de seguir representando la comedia hasta que te vayas?

—¿Ir, adónde?

—A tu santa isla.

—¡Lo sabes!

—¿Cómo no iba a saberlo? Tú eres mi niña, ¿no es así?

—¡Oh, papá! ¿Cómo voy a dejarte? Dime que no quieres que me vaya y no me iré.

—Ah, entonces no te irías. Y luego, ¿qué?

—Me quedaré aquí contigo.

—¿Y qué harás aquí conmigo para el resto de tu vida? Nada, eso es lo que harás. No, mi ovejita, tú te irás y verás lo que haya que ver y un día volverás y me lo contarás todo.

—¿Cómo te las arreglarás sin mí?

—¿Acaso soy un recién nacido? ¿No me las arreglé durante casi treinta años antes de que tú aparecieras?

—¿No te sentirás muy solo?

Claro, eso es evidente. Y puede ser que tú también te sientas sola.

—Sí, lo estaré.

Se abrazó a su cuello bajo la manta y se apretó contra él rebosante de cariño.

—Entonces te irás pasado mañana por la mañana, según creo.

—Oh, papá. Lo sabes todo.

—Hay un largo y peligroso camino hasta tu isla sagrada.

—No me pasará nada.

—No te pasará nada porque no irás sola. —¿No iré sola? Pero no puedes abandonar el rebaño.

—Por eso lo he arreglado todo para que tengas un compañero de viaje.

De este modo, para gran asombro suyo, Estrella Matutina se enteró de lo que su padre había estado preparando sin llamar la atención durante todo ese tiempo. Había hecho los arreglos necesarios para alquilar un escolta que acompañase a su hija durante todo el camino hasta la isla sagrada. De modo que todo ese tiempo que ella había estado preocupada por el golpe que representaría para él su marcha, su padre había estado planificando esa marcha.

—¿Qué tipo de compañía?

—Un hombre que sabe cómo ahuyentar a los vagabundos que quieren causar problemas. El corredor de libros lo está arreglando todo. Él lo traerá hasta aquí.

—¡Papá! ¿Cuánto te va a costar?

—Eso no tiene importancia. ¿Qué otra cosa puedo hacer con mi dinero?

—Pero yo no quiero un compañero. De verdad no lo quiero.

—Entonces hazlo por mí. Estás segura conmigo, y lo estarás en la isla sagrada, pero entre estos dos sitios hay gente mala y perturbada y de muchas otras clases.

La joven se apretó todavía más a su padre bajo la manta.

—No debería dejarte.

—Cuanto antes lo hagas mejor —le aseguró—. Por una vez en mi vida podré hacer lo que me plazca.

Pero ella veía los colores que lo rodeaban y allí estaba, mezclado con el rosa rojizo de su amor por ella, el oscuro violeta del dolor. Cerró los ojos porque no quería seguir viéndolo; pero incluso con los ojos cerrados, sentía el dolor de su padre.

—Eres demasiado bueno conmigo.

—¿Y por qué no habría de serlo? —preguntó él—. Ser bueno con mi hija es tanto como ser bueno conmigo mismo.