5


Las Lágrimas de un Anciano

Cuando Buscador recobró el sentido, estaba acostado sobre un lecho duro en una habitación desconocida. No dio señales de estar consciente, porque enseguida advirtió que no estaba solo en aquel lugar y, antes que nada, quería tratar de entender cómo había llegado allí. A medida que la maraña de pensamientos confusos se iba desenredando, comprobó que no estaba herido ni atado, y que tampoco habían restringido sus movimientos. A juzgar por la bóveda de piedra que veía sobre su cabeza, seguía en alguna parte del Nom. Intentó mover la cabeza con mucho cuidado y se dio cuenta de que había dos personas al fondo de la sala, dos nomanos. Estaban hablando en voz baja, probablemente para no despertarlo a él. Una voz era de hombre y la otra de mujer. Buscador permaneció muy quieto y atento, y trató de enterarse de lo que había pasado. Esa gente le había hecho algo malo a su hermano. ¿Qué había sido? ¡Sí! ¡Resplandor había sido sometido a un lavado! Con la recuperación de la memoria le sobrevino un ataque de ira que puso fuego en sus mejillas. El lavado era casi una forma de muerte en vida. El lavado se reservaba para los delincuentes y los asesinos. Una persona sometida a un lavado por los nomanos perdía por completo la memoria, la voluntad y el deseo. Era una vuelta a la infancia. ¿Cómo podían haberle hecho eso a Resplandor?

Desde el fondo de la estancia le llegaban palabras sueltas cuando el hombre alzaba la voz; la de la mujer era demasiado suave y baja para oírla. Captó las expresiones «arma secreta» y, luego, «gran peligro». Una palabra se repetía una y otra vez. Al principio no la entendió, pero al final logró reconocerla. Era Radiancia. Hablaban de la gran ciudad así llamada, el corazón del imperio que dominaba las tierras del norte.

Luego, la mujer se dio la vuelta y vio que el muchacho tenía los ojos abiertos.

—Se ha despertado.

Se acercó a la cama. Llevaba el cabello corto y gris, y su cara resultaba amable, surcada de profundas arrugas propias de la edad. Como todas las nomanas que vivían en el Nom, llevaba su badán, que le caía hasta los hombros.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó, mientras apoyaba su mano seca sobre la frente de Buscador.

—Bien —respondió el muchacho—. ¿Dónde estoy?

—Estás en el Nom. En la enfermería.

—¿Por qué?

El hombre estaba ahora inclinado sobre él con el ceño fruncido. Buscador lo reconoció. Se llamaba Senda Estrecha y tenía fama de ser un hermano de gran santidad. Tenía la frente despejada y su cara era delgada y angulosa.

—Eso es lo que queremos que nos digas tú —le respondió.

—Más tarde —reprendió la mujer—. El chico sigue conmocionado.

—Se lo ve en perfecto estado. ¿Puedes sentarte?

Buscador se sentó.

Apenas lo hizo se abrió la puerta y entró por ella un anciano encogido en una silla de ruedas que empujaba una mujer también anciana. La anciana era una sirvienta del Nom. El anciano era nada menos que el más reverenciado de todos los nomanos, el decano de la Comunidad. Estaba profundamente dormido y roncaba. Senda Estrecha miró al decano, frunció el ceño con desaprobación y se volvió a encarar con Buscador.

—Explícate —le exigió—. Tú no tienes derecho a estar aquí.

Buscador estaba dispuesto a explicarlo lo mejor que pudiera, pero el tono agudo de Senda Estrecha volvió a despertar su sensación de angustia.

—¡Vosotros no tenéis derecho a hacerle eso a mi hermano!

—¿Hermano? ¿Qué hermano?

—Resplandor. Ese al que estáis… estáis…

Se le inundaron los ojos de lágrimas. La mujer de cara amable lo comprendió.

—¡Ay, querido! —exclamó—. ¿Eres hermano de Resplandor de la justicia?

Buscador asintió. Senda Estrecha pareció encontrar en eso todavía más razones para su enfado.

