Salvaje
Era la hora de mayor calor del día más caluroso; ni una nube velaba el sol y el resplandor sobre el río convertía el barro en oro. En ambas orillas, los eucaliptos acariciaban las aguas someras con sus hojas de un verde intenso y los perros carroñeros yacían quietos y jadeantes a la sombra. Era la hora de la serpiente, cuando las víboras de piel bronceada desenroscadas sobre las ardientes rocas, lánguidas y vulnerables, ajenas a los predadores, se emborrachaban de sol. Era la hora de los remansos, cuando los turbulentos peces gully buscan las profundidades y se quedan quietos como piedras sobre el helado lecho del río. Ninguna criatura sensible tiene nada que hacer a esa hora.
Excepto Salvaje.
—¡Eh! ¿Me a-a-amas?
Más semejante a una canción que a un grito, las sílabas se alargaban de manera insoportable, lanzándose y rebotando de orilla en orilla, siguiendo las amplias curvas del gran río.
—¿Me a-a-amas?
No hubo respuesta. No se esperaba respuesta. Todos querían a Salvaje, por sus oscuros ojos y su cabello dorado, por su juventud, dieciocho años recién cumplidos, y por su belleza. Y por puro instinto de conservación. Lo llamaban Salvaje porque se sabía que mataba a quienes no gustaba, y a él no le gustaba no sentirse amado.
Estaba de pie en la proa del Dama Perezosa, apoyando sobre la borda sus brazos morenos adornados con brazaletes de plata. Tenía los ojos cerrados y su voz era suave como la de un amante.
—Baila conmigo —le dijo al sol, sintiendo la caricia de los ardientes rayos del mediodía—. Baila en mis brazos amantes.
Ahora bailaba, completamente solo, en la proa y al sol. Su tripulación lo observaba y los hombres movían la cabeza sonriendo. Estaba loco como un pez gato y era tan peligroso como él, más peligroso que un perro meloso hambriento. ¿Y quién se iba a quejar? Salvaje los había hecho ricos y todos los días tenían espectáculo. Esa era la verdad. En compañía de aquel loco chico de oro la luz era más brillante y los días olían bien.
—¡Eh, valientes! ¡Compañía a la vista!
Los techos de paja permanecían ocultos entre los árboles, como una fronda marrón en medio del verde, pero Salvaje tenía vista de lince. Descubrió la aldea ribereña, aguas abajo, y vio que estaba desierta porque era la hora de la siesta. Sabía que la gente se despertaría de sopetón. Estaría somnolienta y amedrentada. Y le darían lo que les pidiese. Salvaje se sentía estafado por ello y estaba irritable.
—¡Gallinas! —murmuró—. ¡Co-co-co gallinas! ¡Aquí viene Salvaje!
A Salvaje le gustaba la resistencia. Necesitaba que se enfrentaran a él. Así era como le sobrevenía el ataque de rabia que lo inundaba y lo alimentaba y lo hacía temible. Cuando perdía el control se sumía en un violento estado de éxtasis que era a la vez su alegría y su poder. Las sensaciones eran buenas y buenos eran los efectos, por eso no era necesario discutir qué venía primero. Salvaje sabía cómo obtener resultados. Percibía el olor del miedo que emanaba de los que suscitaban su ira. Disfrutaba viendo sus ojos abrirse de par en par cuando se daban cuenta, en su aterrorizado desvalimiento, de que estaban a punto de morir.
Pero no a sangre fría. Nunca a sangre fría. En eso no había ni honor ni satisfacción. Había aprendido que se debe respetar la violencia letal, pero sólo en el combate y la batalla, sólo en el amor y en el odio. Cuando el dulce jugo fluía, Salvaje no se preocupaba de su propia seguridad y su furia no conocía límite. En las demás ocasiones era una paloma, un cordero, una dulce criatura.
Una campana empezó a sonar en la iglesia del poblado.
—¡Eh, valientes! —se puso a gritar Salvaje a su tripulación—. ¡Co-co-co gallinas!
Sus hombres ya sabían lo que tenían que hacer. Arriaron las velas marrones y echaron los remos al agua. Avanzando corriente abajo a golpe de remos, el Dama Perezosa se cernió sobre su presa. El jefe de la banda de imberbes, que apenas había dejado atrás la adolescencia, golpeó el suelo de la proa con sus bronceados y desnudos pies y arengó a su tripulación.
