La Puerta Abierta
Lentamente, con una inmensa tristeza, Buscador subió los doscientos doce escalones que conducían desde la escuela hasta la parte más alta de la isla. En cada revuelta de la escalera hacía un alto y contemplaba las terrazas del pequeño puerto que se veía allá abajo y el mar circundante; luego se fijaba en las altas murallas y cúpulas del gran monasterio fortificado, en el corazón del cual vivía el dios único con sus muchas advocaciones: el Padre Sabio, la Madre Amantísima, el Niño Perdido, el Sereno Vigilante y el Todo y Único. Buscador estaba desesperado, asolado por una desesperación más honda que la que provoca el hambre o el cansancio. Era como si de pronto faltase color en el mundo y todos los olores, los sabores y el mismísimo aire que respiraba se hubiesen vuelto rancios. Se sintió como si ya fuera viejo, y como si su vida hubiese transcurrido sin sorpresas ni alegrías. No tenía nada de qué quejarse, pues estaba a salvo y gozaba de buena salud en un mundo en el que tanta gente estaba en peligro o padecía dolor; pero tampoco tenía nada por lo que alegrarse. Su vida de desenvolvería según el mismo patrón familiar, un día monótono y vacío tras otro, hasta que finalmente vería su nombre inscrito en el cuadro de honor de la escuela, como lo estaba el de su padre, y un día se lo señalaría al muchachito triste que sería su propio hijo y le diría que trabajase sin descanso para conseguir la misma distinción.
¿Cómo iba a soportarlo?
Llegó a lo alto de las escaleras, donde empezaba la avenida de viejos pinos. Volvió a detenerse para tomar aliento y lanzó una mirada al mar. En ese momento un barco de pesca proseguía en la lejanía su lento avance hacia la costa, arrastrando una larga red. Aquel barquito se le antojaba muy valiente, desplegadas sus velas al viento, la red muy tensa a popa. Una vida solitaria, la del pescador, pero al menos su soledad era parte de su trabajo. No era así en la escuela. Allí, si estabas solo era culpa tuya, y todo el mundo lo sabía.
Un halcón peregrino se elevó volando desde el acantilado, subió muy alto, surcando los aires en busca de la presa. En los pinos anidaban las palomas y los grandes halcones las cazaban, sobre todo al atardecer, planeando silenciosos por encima de los árboles, antes de lanzarse como rayos para dar el golpe mortífero. Resplandor le había enseñado en una ocasión a quedarse inmóvil y observar. No era necesario esconderse, bastaba quedarse quieto. «Sólo te ven si te mueves». Una vez, mientras permanecía quieto al lado de Resplandor, había visto una caza. El halcón se lanzó sin ruido alguno, conteniendo el aliento, irresistible. «Ahora los huevos se quedarán fríos», le había dicho Resplandor a Buscador. Qué extraña mezcla de estremecimiento y pena.
Él y Resplandor solían hacer saltar piedras planas sobre la superficie del agua, abajo, en el puerto, al lado de donde se amarraban las barcazas y los botes de río. En aquella época, Buscador no sabía lanzar de verdad las piedras, pero cuando Resplandor no miraba simulaba que las lanzaba y gritaba: «¡Una! ¡Dos! ¡Tres! ¡Tres saltos!». Ahora era capaz de hacerlo y de pronto sintió una punzada de nostalgia y deseó que Resplandor estuviera allí para verlo. Deseó bajar al puerto una vez más con él y mostrarle lo bien que le salían las cabrillas al lanzar las piedras. Deseó decirle cuánto lo echaba de menos, cuánto había pensado en él todos los días durante los tres últimos años, lo dura que era la vida para él, pero que podría soportarla porque no tenía elección.
Sintió que se le humedecían los ojos y parpadeó para contener las lágrimas. Ahora sólo había un lugar adonde ir, sólo un refugio. Apuró el paso avenida abajo en dirección al Nom y al elevado arco de la Puerta de los Peregrinos. Aquella era la parte del monasterio abierta a los isleños, y en determinados días a los peregrinos. Era el camino hacia el sanctasanctórum, el lugar donde vivía el dios. Y allí iba siempre Buscador cuantío estaba triste, a meditar acerca de la verdad y a encontrar la paz.