—¿Se ha comunicado contigo Resplandor de la Justicia?

—No —respondió Buscador.

—Entonces, ¿por qué has entrado furtivamente en el Nom?

—No he entrado furtivamente. Yo estaba… estaba…

Se dio cuenta de que no tenía una explicación razonable. Senda Estrecha meneó su brillante cabeza calva y lo miró todavía más serio.

—Tú sabías exactamente dónde debías ir. Sabías cómo encontrar a tu hermano. ¿Quién te lo reveló?

—No lo sé. No fue nadie.

Senda Estrecha se volvió hacia la mujer y le dijo algo en voz baja.

—Esto no me gusta. Aquí hay algo que falla.

Buscador empezó a sudar de congoja, pero aun así trató de calmarse.

—¡Yo te diré lo que no es correcto! ¡Lo que le estáis haciendo a Resplandor! ¡Eso no está bien! ¡Le estabais haciendo un lavado! ¡Lo he visto! ¡No tenéis derecho a hacerlo!

Los ojos se le llenaron de lágrimas y su voz sonaba aguda como el grito de un niño maltratado, pero no podía evitarlo.

—¿Que no tenemos derecho? —tronó Senda Estrecha—. ¡Tu hermano es un traidor!

—¡No lo es!

—Resplandor de la Justicia ha demostrado ser muy débil para resistir las tentaciones. Ha puesto a la Comunidad en un grave peligro. Tenemos que echarlo. ¡Claro que antes debemos someterlo a un lavado! ¿Cómo crees que íbamos a dejar libre a un hombre débil y amargado con todos los poderes de los nomanos a su alcance?

Buscador estaba demasiado asombrado para responder. En su esfuerzo por comprender la situación, recordó las palabras que había oído mientras estaba acostado.

—¿Tiene que ver con el arma secreta de Radiancia?

Senda Estrecha carraspeó.

—¿Lo ves? —dijo a la mujer—. ¡Es uno de ellos!

Ahora también la mujer se puso muy seria.

—¿Qué sabes de un arma secreta? —pregunto ella.

—Nada.

Buscador sintió un nudo en la garganta al caer en la cuenta de lo mal que eso podía parecerles.

—¿Qué más da lo que sepa? —dijo Senda Estrecha—. Lo que ha dicho ya es demasiado. Hay que asegurarlo también.

—¡No! —gritó Buscador, echándose hacia atrás.

—¡No asustes al chico! —intervino la mujer.

—Lo sabes tan bien como yo. No podemos dejarlo marchar sin haberlo asegurado antes.

—¡Por favor! —imploró Buscador—. Ha sido la voz. He hecho lo que me decía la voz.

—Sí, claro —dijo Senda Estrecha con gesto de incredulidad—. Te lo ha dicho una voz. Qué oportuno.

Se oyó un gruñido que procedía de la silla de ruedas, seguido por una serie de carraspeos, y el decano se despertó.

—¿Una voz? —preguntó el decano sin que aparentemente moviera sus labios. Sus palabras sonaron cascadas a causa de su avanzada edad—. ¿Dice el chico que ha oído una voz?

Miró fijamente a Buscador con sus pequeños ojos brillantes, como los de un pájaro. Tenía la cara tan arrugada que era difícil interpretar su expresión, pero sus ojos le parecieron a Buscador inquietos y amables.

—Era una voz que sonaba dentro de mi cabeza.

—Dentro de tu cabeza —asintió con la suya el decano, como si eso tuviese pleno sentido para él—. ¿Habías oído antes esa voz?

—No, decano.

—¿Dónde estabas cuando has escuchado esa voz?

—En el Patio del Claustro, decano. Justo frente al Jardín.

El decano asintió una vez más. Luego miró a los otros dos nomanos y les dijo amablemente:

—Dejadme a solas con el chico.

—Decano —se apresuró a intervenir Senda Estrecha—, a la vista del peligro actual…

El decano levantó una mano huesuda.