—¡Eh, valientes! ¿Me amáis?
Oh, claro que lo amaban. Amaban a su Salvaje.
* * *
Tan pronto como la embarcación atracó en el malecón, los piratas de río saltaron a tierra, brincando y riendo, en una mezcolanza explosiva de colores, camisetas naranja y carmesí y verde esmeralda, cinturones de pedrería chispeantes y brazaletes de plata que reflejaban los destellos del sol. Demostraban la peligrosidad de su visita con una ostentosa demostración; se pasaban de una mano a otra sus alfanjes.
Los aldeanos salieron atropelladamente de sus casas, adormilados y temerosos, se congregaron en torno al templo que se elevaba en el centro de su poblado y se pusieron a rezar con la mirada desorbitada.
El imberbe líder avanzaba pavoneándose por la orilla del río, paseando sus ojos negros por el ganado de los establos y los sacos del granero, y mirándolos a todos como si su hijo predilecto regresase a casa.
—¡Eh, gallinas! —gritaba—. ¿Me amáis?
El sacerdote del lugar se adelantó resoplando, con la frente sudorosa y la mirada baja. Murmuró algunas palabras que el imberbe líder no entendió.
—¿El qué? —gritó Salvaje—. ¡Ábrela más, valiente! —Abrió su propia boca de par en par dejando ver su blanca y brillante dentadura—. Que yo te oiga.
—Estamos protegidos —dijo el sacerdote, todavía en voz baja y con los ojos clavados en el suelo—. Nuestro buen Shom nos protege.
—¿Protege? ¿Quién os protege? ¡Gallinas! ¡Chaqueteros! ¿Habéis dejado de amarme, valientes?
El sacerdote sintió un escalofrío, la voz del imberbe líder cambio de tono para volverse suave como un siseo.
—¿No me amáis?
Un niño de la aldea proclamó en el aire recalentado por el sol el secreto que el sacerdote les había contado a todos.
—¡Tenemos una barrera espiritual! ¡No puedes hacernos daño!
Salvaje lo escuchó. Miró camino arriba y abajo con una ancha sonrisa.
—¿Una barrera espiritual? ¿Tenéis vuestra propia barrera espiritual?
El sacerdote levantó una mano para enjugarse el sudor que le corría por la cara.
—Shom nos protege —murmuró, rezando en silencio al dios de su poblado para que eso se hiciera realidad.
Los vagabundos lo observaron sonrientes. Conocían las señales. Cuando Salvaje hablaba con tanta dulzura, rodaban cabezas.
—Muéstrame tu barrera espiritual.
El sacerdote hizo un gesto de arriba abajo del camino con manos temblorosas.
—Cruza la barrera espiritual —dijo con voz igualmente temblorosa— y morirás.
El líder vagabundo lo miró sorprendido.
—¿Moriré? ¿Cómo que moriré?
—Cruza la barrera espiritual —repitió el sacerdote— y Shom te hará caer muerto.
Captó un relámpago de incertidumbre en las caras de los vagabundos, que se miraron unos a otros.
—¿Caer muerto? —dijo el líder de los vagabundos con voz amenazadora—. ¡Eh! ¿Habéis oído eso, valientes? ¡Estos gallinas me van a hacer caer muerto!
Se acercó un poco más al camino.
—¿Aquí exactamente?
—A lo largo de todo el camino —respondió el sacerdote.
—¡Vaya!
Salvaje hizo como que tocaba la barrera espiritual y apartó la mano simulando tener miedo. Bailó una breve danza, acercándose mucho a la barrera imaginaria y alejándose de nuevo.
—¡Vamos, valientes —gritó Salvaje a sus hombres—, hacedme caer muerto!
En ese instante, un desconocido salió de entre los árboles que bordeaban la orilla del río. Tenía el aspecto de un pobre hombre. No llevaba equipaje ni armas. Se detuvo mirando al suelo. Vestía una larga túnica gris y una bufanda gris claro a modo de capucha con la que se cubría la cabeza, e iba descalzo. Era alto y llevaba el cabello blanco muy corto. Había algo en él difícil de captar, como si cuanto más lo mirara Salvaje, más se dispersara su atención.