Custodiaban la puerta dos nomanos, pero Buscador era una caía familiar para ellos, por eso le indicaron que podía entrar. Llegó hasta el primer vestíbulo, un atrio amplio y oscuro conocido como el Patio de las Sombras. Este y los dos patios siguientes a los que daba paso estaban concebidos para sosegar el espíritu y prepararlo para estar cerca del Todo y Único. No había nadie en ellos. En el otro extremo se abrían tres dobles puertas que conducían al segundo vestíbulo, que recibía el nombre de Patio de la Noche. Era una gran sala circular sin ventanas, con un techo en cúpula perforado por cientos de pequeños agujeros. La brillante luz solar penetraba por esas aberturas como si se tratara de estrellas y caía en rayos finos como lápices creando una figura de puntos luminosos en el suelo. Tampoco allí había nadie.
A continuación del Patio de la Noche, a través de una sucesión de dobles puertas, se entraba en el Patio del Claustro, la cámara más interior del Nom aparte del propio Jardín. Allí, en asombroso contraste con el Patio de la Noche, se abría un espacio poblado de columnas iluminado por una luz fría gracias al brillo del mármol blanco del suelo y las columnas. El elevado techo era de perlita, una piedra lechosa y traslúcida que transformaba la cegadora luz del sol en un resplandor sereno. Los relucientes pilares se erguían en apretadas hileras, de tal modo que aunque hubiera mucha gente al mismo tiempo no resultara molesta la proximidad de los demás. Y al fondo, donde ya no había más columnas y el techo abierto permitía entrar a raudales el inclemente sol, estaba el Jardín.
Buscador se detuvo ahí por un instante y rezó la plegaria de la entrada. Por entre el bosque de columnas alcanzó a distinguir el brillo de la pantalla de plata que rodeaba el Jardín. Tras aquellas delicadas y hermosas celosías de plata, inmerso en la resplandeciente luz solar, moraba el Eterno y Ubicuo.
—Padre Sabio, tú eres la Luz Clara, tú eres la Razón y Meta. Guíame hacia el Camino Verdadero.
Luego avanzó despacio entre las blancas pilastras hacia la deslumbrante luz que reinaba en el Jardín. Como siempre, en ese lugar también había nomanos de guardia, de pie e inmóviles. Vio a dos, pero seguro que eran más. Algunas veces, los peregrinos eran presa de una gran excitación e intentaban saltar la celosía de plata, y era preciso impedírselo. Además, estaba la amenaza de la que hablaba la leyenda, que se conocía desde la llegada misma del Niño Perdido, la amenaza del Asesino. Nadie sabía quién o qué era el Asesino: un hombre, una banda de hombres o un dios. Pero todos sabían que un día el Asesino encontraría finalmente el camino al Jardín, porque en el sueño del Primer Hermano así se había manifestado.
Buscador se acercó cuanto pudo a la celosía. Los agujeros practicados en la fina lámina de plata tenían la forma de diamantes y estrellas. A través de ellos vislumbró una lujuriante exuberancia de todo tipo de plantas que crecían a la sombra de un dosel de hojas: flores blancas como el algodón en nidos verde oscuro, minúsculos pétalos escarlata entre los suavísimos pétalos de las flores, enredaderas doradas que colgaban hasta tocar los céspedes azules, una floresta silvestre que no había sido atendida por ningún jardinero en doscientos años. Había rocas antiguas recubiertas de musgo y una cascada de aguas cristalinas que caía a borbotones en un estanque sobrevolado por las libélulas que danzaban al sol. Había senderos para caminar y rincones para sentarse, y de las ramas bajas de los melocotoneros colgaban sus frutos, y las ciruelas se pudrían a cientos sobre la hierba sin que nadie las recogiera, y todo estaba envuelto en una sombra intensamente violeta. También, de vez en cuando, se observaba un ligero temblor en la hierba y uno hubiese jurado que había visto a alguien dormido entre los árboles. Porque esta era la actual morada del ser que había creado el mundo, el que sabía por qué las cosas deben ser como son, incluso las malas, incluso la soledad, incluso la sensación de ser viejo cuando se es joven todavía.