—Lo sé todo acerca del peligro actual, hermano. Dejadnos, por favor.

De modo que los dos nomanos salieron de la habitación y Buscador se quedó a solas con el decano y con la sirvienta que lo atendía.

—Ahora veamos, chico —prosiguió el decano—. Cuando has oído esa voz, ¿has notado también una sensación de dulzura?

—No, decano.

—¿Ni dolor?

—No, decano.

—Muy bien. Ahora dime lo que te ha dicho esta voz que has escuchado en tu cabeza.

—La voz ha dicho… la voz ha dicho…

Buscador se sintió incapaz de terminar la frase. El decano lo miró con sus ojillos brillantes y pareció sorprendido.

—No importa lo que dijo la voz. ¿Quién crees que te estaba hablando?

—No lo sé, decano.

—Ya, pero puedes hacer una suposición.

—Creo que tal vez fuese el Niño Perdido, decano.

El decano cerró los ojos y una vez más asintió en silencio.

—¿Por qué el Uno que hizo todas las cosas habría de hablarte a ti, chico?

—No lo sé, decano.

Y era cierto. Nunca antes le había ocurrido, ni a nadie que él conociese. Ni siquiera su madre, que era muy devota y que hablaba del Todo y Único como se puede hablar de un viejo amigo, había afirmado nunca haber oído una voz real.

—Pero crees —insistió el decano, con los ojos todavía cerrados— que quienquiera que te hablase quería que entrases en el Nom.

—No lo sé, decano. —Mientras decía esto, Buscador se dio cuenta de que era exactamente eso lo que creía aunque no tuviese mucho sentido. Por eso se apresuró a añadir—: Sí, decano. Eso es lo que pienso.

—Claro que sí. Y quienquiera que te haya hablado te condujo hasta tu hermano.

—Sí, decano.

El anciano permaneció un instante en silencio. Los pensamientos de Buscador se volvieron a centrar en Resplandor, en esa terrible inexpresividad de su rostro empapado y en su incapacidad para reconocerle.

—Cometieron un error al hacerlo —dijo en voz baja.

—El Nom no se equivoca, chico. El Nom no comete errores.

Si no lo entiendes es porque te faltan conocimientos, no porque el Nom esté en un error.

—¡Resplandor no puede ser un traidor! Sencillamente, no puede. No tiene nada que ver con esa arma secreta ni con Radiancia ni con ninguna de esas cosas.

—Lo hecho, hecho está —dijo el decano con suavidad—. Ahora la cuestión es qué vamos a hacer contigo. Parece que sabes algo, y eso es peligroso. Así pues, has de saber lo suficiente para comprender nuestra situación, o no saber nada de nada.

Buscador entendió lo que significaba eso: significaba el zumbido en la casa de baños y el agua cayendo sobre su cabeza, borrando todos sus recuerdos y todo lo que hacía de él lo que era.

—Creo que será mejor confiar en ti, Buscador de la Verdad.

Buscador levantó la vista, sorprendido.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Tú eres el hermano de Resplandor de la Justicia. El hijo de nuestro valioso director de la escuela. ¿Qué edad tienes ahora, muchacho? ¿Catorce? ¿Quince?

—Dieciséis, decano. Los cumplo hoy mismo.

—Ya dieciséis. Perdona, pareces tan joven… Bien, Buscador, esto es lo que debes saber. El sacerdote-rey de Radiancia ha decidido que hay que destruir Anacrea.

—¡Destruirla! ¿Por qué?

—Eso es lo que no sabemos. Algo ha cambiado. El Imperio de Radiancia nunca había tenido razones para temer nada de nosotros. Nosotros no tenemos el poder para destronar reyes, ni la voluntad para regir imperios.

—¡Pero si deciden hacerlo, decano —dijo Buscador, ardiendo de ira ante la presuntuosa amenaza—, podéis enviar a los Guerreros Místicos a la batalla y nuestros enemigos sucumbirían ante ellos!