—¡Noble Guerrero! —gritó el sacerdote—. ¡Ayúdanos!
De modo que se trataba de un nomano, uno de los Guerreros Místicos. Salvaje nunca se había encontrado con ninguno cara a cara. Estaba desorientado. Se decía que los nomanos tenían poderes mágicos. Pero ¿de dónde salía? Un hombre solo, sin armas. Los nomanos no tenían ejército. No tenían tesoro. No gobernaban ningún país. No eran más que una banda de locos perdidos en una roca frente al mar. No había mucha resistencia que oponer.
El desconocido levantó la cara mostrando sus claros ojos azules.
—Deja a esta gente en paz —dijo.
—¿Quieres paz? —preguntó Salvaje—. Pues ven y lucha por ella.
Lanzó su alfanje al aire y lo recuperó una, dos, tres veces, y la empuñadura descansó en la palma de su mano. El desconocido no hizo ni un solo movimiento.
—¡Pitas-pitas, gallinas! —gritó, dándose la vuelta, y blandió la hoja muy alto por encima de su cabeza, dispuesto a cortar de raíz la loca fe de aquel pequeño pueblo. Tomó impulso…—. ¡Venga!
Su brazo falló. Los dedos se separaron. El cuchillo cayó de su mano. El sacerdote creyó que la muralla espiritual había rechazado la hoja y dijo en voz alta:
—¡Alabado sea Shom!
Salvaje recogió su cuchillo, sufriendo por la vergüenza, y le lanzó un bufido al sacerdote como si fuera un gato en pelea.
—¡Cochino llorón! ¡Te voy a rebanar el cuello!
Vio que los ojos aterrados del sacerdote miraban más allá de él. Vio que todos los aldeanos estaban mirando más allá de él. Al darse la vuelta, también él clavo sus ojos negros en el desconocido, que permanecía de pie muy quieto, con las mirada baja, a la sombra de los árboles. ¿Era él? ¿Había tenido algo que ver con que se le cayera al suelo el cuchillo?
—¡Venga, valientes! —dijo en voz baja Salvaje—. ¿Queréis bailar conmigo?
Sus hombres esbozaron una sonrisa al oír eso. Oh, sí, Salvaje sabía bailar.
El apuesto joven echó hacia atrás su hermosa cabellera dorada y levantando los brazos hizo sonar las pulseras de plata de las muñecas. De puntillas como un bailarín, avanzó hacia el desconocido dando suaves pasadas de cuchillo.
El desconocido no se inmutó por su proximidad. Su cara se mantenía inexpresiva. ¿Cómo podía comunicar tan poco un ser vivo? Seguramente era un hombre vacío, cuyas venas, si se cortaran, dejarían escapar el aire rancio que las llenaba y él quedaría arrugado como una bolsa de papel…
Salvaje sonrió y atacó con tal rapidez que pareció que la hoja no se movía, con tanta precisión que el aguzado filo habría podido derramar, sin matarlo, la sangre del desconocido de cabello blanco y elevada estatura, que se…
Se había ido.
Sin el menor esfuerzo: un imperceptible movimiento, elevación en el aire, luego descenso, y allí estaba, nuevamente inmóvil. Ni una ondulación de su túnica, ni la menor agitación de su pañuelo. De la inmovilidad a la inmovilidad, trazando una perfecta parábola de movimiento que ya se había borrado de la memoria, que estaba olvidada, que era imposible y por lo tanto no podía haber pasado.
Salvaje aulló de rabia.
—¡Matad, valientes! ¡Matad!
Los vagabundos rodearon al desconocido con los cuchillos en alto, y el desconocido ni se movió, pero los cuchillos no llegaron a tocarlo. Las hojas se desplomaron en el vacío. Al ver esto, Salvaje empezó a experimentar una nueva emoción a la que no supo poner nombre. Lo temía y lo buscaba, sabía que era peligroso, sabía que acabaría yendo hacia ese peligro.
¿Qué clase de hombre era aquel?