Buscador oyó un suave crujido y, al darse la vuelta, vio a uno de los sirvientes de Nom que barría tranquilamente entre las columnas. El sonido resultaba reconfortante, como las suaves caricias de su madre sobre la frente cuando no podía dormir. Se postró de rodillas ante la brillante celosía y buscó consuelo, no de la Madre Amantísima ni del Padre Sabio, sino del Niño Perdido.
—También tú has estado perdido y solo —dijo en un susurro audible—. Ya sabes cómo me siento; no es necesario que te lo diga. Sé mi amigo. Demuestra que me oyes. Estoy muy cansado de estar solo. —Luego se fue deslizando poco a poco sobre el frío suelo blanco hasta quedar postrado cuan largo era, como hacían los peregrinos—. Sálvame —suplicó—. La tristeza dura ya demasiado. Muéstrame un camino para salir de ella.
Después permaneció en silencio en esa misma postura y sintió que su espíritu se apaciguaba, como le ocurría siempre que se acercaba a aquel lugar sagrado. Con una mejilla apretada contra el suelo de mármol, se abandonó a un duermevela arrullado por el distante susurro de la escoba del sirviente.
Luego oyó una voz. Una voz clara y real, pero que sonaba en el interior de su cabeza. Era la voz de un niño.
Seguro que ya sabes que eres tú quien me salvará a mí, dijo la voz.
Sorprendido, Buscador se puso de rodillas y miró a su alrededor, aunque sabía muy bien que la voz había sido inaudible para los demás. Allí estaban los guardianes nomanos, inmóviles como estatuas. Por allí andaba el hacendoso sirviente. Había sido la voz de un niño y había sonado en su interior.
Volvió a oírla.
Seguro que ya sabes —dijo la voz— que si sigues tu camino la puerta estará siempre abierta.
En ese instante oyó el tenue chirrido de una puerta que se abría. Miró en derredor. A lo lejos, entre las columnas, vio una pequeña puerta lateral entreabierta. Estaba situada en la pared opuesta al Patio del Claustro, la que lindaba con los aposentos de la Comunidad. Esas entradas sólo estaban abiertas para los nomanos.
Se puso de pie y volvió a mirar hacia todas partes. Los guardias nomanos tampoco advirtieron que la puerta estaba abierta, o no se preocuparon por ello. Buscador sintió un intenso nerviosismo. La voz sólo podía proceder del Niño Perdido, y la puerta sólo podía haberla abierto él. El muchacho avanzó tranquilamente entre las columnas hasta la puerta y la abrió del todo para internarse en los dominios de los nomanos.
La estancia en la que se encontraba ahora carecía de ventanas y estaba iluminada sólo por paneles de cristal colocados en el techo. En las paredes había unos ganchos de los que colgaban blancas vestiduras: los atuendos ceremoniales que los nomanos vestían en las ocasiones señaladas. Su hechura era idéntica a la de los de diario, pero en lugar de ser de burda sarga gris estaban confeccionados con finísima tela blanca de algodón. Los nomanos utilizaban muy pocas prendas para vestirse: un par de calzones amplios, atados en la cintura y en los muslos; una sencilla camiseta; una túnica hasta la pantorrilla, con mangas cortas y anchas y abierta por ambos lados desde la cintura y, por último, un pañuelo largo a modo de capucha con el que se cubrían la cabeza. Esta pieza, el badán, era exclusiva de los nomanos. Cada extremo de la larga banda de tela estaba rematado por una redecilla de hilos metálicos que soportaba un canto rodado. Los dos extremos pesados del badán se llevaban colgando, uno por delante y otro por detrás.
De modo que aquella habitación era un vestidor. Allí acudían los nomanos para vestirse con estos ligeros ropajes que los hacían parecer espíritus del otro mundo cuando salían por centenares en procesión por la plaza el día de la Congregación.
Buscador avanzó bajo los colgadores sin atreverse a tocar las frías telas. Sabía que no debería estar allí. También sabía que esa habitación no era su destino final, porque en el otro extremo había otra puerta y también estaba abierta.