—Una batalla, muchacho, ¿y luego qué? Ya sabes lo que ocurre con nuestro poder. En nuestra mano está hacer grandes cosas, pero pagamos un alto precio. El poder del que disponemos se debe a una fuerza vital que se acumula con mucha lentitud y se libera con rapidez. Cuando liberamos esa fuerza con violencia, el impacto es abrumador, pero nos agota. Durante muchas horas permanecemos tan indefensos y débiles como niños.

Buscador escuchó esto con consternación y su airado orgullo dio paso al desaliento.

—No lo sabía —dijo por fin.

—Sí, lo sabías —le reprochó el decano con amabilidad—. Estás familiarizado con las palabras de la Leyenda. Ellas nos dicen que nuestra fuerza es la del guerrero herido y que la victoria nos hace débiles.

—Yo pensaba…

—Tú pensabas que no era más que una leyenda.

—Pero decano… ¡los nomanos! ¡Nadie puede vencer a un Guerrero Místico! ¡Los nomanos están preparados… tienen todos esos poderes… pueden hacer cualquier cosa!

—No cualquier cosa, muchacho. Pero sí es cierto que podemos hacer algo. Y lo poco que podemos hacer es lo que debemos hacer, para que los demás sepan que las buenas personas también pueden ser fuertes.

—Sí, decano.

—Y no dejaremos que nuestros enemigos nos destruyan si podemos evitarlo. ¿Lo vamos a permitir?

—No, decano.

—Todo lo que sabemos hasta este momento es que en Radiancia se está fabricando un arma tan potente que podría barrer esta isla como si fuera una mota de polvo. No sabemos qué forma tiene tal arma ni dónde la están fabricando. Pero sí sabemos que nuestros enemigos buscarán los medios de traerla hasta la isla. Si lo consiguen… —levantó las manos, abrió sus brillantes ojillos y sonrió—, entonces todo se habrá acabado.

—¿Y mi hermano tiene algo que ver con todo esto?

En cuanto lo hubo dicho le pareció absurdo.

—Tu hermano ya ha dejado de ser un peligro para nosotros.

Buscador bajó la cabeza, confundido y apesadumbrado.

—¿Puedo confiar en ti, Buscador de la Verdad?

—Sí, decano.

—Entonces voy a decirte de qué manera puedes ayudarnos en estos tiempos de peligro. Vete a casa y consuela a tus padres. Ellos ya saben que vamos a expulsar a Resplandor. No digas ni una palabra de lo que has visto y oído en el Nom. Mírame, muchacho.

Buscador lo miró. Los ojos del decano escudriñaron los suyos y alcanzaron lo más profundo. Buscador retrocedió un poco, incapaz de apartar sus ojos de aquella penetrante mirada. Luego, a su vez, observó detenidamente, observó para ver hasta dónde podía llegar. Durante unos instantes no vio nada. Luego carraspeó y cerró los ojos con fuerza. Era como si estuviese mirando en medio de la niebla, y de pronto esa niebla se había apartado y más allá había descubierto una inmensidad de sufrimiento.

Cuando abrió los ojos vio que el decano seguía contemplándolo fijamente, ahora con los ojos inundados de lágrimas. El decano de la Comunidad, el más sabio de todos los Guerreros Místicos, estaba llorando por él.

Buscador sintió un escalofrío de miedo.

—Háblame, decano. Por favor.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que se avecinan años muy duros para ti? Eso ya lo sabes. Por lo demás, debes tomar conciencia de ello a su debido tiempo.

—¿También me hará llorar?

—Espero que sí. Lloramos por la lástima que nos infunden aquellos a los que debemos dañar, y nuestro corazón se rompe por aquellos a los que amamos. Pero mientras seamos capaces de llorar no estaremos perdidos del todo. Desconfía de los ancianos que no lloran.

Ahora, eran los ojos de Buscador los que se estaban llenando de lágrimas, a pesar de que no sabía de qué debía tener miedo. Se enjugó las mejillas con el dorso de la mano.

—Ahora vete, muchacho —ordenó el decano—. Y mantén la boca cerrada.