Sus oídos se inundaron de un profundo zumbido y los ojos se le nublaron. Ya conocía esas señales. Buscaba una muerte. Se habían acabado los juegos. Deslizó su lanza, fina como un junco, y clavo sus negros ojos en el extraño de elevada estatura, en su pecho, en la burda tela gris de su túnica, en el remiendo a la altura del corazón, en la trama y la urdimbre de los hilos entrelazados, en el espacio entre los hilos. Liberó la fuerza comprimida de su brazo y la lanza surcó el aire como un rayo.
El desconocido levantó una mano abriendo los dedos. Cerró la mano. Cuando la volvió a abrir, allí estaba la lanza, atrapada al vuelo, y ahora precipitándose al suelo inofensiva.
El extraño levantó los ojos y Salvaje vio en ellos un vacío al que no pudo sustraerse. La mano del extraño giró. Extendió dos dedos juntos hacia él. Salvaje sintió el peso de aquellos dedos distantes en su cabeza, en sus hombros, en su pecho: un peso que no podía resistir.
Cayó de rodillas.
Durante una fracción de segundo, mirando al extraño, vio delante de él a un gigante, a un hombre del cielo, nimbada su cabeza por el resplandor del sol, tan cercano que casi podía tocarlo y tan lejano que llenaba el mundo. Luego ese instante pasó y Salvaje oyó la voz del sacerdote que murmuraba: «¡Alabado sea Shom!». Olió el miedo que salía por los poros de la piel de sus hombres, y vio cómo se encogían ante el extraño. Pero eso no lo preocupó. Estaba respirando aire fresco. Estaba bebiendo agua fresca. Se sentía inundado por una nueva sensación —no, había entrado en la corriente, que era mucho más grande que él, se había precipitado en ella como estaba acostumbrado a zambullirse en los canales de corriente lenta del río, hasta tocar las frías profundidades— y ahora, en la canícula del día su cuerpo estaba bañado por la frescura y él estaba limpio de su rabia y de su orgullo. Estaba experimentando el miedo.
Le llegó un sonido estridente y lejano, como el graznido de un pájaro. El extraño elevó ambos brazos sobre su cabeza, apuntando los índices de cada mano hacia el cielo, y juntó las puntas de los dedos. Cuando lo hizo, las holgadas mangas de su túnica se retrajeron para dejar al descubierto sus antebrazos desnudos. Permaneció así unos instantes, los pies desnudos firmes sobre el suelo y separados, convertido su cuerpo en una Hecha como si estuviera respondiendo al graznido. Era una señal, pero ¿qué significaba? ¿A quién iba dirigida?
Luego, de entre los árboles salieron otros dos extraños, igualmente encapuchados y descalzos. ¿Habían estado allí todo ese tiempo, escondidos para dejar que su compañero luchase solo en aquella pelea? ¿O acababan de llegar, sin hacer ruido, sin atraer la atención? El primer extraño bajó los brazos y sus ojos buscaron los de Salvaje.
—Deja en paz a esta gente —le dijo— y busca tu propia paz.
El hermoso joven estaba mudo de asombro. No entendía nada de lo que le estaba pasando, salvo que el extraño poseía el poder más grande que él hubiese conocido, y que este poder le producía una inmensa quietud que debía de ser eso que se llama paz. Porque a pesar de su belleza y de sus risas, Salvaje nunca había conocido la paz.
—¿Dónde? —preguntó—. ¿Dónde está la paz?
El desconocido de blanca cabellera y elevada estatura lo miró fijamente con sus claros ojos azules y el joven vio que no estaban vacíos, ni mucho menos. Estaban rebosantes, desbordantes y tenían la inmensidad del mar.
—Encontrarás la paz —le respondió— cuando vivas en el Jardín.
* * *
Los extraños se fueron tan silenciosamente como habían llegado. Salvaje los siguió con la vista hasta que se perdieron en las sombras moteadas de luz de los árboles. Luego levantó un brazo y sus brazaletes y pulseras brillaron al sol; indicó a sus hombres que volvieran al barco.
El Dama Perezosa se deslizó una vez más por la corriente del río. Salvaje ocupó una vez más la proa, pero no bailó. Sus hombres lo miraron y se sintieron incómodos. Vieron cómo su mirada se perdía en el horizonte, en alguna desconocida aventura en la que ellos no podían seguirlo.
Para Salvaje todo había cambiado. Se había encontrado con los Guerreros Místicos. Quería su poder y su paz.