Si sigues tu camino la puerta estará siempre abierta.
Cruzó también esta segunda puerta y se encontró en un patio. En el centro había una amplia capa circular de arena rastrillada siguiendo un patrón de abanicos superpuestos. De las muchas puertas de salida, sólo una estaba abierta. De ella procedía un sonido semejante al zumbido de las abejas, pero más intenso y áspero. Buscador avanzó despacio rodeando el patio, atento a los adoquines, y llegó hasta la puerta abierta, que no dudó en atravesar.
Se encontraba en una lavandería. En las paredes estaban instaladas las tuberías y los canales abiertos en el suelo de piedra llevaban una corriente de agua cantarina hasta los sumideros de las esquinas. En el elevado techo también había tuberías, que se dividían en otras más pequeñas y delgadas con grifos en los extremos. Uno de los grifos estaba abierto y vertía agua. Colgado bajo este tubo elevado, atado con una tira de tela que le apretaba las muñecas, estaba un hombre semidesnudo. Tenía los brazos en alto por encima de la cabeza, que le caía sobre el pecho desnudo, mientras el agua del grifo abierto corría sin descanso bañando sus brazos, su empapado pelo y todo su cuerpo, y chorreando por sus pies descalzos hasta el suelo.
Alrededor del colgado se había congregado una multitud de nomanos y nomanas, que llenaban la lavandería. Todos ellos se tapaban los oídos con las manos, tal como tuvo que hacer Buscador, y todos tenían la mirada fija en el hombre colgado. Mientras miraban emitían un profundo y chirriante zumbido que parecía penetrar hasta el cerebro.
Buscador lo vio y sintió miedo. Por la intensidad de la mirada y por el incesante chirrido no daba la impresión de que fueran a apiadarse del hombre colgado. Desde el quicio de la puerta era muy difícil soportar el zumbido, pero ser el blanco del mismo tenía que ser insoportable. Y como era de esperar, cada pocos minutos el pobre hombre sacudía la cabeza, como si quisiera escapar al tormento, y gemía en su desamparo.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Se trataba de un castigo terrible? El hombre colgado también era un nomano, como pudo comprobar Buscador por sus ropas. La tela que ataba sus muñecas era su badán. ¿Se trataría de una especie de prueba? Buscador había oído relatos que hablaban de un duro entrenamiento para los novicios. Sin embargo, sabía que no podía ser así. Esto era más que una prueba: era una tortura.
El hombre volvió a gemir y trató en vano de taparse los oídos con los brazos, pero el esfuerzo le resultó doloroso. Dejó caer la cabeza hacia delante. Luego, golpeado por una tormentosa oleada invisible, levantó la cabeza y gritó con todas sus fuerzas en su agonía. En ese momento Buscador vio su cara. A pesar de estar bañada por el agua, a pesar de estar desencajada por el dolor, a pesar de que habían pasado tres años, Buscador reconoció el rostro.
—¡Resplandor! —gritó.
El hombre colgado abrió los ojos súbitamente y miró a Buscador, que permanecía en el umbral de la puerta. El muchacho tuvo ocasión de verlo bien y no le cupo ninguna duda de que era su hermano; en cambio este no lo reconoció: tenía la mirada vacía. Algo le habían hecho… De repente Buscador lo entendió todo.
Resplandor estaba siendo sometido a un lavado.
—¡Resplandor! —volvió a gritar Buscador con terror y aflicción—. ¡Resplandor! ¡Que alguien los detenga!
Su querido hermano volvió a mirarlo fijamente, con aquel ancho rostro familiar de amplia boca: pero los ojos habían cambiado y ya no lo reconocía. Era como si su hermano ya no estuviese en su propio cuerpo.
Buscador oyó un grito. El terrible zumbido se interrumpió. Los nomanos se volvieron hacia él, porque el grito había salido de su propia boca.
—Mírame —le pidió el nomano que tenía más cerca.
Buscador lo miró. Enseguida comprendió que no debería haberlo hecho, pero ya era demasiado tarde. El nomano lo miró fijamente y Buscador sintió que las fuerzas abandonaban su cuerpo. Se dio cuenta de que se estaba cayendo.